El sueño de la santidad de Carlos Carretto

Al menos una vez en la vida hemos soñado con convertirnos en santos, con ser santos.

Fatigados por el peso de nuestras contradicciones, por un momento hemos vislumbrado la posibilidad de hacer la unidad y la luz en nosotros.

Horrorizados por nuestro propio egoísmo hemos, por lo menos en el deseo, roto las cadenas condicionantes de los sentidos y hemos vislumbrado la posibilidad de una libertad verdadera y un amor autentico.

Hastiados de una vida burguesa y perezosa, nos hemos visto por los caminos del mundo portadores de un mensaje de luz y de fraternidad, capaces de ofrecer en el altar del amor gratuito el testimonio de una vida en la cual el primado de la pobreza y el amor hubieran facilitado las comunicaciones y las relaciones con los hermanos.

Es entonces cuando Francisco, de alguna manera, ha entrado en nuestras vidas.

Es difícil que exista cristiano –ya sea católico, protestante, ortodoxo- que no haya identificado el concepto de santidad en el hombre con la figura de Francisco de Asís y no haya, de alguna manera, deseado imitarlo.

Así como Jesús es el fundamento, Maria, la madre y Pablo, el apóstol de la gente, Francisco es el tipo que encarna en toda la Iglesia la figura ideal del hombre que intenta la aventura de la santidad  y la expresa en un modo verdaderamente universal.

Quien ha pensado que es posible la santidad en el hombre, la ha visto en la pobreza y en la dulzura de Francisco, se ha unido a su plegaria en el Cantico de las Criaturas, ha soñado la superación del límite causado por la incredulidad y el miedo, más allá del cual se puede amansar a los lobos y hablar a los peces y a las golondrinas.

Diré que Francisco de Asís está en el fondo de cada hombre, tocado por la gracia, como se encuentra en el fondo de cada hombre el llamado a la santidad.

Y a Francisco, en todos los tiempos, si bien esta encarnado en la historia, se lo puede poner fuera de la historia.

Se lo puede poner con los primeros cristianos itinerantes por los caminos del Imperio Romano llevando consigo la dicha de un mensaje verdaderamente nuevo, se lo puede poner en el medioevo como reformador y restaurador de una Iglesia debilitada por las luchas políticas y minada por los compromisos; se lo puede poner en la época del barroco a reclamar con su inusitada pobreza y humildad el orgullo de los clérigos por su sacerdocio más dominador que al servicio del pueblo. Se lo puede poner hoy como el tipo de hombre moderno que sale de su angustia y de su aislamiento para reanudar el discurso con la naturaleza, con el hombre y con Dios.

Sobre todo con Dios.

Y me explico.

Si es verdad, como lo es, que estamos atravesando la época más atea de todos los tiempos, es igualmente cierto que con muy poco se puede revertir la situación.

Un pequeñísimo catalizador puede provocar un desbarajuste en un mar saturado de elementos preparados y purificados del sufrimiento y la seriedad de la búsqueda. Ya estamos acostumbrados a ver más conversiones entre “los de lejos” que entre “los de cerca”, y cuando me toca hablar de Dios, los más interesados en oírme son aquellos que lo han negado siempre.

A menudo el “todo no”, que se condensa hasta lo inverosímil en el fondo de la búsqueda libre y autentica, explota en un “todo si” bajo el relámpago provocador del Absoluto.

La desazón que experimentamos es más grande de lo que parece por la primera impresión y hace mucho más daño de lo que pensamos.

A la larga destruye la dicha, quita la paz: nos vuelve nerviosos y malvados.

Terminamos odiando todo y a todos.

Para no pensar en ello tomamos un poco de alcohol o fumamos un cigarrillo.

Sin embargo, el daño sigue y opaca el horizonte de la vida.

Si se presenta ante nuestros ojos el edificio de nuestra escuela o el establecimiento donde trabajamos o si vislumbramos nuestra propia casa, que hemos construido con tanto esfuerzo, nos vienen ganas de no entrar y el mismo trabajo cotidiano nos parece inútil.

Hasta el campanario de nuestra iglesia ha perdido el poder de hablar y de entusiasmarnos. Solo nos parece interesante la huida o el deseo de probar algo nuevo, aunque sea peligroso, y nos disponemos de buen grado a cualquier tipo de aventura prohibida.

También hay menos buenos: las madres están ausentes para sus hijos y los padres siempre tienen algo que hacer lejos de la casa. Es el inicio de la pendiente y el resultado de que no podemos escapar de esto es el hastió, la desconfianza en la sociedad y en el trabajo, la aridez del corazón, el deseo de placer físico como subrogado de los valores ya destruidos o en peligro.

Basta hacer desfilar bajo la mirada el elenco de las películas que se producen en esta época, basta pasar una noche en una estación de tren convertida en dormitorio público de los sin techo, basta estar a cualquier hora en el servicio ambulatorio neuropsiquiatrico de cualquier hospital de la ciudad, donde confluyen los drogadictos en busca de metadona, para convencernos de que hemos llegado a un punto de ruptura de una gravedad excepcional y de una amplitud jamás experimentada.

Como una epidemia que se viene incubando desde hace tiempo, el mal ha invadido el cuerpo entero. Esta arriba, abajo, adentro, fuera; está en todas partes.

He vuelto a ver en estos días el muro de Berlín, este absurdo que se prolonga en el tiempo mientras alrededor todo sucede como si nada.

He advertido como este muro no era más que un signo externo de tantos otros muros que dividen a los hombres y las cosas. El muro está dentro de nosotros y divide a ricos y pobres, al pueblo de los pueblos, al hijo del padre, al hombre del hombre, al hombre de Dios.

Estamos divididos, partidos hasta en lo profundo de las vísceras como el muro de Berlín entre alemán y alemán, como Jerusalén entre hebreos y árabes, como el hombre solo en el cosmos que lo circunda.

Todavía todo esta inmóvil pero a punto de saltar por los aires.

Si, lo creo: podremos estar en la vigilia del Apocalipsis… a menos que…

He subido a lo alto del Speco di Narni a pasar unos meses de soledad. Una vez más me he dejado tentar por el desierto que fue siempre para mí la alcoba de mi amor por lo Absoluto de Dios y el lugar donde aflora la caridad. Esta soledad franciscana vale la soledad de las dunas de Beni Abbes o el áspero desierto de Asserkrem. En el fondo todo nace de la misma raíz porque cuando el P. De Foucauld buscaba el desierto africano hacia lo mismo que Francisco cuando buscaba el silencio de las Cárceles del Monte Subacio o la aspereza del Sasso Spicco en La Verna.

Lo que importa es Dios, y el silencio es el ambiente próximo a Él.

He buscado esta ermita porque es uno de los lugares privilegiados del mundo franciscano, donde el santo residió en varias ocasiones y donde todo está fusionado en una unidad perfecta. Bosque, piedra desnuda, arquitectura, pobreza, humildad, simpleza, belleza, forman una de las obras maestras con las que se expresa el franciscanismo dando a los siglos un ejemplo de paz, oración, silencio, respeto ecológico, belleza, victoria del hombre sobre las contradicciones del tiempo.

Al mirar estas ermitas, morada de los hombres pacificados por la oración y la dichosa aceptación de la pobreza, se tiene la respuesta a los angustiantes contrastes que atormentan a nuestra civilización.

Vean lo que dicen estas piedras, vean que la paz es posible. No busquen el lujo para hacer sus casas sino lo esencial. Entonces la pobreza se convertirá en belleza y armonía liberadora como pueden ver en esta ermita. No destruyan los bosques para hacer establecimientos que aumentaran la desocupación y la desesperación. En todo caso, ayuden a los hombres a reinsertarse en el campo, a gozar del trabajo artesanal y bien hecho, a experimentar la dicha del silencio y del contacto con la tierra y con el cielo. No acumulen dinero por el que la devaluación y la rapiña les tenderán una trampa; mantengan abierta, en cambio, la puerta del corazón, al dialogo con el hermano y al servicio del más pobre.

No prostituyan su trabajo construyendo objetos que duran media temporada, consumiendo la poca materia prima que aún tenemos; en lugar de eso, hagan baldes como el que ven aquí sobre este pozo, que saca agua desde hace siglos y todavía está en uso.

Hablan mal del consumismo para llenarse la boca de palabras y hacer callar su mala conciencia y, al mismo tiempo, son sus fieles siervos, incapaces de novedad y fantasía.

Y luego…

Sáquense de encima el miedo al hermano y vayan a su encuentro inofensivos y bondadosos. Es un hombre como ustedes, necesitado de amor y de confianza, al igual que ustedes.

No se preocupen por “la comida o el vestido” (Mt 6,25) , estén tranquilos que no les faltara nada. Busquen antes el Reino de Dios y su Justicia (Mt 6,33) y el resto les será dado por añadidura. “Bástele a cada día sus propios problemas”  (Mt 6,34)

En resumen, esta ermita habla.

Habla y dice que la fraternidad es posible.

Habla y dice que Dios es padre, que las criaturas son hermanas, que la paz es alegría.

Es suficiente quererlo.

Prueben, hermanos, prueben y verán que es posible.

El Evangelio es verdadero.

Jesús es el Hijo de Dios y salva al hombre.

La no violencia es más constructiva que la violencia.

La castidad es más atractiva que la lujuria.

La pobreza es más interesante que la riqueza.

Porque no lo intentamos?

NOTA: Del libro Yo, Francisco de 1980. Aquellos que deseen leerlo completo pueden hacerlo, gracias a Google, en el siguiente enlace:

http://books.google.com.ar/books?id=2sG0yvhfed0C&printsec=frontcover&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false

Breve panorama de los santos del Papa Francisco

Anna Kurian – Con la canonización de «Mama Antula» el 11 de febrero, el Papa Francisco habrá canonizado la cifra récord de 912 santos desde el inicio de su pontificado. Aunque las canonizaciones son fruto de un proceso muy largo, que puede durar varias décadas o incluso siglos, podemos esbozar algunos rasgos del panorama de los «santos de Francisco»

Si excluimos a los 813 mártires italianos de Otranto, masacrados en 1480 por los turcos y canonizados en una única ocasión por Francisco en 2013, el Pontífice argentino habrá elevado a la gloria de los altares a 99 santos desde el inicio de su pontificado. Y algunas de estas canonizaciones parecen más personales de Jorge Mario Bergoglio, el primer papa sudamericano y el primer papa salido de los jesuitas.

Por ejemplo, no es baladí que Mama Antula sea la primera santa argentina de la historia de la Iglesia, ya que difundió la espiritualidad ignaciana en el país natal de Francisco en el siglo XVIII. Al parecer, el Papa argentino, que también decretó su beatificación en 2016, ha impulsado esta causa en el dicasterio, donde se estudian más de 2 mi expedientes. Del mismo modo, llama la atención que desde 2013, después de Italia, el segundo país con más santos es Brasil, con 31. Pero si tuviéramos que ofrecer un panorama de los santos de Francisco, este podría ser:

Testigos clave

Karol de Foucauld
Charles de Foucauld

Antoine Lorgnier – AFP | East News

Desde 2013, grandes testigos católicos han sido canonizados, entre ellos la Madre Teresa de Calcuta (2016), el arzobispo Óscar Romero (2018), el cardenal John Henry Newman (2019) y Charles de Foucauld (2022), el «hermano universal». Este último es muy querido por el Papa Francisco, ya que fue uno de los inspiradores de su encíclica Fratelli tutti. «Francisco es el Papa de las periferias y va a canonizar a Carlos de Foucauld, el santo de las periferias», ha dicho el postulador de la causa, el padre Bernard Ardura.

Pontífices

El pontífice argentino también ha elevado a los altares a tres de sus predecesores: Juan XXIII (2014), Pablo VI (2018) y Juan Pablo II (2014), tres papas del siglo XX y del Concilio Vaticano II. Estas elecciones son especialmente llamativas dadas las numerosas referencias del Papa Francisco al Concilio, cuyos frutos considera que aún no se han desplegado. Especialmente simbólica fue la ceremonia de canonización de Juan Pablo II y Juan XXIII, que reunió en la plaza de San Pedro nada menos que a cuatro papas, con Benedicto XVI saliendo de su retiro para la ocasión.

POPE JOHN XXIII

El primer matrimonio

saint zelie and Louis martin
Luis y Celia Martin

El Papa más prolífico en el reconocimiento de santos ha honrado perfiles muy variados: ha incluido en el catálogo de santos al primer matrimonio canonizado juntos, Luis y Celia Martin (2015), padres de Teresa del Niño Jesús. También ha incluido a dos niños, hermano y hermana, Jacinta y Francesco Marto (2017), los dos pastores videntes de las apariciones de Fátima. Se podría pensar que estos perfiles estaban cerca del corazón del 266º Papa, que a menudo ha confiado que la monja carmelita de Lisieux era su santa favorita, y que ha expresado su particular apego a Fátima, que ha visitado dos veces.

saint zelie and Louis martin

Perfiles atípicos

En los santos de Francisco han destacado perfiles atípicos, como el del carmelita Tito Bransma (2022), un holandés que fundó la primera escuela europea de periodismo y fue mártir del nazismo. El pontífice argentino también ha querido ofrecer modelos de orígenes más raros, dando a Sri Lanka su primer santo en la persona de Joseph Vaz (2015), o canonizando al primer laico de la India, Lazarus Devasahayam Pillai (2022). Aunque estas canonizaciones de figuras lejanas no son nada nuevo en la Iglesia, resuenan con la conocida atracción del Papa Francisco por las periferias.

Canonizaciones equipolentes

En varias ocasiones, Francisco ha utilizado un procedimiento excepcional, decretando canonizaciones llamadas «equipolentes», sin reconocer un milagro o sin ceremonia de canonización. Este procedimiento particularmente raro, al que se recurre sobre todo cuando los hechos se refieren a un pasado lejano, ha permitido sin duda al Papa promover a figuras a las que tenía especial apego, como Pierre Favre (2013), miembro del primer grupo de jesuitas que trabajó con san Ignacio de Loyola en el siglo XVI.

Santos ecuménicos

Recientemente, en mayo de 2023, el Pontífice anunció una iniciativa histórica: los 21 mártires cristianos, entre ellos 20 coptos ortodoxos, asesinados por Daech en Libia en 2015, serán incluidos en el Martirologio Romano. Aunque la Iglesia católica y la copta tienen santos de los primeros siglos en común, estos serán los primeros santos reconocidos por ambas Iglesias desde la ruptura del siglo V. Un signo que representa el «ecumenismo del martirio» del que habla a menudo el Papa Francisco.

«La santidad no está hecha de actos heroicos sino de mucho amor cotidiano»

Este miércoles se conmemora el Día de Todos los Santos, conocidos y desconocidos; a los que están en los altares y a los que no lo están

BEATRIZ LAFUENTE

málaga.

El 1 de noviembre se celebra Día el de Todos los Santos y, un día más tarde, la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, unas fechas en las que los cementerios de toda la provincia se llenan de flores para honrar a que aquellos que ya no están.

Entre ellos, muchos santos que, como nos recuerda Francisco, «interceden por nosotros como hermanos y hermanas mayores que han pasado por nuestra misma aventura humana».

En una plaza de San Pedro abarrotada de fieles durante la canonización de diez beatos, entre los que se encontraba Carlos de Foucauld, cuya obra está muy presente en la Diócesis de Málaga, el papa Francisco afirmaba que «la santidad no está hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano. Cada uno de nosotros, podemos amar al otro como Cristo nos ha amado. Es tan simple el camino de la santidad». Cuando quedan pocos días para que celebremos la festividad de Todos los Santos, nos acercamos a la santidad de la mano del sucesor de Pedro.

El Papa afirmó, durante la reciente proclamación de diez nuevos santos, que «somos nosotros los que lo complicamos. El Señor, dijo, tiene un proyecto de amor para cada uno, tiene un sueño para nuestras vidas». En la Exhortación Apostólica sobre la Llamada a la Santidad en el Mundo Actual, Gaudete et exsultate, Francisco anima a no tener miedo «de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser». Y continúa el Pontífice: «Pidamos que el Espíritu Santo infunda en nosotros un intenso anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios y alentémonos unos a otros en este intento. Así compartiremos una felicidad que el mundo no nos podrá quitar».

Hace justo un año, tuvo lugar en el Vaticano un congreso para reflexionar sobre la santidad organizado por el Dicasterio de las Causas de los Santos, bajo el título ‘La santidad hoy’. Durante el mismo, el Papa hizo referencia a la importancia del sentido del humor, al que le dedicó un capítulo en la Gaudete et exsultate: «se solía decir que “un santo triste es un triste santo”. Eso es saber gozar de la vida con sentido del humor, ya que quedarnos con la parte de la existencia que nos hace reír aligera el alma. Y hay una oración que les aconsejo rezar —yo desde hace más de 40 años la rezo todos los días—, está atribuida a santo Tomás Moro. Es curioso que lo que él está pidiendo es para la santidad, pero empieza así: “Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir». Y continúa: “Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el pecado, sino que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no permitas que sufra excesivamente por esa cosa tan dominante que se llama yo. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás. Así sea”. Son numerosas las ocasiones en las que Francisco habla de los “santos de la puerta de al lado” y en esta exhortación afirma que le «gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, “la clase media de la santidad”».

https://www.diariosur.es/malaga/santidad-hecha-actos-heroicos-amor-cotidiano-20231029003737-nt.html

«La santidad» Carlos de Foucauld y el Papa Francisco

«No tengáis, pues, la locura de creer que es orgullo por vuestra parte desear, esperar, querer llegar a una grandísima santidad; eso no es orgullo, sino, al contrario, un deber y obediencia«
San Carlos de Foucauld. 

«Los santos son perlas preciosas; están siempre vivos y son actuales, no pierden nunca valor, porque representan un fascinante comentario del Evangelio. Su vida es como un catecismo con imágenes, la ilustración de la Buena Noticia que Jesús ha traído a la humanidad, que Dios es nuestro Padre y ama a todos con amor inmenso y ternura infinita. San Bernardo decía que, pensando en los santos, se sentía arder «con grandes deseos» (Disc. 2; Opera Omnia Císter. 5, 364ss). Que su ejemplo ilumine las mentes de las mujeres y de los hombres de nuestro tiempo, reavivando la fe, animando la esperanza y encendiendo la caridad, para que cada uno se sienta atraído por la belleza del Evangelio y ninguno se pierda en la niebla del sinsentido y de la desesperación«.

Papa Francisco, 6/X/2022

¿Con quién profesamos estar unidos en la Comunión de los Santos?

«El amor de Dios ha sido redamado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). Se trata del amor con que Dios se ama a sí mismo. Este amor que es la gracia increada produce un efecto o una gracia creada en nosotros, que es la caridad. San Juan Crisóstomo (347-407) lo expresa con estas bellas palabras: «La caridad te presenta a tu prójimo como otro tú mismo; te enseña a alegrarte de sus bienes como si fueran los tuyos y a conllevar sus penas como tuyas. La caridad reúne un gran número en un solo cuerpo y transforma sus almas en otras tantas moradas del Espíritu Santo. Pero el Espíritu de la paz no descansa en medio de la división, sino de la unión de corazones… La caridad hace poner en común los bienes de cada uno» (De perfecta caritate, PG 56, 281). La caridad realiza una comunicación de los bienes espirituales. Lo que hay en uno se inscribe para beneficio del otro, como la salud de un miembro beneficia a la totalidad del cuerpo.

Porque los principios de unidad son reales y firmes, podemos creer más allá del mundo y amar hasta en el mundo de Dios, hasta en su corazón y con su corazón. Por esta razón, la comunión de los santos se extiende hasta los bienaventurados del cielo y a nuestros difuntos del velo que los oculta a nuestros ojos. El Espíritu Santo, al encontrarse en todos los miembros del cuerpo de Cristo, hace posible entre ellos una intercomunicación de energía espiritual. No solo se nos comunica el mérito de la pasión y de la vida de Cristo, sino que todo lo que los santos han hecho de bueno se comunica a los que viven en la caridad, porque todos son uno. La oración por los difuntos se apoya en que la muerte no puede separarnos del amor de Dios manifestado en Jesucristo nuestro Señor, como dice Rm 8, 38-39: «Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro». La eficacia de la oración se fundamenta en la unidad de la caridad. Esta unidad establece el vínculo entre la Iglesia de la tierra y la que se encuentra más allá del velo. Como dice Yves M. J. Congar, «la liturgia de la Iglesia está llena del sentimiento de que estas dos partes de un mismo pueblo están unidas en la alabanza y celebran el mismo misterio, especialmente en la eucaristía» (Cf. Quodl.II, 14; VIII, 9). Entonces, ¿qué no osaríamos creer y profesar si el Espíritu Santo, personal e idénticamente el mismo, está en Dios, en Cristo, en el cuerpo de éste y en todos sus miembvros vivos?

Seamos santos

Carlos de Foucauld Por Jacqueline Kelen, escritora.  12 ene 2022,

La santidad es a la vez don y elección, gracia y voluntad. Es una exigencia para todos nosotros, no para obtener gloria o recompensa, sino para llegar a ser lo que somos: imagen y semejanza de Dios. ¿Tenemos que querer ser santos? 

Ser santo no es tener una estatua o un icono en una iglesia, sino cumplir la propia vocación de cristiano. Hablando al hombre que en adelante se llamará Abraham, el Señor le dice: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1). Y Jesús exhorta a sus discípulos: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

Una llamada inquietante

¿Hemos olvidado estas vívidas y poderosas palabras o les tenemos miedo? En una época en la que la felicidad, el bienestar, la seguridad y la gratificación son las principales preocupaciones, la llamada a la santidad suena un tanto inquietante, incluso desasosegante. Contemplar tal camino suscita muchos recelos porque, si se emprende esta ardua senda, que es de amor tanto como de renuncia, se experimentará el trastorno, la prueba, el vértigo y el abandono, habrá que subir paso a paso una escalera que se pierde en las nubes?

El hombre del mundo moderno que consume y gasta sin contar, vive espiritualmente muy por debajo de sus posibilidades. Deja a los demás un destino considerado raro, si no excepcional, y prefiere llevar su vida libre de todo riesgo, ¡como si uno estuviera a salvo de Dios! Se contenta con ser un individuo mortal, limitado a su condición terrenal, olvidando que fue creado «a imagen y semejanza» de Dios.

En el siglo II, el adagio de Ireneo de Lyon, retomado por los Padres de Oriente y Occidente, expone claramente la vocación del cristiano: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios». Nada menos. Se entiende que esta participación en la vida divina no tiene nada que ver con la ideología atea de un hombre arrogante que se cree Dios

La pequeña vía de la santidad

Así, todos los cristianos, sin excepción, están llamados a un camino de santificación que el sacramento del bautismo inaugura. Es un gran reto, una gran lucha. Pero por su encarnación, Cristo se convierte en mediador, guía y apoyo de cada uno. En el verano de 1897, Teresa de Lisieux, que llevaba nueve años en el Carmelo, confió a la priora «Usted, Madre, sabe bien que yo siempre he deseado ser santa. Pero, ¡ay!, cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad». Es entonces cuando descubre ese «caminito recto, muy corto, un caminito nuevo» en el que el amor de Jesús actúa como «ascensor al cielo». La aspiración del alma a la santidad no sólo es legítima, sino también deseable. El deseo se convierte en un deber, la llamada se convierte en una exigencia y ya brilla como una promesa.

Ciertamente, a lo largo de la historia del cristianismo, los teólogos y predicadores hablan mucho más del hombre pecador y miserable que del hombre llamado a la santidad, y los fieles, resignados a su triste destino o aliviados de tal carga, se contentan con hacer penitencia, con implorar la misericordia y el perdón de Dios. Sin embargo, como repite el Evangelio en varias parábolas, todos están invitados a trabajar en la viña del Maestro, a hacer fructificar los talentos que se le han confiado, a ir al banquete de bodas, es decir, a realizar el Reino y a unirse a la santidad divina

Todos necesitamos consuelo o ayuda. Los santos que han conocido las mismas dificultades que nosotros están a nuestro lado, se relacionan con nosotros, escuchándonos.

Espejos de Cristo

Las grandes figuras del cristianismo nos ayudan a comprender lo que significa una vida santa. El término «santo» no es un título de gloria o una recompensa, sino que designa un camino enteramente dirigido hacia Dios, lleno de fervor y fidelidad, según el primer mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente». (Mt 22,37). Dicho itinerario se desarrolla y fortalece con la práctica de las virtudes llevadas a su excelencia, entre las que se encuentran las tres principales: la fe, la esperanza y la caridad. Es, en efecto, un camino heroico, de valor y confianza, de abnegación y sacrificio. «Para ir a Dios, dice Juan de la Cruz, hay que vaciarse de todo lo que no es Dios».

La santidad de una persona no puede juzgarse por fenómenos espectaculares (levitación, estigmas), ni puede reducirse a mortificaciones intensas, lo que sería confundir el fin y los medios. Se reconoce por sus frutos, por lo que irradia. Un santo es aquel que, en cualquier circunstancia y arriesgando su vida, responde a Dios en este mundo, refleja un poco de su belleza, de su amor infinito. En su lenguaje sencillo y verdadero, el Cura de Ars decía: «Los santos son como otros tantos espejitos en los que se contempla Jesucristo. Y añadió: «Donde los santos pasan, Dios pasa con ellos».

La santidad que debe coronar el amor a Dios guía y gobierna toda existencia santa donde se combinan la acción y la contemplación.

Si no, ¿por qué ser cristiano?

Desde el Carmelo de Dijon, la joven Isabel de la Trinidad (1880-1906) escribió: «Me encanta pensar que es por Él por quien lo he dejado todo». Y en otra carta, fechada en septiembre de 1903 y dirigida a una amiga, exclama: «Quiero ser una santa, una santa para hacerle feliz. Pídele que me haga vivir sólo del amor». Sumergida en un entorno completamente diferente, la ciudad comunista de Ivry donde era trabajadora social, Madeleine Delbrêl (1904-1964) dio testimonio de la misma caridad en nombre de Cristo: «Hay personas a las que Dios toma y aparta. Hay otros a los que deja en la masa, a los que no «retira del mundo». [?] Son personas con una vida ordinaria. La gente que te encuentras en cualquier calle. [?] Nosotros, gente de la calle creemos con todas nuestras fuerzas que esta calle, este mundo en el que Dios nos ha puesto, es para nosotros el lugar de nuestra santidad».

No debemos olvidar que los santos no nacen perfectos. Muchos de ellos llevaron una existencia descuidada o pecaminosa al principio: Agustín de Hipona, María la Egipcia, Margarita de Cortona, Francisco Javier, Carlos de Foucauld? Además, los más grandes santos siempre se declaran muy indignos y dicen que están entre los siervos inútiles. Saben bien, estos peregrinos del absoluto, que la progresión es interminable y que frente a la perfección divina no son casi nada. Así, sin un loco deseo de Dios y sin una profunda humildad, no hay santidad. ¿Es necesario querer ser santo? Por supuesto. Sin orgullo ni ostentación, y sin esperar ninguna ganancia. Si no, ¿por qué bautizarse, por qué llamarse cristiano? Y sobre todo, ¿de qué sirve el amor de Aquel que nos ha creado y nos espera?

Convertirse en santo es un imperativo, no una opción entre otras. Se trata de reclamar nuestra mejor parte y también de hacernos merecedores de ella. Y si hay una opción, está muy claramente establecida por el Señor (Dt 30, 19): «Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida».

Carlos de Foucauld, «un ejemplo de búsqueda de la santidad»

Hoy nos parece lógico afirmar que la llamada a la santidad es para todos. El Vaticano II dedicó el capítulo V de la Lumen Gentium a explicar la “vocación universal a la santidad”. Todos, en cualquier lugar y siempre. En las más diversas circunstancias, las más distintas personas y vocaciones específicas.            Y, sin embargo, para los cristianos de hace cincuenta años era excepcional oír que el Bautismo era la razón básica de la propuesta a vivir el evangelio de Jesús con la mayor autenticidad. Mas bien nuestro convencimiento, más o menos consciente, era de la santidad como conquista de hombres y mujeres especiales, con fortaleza y generosidad fuera de lo común y, sobre todo, inimitables en su conjunto porque los santos “nacían” señalados especialmente.

            La vida de Carlos de Foucauld es la de un hombre que hace su propio éxodo de la “esclavitud a la liberación”, peregrinó y contempló el horizonte al que Dios le hacía tender. Pero debiendo soportar y aceptar las debilidades-limitaciones propias. En él tenemos a un cristiano que camina señalado por la vocación a la santidad, experimentando el misterio de la gracia y el drama de la libertad que Dios siempre respeta.

            No es un santo “hecho” desde el principio. Ni tampoco un santo que, a partir de la fecha de la conversión, se retira de forma definitiva de todo contacto humano, ni que trasciende la existencia como distancia e insensibilidad ante la problemática de las personas que le rodean o de las que tiene noticia.

            La santidad de Carlos de Foucauld se puede resumir en dos verbos: buscar a Dios e imitar a Jesús, adoración y cercanía al prójimo pobre. Cualquiera que reflexione sobre la vida del Hermano Carlos puede interpretar que se trata de un inadaptado que nada le satisface. Y es verdad, en parte. Porque sólo le satisfacía Dios y un deseo profundo de “imitación”, casi con la literalidad evangélica que lo intentó Francisco de Asís. En las distintas experiencias encontraba a Dios y descubría que aún había camino que recorrer, que la fidelidad era continuar la búsqueda y responder siempre.

            Buscó como el cristiano tiene que hacerlo, desde la pobreza, desde la humildad. “Ojos arrogantes y altivos no los quiere…”, reza el salmo. O, como dijo María: “Ha mirado la humillación de tu esclava”. A los años que vive alejado de  Dios y a su destrozo moral, les pone nombre, no endurece su corazón, ni pretende la auto justificación. Carlos de Foucauld  se reconoce pecador. Hace años un jesuita francés, especialista en Ejercicios Espirituales, escribió: “Nadie puede seguir a Jesús si antes no se reconoce pecador perdonado”.

            Es la experiencia del Hno. Carlos, que describe: “… ya no veo a Dios ni a los hombres: ya no existe más que yo, y yo quiere decir el egoísmo absoluto en la oscuridad y en el cieno…”, a lo que añade en otro momento: “Sentía una tristeza que no he experimentado más que entonces… que volvía a mí cada tarde cuando me quedaba solo en mi apartamento…”. Como San Agustín, su corazón estaba inquieto, había comenzado la búsqueda.

            Sensibilidad que le hace descubrir lo que en otras ocasiones había minusvalorado. En su viaje por Marruecos admira a los hombres y mujeres que creen en Dios. “La vista de esta fe, de estas almas viviendo en continua presencia de Dios, me hizo entrever algo más grande y más auténtico que las ocupaciones mundanas”.

            Es el inicio de la oración que reitera día tras día: “Dios, si existes que te conozca”. A esto añade un cambio en su actitud interior, pues comienza a reconocer los valores espirituales y morales de su familia y tiene deseos de leer páginas de mayor profundidad. Es cuando decide leer el libro de Bossuet que le ha regalado su prima, María de Bondy. La búsqueda le lleva al “tesoro escondido”. La fe en Dios vuelve a hacerse presente en su vida. 

            La búsqueda es camino que, porque se hace intenso, requiere ayuda que en Carlos de Foucauld está expresada por el recogimiento que comienza a necesitar. Él lo expresa: “Experimenté entonces una profunda necesidad de recogimiento” y, al mismo tiempo, la urgencia del acompañamiento que pidió al P. Huvelin. Nada se deja a la espontaneidad, buscar a Dios lleva consigo poner los medios para encontrarle.

            En cada persona serán distintas las mediaciones, pero hay algunas genéricas que a todos convienen y son las que fueron queridas por él. Aristócrata, militar, autor de libros que llaman la atención, se ejercita en el recogimiento y en la conversación con un sacerdote que le ayudará a discernir. El camino de la santidad tiene consistencia porque está asentado en la postura de la necesaria humildad que es pobreza más radical que la manifestada en la forma de vestir, comer, viajar.

            Cuando ha encontrado a Dios quiere hacer lo que Dios quiere de él. Es otro capítulo de su existencia. No queda en la alegría del encuentro, sino que desea el lugar de la máxima identificación, de la más fiel imitación. Primero será la Trapa, después vivirá junto al convento de las Clarisas, más tarde Beni-Abbés, el Hoggar, Tamanrasset. En ese camino descubre la voluntad de Dios de ser ordenado presbítero.

            Su conversión puede explicarse a manera de brecha que sus infidelidades y miserias reconocidas y lloradas abren a la misericordia de Dios. Es el primer capítulo de su enseñanza sobre el camino de la infancia espiritual. Después la búsqueda de dónde y cómo asemejarse a Jesús será siempre una especie de “locura” por el último lugar,  por la “abyección”. La Encarnación, Nazaret, son etapas de “descendimiento” que él quiere experimentar, especialmente en la pobreza, en el amor lo más universal posible, pero especialmente con los que vive y en el abandono en las manos de Dios.

            No recorre este camino con facilidad. Las diversas rupturas le suponen momentos fuertes de desgarros afectivos. Su tierra de origen, Francia, su familia, especialmente su prima María de Bondy, su educación aristocrática, su ritmo de vida… son dejados atrás. En Carlos de Foucauld es muy fácil dar contenido a las palabras de Jesús: “Si alguno no renuncia… no puede ser discípulo mío”

            Lo hace por el fuerte amor al Señor que la conversión ha dejado en su corazón. Pero se duele interiormente cada vez que decide una nueva manera de vivir. Cada etapa es original y son radicales todas ellas, en línea progresiva. Podemos decir que, a excepción del capítulo de la obediencia, el lugar menos exigente fue la Trapa, con toda la sobriedad que esa vocación supone.

            En estos momentos de la historia, especialmente de nuestro mundo occidental, en los cuales es tan fácil dejarse llevar del hedonismo, de haber rebajado la intensidad de la vida en el Espíritu, Carlos de Foucauld nos ayuda a rehacer el entusiasmo por el seguimiento, audacia en la vivencia del Evangelio con fuerza de radicalidad, valentía para la renuncia a lo que se opone a la “llamada” de Jesús.

            Contemplativo, adorador de la Eucaristía. Impresiona la capilla de Beni-Abbés donde el suelo es la arena del desierto, con una imagen del Sagrado Corazón pintada por él. Y la de Tamanrasset. La custodia con el Santísimo y el Hno. Carlos arrodillado horas y horas, de día y de noche. Es el núcleo de la existencia del cristiano que vive en el desierto, el hermano universal, que ora en la soledad con todos los orantes del mundo y, siempre, en favor de todos.

            La experiencia muy de dentro es intensa y así la expresa: “Mi bien amado hermano y Señor Jesús”.

            La oración es experiencia de abandono en el Dios que es Padre. Cuántas personas hemos rezado la oración del abandono: “Padre mío, me abandono a ti, haz de mí lo que quieras…”. Pero es, al mismo tiempo, impulso a la imitación, especialmente de dos rasgos de Jesús de Nazaret: la pobreza que incluye el despojo de todo y asumir la condición de “siervo” y el amor a todos, preferentemente a los más pobres.

            Carlos de Foucauld desea y quiere la más exigente pobreza, la austeridad suma. Jesús es pobre, luego él debe ser pobre. Sumamente interesante su forma de creer y vivir en coherencia con “la imitación del Señor Jesús”, nos ayuda a superar la tentación de sentirnos llamados a la preocupación por el “otro”, pero olvidamos ser pobre que es  valor indispensable del seguimiento de Jesús.

            Pobreza y “abyección” como él dice: es buscar lo último, lo más abajo. Ignacio de Loyola lo sugiere al ejercitante en el conocido “tercer grado de humildad”. Jesús nos manda lavarnos los pies unos a otros pero hacerlo como Él que acogió la condición de “esclavo”. El motivo no es ser más eficaz en la entrega, dar ejemplo a los demás, es “imitar” a Nuestro Señor, en aquello que el Hno. Carlos tiene muy claro: “Mi vocación es descender. Jesús en toda su vida no hizo sino descender. Descender en la Encarnación, descender cuando se hace niño, descender obedeciendo, descender haciéndose pobre… ocupando siempre el último lugar.”

            Y, por último, servidor de los más pobres, pero viviendo entre ellos, con ellos. Les ayuda en todo lo que puede “que no es oro ni plata…” que no tiene.

            En Tamanraset anima a trabajar por el progreso cultural y material  del pueblo tuareg y desea que se realicen  progresos técnicos que son novedad en esta región del Sahara. Al mismo tiempo ofrece orientaciones a las mismas autoridades con el fin de que las tribus sean gobernadas conforme a las exigencias de la justicia y del mejor desarrollo humano.

            Reacciona contra las injusticias que encuentra, las denuncia sin miedo a las posibles reacciones de la administración. En alguna ocasión aconseja poner medios para que se elimine el bandidaje y la subversión que amenaza al pueblo tuareg. Su amor a ellos es total. Son años de contraste entre su ideal de Nazaret, vida oculta, y esta experiencia en la que llega a ser personaje conocido con autoridad delante de Moussa, jefe del Hoggar y ante el mismo general Laperrine. Este capítulo de su vida es como un imperativo del amor y la justicia.

            Al final muere asesinado por un adolescente que le disparó. Era el 1 de Diciembre de 1916. También este final se encuentra en continuidad con la vida que decidió. Solo, en el desierto, con una muerte de alguna manera inexplicable, sin poder manifestar ningún gesto heroico. Totalmente pobre.

            Sus bienes son su fe en Jesús, su confianza en el Padre, su fraternidad universal y especialmente de sus vecinos del desierto. Los materiales los constituyen unas pocas pertenencias de ropa, de libros y unos apuntes. Especialmente las “reglas” de una comunidad que ha dejado escritas y que había ofrecido a más de uno y que nunca fueron seguidas. Muchos le admiraron, pero nadie le acompañó. Murió en soledad y ofreciendo la mayor inmolación. Ninguna persona dio el paso que asegurase la continuidad de su  modo de vivir la imitación de Jesús en los años inmediatos.

            Su cuerpo quedó sepultado en el amplio horizonte de arena. Ocho años después René Bazin publica la primera biografía de Carlos de Foucauld que produce impacto en Francia y que después será traducida a muchos idiomas. De ahí surgen algunos seguidores, entre los cuales tendrán importancia fundamental para el conocimiento de la espiritualidad del Hermano Carlos y el desarrollo de las Fraternidades, la Hermanita Magdeleine y el P. Voillaume.

            A partir de entonces nace y se extiende por el mundo la numerosa familia “espiritual” de Carlos de Foucauld y, especialmente a través de los escritos del P. Voillaume, es descubierto por miles de cristianos, sacerdotes, religiosos y seglares, a los que sirve de reactivo para vivir con mayor autenticidad la respectiva vocación. Porque el Hermano Carlos, persona inquieta e incómoda para sí mismo había  redescubierto perfiles evangélicos muy básicos y los enmarcó en una manera de vida exigente.

            Las “reglas” escritas y los apuntes espirituales que aparentemente no habían servido, han sido extraordinariamente fecundos de tal forma que podemos afirmar que son una de las mejores aportaciones a la espiritualidad del siglo XX.

            Los seguidores han reproducido su  biografía. Apoyados en la vida y en los pocos escritos del Hno. Carlos inician vida casi monacal, sistema de vida de clausura, posteriormente entienden la necesidad de proximidad con los vecinos y deciden establecer sólo fraternidades en países islámicos, por último fraternidades en Europa y en el mundo entero. Comunidades a semejanza de la vida obrera… en la cárcel, en el circo … Ante circunstancias y necesidades que surgen, del mismo espíritu brotan realidades eclesiales nuevas: fraternidad sacerdotal, seglar, diversas familias religiosas…

            Testigos somos muchos de lo que ha aportado la vida del Hno. Carlos como testigo y como maestro, especialmente con su vida, para dar consistencia a la propia vocación. Si ahora que necesitamos testigos, la existencia y significación de Carlos de Foucauld es más conocida, seguro que hará mucho bien. “Padre me pongo en tus manos… con infinita confianza porque tú eres mi Padre” 

Francisco Parrilla Gómez, sacerdote de Málaga.

 Nota. Las citas están recogidas de Antoine Châtelard, “CARLOS DE FOUCAULD, EL CAMINO DE TAMANRASSET”, San Pablo, Madrid, 2002.

Foucauld: la santidad en el fracaso, lo cotidiano y el desierto

Perú Católico, líder en noticias.- Hace algunos días surgió la noticia de que el francés Charles de Foucauld (1858-1916) va en camino a la canonización, en fecha que todavía se está por definir. El pasado 26 de mayo, el Papa Francisco autorizó que la Congregación para la Causa de los Santos emitiera el decreto donde reconoció el milagro atribuido a su intercesión, por el que un joven francés sobrevivió a un grave accidente. Foucauld fue beatificado en el 13 de noviembre de 2015, durante el pontificado de Benedicto XVI.

El reconocimiento de la Iglesia al proponer a Foucauld como modelo universal de vida cristiana es una buena noticia, en medio de la situación que estamos viviendo como humanidad y como Iglesia, más ahora que estamos inmersos en una situación de emergencia sanitaria que, al parecer, todavía durará muchos meses más y que nos replanteará la forma de vivir. ¿Por qué es una buena noticia? En mi opinión, porque la vida de Foucauld nos muestra una serie de valores evangélicos que se nos suelen olvidar a los creyentes de hoy y que, en medio de la llamada “nueva normalidad”, habrá que volver a tener en cuenta. Entre esos rasgos está su amor a la Eucaristía, saberse un peregrino en permanente búsqueda, además de su respeto y actitud de diálogo hacia otras religiones como el islam y el judaísmo. Pero ahora quiero destacar estos otros tres valores.

El primer valor es la importancia que Foucauld le dio al desierto, tanto el físico como el espiritual. Sabemos que buena parte de su vida la desarrolló en el desierto del Sahara argelino, primero en Beni Abbès y luego en Tamanrasset, donde fue asesinado el 1 de diciembre de 1916. El desierto para Foucauld fue un lugar propicio para vivir la presencia de Dios, ajeno a cualquier tipo de estímulos que tanto nos seducen, nos distraen, nos hacen poner el corazón y que tanto extrañamos en medio del confinamiento al que estamos necesitados de vivir ahora.

Otro valor es la capacidad de vivir espiritualmente el fracaso. Y es que Foucault no pudo fundar ninguna congregación -aunque su inspiración diera origen después a los Hermanitos y Hermanitas de Jesús-, no pudo convertir a ningún musulmán, ni liberar a ningún esclavo a pesar de sus muchas solicitudes al gobierno francés. Hoy en día estamos atrapados por el deseo de sentir y proclamar nuestros éxitos, ya sea en títulos, logros de todo tipo, likes en las redes sociales, etcétera; por lo que este hombre nos puede mostrar el valor de vivir con libertad y gratitud nuestros propios fracasos y así combatir nuestros no pocos narcisismos espirituales, propios del fariseo que oraba: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres” (Lc 18, 11).

Otro rasgo evangélico de Foucauld, según el P. Pablo d’Ors (quien escribiera sobre él una magnífica biografía novelada titulada El olvido de sí), es que fue un “místico de lo cotidiano. Lo cotidiano él lo llamaba Nazaret. Por encima de la vida pública de Jesús, que ya eran tantos y tantas que buscaban representar -anunciando el evangelio, curando a los enfermos, redimiendo a los cautivos, creando comunidad-, lo que Foucauld quiso fue representar su vida oculta como obrero en Nazaret. La vida en familia, el trabajo en la carpintería, la existencia sencilla en un pueblo… Todo eso, tan anónimo, tan aparentemente insignificante, fue lo que le subyugó hasta el punto de consagrarse siempre y por sistema a lo más pequeño, lo más ordinario, lo más ignorado.”

Estos y muchos otros rasgos de Charles de Foucauld quedaron sintetizados en su llamada “oración del abandono” que comienza diciendo: “Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras, sea lo que sea te doy gracias”. Los invito a escucharla en una hermosa versión musicalizada por los Misioneros del Espíritu Santo, en México en los años ochenta.

Sergio Padilla

El autor es académico del ITESO, Universidad Jesuita de Guadalajara – padilla@iteso.mx