Maestros del Desierto: permanecer con uno mismo

Transitar hoy un camino espiritual pasa necesariamente por una vuelta hacia uno mismo, por aprender a estar uno consigo en una soledad buscada, que no impuesta

Hay muchas personas que rehúyen la soledad, no saben estar solas y, permanentemente, necesitan del contacto de los otros.

José Chamorro (Religióndigital)

Ahondando un poco más en la vivencia que los primeros solitarios tenían sobre el Camino Espiritual (siguiendo lo expuesto en el texto “Maestro del desierto” del 20/3/24) topamos con un segundo aspecto de vital importancia para ellos y que hoy se torna en una conquista plausible, esto es, la capacidad de permanecer consigo mismo o, lo que es lo mismo, el valor de la soledad elegida.Se dice del tiempo en que vivimos que la comunicación está totalmente globalizada. Es cierto que la mayoría de las personas de nuestro “Primer Mundo” tienen móvil que las mantienen en comunicación con cualquier individuo esté donde esté. Si bien es verdad que este alcance y amplitud tiene muchas cosas positivas, también es cierto que, paradójicamente, está dificultando las relaciones más cercanas, aquellas que se dan en el tú a tú. Hemos perdido parte de la capacidad de interacción entre aquellos que tenemos más cerca. Las relaciones se han hecho más virtuales que nunca llevándonos a vivir más hacia fuera que hacia dentro.

El silencio
El silencio

Los Padres del Desierto se cuidaron mucho del estar sólo hacia fuera por lo que buscaban largos periodos en los que cada uno pudiera permanecer consigo mismo. De no ser así, ¿cómo entenderíamos la capacidad que tenían para auto-habitarse y reconocer sus instintos, emociones y, en definitiva, saber lo que les sucedía? 

Transitar hoy un camino espiritual pasa necesariamente por una vuelta hacia uno mismo, por aprender a estar uno consigo en una soledad buscada, que no impuesta. La soledad posibilita un tiempo en el que uno puede reconocerse en lo que es como persona, un periodo de no huida, de no distracción, para lograr permanecer consigo mismo y poder alcanzar el fondo de la propia alma (Tauler) que está habitado por la Presencia de Dios. 

Permanecer en la celda era para el monje la oportunidad para de mantenerse en él y era, por ello mismo, la condición necesaria para el progreso espiritual, pero también para la maduración personal. Pero el hecho de estar allí no implicaba nada, ya que según se nos ha trasmitido del abad Ammonio: «podría darse que uno estuviera sentado en su celda durante cien años sin haber aprendido cómo debe uno sentarse en la celda.» Resulta del todo curioso que en reiteradas ocasiones repitan los Padres que las motivaciones para permanecer en la celda deben ser dos: el conocimiento de uno mismo y el estar dirigidos a Dios, siendo esta última decisiva para evitar que la persona caiga en la tentación que supone el egocentrismo.

Aquellos monjes eran maestros en el arte de la soledad pues vivieron procesos difíciles que les reportaron una lucidez y sabiduría que sigue siendo actual para nosotros. Hay muchas personas que rehúyen la soledad, no saben estar solas y, permanentemente, necesitan del contacto de los otros. Muchos de ellos incluso viven sólo para los ojos de los demás. Quien se mueve desde aquí sin haber logrado previamente reconocer sus motivaciones y el lugar desde donde actúa puede correr el riesgo de perderse en la vida de otras personas sin haber sido capaz de vivir la suya propia.

Los grandes místicos de la historia siempre encontraron una calidez especial en la soledad, un lugar ignoto no sólo de descanso, sino de encuentro con Aquel al que su alma tanto ansiaba. Permanecer en dicha soledad les ofrecía la posibilidad de habitarse y ser habitados por el Dios al que buscaban. Desde esta experiencia, tan decisiva para los que vivimos pendientes del mundo y hasta olvidados de nosotros mismos, escribía Juan de la Cruz: «En soledad vivía, / y en soledad ha puesto ya su nido; / y en soledad la guía / a solas con su querido / también en soledad de amor herido.»

DESIERTO: EXPERIENCIA DE AMOR


El desierto se identifica con lo árido. En la experiencia del trato de
intimidad con Dios, esa circunstancia espiritual les sirve a los orantes que
viven en la soledad y el silencio para no quedarse en la oración afectiva,
consoladora, ni en la súplica interesada que se manifiesta en peticiones de
auxilio, e introduce en su forma de orar la adoración como amistad en el trato
con Dios. Saben que aunque parezca un tiempo perdido, nunca se le ganará al
Señor en generosidad.
El enamorado de Dios ha experimentado que su vida no tiene sentido
sin Él.
Los que habitan en el desierto y los que siente la llamada a la soledad
y al silencio, que han recibido la gracia de escuchar la vocación a ser
enteramente suyos ya estar cerca de Él, recuerdan que el discípulo amado no
sólo se recostó en el pecho de su Maestro y llegó a conocer los sentimientos
más íntimos de su corazón, sino que también estuvo en Getsemani y al pie de
la cruz.
Es muy posible que, en la experiencia de desierto, asalte la
pesadumbre por los propios pecados, aunque se quiere ser fiel al Señor. La
pobreza y la debilidad se imponen muchas veces en la conciencia. En ese
instante, el secreto lo enseñan quienes en esas circunstancias no dudaron en
volver su mirada al Señor, dejándose mirar por Él. El apóstol Pedro, que sintió
la amargura de sus negaciones, por haberse dejado mirar por Jesucristo,
escuchó las preguntas más restauradoras que puede recibir un corazón: «¿Me
amas?». «¿Me quieres?».
En el desierto se forjan los testigos del amor de Dios, los que
confiesan con sus vidas la absolutidad divina. Participar del espíritu del yermo
es gustar el sabor de la pertenencia amorosa a Dios.
ÁNGEL MORENO DE BUENAFUENTE, El Desierto,
lugar de la Palabra,
Vida Nueva 2591, 1-7 diciembre
2007, Pliego. p.30

¿QUÉ BUSCAMOS EN EL DESIERTO?


El autor del presente artículo se pregunta sobre las razones que
motivan la búsqueda de un tiempo de desierto.
SOLO DIOS
Sólo el desierto es totalmente verdadero y, en su simple desnudez, nos
pone, sin huida posible, frente a la sola y última alternativa: Dios o lo que no
es El, la conformidad total al plan de la Redención o la negativa de nuestra
vocación.
En el desierto estamos requeridos para una elección más absoluta y
radical, elección cuyas alternativas están diluidas a lo largo de la vida
ordinaria, dentro de la multiplicidad de acontecimientos cotidianos y por
múltiples compromisos más o menos conscientes.
Vamos al desierto fundamentalmente, para afianzar y madurar en la
opción básica de nuestro ser cristiano: Dios como el Único, el Absoluto. El
desierto se convierte así en un tiempo de revelación de Dios.
Como Israel en le desierto, el cristiano está llamado a demostrar su fe
en el único Señor, a depender sólo de El, a poner en El toda la seguridad. Y
esto como respuesta gratuita al amor gratuito del Señor, que nos invita a
seguirle. Vivimos en el desierto un tiempo de intimidad exigido por la
relación de amor entre el Señor y cada uno de nosotros.
El Absoluto se manifiesta en Cristo Jesús, como amor que atrae a sí
en una comunión íntima y con una alianza perpetua. “Yo lo atraeré y la guiaré
al desierto, donde hablaré a su corazón… Entonces te desposaré conmigo para
siempre… en la benignidad y en el amor”.
MOTIVACIONES SECUNDARIAS O FALSAS
El tiempo de desierto no es en sí un tiempo de auto-análisis ni de
examen de conciencia especial, pero ciertamente este reencuentro con Dios
nos va a descubrir cuál es la gran motivación de nuestra vida enlazada con
otras motivaciones más de nuestro agrado que exigen menos fe en la
realidades invisibles y nos dan más seguridad y facilidad de vivir.
Sin querer decir que las otras motivaciones no sean legítimas, en este
tiempo tomaremos conciencia de que poco a poco ellas acaban por tener un
puesto bastante importante en nuestras vidas, tragándose poco a poco aquella
que era en pleno derecho del Señor.
Progresivamente, a causa del silencio y de la preparación más clara de
la Realidad de Dios, tomaremos conciencia mucho mejor de la corrección que
debe efectuarse en nuestra mirada sobre las cosas, las personas, nuestra propia
vida… e irá imponiéndose en nosotros una jerarquía de valores que había ido
desapareciendo y hacia que Dios no fuera total y suficientemente el centro.
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En el desierto caerán paso a paso las ilusiones que nos impiden ser
conscientes de todo lo que embaraza nuestro corazón. No puede soportar
mucho tiempo caminar a solas por el desierto ni no se tiene un corazón
sencillo y pobre y si todavía espera uno de la vida cualquier cosa que no sea
Dios solo.
Por eso es por lo que las tentaciones de instaurar el Reino de Dios por
otros medios que los empleados por Jesús y de volvernos útiles a los hombres
de otro modo que por la afirmación vital de la trascendencia divina o del amor
divino, sólo serán definitivamente vencidas en el desierto, como lo fueron por
Jesús.
Nuestro mundo está lleno de aspirantes al papel de Dios. Todos
quieren proponerse como criterio absoluto. El poder, la ley, el orden, el
dinero, la propiedad, el mercado, la productividad, el consumo, la libertad, la
ciencia, el partido, el Estado, la Iglesia, la ideología… Cualquier cosa, aunque
sea buena, en la medida en que pretende trascender al hombre y establecerse
por encima de él como tribunal inapelable… se corrompe en ídolo y a menudo
homicida.
El desierto desocupa nuestro corazón de ídolos.
ENCONTRAR EL VERDADERO YO
Es así solamente como puede emerger nuestro verdadero yo, ese “yo
mismo” que es un gran desconocido para cada uno de nosotros.
Siempre que un hombre va a ser seriamente utilizado por Dios, es
conducido al desierto. Allí se realiza el descubrimiento del “yo mismo” real y
es atormentado por los demonios del falso “yo mismo” que tratará
constantemente de ocultar lo real bajo lo superficial. Este tormento, que es al
mismo tiempo un acto importante de descubrirse a sí mismo, solo se puede
realizar en la soledad.
Una gran tarea, que supone siempre una gran tensión y un gran
sufrimiento sólo se puede afrontar si un hombre se enfrenta a su verdadero yo,
si ha descubierto que tiene la valentía de mantenerse leal cuando todo se
ponga contra él, si ha examinado en silencio su propia debilidad, si ha
aceptado estos sufrimientos.
Únicamente vaciándose de sí mismo y aceptándose a sí mismo puede
uno tener esperanza de ser capaz de decir, con algo de verdad: “no se haga mi
voluntad, sino la tuya”.
ACUCIADOS POR LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES
El tiempo de desierto, es también una obra de amor que deriva de
tomar a nuestro cargo pastoralmente, a los hombres con quienes vivimos o
que nos son confiados, para que presentemos a Dios sus angustias y sus
súplicas, en unión con Jesús orando en el desierto.
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Es un mismo espíritu el que debe empujarnos a mezclarnos entre los
hombres o a subir a la montaña solo, frente al Dios que salva, como Jesús o
como Moisés.
Los tiempos de oración, en medio de una vida atropellada, forman
parte, también, como en Jesús, de nuestra misión a favor de los hombres.
Podríamos decir que es como un estado extremo de oración.
Es precisamente en el sentido de esta oración desnuda y solitaria de
aquel que está comprometido por vocación en el misterio de la Redención de
los hombres, donde se sitúa también la llamada sentida para la oración
solitaria en el desierto
Se trata aquí de una verdadera consumación de la vocación apostólica,
suponiendo la muerte de sí mismo y una gran disponibilidad interior por la
caridad de Jesús, de suerte que toda la vida esté como dominada por la
inquietud de la salvación de los hombres.
Es llevar a plenitud la oración de intercesión.
Cuanto más nos acercamos por la adoración y el don de nosotros al
corazón de Dios, más somos empujados por esta misma unión, a desposarnos
con los cuidados y ternuras de nuestro Dios por todos los hombres.
Y he aquí desde el mismo momento que hemos dejado la relación
particular con los hermanos, para encontrar a Dios en el desierto, somos
reenviados hacia ellos por Aquel que está en el corazón del destino de cada
uno.
Adoración e Intercesión, no son vividos aquí como dos tiempos
diferentes sino más bien como dos facetas del mismo movimiento de Amor.
DESDE LA POBREZA Y EL VACIAMIENTO DE NOSOTROS
Para que el desierto sea un camino hacia Dios, debe ser acogido con
espíritu realmente pobre. El desposeimiento interior a que nuestra pobreza
debe conducirnos, es exigido aquí para que el desierto deje de abrumar y
llegue a ser camino de libertad hacia Dios.
El desierto es camino real hacia el vacío de nosotros, en el que se
puede realizar la gran plenitud.
En medio de las contradicciones de la vida, sólo conservaremos la
mirada de fe fija en Dios, si el corazón está consolidado en el desposeimiento
y la pobreza interior.
Y sólo los hombres despojados, los que voluntariamente renuncian a
muchas cosas, a veces hasta a su propio porvenir, son los que pueden hablar
fraternalmente a los otros despojados, los que pueden comprenderlos, los que
pueden ayudarles sin herirlos, los que tienen autoridad para llevarlos hasta la
siempre tierra prometida.
JOSÉ SÁNCHEZ RAMOS

Jesús en los desiertos del mundo y la Historia


jesus en el desierto con los refugiados
jesus en el desierto con los refugiados

Jesús va al desierto para asimilarse con los desposeídos que lo habitan… y recién entonces empezar su ministerio público. Es el situs desde el que saldrá hacia su Misión. Francisco también comenzó su pontificado con aquella recomendación que ha hecho carne: “no te olvides de los pobres”. La pobreza y la humildad no son el centro de la vida cristiana, pero como dice San Bernardo, son la puerta hacia la totalidad de su experiencia.

Un desierto es un “no lugar” para las “no personas”, “indocumentados existenciales”, excluidos sociales presos de los demonios de la desesperación. Todas las sociedades e incluso religiones, tienen ese espacio no registrado, de descarte humano, de huida hacia donde se es empujado cuando todo fracasa.

Jesús también ha venido a nuestros desiertos para asociarnos a su Misión de buscar el Reino y su Justicia. Asumir para redimir: una vez más la teología de la Encarnación, novedad de novedades que inicia la Pascua de cielos nuevos y tierra nueva (Ap 20,1).

La tentación es buscar la solución a los problemas humanos en las mismas soluciones de siempre: las que se fundan en el poder, el prestigio y la violencia. Jesús nos propone convertirnos al suyo, la humildad y la Misericordia conflictiva del Reino de Dios.

 Guillermo Jesús Kowalski

Cierta literatura espiritualista ha hecho de las tentaciones de Jesús en el desierto, un lugar idílico de experiencias místicas y turismo ascético. Se copia año a año como una costumbre más en la constelación de las aburridas repeticiones religiosas. Predica un tipo de «cambio claustral» para que nada cambie en la vida real. Nada de «hacer lío» como dijo Francisco. Mejor evadirse con esas liturgias y espiritualidades narcisistas de la búsqueda infinita de uno mismo.

Pero,  «el desierto era, en aquel tiempo, ruptura con el sistema de vida y de sociedad en que se vivía.» (vb J.M. Castillo, La religión de Jesús. Evangelio Ciclo B (2017-18). Era la “Anachóresis”, un “no” lugar de personas desarraigadas, deudores, fugados de la justicia, leprosos, los castigados con el «ostracismo» como pena por sus delitos civiles, etc. 

Jesús ha sido decisivo en la historia de la humanidad, le dio un giro decisivo a la religión y a nuestra idea sobre Dios. Su vida pública comenzó a fraguarse en esa Anachóresis, un estado de ausencia de bienestar humano en el desierto. Su ayuno es asociarse con los que no tienen que comer, para vivir la compasión redentora con los hambrientos . Rezar es penetrar en el Silencio de Dios y darse cuenta de la realidad, que son los demás. Es la experiencia de la fe, de lo que hacemos con lo que nos pasa con los demás, y que son los puentes hacia Dios de este mundo.

Posteriormente, Jesús se puso a decir que estaba cerca el Reino de un Dios Padre. Una buena noticia de vida distinta, una felicidad para todos, una esperanza para los pobres, enfermos, que sufren, que ya han perdido toda esperanza. Él pone como centro de su mensaje no un dios abstracto y lejano, sino “el reino de Dios”, cómo es el amor de Dios y dónde podemos encontrarlo: en la solidaridad con los últimos de este mundo.(Mt 25)

Un desierto es un “no lugar” para las “no personas”, “indocumentados humanos”, excluidos sociales presos de los demonios de la desesperación. Todas las sociedades e incluso las religiones, tienen ese espacio no registrado, de descarte humano, de huida hacia donde se es empujado cuando no se colabora con el sistema…como Jesús.

El desierto era algo semejante a “la Pedriza” en el norte de Madrid. Hoy es un lugar domesticado por el consumismo turístico, pero fue una zona árida de difícil acceso, refugio de delincuentes en el s. XIX y de refugiados durante la Guerra Civil prolongada.

Jesús va al desierto para asimilarse con los desposeídos que lo habitan… y recién entonces empezar su ministerio público. Francisco también comenzó su pontificado con aquella recomendación basal: “no te olvides de los pobres”. La pobreza y la humildad reales no son el centro de la vida cristiana, pero como dice San Bernardo son la puerta hacia la totalidad de su experiencia. Dios no quiere el sufrimiento humano, pero al asumirlo y saber de qué se trata, podemos solucionarlo mejor con nuestros talentos creativos y multiplicados.

El ayuno que a mí me agrada consiste en esto: en que rompas las cadenas de la injusticia y desates los nudos que aprietan el yugo; en que dejes libres a los oprimidos y acabes, en fin, con toda tiranía; en que compartas tu pan con el hambriento y recibas en tu casa al pobre sin techo; en que vistas al que no tiene ropa y no dejes de socorrer a tus semejantes. (Is.58)

También es donde comienza a tener claro que esta opción divina lo llevará a la Cruz, porque en un mundo donde gobierna el mal, no hay lugar para el Amor. Pero es en este mundo, el que hicimos nosotros -no hay otro-, en el que la Resurrección, el triunfo de la Misericordia que todo lo va transformando, ha comenzado. Jesús ha venido a nuestros desiertos para asociarnos a esta Misión. Asumir para redimir: una vez más la teología de la Encarnación, novedad de novedades que inicia la Pascua de cielos nuevos y tierra nueva (Ap 20,1).

refugiados

Jesús va al desierto de las angustiosas soledades de este “mundo supercomunicado”. Va a los campos de confinación de millones refugiados de las guerras, hambre y cambio climático. Va donde se desprecia a los inmigrantes como lacras invasoras por más que se deslomen trabajando en trabajos que nadie quiere. Va a a los países, que son mayoría en el mundo, que por más que cambien de gobiernos y políticas siempre están en el pozo de la deuda externa usurera que no los deja levantar cabeza…aunque quienes los oprimen esgriman que es por «vagos y corruptos». Va donde los viejos son descartados o condenados a suicidarse «civilizadamente» y se mata «legalmente» a los que van a nacer, porque molestan para la felicidad personal, a la cual se tiene «derecho».

La lista es interminable y la tarea lo es aún más, por algo dijo Jesús “a los pobres los tendréis siempre con vosotros” (Mc 14,7). Lo dijo para que no nos aburguesemos con religiosidades tranquilizadoras y lo sigamos encontrando en ellos hasta el Juicio Final, que se anticipa cada día en nuestras decisiones de egoísmo o solidaridad con el pobre.

La domesticada cuaresma burguesa es la que pasa de largo ante los que sufren, como el sacerdote y el levita en la parábola del Samaritano…y encima se justifica. Es la que deja que esto suceda, no interese conocerlo y menos saber con qué acciones se es cómplice de estos pecados estructurales y cómo actuar para cambiarlo.

Carlos de Foucauld y Madeleine Delbrel_santos de desiertos

Vienen a mi memoria dos santos de diferentes desiertos. Charles de Foucauld al servicio de los tuaregs en el norte de África, de quienes nunca obtuvo una sola «conversión», ni la pretendió como pago por su samaritanismo. Madeleine trabajó incansablemente por los pauperizados obreros de barrios de París, que eran totalmente comunistas pero llegaron a respetarla y amarla profundamente por su entrega sincera a los desposeídos.

El ayuno de Jesús es que nadie pase hambre

La cuaresma de Jesús es que media humanidad deje de ayunar a la fuerza, como fruto de nuestra injusticia . Cuaresma no es perderse en discusiones eclesiásticas mientras el mundo se derrumba. Es el compromiso con la justicia alimentaria, para que nunca más haya hambre en un mundo que tiene tecnologías de sobra para dar de comer a tres veces más la población mundial, de darle salud, educación y vida digna -principalmente, aunque no solo- en la tierra en la que nacieron. También es cuidar “los pájaros y los lirios del campo” (Mt 6,25) de la destrucción sistémica de un “progreso” disfrazado de “greenwashing” para que cuele. La cuaresma es renovar el entusiasmo por la justicia social y la justicia ecológica, intrínsecamente unidas (Laudato Si).

La tentación es buscar el remedio a los problemas humanos en las mismas soluciones de siempre: las que se fundan en el poder, el prestigio y la violencia. Jesús nos propone convertirnos a la humildad y a la «Misericordia conflictiva del Reino de Dios» (J. Laguna). Así encontraremos con Él, la libertad de todas las esclavitudes y haremos un planeta de hermanos (Fratelli Tutti) anticipo del Reino definitivo de Dios.

poliedroyperiferia@gmail.com

https://www.religiondigital.org/poliedro_y_periferia-_guillermo_jesus_kowalski/Jesus-desiertos-mundo_7_2644005584.html

Charles de Foucauld. «En el desierto nunca estamos solos»

Giancarlo Pani

Charles de Foucauld (Foto coloreada por YIN Renlong / La Civiltà Cattolica)

«En el desierto nunca estamos solos»[1]. La frase proviene de un enamorado del Sahara, el Hermano Charles de Jesús, Charles de Foucauld: encarna la esencia de su vida en el desierto, donde vivía en adoración ante el Santísimo Sacramento, su propio «tesoro». Era la presencia y la humildad de Dios, pero también el sacramento del amor. Había elegido «ocupar su lugar lo más cerca posible de Jesús de Nazaret, entre los más pequeños, aunque eso significara estar oculto e permanecer “inútil” en la inmensidad del desierto»[2].

Paradójicamente, en 1916, ese «tesoro» fue la causa de su muerte. Entre los merodeadores del desierto de Tamanrasset, en el Sahara profundo, se había extendido el rumor de que el hermano Charles escondía dinero y armas. Alrededor de la ermita, había construido un fuerte para proteger a la gente que vivía allí. Sin embargo, el 1 de diciembre, mediante un engaño, unos merodeadores consiguieron entrar en ella: en la confusión del asalto, uno le disparó, pero no encontraron casi nada en la pobre vivienda. Cuando lo mataron, estaba solo y fue ignorado por todos. Su muerte no tuvo la marca del «odio a la fe», sino que fue causada por su forma de vida sencilla y sin armas entre los tuaregs. En cualquier caso, el silencio cayó durante años sobre su existencia, su memoria e incluso los lugares donde había vivido. El Hermano Charles no había conseguido realizar nada del proyecto que tenía en mente: fundar un instituto religioso inspirado en la vida oculta de Jesús en Nazaret.

Benedicto XVI lo calificó de «exégesis viva de la Palabra de Dios»[3] y el día de su beatificación, el 13 de noviembre de 2005, reiteró que su vida era «una invitación a aspirar a la fraternidad universal»[4]. El 15 de mayo de 2022 el hermano Charles de Jesús será canonizado por el Papa Francisco en la Basílica de San Pedro.

Una juventud «rebelde»

La biografía de De Foucauld se divide en dos períodos: los primeros 28 años y los últimos 30, que comienzan con su conversión en 1886. Nació en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858 en el seno de una familia noble y recibió el título de Vizconde de Pontbriand. Muy querido por sus padres, correspondió a su afecto: el ambiente familiar de amor y ternura marcaría su vida futura. No es casualidad que cuando tuvo que elegir su nombre religioso, pusiera el latín Caritas junto a Iesus[5].

A los seis años perdió a su padre y a su madre y fue educado, junto con su hermana, en Nancy por su abuelo materno, que era coronel. Eligió para él una escuela cualificada y le envió a estudiar con los jesuitas en París: allí se preparaba a los jóvenes para las oposiciones en el Politécnico y en la Escuela Militar de Saint-Cyr. Charles guarda un buen recuerdo de los religiosos, pero fue expulsado del colegio en su segundo año por pereza y falta de interés en el estudio. En 1876, consiguió entrar en la Escuela Militar de Saint-Cyr, pero sin mucho provecho. Dos años más tarde, al morir su abuelo, recibió una cuantiosa herencia, que casi dilapidó en poco tiempo, sin demasiados escrúpulos.

De vestimenta llamativa y elegante, amante de la buena comida y de la compañía alegre, vivió una juventud revuelta. Sin embargo, en su tiempo libre de diversiones y ejercicios militares, se lanzó de cabeza a la lectura: no sólo los clásicos latinos y griegos, Horacio, Marcial, Luciano, su favorito Aristófanes, sino también Montaigne, Villon, Voltaire, Rabelais, e incluso Ariosto.

Al final del curso, se clasificó en último lugar. Sin embargo, consiguió entrar como subteniente en el 4º de Húsares, con guarnición en Pont-à-Mousson. En 1880, sufrió su primer castigo «por haber salido a pasear por la ciudad, durante su semana de servicio, vestido de civil, con una mujer de mala reputación»[6]. Mientras estaba en prisión, su regimiento fue enviado a Argelia: primero a Bône y luego a Sétif. El comandante le ordenó que devolviera a Francia a la mujer con la que cohabitaba, pero Carlos se negó. El informe dice, en referencia a sus declaraciones: «La mujer, que no vive con él, no es un soldado, por lo tanto es libre de hacer lo que quiera; en cuanto a él, sólo la visita fuera del servicio»[7]. En cualquier caso, nadie podía interferir en su vida privada. La negativa dio lugar a una agravación de la pena a 30 días de prisión, con la consecuencia de que se le puso en estado «de retiro por dispensa de empleo»[8].


Charles escribió a un amigo: «He provocado mi propia suspensión. Sétif era una mala guarnición y el oficio me aburría»[9]. Más tarde, él mismo afirmará: «Todo bien, todo sentimiento bueno […] parece haber desaparecido radicalmente de mi alma: sólo quedan el egoísmo, la sensualidad, el orgullo y los vicios que lo acompañan. […] Hice el mal, pero no lo aprobé ni lo amé»[10]. Sin embargo, cabe sopesar tales eventos. El testimonio de la Sra. Doucet-Titre, que esperaba convertirse en su prometida, lo aclara: «En cuanto a creer en el comportamiento extraordinariamente deshonesto de Charles de Foucauld cuando era joven, no puedo admitirlo. Que, como todos los adolescentes, había curiosidad y agitación en su alma, puede ser cierto, pero a los 25 años, ciertamente no quedaba nada del niño»[11].

El explorador de un país prohibido

La nueva vida de Charles duró muy poco. Se enteró de que su regimiento estaba a punto de partir hacia Túnez para sofocar una revuelta. Le ocurrió algo inesperado: solicitó inmediatamente la reinserción y fue aceptado. Se olvidó de las comodidades y de la mujer: a los 22 años cambió su vida, un cambio repentino casi inexplicable… ¿Decepción amorosa? ¿Deseo de una nueva vida? ¿Patriotismo? ¿Pasión por África? Es difícil de responder. En cualquier caso, en el nuevo regimiento siempre estaba de buen humor, soportaba las penurias y privaciones, era enérgico, valiente, amante del peligro y del riesgo. Para sus amigos, parecía irreconocible.

Sin embargo, ocurrió algo inesperado. Al terminar la expedición, pidió permiso para hacer una excursión al sur de Argelia: estaba fascinado por el mundo de los árabes.

Lamentablemente, la respuesta fue negativa: no lo consideraron apto para ello. De Foucauld se enfureció y se despidió del ejército para siempre. Para él, en 1882, su carrera militar llegó a su fin, no sin algunos remordimientos: había conocido a gente valiosa y se había hecho amigo de Laperrine, Motylinski y otros jóvenes y valientes oficiales con los que compartía la pasión por África. Se había enfrentado a adversarios y había aprendido a respetarlos, pero estaba deseando conocerlos. Para él, los espacios infinitos del desierto y los hombres que lo habitaban representaban un misterio que le impulsaba a arriesgar lo prohibido. Se había enamorado de África, de la parte más desconocida y misteriosa del continente, sobre todo de Marruecos. El explorador que había en él surgió con fuerza, sin ignorar los peligros y riesgos que había que afrontar. Sabía que los europeos eran odiados allí, y que el sultán había dado órdenes a sus guerreros de cortar la cabeza de cualquiera de ellos que se atreviera a poner un pie allí[12]. Por ello, se preparó cuidadosamente para la exploración del inmenso territorio marroquí, estudiando en Argel los textos ya publicados y contando con la experiencia del bibliotecario del museo de la ciudad, su amigo y valioso consejero. Estudió el árabe, la geografía y la etnografía de Marruecos, aprendió a dibujar mapas y a utilizar los instrumentos de los estudios científicos: sextante, brújula, barómetro y termómetro.

La aventura de Marruecos

Tras un año y medio de preparación, Charles partió finalmente hacia Marruecos y aterrizó en Tánger, la única vía de entrada. Tuvo que disfrazarse de judío y cambiar su identidad: se había convertido en el rabino Joseph Aleman, un prófugo de Moscú; su compañero era un tal Mardoqueo, un rabino anciano que había abandonado las Escrituras por el comercio y el contrabando, y se había visto reducido a ser un guía clandestino.

La exploración duró aproximadamente un año, en situaciones precarias y peligrosas. El país estaba lleno de merodeadores que despojaban a los campesinos y robaban a los viajeros, especialmente si eran comerciantes judíos. No dudaban en matar si no encontraban dinero u objetos de valor. Era necesario viajar en caravana, acudiendo regularmente al notable local para que le guiara hasta la siguiente tribu, siempre a cambio de una generosa compensación. El chantaje y la humillación estaban a la orden del día. Además, existía el peligro constante de que se descubriera su identidad. También hubo desacuerdos con Mardoqueo, que quería imponerle rutas menos arriesgadas. Carlos tuvo que someterse a los rezos, las reuniones, la observancia del sábado de la comunidad judía e incluso al Ramadán. Era problemático trabajar en esas condiciones, redactar informes, hacer observaciones astronómicas, tomar medidas precisas, a menudo en secreto.

No faltaron los momentos dramáticos, la ausencia total de comunicaciones, la precariedad del correo, la dificultad para recibir dinero de Europa.

Los frutos de su exploración fueron una impresionante obra científica, a la vez geográfica, militar y política, publicada en dos volúmenes: Itinéraires au Maroc (1887) y Reconnaissance au Maroc (1888)[13]. Le valieron la medalla de oro de la Société de géographie de París. En el plazo de un año, Charles había añadido otros 2.250 km a los 689 km recorridos por sus predecesores, con referencias pobres e inexactas; había perfeccionado el estudio de la geografía astronómica, y allí donde se informaba de una docena de altitudes, él constató unas 3.000[14]. Esto abrió una nueva era en el conocimiento de Marruecos. Con motivo de la concesión de la medalla de oro, el orientalista y geógrafo Henri Duveyrier dijo: «No se sabe si hay que admirar más estos bellos y útiles resultados, o la dedicación, el valor y la ascética abnegación con que este joven oficial francés los consiguió… sacrificando más que su propia comodidad, habiendo formulado y mantenido hasta el final bastante más que un voto de pobreza y miseria»[15]. Palabras proféticas, pronunciadas por un no creyente que desconocía la evolución posterior de la vida de de Foucauld[16].

Ciertamente, para Charles fue una aventura maravillosa. Su abnegación y sacrificio en el desafío de Marruecos le habían convertido en una persona nueva, responsable, atenta a lo esencial, abierta a los valores, sobre todo libre, capaz de olvidarse de sí mismo por los demás.

Conversión

Más tarde, de Foucauld escribiría de sí mismo que de 1874 a 1886 había permanecido «sin negar nada y sin creer nada, desesperando de la verdad, y ni siquiera creyendo en Dios, ya que ninguna prueba parecía suficientemente evidente»[17]. ¿Cómo podría superar su desesperación por la verdad? Él mismo responde: «Sólo puedo atribuirlo a una cosa: la bondad infinita de Aquel que dijo de sí mismo “que es bueno, porque su amor es eterno”»[18]. «Al principio, la fe tenía muchos obstáculos que superar; yo, que había dudado tanto, no me lo creí todo en un día: a veces los milagros del Evangelio me parecían increíbles, a veces quería mezclar pasajes del Corán en mis oraciones. Pero la gracia divina y el consejo de mi confesor disiparon estas nubes»[19]. La mención del Corán es singular. En la campaña de Túnez, De Foucauld se había escandalizado no sólo por la muerte de sus compañeros, sino también por los musulmanes que había visto rezar: cinco veces al día se arrodillaban, humillándose con la cabeza en el suelo, y proclamaban: «Allah Akbar, Dios es grande, el más grande»[20]. Carlos comprendió que estos hombres que oraban vivían en la presencia de Dios. Aunque se sintió atraído por la religiosidad del Islam, redescubrió sus raíces cristianas.

El abate Huvelin

La conversión no fue un rayo fulminante. Aunque el Islam le ayudó a descubrir el valor de la oración, su alma estaba abierta a la experiencia religiosa dondequiera que se encontrara. En el camino hacia la gracia, de Foucauld recordaba haberse sentido atraído por las virtudes, sobre todo por su belleza en quienes las observaban: de ahí su interés por ahondar en las raíces de la fe católica. Por último, el encuentro con un sacerdote que más tarde se convertiría en su guía espiritual: el abate Huvelin, al que Charles había conocido en la boda de su hermana: «Si hay alegría en el cielo al ver a un pecador convertirse, ¡la hubo cuando entré en el confesionario! […] Pedí clases de religión: [el abate] me hizo arrodillarme y confesarme, y me invitó a comulgar. […] Y desde ese día, toda mi vida ha sido una concatenación de bendiciones»[21].

En una carta de algunos años más tarde, dirigida a Duveyrier, el amigo que estaba desconcertado por este cambio radical, escribió: «Sentí la necesidad de recordar. […] Entonces hice esta extraña oración: pedí a ese dios, en el que no creía, que se diera a conocer a mí, si es que realmente existía»[22].

Las personas que encontró supieron respetar su libertad, no hicieron proselitismo, fueron sus amigos y auténticos testigos del Evangelio. Tras su conversión, de Foucauld pensó en hacerse monje, pero su familia y el abate Huvelin le animaron a casarse. Prefirió esperar: «En cuanto creí que había un Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él: mi vocación religiosa me fue dada al mismo tiempo que mi fe. ¡Dios es tan grande! Hay una gran diferencia entre Dios y todo lo que no es él»[23].

¿Pero qué hacer? Al escuchar un sermón de su padre espiritual, de Foucauld se sintió especialmente impresionado por una descripción de la vida de Jesús: «Nuestro Señor ocupó de tal manera el último lugar que nadie fue capaz de quitárselo»[24]. Escribiendo a su primo, completó: «El último lugar es algo de lo que no me desprendo… Nuestro Señor lo ha guardado demasiado»[25]. Para conocer mejor el Evangelio, el abate Huvelin recomendó una peregrinación a Tierra Santa.

El conmoción de Nazaret

De Foucauld llegó a Jerusalén a mediados de diciembre de 1888 y pasó la Navidad en Belén, donde asistió a la Misa del Gallo. La emoción y la alegría marcaron el inicio de la peregrinación, pero en Nazaret se produjo un hecho impactante: descubrió «la humilde y oscura existencia del obrero divino». Fue una conmoción decisiva, una especie de llamada, pero sobre todo una respuesta a la pregunta que se hacía desde el primer día de su conversión: «¿Qué voy a hacer?»[26]. Le parecía ver a Dios caminando entre los hombres, haciendo un trabajo humilde y humillante, agotador y oculto: era el más pobre de Nazaret, el más despreciado. De Foucauld no se sintió atraído por la belleza del trabajo del carpintero, ni por la vida familiar e íntima de Nazaret, sino sólo por el último lugar que había elegido Jesús. Este fue el núcleo de su conversión: ahora que había conocido la notoriedad, que había visto el éxito de sus libros, que había recibido la medalla de oro, el explorador de fama internacional quería cambiar su vida, y había encontrado el modelo: la vida de Jesús en Nazaret.

De vuelta a París, tomó su segunda gran decisión después de Marruecos: entrar en el monasterio trapense, para seguir su vocación. Después de un curso de Ejercicios Espirituales, decidió entrar en el noviciado.

Durante siete años vivió como trapense: primero en Notre-Dame des Neiges y luego en Akbès, en Siria, uno de los monasterios trapenses más pobres. Todo marchaba bien, pero algo le inquietaba: no encontraba «la vida de pobreza, de abyección, de verdadero desprendimiento, de humildad, e incluso de recogimiento, de Nuestro Señor en Nazaret»[27].

Algunos episodios podrían considerarse triviales, pero le ayudaron a reflexionar. En la Trapa, la mantequilla y el aceite estaban permitidos como condimentos: su comentario era singular, pero muy claro: «Un poco menos de mortificación significa un poco menos de entrega al buen Dios. Un poco más de gasto significa un poco menos de ayuda a los pobres»[28]. También le molestó la construcción del nuevo monasterio para sustituir las ruinosas casas de campo en las que vivían. Una vez le enviaron a rezar por un árabe católico que había muerto en un pueblo cercano al monasterio trapense. El Hermano Charles quedó impresionado por la casucha en la que vivía el pobre hombre solo, en una pobreza que hacía palidecer a los trapenses.

Cuando llegó el momento de hacer sus votos solemnes, pidió dos veces que se pospusieran. Finalmente, el superior trapense comprendió que debía liberarlo de sus votos, para que pudiera seguir el camino al que el Señor lo llamaba. En enero de 1897, se le abrió una nueva historia: el camino de Nazaret se le apareció: quería entrar «en una condición más pobre, más baja, de naturaleza menos suave, más parecida a la del Divino Obrero»[29].

El ermitaño de Nazaret

En febrero siguiente, Charles desembarcó en Jaffa. Buscó en vano trabajo de los franciscanos, y finalmente fue acogido como criado y sacristán por las clarisas de Nazaret: vivía en la cabaña de las herramientas, en el límite del monasterio, y le daban pan como pago. Por fin se sintió cerca de la vida que había soñado, e incluso empezó a escribir un esbozo de lo que podría ser su futuro: «Seguir e imitar a Jesús en la vida oculta de Nazaret, habitar a los pies de Jesús presente en el sacramento de la Eucaristía, vivir en países de misión»[30].

Por casualidad, se enteró de que las clarisas de Jerusalén tenían dificultades financieras debido a una enorme deuda, lo que significaba la pérdida del monasterio. No pensó en ser un mendigo, sino que escribió a la familia en Francia para pedir ayuda, y consiguió que le pagaran la deuda. La abadesa de Jerusalén quiso reunirse con él para darle las gracias. Fue allí y tuvo varias conversaciones con su madre, que le instó a pedir el sacerdocio; quizá ya se lo imaginaba capellán del monasterio. Quería pensarlo, sin prometer nada. Pero desde hacía tiempo este era su deseo: imitar a Cristo también en el ministerio sacerdotal[31]. Confió en el abate Huvelin.

Mientras tanto, se produjo un asunto escabroso. Una parte del Monte de las Bienaventuranzas estaba en venta, y pensó que podría ser su lugar como ermitaño y sacerdote. El consejo de su padre espiritual llegó tarde esta vez, pero fue claro: no debía interesarse por él, era mejor que se quedara en Nazaret; menoscababa la vida oculta que él también buscaba. Esa compra no era una señal de Dios.

Pero de Foucauld había optado por comprar el terreno y donarlo a los franciscanos. Pedir el dinero a la familia le descolocó: se lo negaron. Así que les escribió que les pedía el dinero. La familia vio la carta como un chantaje y le dio el dinero como préstamo. Sin embargo, Charles no se dio cuenta de que estaba siendo engañado por los supuestos vendedores. El asunto se prolongó durante mucho tiempo, pero de Foucauld no pudo recuperar nada de la gran suma que había pagado.

El sacerdocio

A los 43 años, vino el impactante cambio del sacerdocio. De Foucauld fue a Francia para hablar directamente con su padre espiritual, que le animó, orientándole en sus estudios pero sin abandonar su inspiración por Oriente. En el retiro para el diaconado ya no se consideraba un «ermitaño», sino un «hermanito del Sagrado Corazón»[32]. Fue ordenado sacerdote el 9 de junio de 1901. Aunque incardinado en Francia, quiso ejercer su ministerio en Marruecos, donde no había ni un solo sacerdote. El obispo le presentó al nuevo prefecto apostólico del Sahara, Mons. Charles Guérin, que quiso conocerle personalmente.

A finales de 1901, Carlos se embarcó hacia Argelia, donde el obispo planeaba una misión en el Sahara, justo en la frontera con Marruecos. El gobernador militar dio permiso para ir allí y Carlos llegó finalmente a Béni-Abbès (a unos 1.200 km al sur de Argel), donde fue bien recibido por los militares, hospedado, y donde celebró su primera misa en el Sahara. Compró un terreno para construir una capilla y comenzó a atender a los pobres.

Su vocación es cada vez más clara: ahora se llama Hermano Charles, y no «padre», para ser hermano de todos. El voto de enclaustramiento, que antes había hecho, se transformó en un «voto de apertura» cada vez más amplio, más generoso y desarmado[33]. Quería fundar una comunidad de oración y de hospitalidad «para difundir el Evangelio, la Verdad, la Caridad, Jesús»[34]: en definitiva, una síntesis de vida monástica y de aspiraciones misioneras, que tuviera como fundamento la adoración eucarística y la hospitalidad. Tras dos meses allí, ya luchaba por abolir la esclavitud, pretendía abrir un hospital para civiles y otro para militares, visitar a los pobres en sus casas, mejorar la distribución de medicinas y limosnas, y progresar en la acogida espiritual del pueblo[35].

Mientras tanto, formuló las condiciones para los posibles nuevos hermanos, cuya necesidad sentía dramáticamente: «1) Ser buenos religiosos y sobre todo obedientes (o dispuestos a serlo). 2) Estar dispuesto a pasar hambre y carecer de todo con alegría por Jesús. 3) Estar dispuesto a que le corten la cabeza con gran alegría por Jesús»[36]. La tercera condición se formula sin pelos en la lengua: en esa región, fronteriza con Marruecos, el asesinato era un riesgo cotidiano. Para el hermano Charles, un pensamiento constante: «En cada minuto, vivir hoy como si fuera a morir mártir esta noche»[37].

La nueva vida fue un gran descubrimiento: Nazaret no está sólo en Tierra Santa, sino que puede estar «en otra parte»; es donde se practica la obediencia y se ayuda al hermano, donde se abraza la cruz y se vive la vida oculta de la familia de Jesús.

El hermano Charles piensa también en una fraternidad femenina, las «Hermanitas»: «Entre los habitantes sedentarios del Ksour, sería fácil penetrar el Evangelio, fácil con monjas, muy difícil, casi imposible, sin ellas»[38].

Una nueva misión: Tamanrasset

Sin saberlo, el hermano Charles inauguró un nuevo ministerio: antes recibía visitas, ahora él mismo visitaba a la gente, especialmente a los más pobres y a los ancianos. En sus viajes al sur de Béni-Abbès, comenzó a acercarse a los tuaregs, un pueblo y un mundo diferentes a los árabes y bereberes de Argelia, hasta entonces inviolables e invencibles. Enseguida se da cuenta de que su lengua tiene similitudes con el bereber, que en parte conocía. Comenzó a tomar notas, como hacía mientras exploraba Marruecos, y a redactar lo que más tarde sería el vocabulario tuareg-francés para facilitar la labor de los misioneros.

El coronel Laperrine, su antiguo compañero de vida militar que tenía la responsabilidad de la región y al que se había unido, consiguió entrar en contacto con los tuaregs y socializar con ellos. El hermano Charles también establece un primer encuentro; es consciente de que no se trata de una evangelización, sino de «un trabajo preparatorio: establecer la confianza, la amistad, la familiarización, la fraternidad»[39]. En el poco tiempo disponible, atiende a los enfermos. Construyó una especie de capilla, coronada por una cruz, donde celebraba la misa todos los días y colocaba el Santísimo Sacramento para su adoración. Anota en su diario: «La Santa Hostia toma posesión de su territorio»[40], la tierra de los tuaregs. También señala que hay muchos prejuicios y desconfianza hacia los franceses.

Además del tratado de paz con Moussa, el jefe de la región tuareg, el coronel Laperrine busca el despliegue de los militares, el respeto de la ley francesa y el pago regular de un impuesto. Se produce una situación difícil y el hermano Charles no recibe permiso para quedarse. Esto le generó perplejidad: la vida en Nazaret parecía llamarle a la reclusión de Béni-Abbès, pero era el único sacerdote que podía ir entre los tuaregs, un pueblo abandonado.

En 1905, el coronel le invitó a ir con él a un nuevo pueblo tuareg, Tamanrasset, a 2.600 km al sur de Argel. Mientras tanto, Moussa aceptó la protección francesa e incluso permitió el asentamiento del «morabito cristiano»[41], como se llamaba el hermano Charles, e incluso decidió la ubicación de su asentamiento.

Ahora el hermano Charles se ha convertido en ermitaño en Tamanrasset, vive un tiempo de extrema soledad (el correo llega y se va una vez al mes), pero construye una pequeña capilla, donde puede celebrar, guardar el Santísimo y rezar. Cuida de los enfermos y establece una relación de confianza con la gente. Incluso hay una visita repentina de Moussa al hermano Charles porque quiere consejo sobre lo que debe decir al coronel; es un signo de confianza en el morabito[42].

Poco después, el lingüista Motylinski, al que conoció durante su servicio militar, se dirige a Tamanrasset para iniciar un riguroso trabajo de reconocimiento lingüístico, histórico y sociológico. Se escriben poemas y cuentos locales. También se descubre que los tuaregs pueden haber tenido contactos muy antiguos con los cristianos de los primeros siglos: conocen el término «Pascua» y «ángeles»[43]. El hermano Charles comienza a traducir los Evangelios.

Las sorpresas de una vida oculta

Después de un viaje a Argelia, al volver a Tamanrasset, el Hermano Charles encontró a un colaborador tuareg, Ba Hammou, secretario de Moussa, que conocía bien la lengua del país[44]: fue una oportunidad para revisar el trabajo realizado con un guía seguro.

En 1908, una enfermedad – quizás el escorbuto – afectó al morabito de forma tan grave que creyó que estaba a punto de morir. La persona que parecía invulnerable revela su fragilidad. Y además, en una época difícil de sequía y hambre. Pero ocurre lo impensable. Los tuaregs se ocupan de él; incluso Moussa se entera de que está gravemente enfermo y se asegura de que pueda tomar un poco de la preciada leche de cabra, uno de los pocos alimentos que se podían encontrar y que necesitaba. En el sufrimiento humano todos se encuentran cerca, y el hermano Charles lo recordará como «un signo de bondad e igualdad en la fragilidad común ante la muerte»[45].

Un hecho digno de mención es el viaje de Moussa a Francia, con dos nobles y un intérprete. Entre las muchas visitas, no falta la de la hermana de Foucauld. Su asombro es grande ante el nivel de vida y el confort de los franceses. El jefe tuareg envía una carta al misionero con una nota: «He visto a tu hermana y también a tu cuñado: he visitado sus jardines y sus casas. Y tú, ¡estás en Tamanrasset como un pobre!»[46].

Mientras el hermano Charles continúa su trabajo diario, tiene el valor de criticar a Francia, que explota a los pueblos indígenas, no los respeta, no se preocupa por su educación. En su opinión, la civilización no debe faltar en el anuncio del Evangelio.

Tampoco Moussa se salva: el misionero denuncia su rapacidad y sus mentiras diarias. La mentira es contraria a Dios, que es la verdad. En particular, les reprocha su hostilidad al progreso, «porque la ignorancia y la barbarie son más propicias para la conservación de su poder. Quieren que se perpetúen los viejos abusos, un régimen de injusticia e ignorancia»[47]. Recomienda la educación y la enseñanza del francés.

En cuanto a la gente corriente, el hermano Charles «trata de hacerse querer, de inspirar estima, confianza, amistad, de labrar la tierra antes de sembrarla»[48]. Si se pregunta cuántos bautismos administró en Tamanrasset, el número es insignificante. Sin embargo, allí nació una nueva forma de ser cristianos, monjes y personas consagradas en tierras de misión. El valor del diálogo interreligioso no es el proselitismo, sino el testimonio: vivir la relación con el otro para comunicar a su libertad lo que uno más aprecia, ese testimonio que es esencialmente «martirio».

De Foucauld no fue asesinado por ser cristiano, sino por un robo que salió mal. Sin embargo, de su experiencia en el desierto nacieron varios grupos religiosos, los más conocidos de los cuales son los Petits Frères, las Petites Sœurs y las innumerables asociaciones de laicos inspiradas en su carisma[49]. El 1 de diciembre de 2016, 100 años después de su muerte, el Papa Francisco elogió al hermano Charles: «Dio un testimonio que hizo bien a la Iglesia»[50].

  1. J.-L. Maxence, Il richiamo del desertoCharles de Foucauld, Antoine de Saint-Exupéry, Padua, Messaggero, 2005, 9. 
  2. P. Poupard, «Prefazione», en R. Bazin, Charles de Foucauld. Esploratore del Marocco, eremita nel Sahara, Milán, Paoline, 2005, 10. Cfr P. Vanzan, «Charles de Foucauld: testimone di Cristo nel deserto», en Civ. Catt. III 2006 136-144. 
  3. P. Martinelli, Vite meraviglioseFrancesco d’ Assisi, Luigi Maria de Montfort, Charles de Foucauld, Teresa di Lisieux, Adrienne von SpeyrPaolo VI, Milán, Edizioni Terra Santa, 2021, 123. 
  4. Benedetto XVI, «Beatificazione dei servi di Dio: Charles de Foucauld, Maria Pia Mastena, Maria Crocifissa Curcio», 13 de noviembre de 2005. 
  5. Cfr P. Sourisseau, Charles de Foucauld1858-1916. Biografia, Cantalupa (To), Effatà, 2018, 21. 
  6. Ibid, 77 s. 
  7. Ibid, 81. 
  8. Ibid, 82. 
  9. Ibid, 83. 
  10. Ibid, 71 s. La última observación remonta a noviembre de 1897, en el retiro en Nazaret da las clarisas. 
  11. Ibid, 74. Este testimonio fue recogido en 1927 y se encuentra en el Archivo de la Postulación: se refiere al año 1885. 
  12. Cfr A. Pronzato, Il seme nel deserto. Charles de FoucauldI. L’infanzia. La giovinezza scapestrata. Il Marocco. La conversione. La trappa. Nazaret. Beni Abbès, Milán, Gribaudi, 2004, 42. 
  13. Cfr la primera gran biografía de de Foucauld, que dedica muchas páginas a estas relaciones: R. Bazin, Charles de Foucauld…, cit., 62; 114; sobre el diario de viaje, véanse las páginas 20-97. 
  14. Cfr A. Pronzato, Il seme nel deserto…, cit., 101. 
  15. Ibid, 102. 
  16. Cfr A. Chatelard, Charles de Foucauld. Verso Tamanrasset, Magnano (Bi), Qiqajon, 2002, 31. 
  17. P. Sourisseau, Charles de Foucauld…, cit., 137. 
  18. Ibid. Cfr Sal 106,1. 
  19. Ibid, 137 s. 
  20. L. Rosadoni, Charles de Foucauld. Fratello universale, Turín, Gribaudi, 1966, 53. 
  21. Ch. de Foucauld, La vita nascosta. Ritiri in Terra Santa (1897-1900), Roma, Città Nuova, 1974, 101. 
  22. A. Chatelard, Charles de Foucauld…, cit., 35. 
  23. P. Sourisseau, Charles de Foucauld…, cit., 143 s. 
  24. R. Bazin, Charles de Foucauld…, cit., 116. 
  25. Ch. de Foucauld, Lettres à Mme de Bondy. De la Trappe à Tamanrasset, París, Desclée de Brouwer, 1966, 36. 
  26. A. Chatelard, Charles de Foucauld…, cit., 42. 
  27. P. Sourisseau, Charles de Foucauld…, cit., 185. 
  28. Ibid, 184. 
  29. Ibid, 207. 
  30. Cfr ibid, 254 s. Sobre la vida en Nazaret, cfr Ch. de Foucauld, Pagine da Nazaret. La mia vita nascosta in Terra Santa, Milán, Edizioni Terra Santa, 2016. 
  31. Cfr P. Martinelli, Vite meravigliose…, cit., 133. 
  32. P. Sourisseau, Charles de Foucauld…, cit., 324. 
  33. Cfr Fr. Michael Davide, Charles de Foucauld. Esploratore e profeta di fraternità universale, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2016, 76. 
  34. P. Sourisseau, Charles de Foucauld…, cit., 354. 
  35. Cfr ibid., 364. 
  36. Ibid, 366 s. 
  37. Ibid, 367. 
  38. Ibid, 370. Los ksour son las casas de una aldea protegida por murallas, a las que se entra por una sola puerta. 
  39. Ibid, 411. 
  40. Ibid, 418. 
  41. Ibid, 446. El término designa a un santo, un eremita, un hombre de Dios. 
  42. Cfr ibid., 469. 
  43. Cfr ibid, 477. 
  44. Ibid, 497. 
  45. Ibid, 518. 
  46. Ivi, 571. Cfr M. Carrouges, Charles de FoucauldEsploratore mistico, Roma, Castelvecchi, 2013, 5. 
  47. P. Sourisseau, Charles de Foucauld…, cit., 608. 
  48. Ibid, 611. 
  49. La Asociación «Familia espiritual Charles de Foucauld» cuenta con 20 grupos: cfr www.charlesdefoucauld.org/it/presentation.php 
  50. Francesco, «Sulle tracce di Charles de Foucauld», homilía en Santa Marta, 1° de diciembre de 2016. 

https://www.laciviltacattolica.es/2022/05/13/charles-de-foucauld/

Un ermitaño diocesano: «A mí lo que hace feliz no es vivir aislado, es Jesús»

Despide a los peregrinos tras darles la bendición. Foto cedida por Carlos Ruiz.

Después de 20 años como sacerdote de Getafe, Carlos Ruiz ha abrazado la vida eremítica. Sin WhatsApp ni redes sociales, confiesa estar «mucho más cerca de Dios y de la gente»

 «Yo estoy aquí no para evitar a la gente, sino para estar más cerca de Dios y más cerca de las personas», afirma el hermano Carlos María Ruiz. El 29 de octubre, en lugares como Estados Unidos se celebra el Día del Ermitaño, un modo de recordar el hartazgo de tantos que optan por aislarse como pueden de esta sociedad de inmediatez y anonimato. Pero la vida que ha elegido Ruiz no es la de un solitario ni la de un misántropo: «En la Iglesia los ermitaños no buscamos escondernos de la gente. Buscamos a Jesús y, amando más a Jesús, amar más a la gente». Así, destaca cómo «todos los ermitaños que he conocido en estos últimos años son personas cariñosas, con un corazón transparente y expresivo». 

Ruiz llegó hasta esta vida después de 20 años como sacerdote diocesano de Getafe. Con los años entró en contacto con la espiritualidad carismática y también con varias comunidades que unían esta forma de vivir la fe con la de la oración contemplativa. «La mezcla de vida monástica y apostólica hizo arder mi corazón», recuerda. Al mismo tiempo, reconoce el impacto que supuso para él ahondar en la figura de san Carlos de Foucauld. Así, poco a poco fue tomando forma la idea de abrazar la vida de eremita diocesano. Tras un proceso de discernimiento, el pasado mes de febrero empezó su nueva vida en Alba, una aldea de Pontevedra, y vinculado a la archidiócesis de Santiago de Compostela. La casa parroquial en la que vive está algo apartada, pero lo suficientemente cercana al Camino de Santiago como para poder acoger a los peregrinos. 

«Es un lugar maravilloso, en medio de la naturaleza», afirma. Allí se levanta muy temprano para hacer su oración personal con el salterio, la lectio divina y la Misa; un tiempo de retiro que dura hasta mediodía y luego continúa por la tarde. Después, recibe a personas que acuden a hablar con él o se conecta con otras para el acompañamiento espiritual. «Es una vida muy sencilla, al ritmo de la creación, algo con lo que ha roto la cultura actual», afirma. En Alba, el silencio se extiende incluso a su relación con la tecnología. No tiene redes sociales ni usa WhatsApp, solo correo electrónico y Telegram. Normalmente tiene el móvil apagado, con un horario que se ha impuesto para usarlo. «No chateo, voy a lo práctico. En general, internet me sirve para estar informado de lo que pasa en el mundo y en la Iglesia y rezar por ello», cuenta. 

Sin embargo, todo ello no excluye su clara vocación a la acogida, sobre todo hacia los peregrinos a Santiago. «Algunos se acercan a la ermita por curiosidad, otros vienen simplemente a que les selle la credencial y otros llegan con preguntas y quieren hablar. Yo les ofrezco un café y al que quiere le doy la bendición. El Señor toca a muchos en ese momento», dice. También tiene algunas habitaciones disponibles en la ermita, «aunque no es un albergue», precisa.

Ruiz a las puertas de la ermita de Alba, en Pontevedra. Foto cedida por Carlos Ruiz.

Ruiz reconoce que «cuando llegué aquí, los primeros días me preguntaba si alguien iba a querer venir». Resolvió este dilema «cuando me di cuenta de que esto no es una iniciativa mía. El núcleo de esta vida es estar muy lleno de Dios para que pueda vivir en mí y luego lo refleje durante la jornada. Solo así puedo abrir cada mañana sin angustia las puertas de la ermita. No vivo de mis planes o de mis expectativas». Además, «de este modo es como puedes dar una acogida de verdad desde Cristo, no desde tu forma de hacer las cosas. En realidad, todas las vidas deberían ser vividas de esta manera, estés donde estés», señala. 

En todos los meses que lleva de ermitaño ha podido entrar en contacto con numerosos peregrinos. «La palabra que más repiten es “exhausto”. Están agotados por la vida que viven; sobre todo por el trabajo, curiosamente. La rueda en la que se han metido los asfixia. La cultura laboral hoy en día es demoledora y a la gente le cuesta mucho poner límites». Por eso recuerda a san Carlos de Foucauld, cuando escribió que «la gente está llena de inutilidades costosas». «Creo que es un diagnóstico acertado —concede Ruiz—. En el fondo, la gente quiere llevar una vida más sencilla, pero la clave es encontrar el modo de pasar de lo prescindible a lo esencial: tienes que desprenderte de algo, tomar la decisión de renunciar a algo concreto». Así se despide en la aldea pontevedresa de Alba este eremita, quien «propone a Jesucristo, que es el único que te puede llenar. A mí lo que me hace feliz no es vivir aislado ni plantar el huerto, es Jesús».

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

«DESIERTO», Espiritualidad Carlos de Foucauld – Libro que puede ayudar para las XI Jornadas de desierto online, del 20 al 26 de noviembre

«La imagen del desierto se asocia a un tiempo de soledad donde los apoyos cotidianos desaparecen enfrentándonos con nuestra propia realidad. Es el lugar por excelencia del despojo supremo. Es un lugar necesario para la construcción de la propia persona, espacio de purificación y de abandono, lugar de las pruebas. Según las enseñanzas bíblicas ir al desierto no significa desertar de nuestra época, sino camino de tránsito hacia la tierra prometida. Por eso los grandes espirituales de los primeros siglos de la Iglesia han reflexionado más sobre los “desiertos interiores” que sobre los desiertos geográficos. Entonces, es verdad que hay que pasar por el desierto, que también puede ser geográfico, pero especialmente es interior, hay que recogerse, hay que hacer silencio, para tomar conciencia de la Presencia Amorosa de Dios que nos llama y que nos da una vocación, una misión, para vivirla en nuestro propio Nazaret».

Los desiertos de Carlos de Foucauld

Carlos de Foucauld, en el desierto
Carlos de Foucauld, en el desierto

La vida de Carlos de Foucauld, en fin, es un continuo sobresalto. Cuestiona lo humano y lo divino llegando a retar al mismo Dios cuando recita continuamente a manera de mantra la jaculatoria, «Señor, si existís, haced que os conozca»

«Su última etapa de búsqueda, después de los desiertos de la Trapa y Nazaret, culminan con su ordenación de presbítero de la diócesis de Viviers (Francia) antes de tomar asiento en el desierto del sur de Argelia para vivir y compartir la vida con los pueblos nómadas»

«Carlos de Foucauld busca el desierto físico y se encuentra también con los desiertos de la propia existencia en forma de prueba espiritual e incluso debilidad física»

«Las experiencias del desierto dejan de ser poesía y atardeceres para convertirse en prueba y purificación»

14.05.2022 | Manuel Pozo Oller

El desierto como realidad existencial, como soledad y desarraigo, como vacío y desorientación, no se ciñe en Carlos de Foucauld, como por otra parte en todo ser humano, exclusivamente a los años que compartió su vida con los pueblos nómadas del norte de África en el desierto argelino. Los desiertos de la vida, en efecto, le golpearon duramente desde su infancia hasta prácticamente su adultez biológica. Además, la época histórica que le tocó vivir estuvo llena de convulsiones, guerras y exilios, que le provocaron desarraigos afectivos y rupturas enfrentándole con la dureza de la vida y obligándole a recomenzar de nuevo. Hay que hacer notar que, no obstante, el personaje fue un privilegiado por cuna y educación, alumno de jesuitas ingresó más tarde en la academia militar para seguir con la tradición familiar. 

Conoce Argelia formando parte del ejército colonizador francés. Una vez que abandona el ejército planea la peligrosa aventura de explorar Marruecos. Lo hace disfrazado acompañado del rabino Mardoqueo. Había perdido la fe en su adolescencia y su vida era un auténtico desastre con las características de un privilegiado de la vida. En esta situación anímica, en el desierto de la noche de una existencia vacía, se encuentra con los pueblos creyentes del desierto. No queda indiferente ante esta realidad impactante.

Desierto

Su aventura de explorador y su posterior obra científica será recogida en el libro Reconnaissance au Maroc (1889). Carlos de Foucauld recibirá grandes reconocimientos de la sociedad francesa por sus aportaciones geográficas y lingüísticas pero su psicología y su alma son un volcán en erupción que busca con ansiedad el equilibrio personal al tiempo que razones para sobrevivir. En este desierto de la noche oscura de la razón que busca entender, ocupa lugar preferente el testimonio creyente de su madre. Él escribirá: «Yo, que estuve rodeado desde mi infancia de tantas gracias, hijo de una madre santa…» (1897).

El recuerdo de su madre será el oasis dentro del desierto de su azarosa vida. También su prima, María de Moitissier, Sra. de Bondy, es oasis en cuanto que el trato con su familiar admirada le aportará a lo largo de su vida la ternura afectiva y el equilibrio emocional siendo su referencia y acompañante en las tomas de decisiones y opciones fundamentales. El P. Henri Huvelin, con su extraordinaria sabiduría y paciencia, fue el instrumento para acompañar a un personaje singular que por cuna y linaje no lo hacían fácil. Él supo esperar el momento para iniciar una travesía por el desierto despojándose de los postulados de la filosofía ilustrada y el racionalismo del momento.

La vida de Carlos de Foucauld, en fin, es un continuo sobresalto. Cuestiona lo humano y lo divino llegando a retar al mismo Dios cuando recita continuamente a manera de mantra la jaculatoria, «Señor, si existís, haced que os conozca». No eran en lenguaje de nuestra época actual, un pasota. El escritor Antoine de Chatelard, Hermano de Jesús, lo retrata con el perfil que será el eje axial de su vida apasionada y apasionante: «La vida de Carlos de Foucauld fue una sucesión de movimientos dislocados, de épocas de las que cada una es como volver del revés la anterior, que traen consigo un nuevo punto de partida, a veces un absoluto volver a empezar». Toda una peregrinación al interior del alma como un viajero en la noche.

Foucauld

Su última etapa de búsqueda, después de los desiertos de la Trapa y Nazaret, culminan con su ordenación de presbítero de la diócesis de Viviers (Francia) antes de tomar asiento en el desierto del sur de Argelia para vivir y compartir la vida con los pueblos nómadas. En ninguna de las etapas anteriores encontró el oasis donde saciar plenamente su sed de Dios y sus inquietudes. Al fin, la aridez y dureza del desierto sahariano, le sumió en un camino espiritual de honda experiencia contemplativa de Dios que de nuevo cambió su orientación de vida llegando, a la manera de Jesús en su encarnación y vida nazaretana, a hacerse pobre con los pobres ocupando el último lugar y haciendo suya su causa llegando a situaciones tan comprometidas como la defensa de los pueblos nómadas y la crítica a su patria por la descarada política colonizadora y esclavista. 

La vida en el desierto conduce a Carlos de Foucauld a reflexionar sobre sus bondades resaltando los aspectos de lugar de encuentro con Dios y con el interior de nosotros mismos. Le escribe al religioso trapense Hermano Jerónimo, amigo del alma, sobre su proceso espiritual en el desierto:

«Es necesario pasar por el desierto y permanecer en él para recibir la gracia de Dios: es en el desierto donde uno se vacía y se desprende de todo lo que no es Dios, y donde se vacía completamente la casita de nuestra alma para dejar todo el sitio a Dios solo. Los hebreos pasaron por el desierto, Moisés vivió en él antes de recibir su misión; san Pablo al salir de Damasco fue a pasar tres años a Arabia, vuestro patrono san Jerónimo y san Juan Crisóstomo se prepararon también en el desierto. Es indispensable. Es un tiempo de gracia. Es un período por el que tiene que pasar necesariamente toda alma que quiera dar fruto. Es necesario ese silencio, ese recogimiento …Y es en la soledad … donde Dios se da todo entero a quien se da todo entero a Él. Si esta vida interior es nula … es un manantial que querría dar la santidad a los demás, pero no puede, porque carece de ella» (1898).

En Carlos de Foucauld, de consiguiente, el desierto físico y geográfico se convierte en lugar de encuentro y comunión con el Creador en una especie de ecoespiritualidad que guarda referencia con hermosos textos bíblicos tan sabrosos como el que aquí citamos del profeta Oseas: «Por eso, yo la seduciré, la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón … Allí ella responderá como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto» (2,16-17). 

Foucauld

La experiencia espiritual y saludable del desierto para el alma la describe el Hermano Carlos en una carta fechada el 19 de mayo de 1898:

«Es preciso pasar por el desierto y permanecer en él para recibir la gracia de Dios. Es allí, donde uno se vacía y se aparta de todo lo que no es Dios desalojando completamente esa pequeña casa de nuestra alma, a fin de dejar únicamente a Dios todo el espacio … Es indispensable. Es un tiempo de gracia. Es un tiempo a través del cual debe pasar necesariamente toda persona que desee dar fruto; porque hace falta este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado para que Dios instaure en la persona su reino, formando en ella el espíritu interior; la vida íntima con Dios en la fe, la esperanza y clamor».

La experiencia del desierto como lugar geográfico, en efecto, es un medio extraordinario de encuentro de Dios, pero asunto distinto son los desiertos existenciales que no escogemos. Carlos de Foucauld busca el desierto físico y se encuentra también con los desiertos de la propia existencia en forma de prueba espiritual e incluso debilidad física. La prueba espiritual cuando el solitario del desierto, por las normas litúrgicas del momento histórico, se vio privado de la celebración de la eucaristía y, por ende, de la reserva eucarística para la adoración. No se puede describir el estado de soledad y sufrimiento interior del marabut cuyo alimento era la eucaristía y con ella quería irradiar a Jesucristo como el mejor de los apostolados. Escribirá pocos años antes de su muerte: «He reanudado mi vida con alegría. Tengo el Santísimo Sacramento pero no puedo, sino muy raras veces, celebrar la Santa Misa, por falta de asistentes, ya que, ahora, no tengo a nadie conmigo» (Carta, 17 de julio de1907).

La soledad interior se agrava por las necesidades materiales que aumentan en su entorno y por la imposibilidad de poder atender tantas demandas de ayuda. Momento difícil fue la sequía del año 1907 que provocó la carestía y escasez de alimentos y la consecuente hambruna. Las circunstancias tan extremas hacen que Carlos de Foucauld sufra de nuevo un cambio radical en su vida sintiéndose por primera vez como uno más de los pobres del desierto. No puede hacer nada porque nada posee. Todo va a peor, sufre anemia, está muy cansado y cae gravemente enfermo al año siguiente. Ahora el noble acostumbrado a ser servido se ve obligado a sobrevivir con la ayuda de los demás. Un grupo de amigos tuaregs buscan lo que pueden para alimentarle. Encuentran un poco de leche de una cabra famélica. Entre fiebre y malestar su alma sufre una nueva conversión a la radicalidad evangélica y al abandono en las manos de Dios. 

Foucauld

Las experiencias del desierto dejan de ser poesía y atardeceres para convertirse en prueba y purificación. El marabut está a merced de los vientos y arena movedizas del desierto que le humillan hasta dejarle exhausto. El buscador queda solo con solo Dios. La psicología se rebela ante el fracaso de toda una vida preguntándose sobre el sentido de nuestras opciones vitales y de nuestra entrega. Una pregunta silba por encima de las arenas preguntando al viento si ha valido la pena tanto esfuerzo. Es la hora de Getsemaní, el momento de la duda. Hay que beber la hiel de la ausencia de frutos en la evangelizador.

En tal estado de ánimo escribe al P. Henri Huvelin:

«Hace ya más de 21 años que hicisteis que me rindiera a Jesús; casi 18 años que entré en un convento; y tengo, ahora, 50 años: ¡que cosecha tendría que haber recogido para mí y para los demás! … Y, sin embargo, lo que he recogido para mi es la mayor de las miserias y, para los demás, ni el menor de los bienes …» (1 de enero de1908). En la misma linea abrirá su corazón al P. Caron unos meses después: «Yo no he hecho ni una sola conversión en serio, desde hace siete años que estoy aquí; dos bautismos; pero Dios sabe lo que son y serán las personas bautizadas: un niño pequeño, que los Padres Blancos educan y una anciana ciega … Como conversión en serio, cero …».

A Carlos de Foucauld, a ejemplo del Maestro, solo le queda ofrecer a su Bienamado y Señor Jesús su propia inutilidad para la redención de los hermanos. Su muerte violenta es una parábola de vida y resurrección. El meditó muchas veces el texto evangélico de san Juan «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (12,24). Murió regando con su sangre la arena del desierto convirtiéndolo en un lugar fecundo y haciéndolo florecer. 

Foucauld

Te regalamos la Praedica

El desierto como escuela de conciencia y responsabilidad

Meditaciones en la arena

por ANTONELLA LUMINI

Desierto, desconcierto, soledad son las coordenadas de toda auténtica experiencia espiritual. Piérdete para ser encontrado. Se eleva a la intemperie, a una realidad extrema de donde no hay ataduras y sumérgete en ese «continente misterioso» que es la oración profunda. Esta es la chimenea que ofrece las intensas reflexiones escritas por Alessandro Pronzato sobre una peregrinación a la tumba de Charles de Foucauld, sobre el Ahaggar en el Sáhara argentino y recogidas en el libro Meditaciones sobre la arena. (Milán, Gribaudi, 2016, 192 páginas, 12,50 euros) que, habiendo permanecido en silencio durante décadas, debido a la notoriedad del autor y al éxito de las dos ediciones de 1981, ha sido reeditado recientemente. Ciertamente se inspiró en el testimonio de Charles de Foucauld -registrado en papeles por deseo de Carlo Carretto- pero ideó una perspectiva totalmente personal. Ciertas chimeneas preguntan, causan revuelo. Llega el eco de la voz de Bautista que llama a la conversión: «¡En el desierto preparad los caminos del Señor!». En una sociedad globalizada, dominada por el consumismo mediático, es cada vez más urgente preservar el silencio y el sol, para que la luz se filtre por canales abiertos. Por supuesto, aunque se trate de un inmigrante ilegal, este fenómeno viene ocurriendo desde hace algún tiempo, pero no siempre se encuentra correspondiendo a las formas tradicionales. Eso sí, por un lado, van a varios monasterios, por otro lado, están reafirmando la vocación hermética y no sólo en su forma institucional, sino también en formas más informales y ocultas. Sucede encontrarse con hombres y mujeres de fe llamados a emprender los caminos del espíritu sin un destino predefinido. El No hay sugerencias y fascinans , es el lugar del éxodo: «Uno se aventura por esos caminos porque es empujado por el Espíritu». Por eso, es necesario aprender y escuchar la voz interior que llama. Permanecer aferrados a hábitos y condicionamientos nos impide tocar el fundo de la vida del Espíritu. El camino parte siempre de la liberación porque el poder que domina el mundo enreda, se infiltra sutilmente y posa con sus engaños aparentemente inofensivos. La mayoría de las veces, cuando necesitas el empujón que te salva, es precisamente el efecto que revelan las páginas de este libro. El deseo no es sólo un lugar geográfico, sino un símbolo de una experiencia interior de extrema desorientación. Se refiere a una realidad desnuda, evoca miedo. Por lo tanto, es un símbolo de excelencia de purificación. The travesía del desierto se turce, se convierte en un parteaguas en el que nada es como antes. El logro es genial. Uno puede ser engullido por fuerzas incontrolables. Los que regresan han pasado de la muerte a la vida. Desierto es un lugar de perdición y liberación. Muerte y resurrección”. Se abre a una relación completamente nueva con Dios: “Es precisamente este hombre perdido, desesperado, el objeto de la atención de Dios, de su don de misericordia. Pero mientras tanto Dios te hace cruzar el desierto de la perplejidad La zona de miedo de la hostilidad. Donde el único signo de su presencia es su ausencia». «Toda dimensión ideológica se derrumba. La abstracción del paso a la experiencia directa en más mediación. Muerte y resurrección”. Se abre a una relación completamente nueva con Dios: “Es precisamente este hombre perdido, desesperado, el objeto de la atención de Dios, de su don de misericordia. Pero mientras tanto Dios te hace cruzar el desierto de la perplejidad. La zona de miedo de la hostilidad. Donde el único signo de su presencia es su ausencia». Toda dimensión ideológica es derrumba. La abstracción del paso a la experiencia directa sin más mediación. Muerte y resurrección». «Se abre a una relación completamente nueva con Dios: “Es precisamente este hombre perdido, desesperado, el objeto de la atención de Dios, de su don de misericordia. Pero los dioses te hacen vencer el deseo de perplejidad una vez más. La zona de miedo de la hostilidad. De ahí que el único signo de su presencia sea su ausencia». Toda dimensión ideológica se derrumba. La abstracción del paso a la experiencia directa en más mediación.

 La renuncia, por poco tiempo que sea, al ritmo deshumanizado que brama, cambia todas las modalidades existenciales. La expectación, la lentitud, el silencio ocupan el lugar de la prisa, la acción frenética, el ruido. De pie, inamovible sobre una montaña de arena en medio de las dunas sin referencia alguna, mientras el viento retrocede, mientras el sol «golpea con un martillo en la cabeza» se clava en el alma, purifica. “Él sintió que yo estaba volando. Con el tiempo hubo una entidad cruel. El impacto con el límite nos da el conocimiento de la pobreza extrema

de un estado «de estupefacción, de inercia». Revela la «oración del desamparo», revela su profundo sentido de entrega, de entrega. La verdadera oración es un grito de auxilio, un llanto, un jadeo. Marca el nacimiento de una nueva vida. Así como el recién nacido emite la primera llamada que es llamada, así también los que nacen de Espíritu y llegan a la luz después de haber pasado por el vacío. Tocar los umbrales extremos avanza penosamente desde el sueño de la rutina, lleva a aquello más lejos de donde la oración brota espontáneamente del alma, se interna misteriosamente como el agua de un pozo desconocido. «Las.“Las fuerzas que surgen de la oración del desamparo se manifiestan cuando no hay otras fuerzas en acción”, se dice, en la desnudez total, en el desenmascaramiento que produce el contacto con el Espíritu Santo. Solo tienes que abandonar los disturbios y aceptar que son molestos. “Cuando el Espíritu irrumpe en nuestras vidas, no respeta nada, transforma todo, trastorna el orden establecido”, como la tormenta de arena que desde donde anhela transforma todo el paisaje. La oración no es una «fuerza integradora, hasta subversiva». Derriba ilusiones, libera de cosas vanas, cura. Te hace descubrir el gran valor de la soledad como posibilidad de contacto auténtico con Dios y con todas las criaturas. El hombre de oración es un transgresor «rompe la línea que lo encierra en sus posibilidades». Cuando uno se sienta impotente para orar, descubra la verdadera oración, que “es moldeada por el Espíritu de Dios”. La callada al desierto te sumerge en la intimidad de solo a Solo. Da a conocer la dulzura del Consolador que cuida las heridas. Al mismo tiempo nos permite establecer relaciones de comunión con las mujeres.

porque el Consolador es el Amor. «Los solitarios han descubierto que la única forma de estar presente en el mundo es estar presente con todo Dios». La oración cristiana cuanto más desprendida, más «clava los pies en la tierra», es decir, participa de los acontecimientos humanos. «El contemplativo es el que tiene su corazón en el corazón del mundo». Siendo cada vez más íntimo con su propia humanidad, vuelve íntimo con aquellos con quienes entra, vuelve compasivo. Reciban la fuerza para mirar de frente la verdad, para aceptarla con misericordia, especialmente la que nadie quiere ver, para soportar su peso, porque la oración cristiana es el diálogo del hijo con el Padre. es comunión». «En nuestro tiempo de gran desconcierto, la experiencia del deseo es, por ahora, cada día más y más. Cuantos más valores se derrumban, más necesario es volver a la fuente. Espíritu da el valor de aventurarse en los desiertos internos, de sentir su sed, su aridez: «Dios se deja encontrar sólo por los que tienen hambre y sed. Su don es proporcional al insondable deseo». deseo. Parece una paradoja y, sin embargo, el propio mundo occidental, en el rincón de la civilización cristiana, ha producido un modelo de desarrollo sumamente contradictorio y fluctuante, hasta el punto de dar lugar a los llamados empresa líquida. Juntos, sin embargo, han favorecido, al menos en principio, el desmoronamiento de todo el atávico lazo de opresión porque el anuncio evangélico es en sí mismo una fuerza de liberación. La emancipación de la exclusividad, de la condición de opresión de la mujer, del respeto a la dignidad humana, etc., son conquistas conquistadas en el ámbito cristiano. Pero los impulsos del ego, como los pájaros en la parábola del buen mirador, son los más rápidos y codificados y dominan extrayendo las semillas otorgadas por la obra divina para sus propios cálculos y falsos proyectos. El espíritu del anticristo crecerá con Cristo. Cuanto más lo ataca y pelea, más aprende de él, se vuelve más fuerte. La experiencia del deseo se transforma así en un espejo del deseo interior. Ayuda a reconocer y acoger el vacío que habita en tus caderas en la humanidad. Pronzato menciona otro libro que todo sucedió en los años 80 y que también fue reeditado hace unos años: Pustinia: las comunidades del desierto hoy, de Catherine de Hueck Doherty (Milán, Jaca Book, 1978, nueva edición 2010), deseado en lengua rusa, se refiere a una vocación en el silencio propia de la tradición ortodoxa. El silencio no se cierra en tanto, si abre a la escuela de Dioses y hombres, es un recurso espiritual para todo el contexto humano, por tanto, como testimoniamos en ciertas ermitas urbanas, no es imposible vivir la experiencia de el «deseo en la ciudad, la pustinia en la plaza pública». De donde el silencio y el sol tomaron una dimensión interior, la célula se erige en el corazón y puede recorrer las calles del mundo. Todavía hoy Pronzato afirma: «el desierto, para mí, no fue una huida de la realidad, una especie de renacimiento de la intimidad, un refugio en el individualismo, o un retorno a lo privado. Al contrario, fue para mí una escuela de conciencia, de responsabilidad, de comunión”.

(©L’Osservatore Romano 1 de mayo de 2016)