EL ESPÍRITU no puede pasar inadvertido: es VIENTO, que sopla; es FUEGO, y abrasa; es AGUA, y fertiliza y limpia; es AMOR, y remueve el corazón y las de todos los sedientos de Justicia. El espíritu se mueve, y mueve; es comunicación, y se comunica; es Alegría, y destierra todo temor. El Hombre del Espíritu vive, trabaja, sufre, lucha, ama y espera con la profundidad del Espíritu, con la tenacidad del Espíritu, con la confianza del Espíritu, con la generosidad que solo puede dar el Espíritu. No pasa inadvertida la presencia del Espíritu Corazones que se le abren. Es un buen Minero que sabe extraer los más ricos tesoros de las profundidades de cada existencia: el tesoro de la fe del hombre en sí mismo, que lo hace audaz y creativo en sus empresas; el tesoro de la Fe del hombre en sus hermanos, que lo hace respetuoso, comunicativo, transparente; el tesoro de la Fe del hombre en Dios, que le comunica la experiencia de su Amor inquebrantable. El espíritu es soplo de eternidad que hace florecer al Cielo en la Tierra. El Espíritu viene de Dios, y vuelve siempre a Dios, pero aquel que se deja arrebatar en su corriente
infinita, se hace portador en todos sus gestos, en todas sus miradas, en todos sus respiraciones, de una sola Palabra, de un solo Nombre, con poder de Salvación: Jesús. El Espíritu no puede pasar inadvertido a su paso por este Mundo: el que lo invoca con sincero corazón se hace el mismo Viento y arrastra; Fuego, e incendia; Agua, y prepara los surcos de la Historia para la cosecha de los Cielos Nuevos y la Tierra Nueva; Amor, se hace, sobre todo, Amor, y nos ayuda a descubrir y disfrutar la presencia de Dios como ternura que eleva nuestra carne. Antonio LÓPEZ BAEZA
Una verdadera amiga Tengo ante mí el primer ejemplar de las obras de santa Teresa de Jesús, que cayera en mis manos. Se trata de la séptima edición de Apostolado de la Prensa, fechada en Madrid, 1951. Libro de bolsillo, impreso en papel tipo biblia, de blancas páginas muy llenas de texto, y con un tipo de letra menuda pero de fácil deletración. Le tengo cariño a este libro. Es uno de los más antiguos de mi biblioteca. Lo adquirí cuando contaba diecisiete años. Y desde entonces me ha acompañado en multitud de momentos, sirviéndome de consuelo y estímulo en esas situaciones críticas que la vida se encarga de presentarnos. Santa Teresa de Jesús ha venido a ser para mí una verdadera maestra, o mejor, una verdadera amiga, puesto que uno solo es nuestro maestro, y muy pocos los que alcanzan a amigos verdaderos. Viene bien recordar aquí las palabras de la santa que nos advierte que Dios no deja de enviarnos amigos que nos den la mano en el momento oportuno: “Siempre en estos trabajos grandes me enviaba el Señor, como me lo mostró, un persona de su parte que me diese la mano…, sin ir asida a nada más que a contentar a Dios” (Vida, 39,19). Pues bien, santa Teresa ha sido para mí esa persona de parte de Dios, que me ha enseñado a caminar aunque torpemente por mi parte, por los caminos de la búsqueda de la voluntad de Dios. ¿Quién me habló por primera vez de santa Teresa de Ávila? No lo puedo recordar. De recordarlo iría a darle las gracias en este momento. Pero puedo asegurar que mi temprana afición a las letras y a la militancia en la Acción Católica Juvenil de entonces, me condujeron de conjunto, ya en mi primera juventud, a beber del agua clara de la doctora del Carmelo. Contentar solo a Dios Al principio no me resultaba fácil su lectura, aunque sí atrayente. Su misma dificultad, me expoliaba. Recuerdo muy vivamente mis recuerdos con la santa, en la soledad del campo, sin más ruido que el zumbido de los insectos y el susurro del viento entre los árboles. Con ella alternando el Nuevo Testamento, comencé a saborear el plato fuerte de la soledad y el silencio. En un paisaje seco y quebrado, muy parecido al de la Castilla de la santa, comenzó a destilarme su sabiduría, recia y profunda, el Libro de la Vida o de las Misericordias de Dios, con que me inicié en tan provechosa lectura. Hoy, veintisiete años después, he sentido la curiosidad de buscar la primera frase de la santa que subrayé en aquella mi primera lectura. Desde siempre he subrayado los libros que leo. Es como si hiciera más mío lo que allí se dice; como si lo considerara escrito con algo de mi propia experiencia. Y en el capítulo segundo de la Vida, leo mi primer subrayado: “Tengo por cierto que se excusarían grandes males si entendiésemos que no está el negocio en guardarnos de los hombres, sino en no nos guardan de descontentaros a Vos” (Vida, 2,4). Creo que esta lección nunca ha dejada de resonar dentro de mí. Y cuando han llegado los momentos que ponían en crisis el valor de nuestra vida cristiana y el valor de nuestros trabajos por el Evangelio, buscar agradar a Dios y no a los hombres, buscar la gloria de Dios y no el éxito de mis trabajos, me ha restituido la paz y la confianza en mí mismo. El don de la amistad con Jesús En mi época de estudiante de filosofía –21 a 24 años– es cuando llego a leer de un modo completo, de un tirón y pausadamente, el Libro de la Vida. Es mi libro preferido para la lectura espiritual que, en el Seminario, se nos impone como disciplina de formación. Entonces deseaba llegase la hora de la lectura espiritual, como quien espera una fiesta. Y muchos ratos libres, de los pocos que quedaban en el apretado horario de un seminario conciliar, también los dedicaba a su lectura, hurtándolos al juego o a la charla entre los compañeros. De aquella época recuerdo con especial insistencia la llamada a la amistad con Jesús, con la humanidad de Jesús como gusta decir la santa. Ser cura, para mí se iba perfilando como ser de los íntimos de Jesús. Y sólo en dicha amistad se me aparecía como posible la vida plena en la entrega por causa de Jesús y del Evangelio. La misma afectividad, tan viva en mi modo de ser y en la edad que me ocupa, podía encontrar, según me inspiraba la santa, su equilibrio, satisfacción en esta amistad que nunca falla. “Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán, que se puso en lo primero en el padecer todo se puede sufrir. Es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es un amigo verdadero. Y veo yo claro y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humildad sacratísima, en quien dijo su Majestad se deleita” (Mt. 3,17) (Ibíd. 22.6) Sería fácil multiplicar aquí las citas que me impresionaron y que fueron moldeándome en la amistad con Jesús, o al menos, en el deseo de esta amistad. No me resisto a cerrar este apartado de mis recuerdos, sin traer ahora esa síntesis gozosa de la experiencia mística de la santa abulense: “Es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle humano” (Ibíd. 9) “Traerlo humano”, es decir, tratar con El como con el mejor amigo, acudir a Él como quien nos espera, sería desde entonces una invitación perenne en el desarrollo de mi vida cristiana. Entonces, ya se abrieron en mí las bases de un cristianismo vivencial, nada ideológico. Aprender a llamar a Dios, Padre Creo que también fue Teresa de Ávila quien, de forma primera y poderosa, me ayudó a saborear el don de la filiación adoptiva. Ser hijo de Dios en el único Hijo, comenzó a ser para mí, en aquellos años, el fundamento más firme y seguro de mi vida. Recuerdo una fuerte crisis vocacional –estudiaba 3º de filosofía– que parecía amenazar las raíces de mi entera existencia. Por un lado veía con toda claridad que no debía ser cura, que debía abandonar los estudios del seminario, por mi gran indignidad y falta de cualidades. Por otro, una pena indescriptible me desgarraba interiormente, sólo con pensar en tener que renunciar al camino del ministerio. ¿Qué hacer? La inexperiencia hace más difíciles estos conflictos internos. Una tarde de retiro espiritual leyendo a la santa, me sentí llamado al abandono. No tenía que hacer nada. Sólo confiar. Dios es Padre. Y el Padre sabe siempre lo es mejor para sus hijos. Sólo esta certidumbre me encalmaba. Yo no decidiría nada. Decidiría el director espiritual del Seminario. Y yo aceptaría la decisión, fuere cual fuere, porque ya la había aceptado, sin reserva ninguna, en mi corazón. El nombre del Padre, dirigido a Dios, era suficiente para devolverme la paz y la alegría más profundas. Y ya nada tenía carácter de amenaza a mi vida. La lectura al comentario del Paternoster, incluida en Camino de Perfección, desde el capítulo veintisiete al final del libro, me proporcionó no poco alimento de confianza y abandono, de regocijo y paz, al saberme para siempre en los brazos del Padre, más fuertes que todos los vendavales de la miseria humana. “¡Son tan poquísimos a los que engaña el demonio de los que rezan el Paternoster!” (Camino, 39,7), dice la santa. Y una dulzura sin nombre que es fortaleza envuelve el corazón de quien ha captado que, “siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas” (Ibíd. 27,2). La llamada de las profundidades En mis años de estudiante de teología, abandono temporalmente a Teresa de Jesús para introducirme en la lectura y estudio de san Juan de la Cruz. Bajo la experta guía del director espiritual del Seminario, dominador como pocos de la materia, descubro y soy materialmente absorbido por la recia teología mística del doctor de la Noche Oscura. Pero Juan de la Cruz que me seducía ante todo como poeta lírico y sistematizador de un pensamiento, jamás me llegó a conmover con su experiencia mística, como había conmovido y me seguiría conmoviendo la doctora de las Moradas, más vivencial y directa en la exposición escrita de sus caminos interiores. Después de leer los libros, Subida al Monte Carmelo, Noche Oscura, Cántico Espiritual y Llama de Amor Viva –toda la obra prácticamente del santo reformador –sentí la necesidad de volver a santa Teresa. Y esta vez fue el Libro de las Moradas o Castillo Interior, el que me hizo sentir la llamada de las profundidades de la vida contemplativa, con renovada urgencia. Tengo muy presentes muchos de los momentos de aquella lectura. Sobre todo en las vacaciones de verano de tercero de teología. Con santa Teresa debajo del brazo me perdía por polvorientos caminos, buscando rincones apartados. La soledad se inflama de necesidad de entrar por los caminos de un conocimiento no racional de Dios. “A mi parecer, me decía entonces la santa, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza; y mirando su limpieza veremos nuestra suciedad… Terribles son las ardides y mañas del demonio para que las almas no se conozcan ni entiendan sus caminos” (Moradas I, 2, 9 y 11). La gran intuición de estos años, brotada al calor de la experiencia teresiana, es la perfección o realización de la persona, va unida al conocimiento amoroso de Dios. Y sin este segundo es siempre falsa la primera. Ser hombre equivale ante todo a vivir en el amor de Dios. “La perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y cuanto con más perfección guardáremos estos dos mandamientos, seremos más perfectos” (Ibíd. 2,17). A la luz de las místicas orientales Estaba participando en un campamento de los Amigos de El Arca en Güejar-Sierra (Granada). Era el verano de 1972. La experiencia comunitaria de los compañeros de El Arca, los nuevos caminos de la contemplación en relación con las técnicas y místicas orientales, y, la doctrina de la No-violencia, me habían llevado hasta allí. Delicioso lugar cercano a un río entre gigantescos cerezos y con balcones abiertos a cañadas y crestas de la Sierra Nevada. Allí tendría lugar mi último –por ahora–encuentro con la santa descalza. Un día, en la charla que nos dirigía Lanza del Vasto, vino a decir algo semejante a esto: Los cristianos no tenemos que ir buscando en otras religiones lo que ya tenemos en la nuestra. Este es el caso de los grandes místicos del cristianismo, entre los que sobresalen los españoles Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, cuyas enseñanzas nos pueden dar, quizá, algo más de lo que podemos encontrar en las místicas orientales hoy en moda. Con estos razonamientos, Lanza del Vasto no pretendía despreciar ni minusvalorar los contenidos de las religiones orientales, que él precisamente mejor que muchos en Occidente conocía y valoraba. Sólo pretendía ponernos en guardia contra el snobismo de quienes siempre van a la caza de lo último que suena en el mercado internacional, sin valorar suficientemente lo que ellos ya tienen y pueden potenciar y ofrecer de sus propias tradiciones religiosas y culturales. Ante estas reflexiones del ya desaparecido maestro fundador de El Arca, yo experimenté una fuerte sacudida interior. ¿Acaso no había sido yo también un snobista de los que él denunciaba? En los últimos años de mi vida se había reducido de forma considerable la tensión orante. Estaba decididamente bajo los influjos de la crisis secularizante. Pero la necesidad del encuentro con Dios jamás se había borrado de mí. El nombre y estimación de la santa abulense en la boca del yogui, discípulo de Gandhi, Lanza del Vasto, me hizo volver mi mirada hacia atrás, hacia los buenos momentos y excelentes que me había prestado la doctora mística. Al cabo de ocho años, volvería a tomar las obras de la santa reformadora, releyendo las Moradas, y empalmando así mis nuevos tanteos por el mundo espiritual y cultural, con las mejores experiencias de mi vida pasada. Fue entonces cuando la lectura de santa Teresa me ofreció otra de estas síntesis tan admirables de que la carmelita eran tan pródiga. Nadie vive más y mejor su compromiso con la vida, que quien se ha dejado conducir a las simas de la contemplación infusa. O dicho de otro modo más asequible a todos: Nadie es más útil a los hombres que quien vive totalmente entregado a Dios. Esto era lo que yo leía en cada una de las páginas del las tres últimas Moradas Interiores. Hablando de Moisés, llegara a decirnos la santa que, la fuerza liberadora del caudillo de Israel, la recibía de los misterios profundos que Dios le comunicaba: “Más si no mostrara Dios a su alma secretos con certidumbre para que viese y creyese que era Dios, no se pusiera en tantos y tan graves trabajos; más debía entender cosas dentro de los espinos de aquella zarza (Ex. 3, 3), que le dieron ánimo para hacer lo que hizo por el Pueblo de Israel” (Ibíd. VI 4, 7). ¿No sería esta también la misma e idéntica experiencia de la santa en sus arduos trabajos de la reforma carmelitana? Ella supo, y por eso pudo comprender el secreto de la valerosa y valiosa vida de Moisés, que el hombre se hace liberador de sus hermanos, cuando él mismo ha sido liberado de Dios. ¿No se encierra aquí la clave de toda vida misionera? Y en el gozo de esta única liberación, el amigo de Dios se convierte en el mejor amigo de los hombres. Bien se ve, porqué puedo llamar a Teresa de Jesús verdadera amiga y verdadera hermana. Mis encuentros con ella siempre me han sido gratificantes, siempre me han resultado poderoso estímulo en el avance de mi vida de fe. Justo era, pues, que al sonar la hora de este centenario, uniera esta voz de mi debilidad a otras voces más fuertes que vendrán a cantar las glorias de quien supo reconocer las misericordias de Dios en su entera vida. ANTONIO LÓPEZ BAEZA, Mis encuentros con santa Teresa de Jesús, Iesus Caritas. Familias Carlos de Foucauld, Época V, 27 (1981) 12-17.
ANTONIO LÓPEZ BAEZA El fin de todo obrar, para el creyente, no es la obra en sí misma, sino Tú, Señor, tu Persona, tu Gloria, y la comunión con tu Ser Divino que aguarda en toda obra bien hecha. I. Señor, Tú sabes que es verdad: nada quiero que Tú no quieras, ni nada deseo hacer si Tú no lo haces conmigo. Cuando obro sin ti, obro frecuentemente contra mí. No es obrar verdadero el que en ti no echa raíces. Tú eres la buena tierra en la que mi vida da cosecha de frutos apetecibles. Tu voluntad de amor acoge mi entrega en el trabajo de cada día, para hacerla vida compartida, alabanza de tu Nombre, alegría del bien común. Es así como la liturgia de tu Iglesia me ha enseñado a rezar: «Señor, que tu Gracia inspire, sostenga y acompañe nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti , como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin». No te extrañe, pues, Señor, que con insistencia te suplique: «Que tu Gracia inspire mis obras». Lo que significa, en primer lugar, pedirte que nunca haga yo nada contrario a tu voluntad. Pero, ¡ay, Señor!, ¿no es ésta una súplica demasiado atrevida? ¿Le resulta siempre posible al hombre peregrino actuar de acuerdo con tu voluntad eterna? Me inclino a pensar que no. El humano es demasiado frágil, demasiado incompleto, para que sus obras alcancen a ser perfectas. ¿No es éste el testimonio de tu apóstol cuando reconocía de sí mismo que el bien que quiero no lo hago, y el mal que no quiero sí lo hago? ¿Acaso, Señor, tu Poder no es más grande que nuestra flaqueza? ¿Por qué, pues, me dejas hacer el mal que no quiero? ¿No queda afeado mi testimonio sobre tu Amor y tu Gracia cuando los demás constatan lo defectuoso y dañino de mi obrar en el mundo? ¿Tal vez, Señor, lo que importa no es que, aun constatando mi pecado (y cuanto más lo constate, mejor), siga deseando con todo mi corazón realizar lo mejor posible tu voluntad de bien? ¡Ah, sí, Señor: Tú me pides más la pureza de intención que la perfección en mi obrar! Y bien parece, Señor, que la obra más perfecta a tus ojos no es la del orgullo de haber actuado bien, sino la de confiar en tu infinita misericordia, reconociendo que sin ti no podemos hacer nada justo y recto. Con todo, Señor, te seguiré pidiendo: «Inspira Tú todas mis acciones». Que no las inspire el orgullo de la razón ni la ambición de la carne. Inspira Tú mis acciones de cada día para que, partiendo siempre de ti, pueda yo descubrir mejor lo que en ellas se opone a tu plan de salvación, y permanezcan así dentro de tu eficacia liberadora. Tu inspiración -la presencia animadora de tu Espíritu- es ya, de entrada, una fuerza positiva en todo mi hacer, aunque con frecuencia se vea trabada por otras fuerzas negativas que también operan en mí, propias de mi existencia peregrina, todavía no plenamente identificada con tu Amor. ¡Que nunca me falte tu inspiración, ya que sé muy bien que, mientras camine en este mundo, tampoco me ha de faltar el peso de mis torpezas! Estoy convencido, Señor, convencidísimo, de que, si tu Gracia me inspira, yo pasaré por el mundo haciendo el bien sin darme cuenta de que lo hago. Por lo demás, nunca es más auténtico el bien que aquel que permanece oculto, enterrado en los surcos de la historia, incluso para el mismo que lo realiza. Seré así instrumento tuyo, cauce de tu Bondad para que venga tu Reino a nosotros. Sólo si tu Gracia sostiene mi obrar, seré testigo de la Esperanza. ¡Es tan fácil desalentarse ante los propios fallos y los de los demás … ! ¡Resulta tan difícil ese estar siempre volviendo a empezar, reconstruyendo ruinas, aceptando derrotas sin derrotismos … ! Pero, como tantas veces nos has permitido constatar, y nunca podremos agradecerte suficientemente, tu inspiración los dones de tu Espíritu- acude en nuestro auxilio, nos fortalece e ilumina, especialmente cuando la tarea encomendada, cuando los valores evangélicos a defender, se nos hacen cuesta arriba, y tenemos que permanecer en la brecha, contra corriente de los valores y criterios de este mundo que pasa. Tu inspiración es entonces la firmeza en nuestro caminar vacilante. La verdad es ésta: tu Gracia nos inspira, nos sostiene y acompaña siempre que reconocemos nuestra pobreza y la ponemos gozosamente a tus pies. Y así, Señor, nuestras obras son tus Obras; no porque sean acabadas, perfectas, deslumbrantes, convincentes para todo el mundo…. no, ¡qué va!; sino porque Tú has querido tener necesidad de mi debilidad, hasta hacerla portadora de tu ternura inquebrantable. Tu Gracia -que no ha sido estéril en mí- me ayuda a saberme y presentarme débil entre los débiles, consciente de que sólo Tú haces maravillas con la pequeñez de tus siervos. II. Tú eres la fuente de todo buen hacer. La ciencia, el arte, la política, la educación, la vida doméstica… sólo sirven al bien común cuando, consciente o inconscientemente, se nutren de tu voluntad de salvación universal. De ti manan las energías de la verdad, la bondad, la belleza, la unidad … : formas éstas de tu Gracia en camino hacia la plenitud de la vida humana. Tú eres la fuente de todo buen hacer. Quienes no se nutren de esa fuente producen monstruos de crueldad y sombras de aniquilación. Los genocidios, las vejaciones no infrecuentes a la humanidad y a la naturaleza, los atropellos a la dignidad sagrada de la persona, representan el vómito de cuantos despreciaron las fuentes de aguas vivas para cavar en su lugar cisternas de aguas corrompidas. Tú eres la fuente de todo buen hacen El que bebe de ella, él mismo se hace fuente para los sedientos de vida que puedan acudir a él. Es el testigo de tu salvación siempre operante, que alcanza a dar a otros de sí mismo, de sus propias entrañas habitadas por la alegría de tu Amor imperecedero. Y no puede limitarse a dar consejos o buenas palabras, porque en él salta para muchos la fuente que mana hasta la vida eterna. Es la persona transformada en ángel de luz, que ayuda a otros muchos a encontrar su senda iluminada. Es el trabajador en la vida ordinaria que sabe que la obra realizada desde el corazón es en sí misma bendición e iluminación para cuantos de ella se benefician. Es, en suma, el jornalero de la viña, que se siente bien pagado, sin cifrar la importancia en la cantidad del salario recibido, sólo por el hecho de haber hecho bien lo que tenía que hacer, poniendo alma y vida en cada minuto de la tarea encomendada por el Señor de la vida. Repitámoslo sin cansancio: ¡Tú eres la fuente de todo buen hacer! El que ha bebido de esas aguas caudalosas, límpidas, renovadoras, tiene la mirada transparente para descubrir los destellos de tu Amor también en la obra bien hecha por otros, incluso por otros que no son de los suyos (tal vez, que no son de los tuyos). El que ha bebido de la Fuente de Todo Bien, donde manan las corrientes de la inmarchitable hermosura, alcanza a ver tu presencia desnuda en el conjunto de la entera actividad humana, sin detenerse en ideologías ni creencias. ¡Tu Resurrección hermosea desde dentro toda obra que hunde sus raíces en un corazón enamorado de su propio hacer en comunión con el Hacedor único! ¡En ti está la fuente de todo buen hacer! El hacer nuestro de cada día, que nos hace y nos rehace, que nos crea y nos recrea, cuando no le faltan sus dimensiones de gratuidad y de trascendencia. El que obra con estas cualidades -gratuidad y trascendencia- crece él mismo en el desarrollo de su actividad. Y al cuidar los detalles mínimos de su quehacer escondido, está poblando el mundo de belleza multiforme, en armonía con la belleza del universo. Una obra bien hecha es, a su vez, semilla de otras muchas obras bien hechas. En cambio, la tarea realizada para salir del paso, hija de convencionalismos y rutinas, o llevada a cabo con intereses de venideras recompensas, deviene trampa y atolladero para el humano que no supo desaparecer en su propia acción. En realidad, somos lo que hacemos. Somos según hacemos. Conviene, pues, y no poco, que nuestro ser se alimente en las fuentes de un hacer sereno y generoso, humilde y constante, audaz y creativo, pero, sobre todo, muy sobre todo, atento y contemplativo al paso del Señor por el tejido de nuestros días y nuestras tareas. Se trata de conectar con el hacer mismo de Dios en su constante Creación. El buen hacer del Padre, que Él quiere sea también el buen hacer de sus hijos, llamados a completar su obra en el mundo. III. La finalidad de nuestro obrar en el mundo no es la obra en sí misma, sino Tú, Señor: tu Persona, tu Gloria, tu Irradiación, tu Diafanía -que diría Teilhard de Chardin- en el Universo. La meta última de toda tarea humana es llegar a la comunión con el Ser divino, que alienta en todo para todo trascenderlo. Cuando mi obrar no me pone en comunión directa contigo, algo que depende de mi voluntad falla, Señor. Y es que no puedo encontrarte a ti en lo que hago, si mi intención busca otra cosa distinta de ti: éxito, prestigio, riqueza, seguridades… Yo amo al que me ama, y el que me busca me encuentra (Prov 8,17), reza tu revelación. Y es que, con mi actividad, Señor (siendo como es tan importante para un hombre el motor y el norte de su entrega), es como mejor podré manifestar mi forma de buscarte y si es a ti a Quien deseo sobre todas las cosas. Dime lo que por encima de todo anhelas como fruto de tu trabajo diario, y te diré quién eres. De modo que no basta con desearte interiormente; ¡he de desearte también en mi forma y talante de moverme en el mundo! Preciso es que todas mis acciones revelen mi libertad interior que siempre tiende a ti. Permíteme decírtelo (aunque sólo sea un deseo -¡pero mi deseo más ardiente!-): Tú eres el fin de todo cuanto hago, porque no puedes dejar de ser el fin de todo cuanto soy. Cuando te busco con mi acción, bajo a las raíces de mi ser más auténtico y toco las claves del universo. Cuando eres Tú la forma y perfección de mi tarea, yo sé que en el acto mismo de mi entrega ¡ya lo tengo todo! ¡Todo! Te tengo a ti. Me tengo a mí. Tu amor allí presente convierte en universal y eterno el instante más pequeño. La eternidad se da en el tiempo exacto de la obra bien hecha. Así es como mi actuar entre los hombres no se pierde lejos de su belleza y utilidad, en sí mismo y para los otros. Mi trabajo me pone en contacto vivificador con las raíces de mi existencia. Mi vocación en el Mundo y en la Iglesia, no me las doy yo a mí mismo, aunque sí redescubro en mi entrega de amor a lo inmediato pequeño las razones que la sustentan. Para que mi trabajo sea oración es imprescindible poner todo mi ser en la obra que realizo. Porque, aunque Dios está presente en todas las cosas, yo no me encuentro con Él cuando actúo de forma trivial y rutinaria, ya que, al obrar de esa manera, estoy asfixiando la imagen del Creador, que pugna por resplandecer en mí a través de mi dedicación consciente y amorosa. (¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho mediante la gracia de la concentración en el aquí y ahora?). Orar es entrar en comunión con la obra de Dios, que no cesa de hacer nuevas todas las cosas y de ensanchar constantemente las dimensiones del universo (y las mías propias). De modo que la monotonía, el desaliento y otras formas de decadencia o desinterés no pueden tener nunca cabida en una actividad realizada contemplativamente. Cuando el amor contemplativo mueve mi entrega, podré conocer el cansancio -que es humano-, pero nunca el sinsentido que pretende corroer el valor de la propia entrega -que es diabólico-. Muy al contrario, el mismo cansancio reconforta. La entrega total es en sí misma un descanso. ¡Qué gozo saber, Señor, que mi obra bien hecha –con todos los límites que acompañan siempre a lo humano- lleva algo de ti a mis hermanos! Pero mi alegría mayor es saber que mi obra bien hecha es toda ella una alabanza a tu Nombre, una rendida adoración del misterio de tu Presencia escondida en el corazón de todos los seres, acontecimientos, acciones. Sólo necesito hacer contemplativamente lo que en cada momento me demanda la vida, para saber que este mundo está bañado por la luz de tu Misericordia. Cuando mi actividad es alabanza, adoración, comunión, contemplación de amor… te siento tan dentro de mí, Señor, que sólo tengo que silenciar todos mis pensamientos y sentimientos para escuchar la canción de mi corazón y saber que Tú eres su Inspirador.
Conocí a Carlos de Foucauld a través de En el corazón de las masas, de René Voillaume. Estudiaba yo primero de Teología en el seminario de mi diócesis. Y esperaba con ansiedad la hora que la disciplina seminarística nos marcaba para la lectura espiritual. Era una hora antes de la cena, que resultaba para mí transformadora. Desde sus primeras páginas –todas ellas subrayadas y a veces anotadas al margen– se apoderó de mí la certeza de que estaba ante el horizonte más luminoso de mi existencia temporal en cuanto seguidor de Jesús de Nazaret. ¡Cómo me ayudó a entender el Evangelio y a enamorarme de Jesús este libro, desmenuzador del carisma del padre De Foucauld! Contemplación y servicio a los pobres No quiero exagerar. En cursos anteriores había leído a santa Teresa de Ávila y a san Juan de la Cruz; por tanto se daba en mí una predisposición a recibir esa fuerte llamada a la contemplación que contienen los escritos de Voillaume a los Hermanos de Jesús, con esa clara dimensión de hacer de la contemplación y el servicio a los pobres una misma y única realidad. No tardé en comunicar, tanto al prefecto de teólogos como al director espiritual del centro, mi descubrimiento: yo quiero ser cura así. No, no es mi vocación la de hermanito de Jesús, sino de cura diocesano al estilo de la espiritualidad del Hno. Carlos. ¿Es esto posible? Afortunadamente, ambos conocían dicha espiritualidad, la valoraban y veían en ella muchas posibilidades para el ministerio pastoral. Dejé bien claro ante los responsables de mi formación: si este camino no me ayuda a ser un buen presbítero, cura encarnado en las realidades humanas donde haya de desarrollar mi tarea pastoral, yo no lo quiero. Y Nazaret y el misterio de la encarnación –que es su sustancia– labraron en mi mente y en mi corazón, a lo largo de la sedienta y asidua lectura de En el corazón de las masas, surcos abiertos al Espíritu de esa gracia universal que, para los tiempos modernos, viene significando la intuición contemplativa y misionera de Carlos de Foucauld. El poema que sigue recoge mi rendida gratitud ante los contenidos esenciales que poco a poco fui bebiendo del espíritu foucauldiano: Pura intuición la tuya: Nazaret… el desierto… y una Iglesia de pobres que predica amor en el silencio… Ser hermano de todos –pura intuición tu empeño–, compartiendo la vida de los últimos, de ellos aprendiendo… Necesitar de todos, y beber el misterio de Dios en cualquier cauce por los siglos abierto… ¡Pura intuición de gracia…! ¡Puro milagro del amor despierto…! ¡La pura desnudez como el espacio! ¡Dios y hombre al encuentro! «Sal de tu tierra, de tu casa y de tu parentela…» Carlos de Foucauld, uno de esos hombres que Dios suscita para abrir caminos nuevos al Evangelio, fue ciertamente, como nuestro padre Abrahán, un viajero en la noche, un hombre de desierto, un rastreador de las huellas de Dios por los caminos de los hombres, conducido por la promesa, y como Moisés también, sin llegar a pisar la tierra prometida. Todo ello hace de su testimonio, despojado de todo afán de protagonismo, amante del poder comunicativo del silencio y encerrado en el fracaso temporal de no llegar a ver realizado su proyecto de comunidad monástico-misionera, una verdadera siembra evangélica cuyo fruto no le pertenece, salvo por el hecho de haber aceptado ser semilla, grano de trigo destinado a desaparecer en la tierra de su germinación, donde su individualidad se pierde irremisiblemente. Tal semejanza entre Abrahán y Foucauld, clara y firme para mí, me empujó a dejarla plasmada en esta composición: Nuevo Abrahán, saliste de tu tierra a lo desconocido. Recibiste en tu alma la promesa de multitud de hijos. Mas caminaste siempre en soledad, por el amor tan solo conducido. Fue el amor tu desierto, tu Nazaret, el último lugar por ti elegido. Y en el amor supiste ser el grano, enterrado, de trigo; hasta morir en soledad la muerte oscura, sin sentido. Escuchaste al oído una Palabra que encarnaste en tu vida como un grito: «Dios nos pide hoy el culto más sagrado en el servicio a los pequeños y últimos». Te hiciste, sin saberlo, hermano universal, necesitando a todos, a todos ofrecido. Y entregaste tu vida como hostia de abandono infinito. ¡Nuevo Abrahán, por ti el desierto hoy grana, frutos de amor fraterno y compartido! Hoy, cuando esto escribo, con setenta y cinco años cumplidos y cuarenta y ocho después de haber leído En el corazón de las masas, confieso que creo no haberme equivocado en la opción evangelizadora que entonces tomé. Mis más de cuarenta años de cura, con trabajos en el mundo obrero, en parroquias de suburbio, en cultura popular y animación espiritual, y en formación de un laicado cristiano, han sido posibles solo gracias a aquel espíritu que, pese a mis muchas contradicciones –temores y traiciones concretos–, fue ganando terreno en mi psiquismo humano y en mi deseo de vivir en el seguimiento de Jesús de Nazaret, compartiendo su objetivo del Reino. Desde el objetivo del Reino he aprendido a relativizar muchas cosas, para buscar siempre y en todo, lo más posible, la fidelidad a lo absoluto, lo irrenunciable. Vivir para Dios fuel el absoluto que orientó los caminos del Hno. Carlos. Todo cuanto me lleva a Dios es bueno, aunque se llame fracaso, soledad, muerte. Solo es realmente malo, dañino para mi vida, lo que me puede impedir vivir y gozar del amor de Dios. Y así fue la adoración la forma de vida que adquirió la personalidad entera de De Foucauld; fue en la adoración donde encontró de conjunto la confianza-abandono en el Padre, la amistad con su amado hermano y Señor Jesús, y la urgencia de servir a los pobres, de cualquier tipo, con entrega de lúcida gratuidad. Dios no fue para ti solo la meta que hay que alcanzar a golpes de esperanza: fue de un amor creciente la promesa que hacía arder tu corazón en llamas. La adoración le dio a tu vida forma de mano abierta y mente arrodillada; y encontraste en Jesús la única norma a que ajustar el brío de tus ansias. Fuiste andariego de caminos vírgenes, buscando al ser cristiano metas altas; y cara a cara con un Dios te diste que es de todos y por todos habla: ese Dios que derriba muros, diques… ¡y por encarnación todo lo salva! La adoración al Eterno, escuela de servicio desinteresado Sentirme ya salvado por ese Dios que es promesa de amor universal, infinito y eterno, significa que estoy aprendiendo a amar en este mundo al estilo divino, aprendizaje que se alcanza a ritmo de adoración. He de buscar en mí la encarnación del Verbo, y desde ahí tener capacidad para descubrirla en todas las realidades de este mundo. Porque el Verbo ilumina a todo ser humano que viene a este mundo, su luz está en mí, y la perseverante actitud adorativa me conducirá a percibir la misma luz en todos mis hermanos y hermanas. Esta conciencia de ser presencia encarnada de Dios en medio de los demás me permitirá –me ha permitido–ver el mismo hecho, la misma encarnación, en los otros, en cada uno a su manera, pero la misma encarnación. Y así la fraternidad es comunión en la encarnación que nos habita. El Dios que veo en mí es el mismo que veo en los demás. El amor con que soy amado es el mismo amor que ama y salva a todos. ¿No es esta evidencia de fe la raíz de toda acción evangelizadora? Intuiciones así me asaltaban, casi sin comprenderlas, como nube del no saber, cuando me dejaba llevar por el testimonio orante-misionero que fue Carlos de Foucauld. Fui aprendiendo poco a poco a abandonar en Dios el resultado de mi tarea pastoral. Dios tiene más interés que yo, me decía. Cuando se intenta unir acción y contemplación de esa manera indisoluble en que orar es ponerse incondicionalmente en las manos de Dios, para que se cumpla su voluntad a través de mi vida, y pastorear es no rehusar el sacrificio necesario para el bien de las personas con quienes comparto las realidades temporales y el sentido de la fe en Cristo, una paz como talante se adueña de todos los pasos pastorales, y la eficacia a ultranza deja de ser su objetivo. El abandono, que Jesús nos enseñó, en el Padre, cuya voluntad de bien universal, de salvación para todos, era para él clara visión, nos conduce a vivir abandonados: cuanto somos y cuanto hacemos está en sus manos, que saben sacar bien de todo mal, que todo lo ordenan para el bien de quienes lo buscan (cf. Rom 8,28). Volvamos al Evangelio Con todo, lo que me hizo un seguidor de Jesús en compañía con Carlos de Foucauld fue esa llamada perentoria a volver al Evangelio. En el testimonio del ermitaño del Sahara vuelve a esparcirse esa suave, pero penetrante, fragancia del Evangelio que, como en siglos anteriores ocurriera con Francisco de Asís, nos advierte de que la Buena Nueva de Jesús de Nazaret está viva, fresca, siempre recién nacida; y siempre nos invita, en cada época o situación humana, a encontrar en ella lo mucho que importa el hombre para Dios, y lo mucho que nunca deja de hacer por él. Porque no hay vida cristiana fuera del seguimiento de Jesús: ¡volvamos al Evangelio! Porque ninguna reforma de la Iglesia es verdadera si no se basa en el servicio humilde y desinteresado: ¡volvamos al Evangelio! Porque la auténtica fraternidad cristiana no sabe de distinciones entre jerarquía y pueblo: ¡volvamos al Evangelio! Porque para ser levadura en la masa es imprescindible fundirse con la misma masa: ¡volvamos al Evangelio! Porque la sencillez de normas, ritos y creencias es lo que está más de acuerdo con el espíritu de infancia: ¡volvamos al Evangelio! Porque el pecado que más nos aleja de Dios es el de creernos mejores o más necesarios que los otros: ¡volvamos al evangelio! Porque la mesa de Jesús está puesta para los pecadores y la eucaristía debe ser el signo de su amor, que a todos convida: ¡volvamos al Evangelio! Porque en la cruz del amor de Dios al mundo se nos revelan sus designios de salvación universal: ¡volvamos al Evangelio! Porque, para saber que Dios es nuestro Padre, es imprescindible la confianza y el abandono en su Providencia: ¡volvamos al Evangelio! Porque es el Espíritu del Resucitado el único que nos da fuerza para amar y defender la vida: ¡volvamos al Evangelio! Sí, volvamos al Evangelio: el Evangelio de la ternura y de la gracia, el Evangelio de la esperanza de los pobres, el que nos dice a cada uno, en el silencio de nuestro corazón: «¡Tú eres mi Hijo amado!
La presentación del libro Carlos de Foucauld: La fragancia del Evangelio publicado por la editorial PPC en el año del primer centenario (+1 diciembre 1916) de la muerte/martirio del beato Carlos de Foucauld apareció de manera modesta en noviembre de 2012 impreso en Murcia a expensas del pecunio del autor. Aquella primera edición modesta contaba con 206 páginas. La edición que recensionamos ha sido revisada y aumentada con la ciencia y experiencia de estos años pasados contando en la nueva edición con cuarenta páginas más. El autor, como en muchas de sus publicaciones y escritos, reflexiona sobre el Evangelio de la mano de Carlos de Foucauld, el monje/misionero del Sahara que se dejó embriagar por la fragancia del Evangelio y con el paso del tiempo puede ayudarnos a disfrutar en nuestra hora presente de ese buen olor de Cristo. Le viene su vocación de lector desde el aprendizaje de las primeras letras. Su encuentro con los místicos españoles y con los textos del reformador francés René Voillaume, especialmente en su libro “En el corazón de las masas” (Madrid 1958), en sus años de formación seminarística, le abrieron un horizonte de sentimientos que a lo largo del tiempo ha ido convirtiendo en libros-testimonio que comparte con sus lectores para invitar a hacer el mismo viaje de búsqueda del Absoluto. Más de dieciocho obras jalonan su curriculum junto a innumerables artículos en revistas tan afamadas como Cuadernos de Oración y Pastoral Misionera. Luz en el tiempo (Cartagena 1973); Canciones del hombre nuevo (Santander 1987); Imágenes y profecías de la amistad (Santander 1993); Experiencia con la soledad. Páginas de vida y oración (Madrid 1994); Ráfagas del Espíritu (Santander 1999); Un Dios locamente enamorado de ti. Fragmentos de oración y vida cristiana (Santander 2000); Contemplación de la Navidad. Versos y oraciones del Enmanuel (Madrid 2000); La vida más allá del sentido (Murcia 2010); Poemas para la Utopía (Murcía 2011); Un camino imposible (Murcia 2011); Queda el amor (Murcia 2012); Lao Tse y Jesús de Nazaret – Dos caminos en el amor y la unidad (Madrid 2013); La oración, aventura apasionante – Sólo se escucha en el silencio (Madrid 2013); Ojos nuevos para un mundo nuevo. De la experiencia mística a otro mundo posible (Bilbao 2014); Francisco de Asís. Una luz puesta en lo alto (Bilbao 2015). Imposible conocer una obra, que al fin y a la postre, es texto sin conocer al autor que nos sitúa en un contexto y nos hace adivinar su intencionalidad como borrador o pretexto. Nada o poco se entendería de su obra sin la atmósfera envolvente y al tiempo apasionante de los prolegómenos, celebración y aplicación del aire fresco que supuso y supone el II Concilio del Vaticano ni los pioneros que con esfuerzo y con frecuencia incomprensión fueron rotulando nuevos caminos misioneros como así lo hicieron Marcel Légaut, Jacques y Raïsa Maritain, Albert Peyriguère, Tomás Malagón, Fernando Urbina de la Quintana, Juan Martín Velasco, Antonio Cañizares Llovera y tantos otros. Junto a esta corriente reformadora, como se puede colegir por los títulos de sus libros, otra gran fuente de vida y compromiso le supuso el encuentro con la espiritualidad foucaldiana. Páginas para la historia de la espiritualidad cristiana salieron de la pluma de René Bazin, René Voillaume, J. François Six, Roger Quesnel, Carlo Carretto, Arturo Paoli, Segundo Galilea, François Chatelard. Mucho debe el autor y mucho le debe al autor la revista “Iesus Caritas” publicada bajo el patrocinio de la asociación Familias Carlos de Foucauld y de la que fue director y asiduo colaborador bajo el pseudónimo de Lorenzo Alcina. La Fraternidad Sacerdotal que configuró su espiritualidad comenzó su andadura en España ahora hace cuarenta años con la celebración del primer Mes de Nazaret celebrado en Cerro Miguel en las estribaciones de Sierra Nevada. Comprometidos con el mundo obrero y su acción pastoral estaba relacionada con la Acción Católica tanto de jóvenes (JOC) como de adultos (HOAC). El autor era párroco en Cartagena. En los últimos años había buscado en la filosofía de la no violencia y compartido su vida con los miembros de la Comunidad del Arca que Lanza del Vasto, discípulo de Ghandi, había fundado en Elche de la Sierra (Albacete), en la sierra de Segura. En trece capítulos el autor nos introduce en los fundamentos de la vida cristiana de la mano del beato Carlos de Foucauld precedidos de un prólogo y un apéndice que es síntesis e itinerario del Evangelio vivido desde la espiritualidad del marabout-profeta del desierto. La dedicatoria es la clave para llegar al hondón de la experiencia del autor. La encuadra con una cita tomada de El Evangelio del loco de Jean-Edern Hallier donde se invita al lector a leer la vida desde el corazón: “En Foucauld he despertado lo que había en mí de dormido a la vida. […] Cuando solo unos pocos seamos capaces de hablar el lenguaje del corazón –corazón, materia de poesía–, nosotros, los últimos hombres en libertad, no tendremos más remedio que reanudar la marcha incierta, como bando de Jesús portando la antorcha de la caridad a través del país de los muertos”. Me emocionó en su momento leer los nombres de tantos amigos con los que durante años compartí la vida y la fe y ahora, los que aun no han marchado a la casa del Padre, seguimos buscando juntos. Los nombres de Antonio Sicilia Velasco, José Marco Santa, Francisco Clemente Rodríguez, Domingo Torá, José Sánchez Ramos, Jesús Arias y Mateo Clares Sevilla suscitan en mí sentimientos de gozo y gratitud y juntos hemos soñado “con un cielo nuevo y una tierra nueva”. En el prólogo López Baeza presenta los interrogantes que han suscitado su reflexión que formula del modo siguiente: “¿Qué tiene este hombre (Hno. Carlos) que, tras su conversión, se retiró durante casi treinta años al desierto para atraer tan poderosamente a muchos de los espíritus más perspicaces de nuestra época? ¿Cuál es el núcleo esencial del mensaje de este creyente, seguidor fiel de Jesús de Nazaret y en Nazaret, para que muchos contemporáneos intuyan en él un guión, una ayuda, para avanzar confiadamente en su vida cristiana, y hasta un profeta de los que marcan senderos nuevos al cristianismo?” para intentar dar una respuesta a los interrogantes del hombre de hoy cuando escribe: “Carlos de Foucauld, hombre siempre en búsqueda, especialmente sensible a las llamadas de su hondura interior, puede ser considerado como un ejemplo en el modo de solucionar los conflictos cabeza/corazón, fidelidad a su propia conciencia y a la obediencia debida a sus responsables eclesiales, escucha amorosa/atenta del Evangelio y a la vez del mundo concreto en que le tocó vivir”. Carlos de Foucauld conoció este martirio en su propia fidelidad del que escribirá nuestro autor que “no me cabe la menor duda de que lo sorprendente de Carlos de Foucauld, entre los muchos ingredientes imprescindibles para el seguimiento de Jesús que en él se nos muestran, hay que situar preferentemente ese sentido de la santidad que consiste en no separar nunca ni para nada la fe en Dios de la fe en el hombre (cada uno en sí mismo y en la entera humanidad histórica). Creo que se trata de lo que queremos encerrar en el subtítulo La fragancia del Evangelio”. Concluye el prólogo con una afirmación que brota del convencimiento y la experiencia: “Mantenerse fiel a uno mismo es hoy una forma de ser mártir de la verdad y del amor a la vida. Una forma de morir cada día, desoyendo las invitaciones de acomodarse a los esquemas prefabricados del poder anónimo (…) El precio de la propia fidelidad es alto –por eso son tan pocos los que a él se arriesgan–”. En el primer capítulo de la obra es una evocación llena de nombres y gratitudes. Recuerda que la lectura de los escritos de René Voillaume a los Hermanos de Jesús recogidos en En el corazón de las masas, junto a la lectura de los escritos de santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz, fueron llevando su mente y su corazón a la contemplación de los misterios de la encarnación y vida oculta en Nazaret y a la praxis pastoral abrahámica de puesta en camino para salir al encuentro del hermano bien dispuestos después de adorar al Eterno como la mejor escuela de servicio desinteresado, adoración que él llamará “vuelta al Evangelio” en una aplicación franciscana sin glosa y con mucho amor. Un segundo capítulo enfrenta al lector con la luz nueva de la fe. Recordando la Constitución Gaudium et Spes del II Concilio del Vaticano no poca responsabilidad tienen los creyentes en el actual fenómeno de la increencia (n. 17) por lo que los bautizados hemos de afrontar con valentía los obstáculos que se oponen a la fe. Carlos de Foucauld por diversas circunstancias perdió la fe. Lo cuanta a su amigo Enrique de Castries, el catorce de Agosto de 1901: “Durante doce años he vivido sin ninguna fe. Nada me parecía bastante probado; esa fe tan similar a todas las religiones tan diversas, me parecía la condenación de todas (…) Permanecí doce años sin negar nada y sin creer nada, desesperando de la verdad, y no aceptando ni siquiera a Dios, al parecerme que ninguna prueba era suficientemente evidente” (p. 94). El ejemplo y la bondad de su prima María Moitessier le devolvieron a la fe junto al tino pastoral del P. Huvelin. Converso experimenta la fuerza liberadora de la fe que le lleva a buscar con ahínco la voluntad de Dios dejándose llevar por Él y recorriendo caminos inimaginables en años anteriores como estancia en la Trapa, Nazaret o encuentro con el mundo creyente islámico. La fe es gracia pero exige disposición y búsqueda de nuestra parte. El itinerario espiritual del Hermano Carlos se puede sintetizar como búsqueda de la voluntad de Dios. El tercer capítulo presenta a Dios como Absoluto. Es un tema muy querido en la reflexión del tiempo de Carlos de Foucauld al hilo del pensamiento filosófico. Él escribirá a su amigo Henry de Castries el 14 de agosto de 1901: “En cuanto creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir sólo para Él: mi vocación religiosa data del mismo momento que mi fe: ¡Dios es tan grande! ¡Hay tal diferencia entre Dios y todo lo que no es Él!” López Baeza escribirá “que el ser humano es un peregrino del Absoluto lo revela el hambre insaciable de vida, felicidad, libertad y amor que siente dentro de sí como su verdad más inalienable”. En el cuarto capítulo el autor añade a la reflexión el modo con que Jesús es Absoluto indicando que solo es digno de fe un ser supremo que hace de su superioridad un servicio para ayudar a los que están más bajos que él para lo que es menester encontrar a Dios en las encrucijadas de la historia y siendo humanos a la manera divina para añadir que la “lectio divina”, el silencio enamorado y el Evangelio son caminos de encuentro personal con Jesús. Termina el capítulo indicando que las bienaventuranzas son el fondo y la forma de la predicación cristiana. La eucaristía ocupa el quinto capítulo. Ocupa el centro de la espiritualidad del Hermano Carlos. Él escribirá: “La eucaristía es Jesús”. Ésta exige unas disposiciones puesto que no es un banquete para puros y satisfechos sino para aquellos que se anonadan con Jesús. “Heme aquí, entrando en mi clausura, al pie del divino tabernáculo, para llevar bajo los ojos del Bien amado tan semejante a la casa divina de Nazaret, como me lo permita la miseria de mi corazón” (Beni-Abbés el ocho de abril de 1905). Este texto muestra a Carlos de Foucauld viviendo día y noche en presencia del Santísimo Sacramento, como si se encontrara en la santa casa de Nazaret, en la cercanía de Jesús, bajo sus ojos, con María y José. La Eucaristía es el Santo Sacrificio de la Misa, en la que Jesús se inmola en sacrificio a su Padre. Para ofrecer este sacrificio y rendir así la mayor gloria posible a Dios, Carlos ha deseado, a partir de abril de 1900, recibir el sacerdocio. Lo había descartado durante largo tiempo, para permanecer en la humildad y en la abyección de la vida de Nazaret. Pero un día escribe al abate Huvelin: “Nunca un hombre imita más perfectamente a nuestro Señor que cuando ofrece el santo sacrificio… Yo debo poner la humildad donde nuestro Señor la ha colocado; practicarla como El la ha practicado; y para esto, practicarla en el sacerdocio, siguiendo su ejemplo”. El sacramento del último lugar –capítulo sexto- es consecuencia lógica de la espiritualidad de Nazaret y de la presencia de Jesús en la eucaristía. Al Dios escondido se llega bajando. El capítulo séptimo se pregunta si puede existir salvación vivida, experimentada, sentida, que no sea causa de felicidad y de gozo. Así el autor hace un repaso de las amistades de Carlos de Foucauld desde su abuelo el coronel De Morlet y su alegría contenida por las travesuras de sus nietos a la alegría de la amistad con el amigo de la infancia Gabriel Tourdes o su misma prima María Moitessier. La amistad es fruto de la primavera de la Resurrección y patrimonio del alma enamorada. Termina el capítulo con una reflexión de la exhortación apostólica Evangelii gaudium del papa Francisco para hacer notar que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento” (n. 1). La felicidad no es ajena a la cruz de Cristo. Así se presenta en el capítulo octavo en cuanto que la cruz solo es llevadera en el amor al Crucificado y a los crucificados de la historia para sacar amor de donde no hay amor siendo hermano de todos viviendo la fraternidad poniendo como modelo la casa de Nazaret –capítulo noveno-. Llegado a este punto el autor reflexiona sobre la urgencia de sencillez en todas las manifestaciones eclesiales sugiriendo la fraternidad con los ricos a través de la fraternidad con los pobres viviendo como drama interior los enfrentamientos y guerras y optando por la construcción de la fraternidad universal. El capítulo décimo se dedica a la espiritualidad del desierto retomando la tradición de la iglesia primitiva y donde el tiempo está preñado de eternidad. En la exposición se recoge la sabiduría de la experiencia del autor que, entre otros trabajos, redactó junto a José Sánchez Ramos un directorio para el tiempo de desierto aunque conviene en señalar como desiertos cercanos el sagrario, la soledad, la huida de vanas discusiones y luchas por el poder. Termina afirmando que el desierto de la vida es, sin duda, lugar de renovación espiritual y misionera. Este capítulo se complementa con el undécimo dedicado a la oración bajo el sugerente epígrafe “Cómo puedo, si te amo de verdad, no mirarte” y reivindica el autor tiempos vacíos para estar a solas con Dios calificando a ésta como “argamasa” de la vida cristiana desde donde se mira con amor a Dios y al mundo “gritando el Evangelio desde los tejados” sabiendo que será el trato íntimo con Jesús en la oración el que nos enseñe cuándo debemos hablar y cuándo callar. El trato con el Señor, así se presenta en el capítulo duodécimo, lleva al creyente a dar la vida porque ésta no me pertenece si no es compartida de tal forma que denunciar los atropellos, vinieren de donde vinieren, es un deber de amor de Dios y al prójimo para que vivir de tal manera que nuestra muerte sea el resultado fiel de cómo hemos vivido. ¿No es aquí donde se justifica y adquiere su mayor grandeza evangélica el martirio? El capítulo décimo tercero es un homenaje a Georges Gorree y Germain Chauvel que ya escribieron en 1968 un libro con el título “Misioneros que no evangelizaron”. Es una aplicación pastoral de la espiritualidad de encarnación anteriormente expuesta y vivida por Carlos de Foucauld y su discípulo y seguidor Albert Peyriguère. Este estilo evangelizador exige unas notas que le hacen singular a la hora de seguir y anunciar a Jesucristo, a saber, la austeridad de vida y la solidaridad con los pobres; la evangelización con la simple presencia; el cuidado y atención al diálogo interreligioso; la evangelización a través de la amistad y la imitación en su modo de vida y aspiraciones de los más pobres. El autor cita de nuevo al papa Francisco para mostrar la similitud de su proyecto evangelizador con el de Carlos de Foucauld. El libro ofrece un apéndice donde de modo resumido y sintético, bajo el epígrafe de “La profecía de Carlos de Foucauld” el autor adelanta el futuro de la Iglesia en once proposiciones para terminar con la exclamación ¡O no será la Iglesia de Jesucristo! Hay que destacar también la selecta bibliografía al alcance del lector que divide en cuatro apartados: escritos de Carlos de Foucauld; libros en torno a Carlos de Foucauld; obras de Albert Peyriguère; y obras de carácter general relacionadas con el tema. La obra es oportuna como divulgación de la espiritualidad foucaldiana en este año 2016 en que se celebra el centenario de su muerte/asesinato al tiempo que es de fácil y atrayente lectura lo que la hace asequible a todo tipo de lector interesado sin más pretensiones que dar a conocer una espiritualidad que puede aportar mucho en el modo y forma de anunciar a Jesucristo en nuestros días. Obra de madurez que con el paso del tiempo será tenida como referencia por todos aquellos que quieran vivir el Evangelio de la mano del beato Carlos de Foucauld. MANUEL POZO OLLER – DIRECTOR BOLETÍN IESUS CARITAS
El futuro de la Iglesia es el Desierto: ¿Cómo, si no, podrá señalar al mundo de hoy el camino que conduce, de las esclavitudes y dependencias que lo aquejan, a la gozosa libertad de los hijos de Dios?
El futuro de la Iglesia es Nazaret: De su encarnación en las necesidades y en las luchas de los pobres y marginados de cada sociedad, depende la fuerza profética (es decir, convincente) de su palabra en el mundo.
El futuro de la Iglesia es la Fraternidad Universal: Dentro de ella nadie se puede sentir excluido ni marginado; todos en abrazo, por encima de ritos y creencias, más allá de las diversas maneras de concebir la existencia humana y de buscar la felicidad.
El futuro de la Iglesia es Jesús, Modelo Único: El que ha venido no a ser servido sino a servir, camino de Plena Humanidad en su ser manso y humilde de corazón; revelador con su Vida y con su Muerte del Rostro de un Dios, Padre y Madre, locamente enamorado de toda criatura humana.
El futuro de la Iglesia es Gritar el Evangelio con la Vida: Vida que contagia el gozo de sentirse ya salvada por Dios. Vida que encuentra todo su sentido en el silencio del servicio más desinteresado. Vida ofrecida en Acción de Gracias y en Comunión a todos los sedientos de Vida.
El futuro de la Iglesia es el Último Lugar: Porque sabe, con sabiduría del Espíritu, que los príncipes y poderosos de este mundo siempre oprimen; y sabe, que los primeros puestos en el Banquete del Reino están reservados a cuantos se aceptaron, sin dejar de hacer cuanto tenían que hacer, siervos inútiles y sin provecho.
El futuro de la Iglesia es el Absoluto de Dios: Conviene que Él crezca y Ella disminuya. Porque sólo Dios salva -¡y Dios sólo salva!-, único capaz de sacar hijos de Abraham de las piedras, y único también en satisfacer las más profundas aspiraciones del corazón humano.
El futuro de la Iglesia es la Adoración al Eterno: El Dios Más Grande que todas las instituciones e ideas que alaban y defienden su Nombre. Ante Quien no cabe más que el silencio del alma enamorada, rendida ante el asombro de tan inmenso Amor.
El futuro de la Iglesia es el Abandono en Dios: Nada busca para sí misma en forma de honores ni privilegios; acepta la incomprensión, la persecución y el fracaso que le pudieran venir por mantenerse fiel al Evangelio, siguiendo a su Maestro con la Cruz; y trabaja en la más tranquila gratuidad, sabiendo que su Misión en el mundo no depende de la eficacia de los medios temporales.
El futuro de la Iglesia es la Sencillez Evangélica: ¡Volvamos al Evangelio! Sencillez de Jerarquía. Sencillez de Moral. Sencillez en las expresiones LitúrgicasSencillez, sobre todo, en la exposición de la Verdad Revelada, que nos transmite la Diafanía del Verbo hecho Carne.
La Iglesia del Futuro será una Iglesia de Resucitados: Mujeres y hombres audaces y libres, amantes apasionados de la vida y arriesgados defensores de la Dignidad y los Derechos Humanos; Bienaventurados en la Pobreza de su espíritu solidario; bien dispuestos a entregar sus vidas, en el día a día de sus responsabilidades, como el grano de trigo que no teme morir para dar mucho fruto de bien común… ¡O no lo será en absoluto!
El futuro de la Iglesia es el desierto, Nazaret es la fraternidad universal, Jesús, gritar el evangelio con la vida, el último lugar, una Iglesia de resucitados, el abandono en Dios
(Antonio Aradillas).- Vaya por delante, y con conocimientos y experiencias ascéticas, místicas, como poeta y sacerdote comprometido con la pastoral entre los obreros, que Antonio López Baeza , el autor de «Carlos de Foucauld, la fragancia del Evangelio», es un «cura del Vaticano II y escritor de arraigada afición».
Editado recientemente por PPC en su colección «Sauce 199» al que aquí y ahora hago grata y «cum laude» referencia, se ha propuesto nada menos que intentar responder a preguntas como estas: ¿Qué tiene Carlos de Foucauld, quien tras su conversión se retiró durante casi cuarenta años al desierto para atraer tan poderosamente a muchos de los espíritus más perspicaces de nuestra época?
¿Cuál es el núcleo esencial del mensaje de este creyente, vizconde, convertido en sirviente de las monjas Clarisas de Nazaret, después monje trapense, ermitaño y misionero en el Sáhara, por haber conseguido hacer de la fidelidad a Dios y a su propia personalidad una misma e idéntica realidad?
¿Quién sabe hasta donde llevará el camino abierto por este hombre de Dios, con quién habrá que contar en el alba del siglo XXI, con tantos ingredientes en su vida, imprescindibles en el seguimiento de Jesús de Nazaret, y «materia e imitación» en el cofre de su vida ejemplar, y con decidido empeño de que el esquema de su santidad consiste en no separar nunca, ni para nada, la fe en Dios de la fe en el hombre?
Apartados como «la contemplación y servicio a los pobres, «la adoración al Eterno», «escuela de servicio»,» volvamos al evangelio»,» encontrar en mí mismo al Dios que me busca»,» sólo es digno de fe un Ser Supremo que hace de su superioridad un servicio», «ser humanos a la manera divina»,» elocuencia del silencio enamorado,»el evangelio más allá del catecismo y del Derecho Canónico»,» el sacramento del último lugar»,» bajar para encontrarse con Dios», «no vivimos para tenernos que morir»,» la alegría de tener hermanos en todas partes», «la alegría de la fe», » la felicidad humana y su fecundidad dependen del amor», » para sacar amor de donde no hay amor», «sencillez en todas las manifestaciones eclesiales», «la familia humana y la familia celestial», «la fraternidad de los ricos a través de la fraternidad con los pobres», «la llamada del desierto», «la condición peregrinante de la Iglesia»,»una mirada de amor sobre el mundo y la vida», «la vida no me pertenece si no es compartida», » hablar de los derechos humanos es un deber de los evangelizados», » evangelizar con la simple presencia», » cuidar al máximo el diálogo interreligioso», «el buen entendimiento de la catolicidad», «misión no colonizadora»… y otras ideas con letras capitulares, siembran de estrellas azules las páginas del libro que comento, con destellos de pastoral franciscana y como infalibles repuestas de luz y de salvación.
De entre las «profecías» anticipadas por Carlos de Foucauld que se destacan en el primer centenario de su muerte (a.1916), el autor del libro destaca estas: el futuro de la Iglesia es el desierto, Nazaret es la fraternidad universal, Jesús, gritar el evangelio con la vida, el último lugar, una Iglesia de resucitados, el abandono en Dios…
¡De no ser así, no será Iglesia la Iglesia de Cristo…¡
Aunque tal exclamación no alentara, por ahora, sino todo lo contrario, el posible proceso de beatificación- canonización de Carlos de Foucauld, al igual que la de otros, es ocioso advertir que los profetas no aspiran de por sí a ser inscritos en los listados oficiales del Año Cristiano. Les basta y les sobra con que sus nombres sean invocados, y sus obras imitadas por el resto del pueblo de Dios. Todo muy franciscano, actual y, sobre todo, evangélico.