«Mi» Carlos de Foucauld (Antonio López Baeza)


Conocí a Carlos de Foucauld a través de En el corazón
de las masas
, de René Voillaume.
Estudiaba yo primero de Teología en el seminario de mi diócesis. Y esperaba con ansiedad la hora que la disciplina seminarística
nos marcaba para la lectura espiritual. Era una hora
antes de la cena, que resultaba para mí transformadora. Desde sus primeras páginas –todas ellas subrayadas
y a veces anotadas al margen– se apoderó de mí la certeza de que estaba ante el horizonte más luminoso de mi existencia temporal en cuanto seguidor de Jesús
de Nazaret. ¡Cómo me ayudó a entender el Evangelio y
a enamorarme de Jesús este libro, desmenuzador del
carisma del padre De Foucauld!
Contemplación y servicio a los pobres
No quiero exagerar. En cursos anteriores había leído a
santa Teresa de Ávila y a san Juan de la Cruz; por tanto
se daba en mí una predisposición a recibir esa fuerte
llamada a la contemplación que contienen los escritos
de Voillaume a los Hermanos de Jesús, con esa clara
dimensión de hacer de la contemplación y el servicio a
los pobres una misma y única realidad.
No tardé en comunicar, tanto al prefecto de teólogos
como al director espiritual del centro, mi descubrimiento: yo quiero ser cura así. No, no es mi vocación la
de hermanito de Jesús, sino de cura diocesano al estilo de
la espiritualidad del Hno. Carlos. ¿Es esto posible?
Afortunadamente, ambos conocían dicha espiritualidad, la valoraban y veían en ella muchas posibilidades
para el ministerio pastoral. Dejé bien claro ante los responsables de mi formación: si este camino no me ayuda a ser un buen presbítero, cura encarnado en las realidades humanas donde haya de desarrollar mi tarea pastoral, yo no lo quiero.
Y Nazaret y el misterio de la encarnación –que es su
sustancia– labraron en mi mente y en mi corazón, a lo
largo de la sedienta y asidua lectura de En el corazón de
las masas, surcos abiertos al Espíritu de esa gracia universal que, para los tiempos modernos, viene significando la intuición contemplativa y misionera de Carlos de Foucauld. El poema que sigue recoge mi rendida gratitud ante los contenidos esenciales que poco a poco
fui bebiendo del espíritu foucauldiano:
Pura intuición la tuya:
Nazaret… el desierto…
y una Iglesia de pobres que predica
amor en el silencio…
Ser hermano de todos
–pura intuición tu empeño–,
compartiendo la vida de los últimos,
de ellos aprendiendo…
Necesitar de todos,
y beber el misterio
de Dios en cualquier cauce
por los siglos abierto…
¡Pura intuición de gracia…!
¡Puro milagro del amor despierto…!
¡La pura desnudez como el espacio!
¡Dios y hombre al encuentro!
«Sal de tu tierra, de tu casa y de tu
parentela…»
Carlos de Foucauld, uno de esos hombres que Dios
suscita para abrir caminos nuevos al Evangelio, fue
ciertamente, como nuestro padre Abrahán, un viajero
en la noche, un hombre de desierto, un rastreador de
las huellas de Dios por los caminos de los hombres,
conducido por la promesa, y como Moisés también,
sin llegar a pisar la tierra prometida. Todo ello hace de
su testimonio, despojado de todo afán de protagonismo, amante del poder comunicativo del silencio y encerrado en el fracaso temporal de no llegar a ver realizado su proyecto de comunidad monástico-misionera,
una verdadera siembra evangélica cuyo fruto no le
pertenece, salvo por el hecho de haber aceptado ser semilla, grano de trigo destinado a desaparecer en la tierra
de su germinación, donde su individualidad se pierde
irremisiblemente. Tal semejanza entre Abrahán y
Foucauld, clara y firme para mí, me empujó a dejarla
plasmada en esta composición:
Nuevo Abrahán, saliste de tu tierra a lo desconocido.
Recibiste en tu alma la promesa de multitud de hijos.
Mas caminaste siempre en soledad, por el amor tan solo
conducido.
Fue el amor tu desierto, tu Nazaret, el último lugar por ti
elegido.
Y en el amor supiste ser el grano, enterrado, de trigo;
hasta morir en soledad la muerte oscura, sin sentido.
Escuchaste al oído una Palabra que encarnaste en tu
vida como un grito:
«Dios nos pide hoy el culto más sagrado en el servicio a
los pequeños y últimos».
Te hiciste, sin saberlo, hermano universal, necesitando a
todos, a todos ofrecido.
Y entregaste tu vida como hostia de abandono infinito.
¡Nuevo Abrahán, por ti el desierto hoy grana, frutos de
amor fraterno y compartido!
Hoy, cuando esto escribo, con setenta y cinco años
cumplidos y cuarenta y ocho después de haber leído
En el corazón de las masas, confieso que creo no haberme equivocado en la opción evangelizadora que entonces tomé. Mis más de cuarenta años de cura, con
trabajos en el mundo obrero, en parroquias de suburbio, en cultura popular y animación espiritual, y en
formación de un laicado cristiano, han sido posibles
solo gracias a aquel espíritu que, pese a mis muchas
contradicciones –temores y traiciones concretos–, fue
ganando terreno en mi psiquismo humano y en mi deseo de vivir en el seguimiento de Jesús de Nazaret,
compartiendo su objetivo del Reino.
Desde el objetivo del Reino he aprendido a relativizar muchas cosas, para buscar siempre y en todo, lo
más posible, la fidelidad a lo absoluto, lo irrenunciable. Vivir para Dios fuel el absoluto que orientó los caminos del Hno. Carlos. Todo cuanto me lleva a Dios es
bueno, aunque se llame fracaso, soledad, muerte. Solo
es realmente malo, dañino para mi vida, lo que me
puede impedir vivir y gozar del amor de Dios. Y así
fue la adoración la forma de vida que adquirió la personalidad entera de De Foucauld; fue en la adoración
donde encontró de conjunto la confianza-abandono
en el Padre, la amistad con su amado hermano y Señor
Jesús, y la urgencia de servir a los pobres, de cualquier
tipo, con entrega de lúcida gratuidad.
Dios no fue para ti solo la meta
que hay que alcanzar a golpes de esperanza:
fue de un amor creciente la promesa
que hacía arder tu corazón en llamas.
La adoración le dio a tu vida forma
de mano abierta y mente arrodillada;
y encontraste en Jesús la única norma
a que ajustar el brío de tus ansias.
Fuiste andariego de caminos vírgenes,
buscando al ser cristiano metas altas;
y cara a cara con un Dios te diste
que es de todos y por todos habla:
ese Dios que derriba muros, diques…
¡y por encarnación todo lo salva!
La adoración al Eterno, escuela
de servicio desinteresado
Sentirme ya salvado por ese Dios que es promesa de
amor universal, infinito y eterno, significa que estoy
aprendiendo a amar en este mundo al estilo divino,
aprendizaje que se alcanza a ritmo de adoración. He de
buscar en mí la encarnación del Verbo, y desde ahí tener capacidad para descubrirla en todas las realidades de este mundo. Porque el Verbo ilumina a todo ser humano que viene a este mundo, su luz está en mí, y la
perseverante actitud adorativa me conducirá a percibir la misma luz en todos mis hermanos y hermanas.
Esta conciencia de ser presencia encarnada de Dios en
medio de los demás me permitirá –me ha permitido–ver el mismo hecho, la misma encarnación, en los
otros, en cada uno a su manera, pero la misma encarnación. Y así la fraternidad es comunión en la encarnación que nos habita. El Dios que veo en mí es el
mismo que veo en los demás. El amor con que soy
amado es el mismo amor que ama y salva a todos. ¿No
es esta evidencia de fe la raíz de toda acción evangelizadora? Intuiciones así me asaltaban, casi sin comprenderlas, como nube del no saber, cuando me dejaba
llevar por el testimonio orante-misionero que fue
Carlos de Foucauld.
Fui aprendiendo poco a poco a abandonar en Dios
el resultado de mi tarea pastoral. Dios tiene más interés que yo, me decía. Cuando se intenta unir acción y
contemplación de esa manera indisoluble en que orar
es ponerse incondicionalmente en las manos de Dios,
para que se cumpla su voluntad a través de mi vida, y pastorear es no rehusar el sacrificio necesario para el bien de las personas con quienes comparto las realidades
temporales y el sentido de la fe en Cristo, una paz
como talante se adueña de todos los pasos pastorales, y
la eficacia a ultranza deja de ser su objetivo. El abandono, que Jesús nos enseñó, en el Padre, cuya voluntad de
bien universal, de salvación para todos, era para él clara visión, nos conduce a vivir abandonados: cuanto somos y cuanto hacemos está en sus manos, que saben
sacar bien de todo mal, que todo lo ordenan para el
bien de quienes lo buscan (cf. Rom 8,28).
Volvamos al Evangelio
Con todo, lo que me hizo un seguidor de Jesús en compañía con Carlos de Foucauld fue esa llamada perentoria a volver al Evangelio. En el testimonio del ermitaño del Sahara vuelve a esparcirse esa suave, pero penetrante, fragancia del Evangelio que, como en siglos anteriores ocurriera con Francisco de Asís, nos advierte de que la Buena Nueva de Jesús de Nazaret
está viva, fresca, siempre recién nacida; y siempre nos
invita, en cada época o situación humana, a encontrar
en ella lo mucho que importa el hombre para Dios, y
lo mucho que nunca deja de hacer por él.
Porque no hay vida cristiana
fuera del seguimiento de Jesús:
¡volvamos al Evangelio!
Porque ninguna reforma de la Iglesia es verdadera
si no se basa en el servicio humilde y desinteresado:
¡volvamos al Evangelio!
Porque la auténtica fraternidad cristiana
no sabe de distinciones entre jerarquía y pueblo:
¡volvamos al Evangelio!
Porque para ser levadura en la masa
es imprescindible fundirse con la misma masa:
¡volvamos al Evangelio!
Porque la sencillez de normas, ritos y creencias
es lo que está más de acuerdo con el espíritu de infancia:
¡volvamos al Evangelio!
Porque el pecado que más nos aleja de Dios
es el de creernos mejores o más necesarios que los otros:
¡volvamos al evangelio!
Porque la mesa de Jesús está puesta para los pecadores
y la eucaristía debe ser el signo de su amor, que a todos
convida:
¡volvamos al Evangelio!
Porque en la cruz del amor de Dios al mundo
se nos revelan sus designios de salvación universal:
¡volvamos al Evangelio!
Porque, para saber que Dios es nuestro Padre,
es imprescindible la confianza y el abandono en su Providencia:
¡volvamos al Evangelio!
Porque es el Espíritu del Resucitado
el único que nos da fuerza para amar y defender la vida:
¡volvamos al Evangelio!
Sí, volvamos al Evangelio:
el Evangelio de la ternura y de la gracia,
el Evangelio de la esperanza de los pobres,
el que nos dice a cada uno, en el silencio de nuestro corazón:
«¡Tú eres mi Hijo amado!

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