Viaje a los orígenes espirituales del Camino: la cueva donde Kiko Argüello se «encontró» a Foucauld

«De Foucauld aprendí la imagen de la vida oculta de Cristo, estar silenciosamente a los pies de Cristo, rechazado por la humanidad, destruido, ser el último y estar ahí a sus pies», llegó a decir Kiko (foto: cueva de San Caprasio/ JCadarso).

por Juan Cadarso Opinión 

«Allí pasé tres días en la gruta de San Caprasio, solo, sin comer, estudiando a Carlos de Foucauld, que me dio una nueva forma de vivir en la presencia del Señor» (Kiko Argüello, 2016). 

Son los primeros días del mes de diciembre y, aunque el invierno está a punto de llegar, el termómetro del coche marca 15 grados en el exterior. El cielo de Farlete luce añil, espléndido, como si camináramos de forma inexorable hacia la temporada de verano. Recorro entonces la calle principal de esta localidad, emplazada a poco más de media hora de Zaragoza (Aragón), en las faldas de la Sierra de Alcubierre, en el lunático -por su forma- y místico -por su alma- desierto de Los Monegros

Llego hasta el final del pueblo y me topo con el Santuario de Nuestra Señora de la Sabina. Allí dice la tradición que se le apareció la Virgen a un pastor, sobre uno de estos árboles tan típicos de toda la comarca. No es una simple ermita, es cierto, de hecho, tiene atrio, un bello camarín con la venerada talla, cofradía propia, cripta, sala capitular, vivienda para el sacerdote y hasta un albergue para alojar peregrinos y romeros.

Este lugar sirvió, precisamente, como noviciado internacional de los Hermanitos de Jesús durante 20 años. Llegados a Farlete en 1956, su anterior noviciado estaba en Argelia -donde vivió y murió Carlos de Foucauld-, pero, durante la guerra franco-argelina, fue asesinado uno de sus miembros y decidieron salir de allí. Uno de los hermanitos, brigadista internacional en la Guerra Civil, conocía a la perfección la zona, donde el frente de Aragón se estabilizó casi dos años -el escritor Orwell pasó por aquí y tiene hasta una ruta con su nombre-, y propuso Los Monegros como una buena alternativa.

Poco después de su llegada, los hermanitos comenzaron a excavar cuevas a las que retirarse y vivir tiempos de «desierto». De allí surgieron cuatro eremitorios (Elías, San Juan Bautista, María Magdalena y Santiago), además de una cueva comunitaria y una casita en el bosque. Uno de estos lugares sería nuestro destino final: la cueva en la que Kiko Argüello, coiniciador del Camino Neocatecumenal, se «encontró» un día con el gran santo francés Carlos de Foucauld (1858-1916), canonizado por el Papa en 2022.

«Pobres entre los pobres»

Junto a La Sabina, un camino de tierra se abre paso por su margen derecho. Al fondo, en lo alto del todo, se dejan intuir las cuevas de San Caprasio, a unos 834 metros sobre el nivel del mar. Para completar la etapa, un poco de comida, varias botellas de agua, unos apuntes y un par de libros que me servirán de documentación. Escritos espirituales de Charles de Foucauld: Ermitaño del Sáhara y El Kerigma. En las chabolas con los pobres, que cuenta el origen del Camino Neocatecumenal en las barracas de Palomeras Altas de Madrid. 

Aunque, si con algo cargaré, durante los más de nueve kilómetros que hay de camino hasta el eremitorio de San Caprasio, es con una pregunta, que, además, será la que trate en todo momento de resolver: ¿qué tuvo de especial aquel santo francés para cautivar de esa manera tan fuerte al joven pintor leonés? 

Tras unos primeros metros sobre el llano, la pendiente empieza a escalar de forma suave pero constante, y, casi sin darse cuenta, uno se encuentra cada vez más alto. El sol impacta sin reparo en nuestras cabezas, diría que se siente hasta calor. Unos cuantos arbustos por aquí y otros por allá salpican una gran alfombra ondulada color ocre también llamada el desierto de Los Monegros. El gigantesco vacío por el que pasó un día el iniciador de una de las realidades más importantes de la Iglesia universal.

En una breve pausa de avituallamiento, abro mi libro y comienzo a leer:

«A un teólogo dominico le habían concedido una beca para buscar puntos de contacto entre el arte protestante y el arte católico, ante la inminente celebración del Concilio Vaticano II (…). Antes de iniciar el viaje a través de Europa y para prepararlo, el dominico me quiso llevar al desierto de Los Monegros, a Farlete, donde se encontraban los Pequeños Hermanos de Carlos de Foucauld. Fuimos y estuvimos una semana de retiro, preparándonos para el viaje. En aquel desierto, que es bellísimo y tiene varias grutas (…). Me acuerdo de que estuve allí tres días en la cueva de San Caprasio, ayunando. Allí conocí la vida de Foucauld. Hablé con el padre Voillaume -fundador de los hermanitos- y quedé muy impresionado de la vida oculta de la Familia de Nazaret y del gran amor de Carlos de Foucauld a la presencia real de Cristo. En Tamanrasset (Argelia) se pasaba horas solo ante el Santísimo Sacramento». 

A esta altura de la etapa, el camino se va llenando de «meandros», y lo que estaba tan cerca parece ahora que no llega nunca. Un par de motoristas, de los de campo a través, se cruzan con nosotros y nos saludan al pasar. En lo alto del «farallón», la ermita de San Caprasio, dedicada a un pastor que llegó un día a la determinación de querer ser monje, tomó su cayado y lo arrojó todo lo lejos que le permitieron sus fuerzas, yendo a caer en la Sierra de Alcubierre. En el lugar donde se posó empezó a manar agua, y luego se levantó una capilla. 

Cuevas de San Caprasio, a las que se retiraban los Hermanitos de Jesús.

Cuanto más cerca estamos de hacer cumbre, más se suceden los recodos, y resulta un tanto descorazonador. Son casi las tres de la tarde y no hemos comido, así que nos instalamos plácidamente en unas rocas que afloran de la tierra y sacamos unos bocadillos preparados con esmero. La imagen es de gran belleza, un extenso mar de cerros suavemente redondeados acompaña en el horizonte a la ermita de San Caprasio

Terminamos de comer, aprovecho para sacar mis apuntes, y me pongo a leer:

«Los vínculos entre Carlos de Foucauld y Kiko Argüello son varios y profundos, y van desde el momento de su conversión, a la intuición de la vida oculta en medio de los pobres, del modo de estar como ‘pobres entre los pobres’, hasta el ‘sueño’ de una capilla para la adoración en el Monte de las Bienaventuranzas». ¡Parece que he descubierto lo que buscaba! 

«El primer vínculo entre ambos es el grito, la súplica a Dios en el momento de la crisis existencial: ‘Dios mío, si existes, haz que te conozca’, es la invocación más famosa de Carlos de Foucauld -que pasó de una juventud marcada por el desenfreno y la increencia a la búsqueda constante y genuina de la presencia de Dios-. 

‘¡Si existes, ven, ayúdame, porque ante mí tengo la muerte!’, es la oración de Kiko Argüello. El propio Kiko dice: ‘Me preguntaba: ¿Quién soy yo? ¿Por qué existen las injusticias en el mundo? ¿Por qué las guerras?… Me alejé de la Iglesia hasta el punto de abandonarla totalmente. Había entrado en una crisis profunda buscando el sentido de mi vida… Estaba muerto interiormente y sabía que mi final, tarde o temprano, sería el suicidio’.  

Y, por medio del filósofo de la intuición, Henri Bergson, Kiko recibió una ‘primera luz’ de la existencia de Dios. Entró en su habitación y se puso a gritar a este Dios que no conocía. ‘Le grité: ¡Ayúdame! ¡No sé quién eres!. Y, en ese momento, el Señor tuvo misericordia de mí, porque tuve una profunda experiencia de encuentro con el Señor que me sorprendió. Recuerdo que estaba llorando amargamente, las lágrimas caían, las lágrimas fluían…’.

Pareciera como si la providencia se hubiera empeñado en asemejar los caminos existenciales de estas dos figuras tan cruciales para la Iglesia Católica. Una primera etapa vital de falta de fe y entrega total al mundo y un posterior encuentro con Dios que cambiaría sus vidas, y la de tantos otros, para siempre –de la espiritualidad de Carlos de Foucauld han salido al menos 19 familias distintas de laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas y el Camino Neocatecumenal está presente en más de 130 países, con un total de 30.000 comunidades, y con un millón y medio de hermanos en 6800 parroquias de todo el mundo-.  

En silencio a los pies de Cristo

La etapa empieza a hacerse fatigosa, llevamos más de una hora andando y, haciendo cálculos, si no nos damos prisa, puede que al volver se nos haga de noche. Mientras hablo con mi acompañante escuchamos un ruido. Es una pickup blanca que está hasta arriba de barro. Desaceleramos la marcha y nos ponemos en el lado del conductor para hablar con él. Vamos a preguntarle si queda mucho para llegar. El hombre, que tendrá poco más de cuarenta años, nos propone que atravesemos el sotobosque, pero, en un gesto de generosidad, nos dice que nos lleva hasta arriba. Es cazador y el GPS le indica que tiene a varios de sus perros por esa misma zona. 

Tras unas empinadísimas cuestas estamos por fin en el destino, junto a la ermita de San Caprasio. El buen samaritano se despide de nosotros y nos regala un último favor, que llegará a ser fundamental, nos indica cómo bajar la montaña por un camino alternativo, que ahora pienso, fue bastante kamikaze. Se lo agradecemos y caminamos rumbo a las cuevas. La vista desde allí es sobrecogedora. Por un momento, me siento como Moisés en el monte Nebo, y, como él, rezo para poder entrar en la tierra prometida, que, en este caso, es volver al coche sanos y salvos. Caminamos unos metros entre la pared y el precipicio. Bajamos unas escaleras de hierro y llegamos al balcón natural donde están excavadas las cuevas. Los primero que hacemos al llegar es entrar en el que fuera el refectorio de los hermanitos. Todavía permanece en el centro la mesa donde comían, incluso hay algún colchón roído para el que quiera quedarse a meditar en esta especie de Abuna Yemata versión española -impresionantes iglesias etíopes excavadas en la roca-. El lugar está bien cuidado y tiene hasta un libro de visitas. Estampamos unas frases de recuerdo y leo de nuevo mis apuntes:

«Kiko, escuchando un discurso del Papa Juan XXIII, tuvo la intuición de que la renovación de la Iglesia vendría a través de los pobres. ‘Convencido de esto y de que Jesucristo se identifica con los pobres y miserables de la tierra, lo dejé todo y a todos. También mi prometedora carrera de pintor y me fui a vivir a las chabolas. En Carlos de Foucauld encontré la fórmula para vivir: una imagen de San Francisco, una Biblia –que sigo llevando conmigo porque la leo todos los días– y una guitarra… De Carlos de Foucauld aprendí la imagen de la vida oculta de Cristo, estar silenciosamente a los pies de Cristo, rechazado por la humanidad, destruido, ser el último y estar ahí a sus pies’. 

Es más, cuando Kiko fue a las barracas de Palomeras Altas, fue siguiendo las huellas de Carlos de Foucauld en la vida oculta de Cristo.

Cuenta Kiko: ‘No fui allí para enseñar a leer y escribir a aquella gente, ni para hacer asistencia social y ni siquiera para predicar el Evangelio. Me fui allí para ponerme al lado de Jesucristo. Carlos de Foucauld me había dado la fórmula para vivir en medio de los pobres como un pobre, silenciosamente. Este hombre supo vivir una presencia silenciosa de testimonio entre los pobres. Tenía como ideal la vida oculta que Jesús vivió treinta años en Nazaret, sin decir nada, en medio de los hombres. Ésta era la espiritualidad de Carlos de Foucauld: vivir en silencio entre los pobres. Foucauld me dio la fórmula para realizar mi ideal monástico: vivir como pobre entre los pobres, compartiendo su casa, su trabajo y su vida, sin pedir nada a nadie y sin hacer ninguna cosa especial. Jamás pensé montar una escuela o un dispensario o algo por el estilo. Sólo quería estar entre ellos compartiendo su realidad’.

Este momento será constitutivo y esencial para el posterior anuncio del kerygma, que acompañará toda la evangelización del Camino Neocatecumenal: Dios nos ama y sale a nuestro encuentro, hasta lo más profundo de nuestro ser pecadores, de nuestro ser ‘últimos’, para salvarnos. En esta intuición de Carlos de Foucauld, que Kiko hace suya, tiene fundamento su experiencia de Jesucristo y su misión».

Pasados unos minutos, salimos para conocer el lugar más importante de las cuevas. Antes de llegar, en un pequeño hueco en la pared, que parece destinado para hacer fuego, en el hollín, alguien ha raspado un Sagrado Corazón, emblema de Carlos de Foucauld. Unos pasos más allá, en el «pináculo» del monte, una puerta de madera da acceso al oratorio donde el iniciador del Camino Neocatecumenal descubrió un día al santo francés. Dos bancos esculpidos en la roca flanquean la nave central, que está reforzada con troncos de madera a modo de correa que le dan un aire muy acogedor. Hay un icono de La Trinidad de Rublev, unos pocos rosarios y un sagrario, que se encuentra vacío. 

Caprasio

Oratorio de los hermanitos de Jesús (foto: JCadarso).

En el silencio más absoluto que uno bien pudiera imaginar, escuchando casi únicamente nuestro propio palpitar, me pongo a leer:

«Varias veces Kiko ha recordado que hay tres santos –y los tres franceses– que lo llevaron a las chabolas: Teresita de Lisieux, Isabel de la Trinidad y Carlos de Foucauld. En el mensaje que la Virgen le dará: ‘Hay que hacer comunidades cristianas como la Sagrada Familia de Nazaret que vivan en humildad, sencillez y alabanza. El otro es Cristo’, la humildad está representada por San Carlos de Foucauld, la sencillez por Santa Teresita del Niño Jesús y la alabanza por Santa Isabel de la Trinidad. 

Hagamos presente ahora una inspiración que se llegaría a cumplir 50 años después y que es muy profunda. Kiko mismo la explicó durante una convivencia: ‘Nosotros hemos realizado un sueño, que en el Monte de las Bienaventuranzas haya una capilla para la presencia real y permanente de la Santa Eucaristía. El Camino Neocatecumenal tiene como imagen la Sagrada Familia de Nazaret y hemos visto con sorpresa que estamos muy cercanos a Carlos de Foucauld que quiso, tuvo la intuición, la misión de la vida oculta de Nazaret… Ahora, aquí, inauguraremos una capilla. Foucauld pensó comprar este sitio porque sentía de Dios que en el Monte de las Bienaventuranzas tenía que haber una capilla con la presencia constante de la Santa Eucaristía, día y noche.

El hermano Carlos pasaba largas horas de oración contemplativa ante el tabernáculo. En sus escritos espirituales se ve este deseo, esta pasión por estar cerca de la presencia de Cristo. Precisamente con relación a esto, escribió: ‘Creo que es mi deber esforzarme por adquirir un lugar del Monte de las Bienaventuranzas, para asegurar su propiedad a la Iglesia, cediéndola después a los Franciscanos, y también el de esforzarme por construir un altar donde, perpetuamente, se celebre la misa cada día y esté presente Nuestro Señor’. 

El sueño de Carlos de Foucauld

Sobre esta intención, el santo reflexionó y rezó mucho. Él estaba profundamente convencido de que su vocación de ‘imitar lo más perfectamente posible a nuestro Señor Jesús, en su vida oculta’, con una consagración más radical y definitiva, la recibiría aquí, en el Monte de las Bienaventuranzas.  

El sueño de Carlos de Foucauld se hizo realidad durante la Pascua de 2008, cuando en el Centro Internacional Domus Galilaeae, gestionado por el Camino Neocatecumenal y situado en la parte superior del Monte de las Bienaventuranzas (Korazim – Galilea), se inauguró una capilla con la presencia constante de la Santa Eucaristía, día y noche, para la adoración perpetua del Santísimo. Lugar que queda reflejado en el Lago de Galilea, embellecido por la predicación del Sermón de la Montaña y por el sueño de Carlos de Foucauld que se sella con la misión evangelizadora de la Iglesia». Puedes ver aquí la capilla construida por el Camino.

Nuestro tiempo en las cuevas de San Caprasio -en este lugar tan señalado para la historia reciente de la Iglesia-, va llegando a su fin. Cierro mi libro y leo algo en un pequeño cuadro que descansa a los pies del sagrario. Y, en silencio, repito para adentro:

«Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo. Con tal que Tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, no deseo nada más, Dios mío. Pongo mi vida en Tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo, y porque para mí amarte es darme, entregarme en Tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tu eres mi Padre («Oración de abandono», de Carlos de Foucauld).

Puedes ver aquí cómo se accede a las cuevas de San Caprasio. 

Echo la vista hacia adelante… y un sol escurridizo atraviesa la linterna del Santuario de Nuestra Señora de la Sabina, dejando un espectáculo que hasta el hombre más valioso nunca sería capaz de recrear. Echo la mirada hacia atrás… y las cuevas de San Caprasio se van escondiendo en el horizonte cada vez un poco más.

Entonces, levanto la mano, y, como brindando un toro a la inmensidad, me digo: Bendito seas, oh ‘hermano universal’, y bendito sea tu santo, dulce y estrepitoso fracaso. Porque tú, que dejabas siempre un plato vacío para tu ‘compañero’, hoy cuentas con miriadas de hijos… que, gracias a ti, saben que solo en el madero uno encuentra el descanso… ¡el verdadero!

https://www.religionenlibertad.com/opinion/295211746/viaje-origenes-espirituales-camino-cueva-kiko-arguello-encontro-foucauld.html

San Caprasio: un eremitorio en el desierto de Monegros

Interior de la cueva refectorio (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo Serrano Publicado el 23/06/2018 por Lydia Morales

La comarca aragonesa de Los Monegros, famosa por la cruda aridez de su paisaje semidesértico, es un territorio de 246.000 hectáreas que se halla a caballo entre las provincias de Zaragoza y de Huesca. De sureste a noroeste la cruza un cordal montañoso –la Sierra de Alcubierre– que ejerce de linde natural entre ambas provincias y es la muela más alta de cuantas bordean la depresión geográfica ocupada por Zaragoza. Se trata de una sierra seca, agreste, de poca vegetación y mínima humedad. Su relieve está compuesto por materiales del Mioceno (yesos, calcitas y areniscas) que presentan una forma escalonada: un primer escalón que llega hasta los 500-600 metros de altitud, un segundo está en torno a los 700 metros y el último a 800. Las alturas máximas de la sierra son San Caprasio (838 m), coronada por una edificación donde la tradición cuenta que vivió el santo homónimo, y el Monte Oscuro (822 m).

El clima extraordinariamente duro constituye uno de los rasgos definitorios de este territorio. Las temperaturas extremas (gélidas en invierno, abrasadoras en verano), los vientos violentos, las nieblas y la escasez de lluvias convierten a esta comarca en la más árida de España junto con algunas zonas de Almería y del centro de la Meseta Norte. Los suelos desnudos, descarnados y con frecuentes eflorescencias salinas de los llanos dejan paso a una vegetación algo más variada en la Sierra de Alcubierre. Pinos carrascos con enormes muérdagos colgando de sus ramas, encinas y sabinas son acompañados por arbustos como la coscoja, el romero, el tomillo y el escambrón, además de por un catálogo de plantas vasculares entre las que se encuentran bastantes de uso medicinal. En la sierra la oscilación termométrica es feroz, pudiendo registrarse temperaturas de hasta -15ºC en los días más crudos del invierno y hasta 45ºC en los más tórridos del verano. La fauna del lugar incluye jabalíes y zorros (antaño hubo lobos, hoy desaparecidos) y aves como águilas de diversas familias (real, culebrera o calzada), cernícalos, palomas silvestres, abejarucos, collalbas, alondras, calandrias o cogujadas.OLYMPUS DIGITAL CAMERA

Vista de la Sierra de Alcubierre, una muralla montañosa rodeada por el desierto monegrino. Fotografía de Eduardo Serrano

En este territorio inclemente se encuentra un lugar realmente singular: un eremitorio de verdad, aún en uso. «¿Hace falta una cueva?», se planteaban en Cave in the Snow, el libro que relata la peripecia vital de Tenzin Palmo, una reputada maestra mahayana de origen británico que se ordenó monja budista en 1964. Tenzin Palmo pasó doce años como ermitaña en una cueva del Himalaya y se le preguntaba si era necesaria la experiencia del eremitorio para profundizar en una vía espiritual o cultivar la vida interior. «La ventaja de irte a una cueva es que te ofrece tiempo y espacio para concentrarte totalmente», señalaba la religiosa. «Las prácticas contemplativas son complicadas y contienen visualizaciones detalladas. Las prácticas yóguicas internas y los mantras también requieren tiempo y aislamiento y eso no se puede conseguir en medio de una ciudad. Retirarse da la oportunidad de que la comida se cueza. El eremitorio es como una olla a presión: todo se cuece mucho antes. Por eso se suele recomendar. Puede resultar de ayuda, incluso, realizar un retiro durante periodos cortos. A muchas personas les sería de gran ayuda disponer de un tiempo de silencio y soledad para realizar una instrospección y descubrir quiénes son de verdad, cuando no están ocupados desempeñando papeles sociales o familiares. Es muy saludable tener la oportunidad de estar solo con uno mismo y ver quién se es en realidad tras todas esas máscaras». De la misma opinión era David Alvear Morón, autor de un interesante estudio sobre el movimiento de los Padres del Desierto, los fundadores del eremitismo cristiano. «Para superar las pasiones y tomar conciencia de los mecanismos psicológicos automatizados, una opción sumamente útil podía ser la de retirarse a una celda en el desierto. Al sumergirse en semejante quietud, los pensamientos, emociones y patrones corporales que acompañan a dichos mecanismos automatizados emergen con fuerza, pudiéndose observar sin los autoengaños ni los estímulos distractores de los que se encuentran plagadas las zonas habitadas». Montaña y desierto han sido desde siempre los espacios preferentes de la aventura eremítica, esos lugares de soledad inhóspita donde el contemplativo, como decía san Juan de la Cruz, puede «no sufrir compañía», salvo quizá la de algún otro compañero de camino. Para una sociedad que «no comprende o desprecia el valor del retiro, del silencio y del sacrificio ascético», que ha perdido «el sentido de lo sagrado, de lo sublime y ha dado la espalda al espíritu» –como se lee en el prólogo de Psicología del Desiertola montaña y el desierto de los eremitas son exotismos temporal y geográficamente lejanos. Cosas de tierras remotas; o cosas de tiempos pasados.OLYMPUS DIGITAL CAMERA

San Caprasio (Sierra de Alcubierre), mirando al desierto de Monegros, con las cuevas primitivas al fondo. Fotografía de Eduardo Serrano

Y sin embargo, San Caprasio –a la vez montaña y desierto– es un lugar apartado, pero no remoto: está a apenas 50 kilómetros de Zaragoza, la quinta ciudad más grande de España. Tampoco es un lugar del pasado: es un eremitorio del siglo XX que todavía se sigue usando como tal y cuya razón de ser fue servir de «olla a presión» para la interiorización, el autoconocimiento y la experiencia de lo numinoso arriba descritas. Su historia como espacio contemplativo empezó en 1956 cuando los Hermanos de Jesús, la orden fundada por el vizconde Charles de Foucault, tuvo que huir de Argelia ante la persecución del fundamentalismo islámico, que se había sustanciado ya con el asesinato de varios monjes. El viaje de regreso a Francia fue por mar desde Argelia hasta España y, una vez en nuestro país, por carretera. Al cruzar las tierras de Monegros el prior y otro monje se percataron de cuánto se parecía el desierto aragonés a aquel que acababan de abandonar. Así que solicitaron los permisos eclesiásticos pertinentes y recorrieron la comarca con un sacerdote de la zona en busca de una nueva sede para el noviciado internacional de su orden. Hallaron el lugar que buscaban en la localidad de Farlete, en cuyos aledaños, junto a la pista que sube a la Sierra de Alcubierre, se encontraba Nuestra Señora de la Sabina, un santuario del siglo XVIII. La construcción, de tamaño bastante grande, era perfecta para acoger la nueva casa de los novicios de la orden. Y había un atractivo añadido. Nueve kilómetros de camino por un terreno seco y duro al principio, boscoso después, llevaban desde el santuario de Nuestra Señora de la Sabina al pico de San Caprasio, donde moró un legendario eremita que adoptó ese nombre porque era pastor de cabras. Arrancando desde allí se bajaba por un sendero colgado sobre el precipicio hasta un conjunto de grutas, abiertas en la cara de la sierra que miraba al desierto, desde las que se divisaba un paisaje tan desnudo como imponente para una mirada contemplativa.OLYMPUS DIGITAL CAMERA

Iglesia del Eremitorio de San Caprasio. Cueva de la Salud. Fotografía de Eduardo Serrano

Las cuevas habían sido durante siglos refugio de pastores y guarida de bandidos, pero los monjes quedaron sorprendidos por la fuerza telúrica de aquellos espacios. No podía haber mejor lugar para que los novicios hicieran la experiencia del desierto, central en el carisma de la orden de los Hermanos de Jesús. Así que decidieron de inmediato convertir aquello en un eremitorio, en un espacio consagrado, con su iglesia, su refectorio y, diseminadas por los precipicios yesosos, varias celdas individuales para retirantes. La iglesia se encuentra en la cueva de la Salud, la más grande, y fue construida por los quince primeros novicios de la orden que llegaron a Farlete. La convirtieron en una larga sala, entibada por robustos troncos a la manera de las galerías de las minas, que terminaba en una cabecera de forma absidial. A los lados, unos bancos corridos de piedra dejaban desnudo todo el espacio central para sentarse o tenderse sobre el suelo enlosado a orar y meditar. El trabajo de entibado fue dirigido por un novicio asiático, llegado desde las lejanas tierras de Corea, que había sido minero en su vida profana previa.OLYMPUS DIGITAL CAMERA

Cueva refectorio. Eremitorio de San Caprasio. Fotografía de Eduardo Serrano

En la cueva vecina a la de La Salud los Hermanos de Jesús construyeron el refectorio del eremitorio. El centro del mismo está ocupado por una gran mesa octogonal rodeada por una bancada de madera usada para las comidas de los monjes. Toda la pared de la cueva, salvo un pequeño tramo con una mesa-repisa para dejar los platos que se iban a consumir, está recorrida por bancos de piedra que se usaban para dormir o descansar. La cueva tiene un espacio diáfano que hacía las veces de cocina y despensa y en donde aún se pueden ver las estanterías de madera utilizadas por los monjes para guardar los alimentos y el menaje. Al lado del refectorio hay un par de cuevas más que fueron utilizadas para almacenar enseres y cobijar las cisternas de agua de boca del complejo eremítico. El gran problema para la estancia en estos parajes es la falta absoluta de agua para consumo humano, porque no hay ni una sola fuente, ni un solo manantial, en todo el entorno de San Caprasio. Por tanto, el agua debía ser traída desde los pueblos cercanos (Farlete o Alcubierre) y almacenada en cisternas.

Las cuevas de la iglesia y del refectorio están hoy abiertas, son fáciles de encontrar siguiendo las pistas que llevan hasta la cima de San Caprasio y se pueden visitar libremente. Las cuevas individuales de los retirantes, sin embargo, están más apartadas y cerradas al público. Hace años ya que los Hermanos de Jesús dejaron el Santuario de Nuestra Señora de la Sabina, cuando la orden decidió que los novicios hicieran su periodo de aprendizaje en sus países de origen y no en un noviciado internacional centralizado. En Farlete sólo quedan hoy tres miembros de la orden, dos monjes en ejercicio y uno secularizado y casado con una mujer de la zona. Son ellos los que se ocupan –más o menos– del mantenimiento del eremitorio y quienes custodian las llaves de las celdas de retirantes. A ellos hay que dirigirse si se desea pasar unos días de retiro en alguna de esas cuevas. Es recomendable hacer una visita previa si el retiro va a ser de varios días, porque a veces se necesita una desinsectación antes de entrar, especialmente si la cueva ha estado largo tiempo cerrada. Estas celdas de retiro están dedicadas a ilustres contemplativos de la tradición judeo-cristiana ligados al desierto, como el profeta Elías, Juan el Bautista o María Magdalena, más una dedicada a Santiago, el apóstol de EspañaTodas son cuevas, excepto la de María Magdalena, que es una pequeña cabaña de piedra empotrada bajo unos pinos retorcidos por los violentos vientos de la sierra. Una rudimentaria cisterna recoge de su tejado las escasas lluvias que caen en San Caprasio. El retirante tiene que administrar como si fuera oro el preciado tesoro del líquido elemento. No muy lejos de las ermitas de Elías y María Magdalena se encuentra la curiosa letrina para aguas mayores, un pedestre apoyo para los pies y las manos, de nalgas al vacío, que manda el material de desecho cortado abajo.OLYMPUS DIGITAL CAMERA

La Cueva de Elías y, un poco más abajo, la Ermita de María Magdalena (Eremitorio de san Caprasio). Fotografías de Eduardo SerranoOLYMPUS DIGITAL CAMERA

Entrada de la Ermita de María Magdalena (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo SerranoOLYMPUS DIGITAL CAMERA

Interior de la Ermita de María Magdalena (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo Serrano

A la Cueva de Santiago, la más grande de las celdas de retiro, se llega por un estrechísimo desfiladero colgado sobre el precipicio que parte desde la Cueva de Elías. El acceso no es apto para personas con vértigo, aunque a cambio del mal rato, el retirante que opte por esta cueva puede estar seguro de que allí sólo Dios (o sus demonios interiores) van a venir a visitarlo. La zona de retirantes es, sin duda, uno de los lugares más mágicos de San Caprasio.OLYMPUS DIGITAL CAMERA

Vista del estrecho desfiladero de acceso a la Cueva de Santiago, con la Cueva de Elías y la Ermita de María Magdalena al fondo, entre los pinos. (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo SerranoOLYMPUS DIGITAL CAMERA

Cueva de Santiago (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo Serrano

¿Es de verdad San Caprasio un espacio de silencio y de retiro hoy, todavía? La respuesta es sí, aunque no siempre. A finales de abril los vecinos de las localidades cercanas celebran una ruidosa romería. En primavera y en otoño, cuando las condiciones climáticas son menos agresivas, son frecuentes los excursionistas y los aficionados al ciclismo de montaña los fines de semana.  De modo que si se quiere pasar un día de contemplación y de silencio auténticos en las cuevas abiertas al público lo mejor es ir en un día laborable o en lo peor del verano o del invierno. Sea cual fuere la temperatura en el exterior, las cuevas suelen tener una temperatura constante durante casi todo el año que resulta fresca en verano y cálida en invierno.

Aquellos que quieren hacer un retiro de verdad suelen quedarse un fin de semana o tres o cuatro días en las celdas restringidas y muchos aprovechan para acompañarlo de un ayuno depurativo. Algunos hay que se atreven con periodos más largos hasta llegar, incluso, a los cuarenta días, imitando el relato evangélico de la estancia de Jesús en el desierto. Proveerse de agua de beber es absolutamente esencial en esos casos. Si se quiere tomar alimento cocinado, huelga decir que no se debe encender fuego. La sequedad de la zona, los vientos y la falta de agua elevan el riesgo de incendios, así que se debe ser muy prudente con cualquier cosa que accidentalmente pueda provocarlos. Las muchas horas de insolación hacen de San Caprasio un lugar perfecto para probar a cocinar con el sol.

Para terminar, una nota negativa. Fue el naturalista Carlos de Prada quien calificó en una ocasión al Hombre contemporáneo como un «violador de toda pureza, de toda virginidad», empezando por las suyas propias y siguiendo por las de todo cuanto toca, personas, naturaleza y espacios sagrados incluidos. Lamentablemente, una parte de los excursionistas que pasan por San Caprasio tiene un comportamiento irrespetuoso, incívico e, incluso, profanador. Esa violación parece ser el signo de los tiempos: basura y desperdicios en el refectorio; grafitis estúpidos u obscenos en las sagradas cuevas; gritos, parloteos banales y una superficialidad inconsciente en los lugares de contemplación… Entristece que algunas personas pasen de un modo tan poco fecundo por un espacio tan evocador y pensado para la transformación interior. Por eso, si usted es un visitante respetuoso, lleve bolsas de basura, una escoba e incluso una lata de pintura de cal y dedique unos minutos a dignificar el lugar si se lo encuentra mancillado. Es el mínimo agradecimiento que podemos mostrar por el don del silencio y la soledad contemplativos que nos regala San Caprasio.

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Todas las fotografías de Eduardo Serrano están sujetas en su reproducción a la siguiente licencia Creative Commons  licencia-cc

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BIBLIOGRAFÍA

ALVEAR MORÓN, David: Psicología del Desierto. Aproximación psico-personológica al movimiento subcultural de los Padres del Desierto, Mandala Ediciones, Madrid, 2009.

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