
Video que vale la pena de ver, oir y meditar, aunque esté en italiano. Se entiende bastante bien. Ánimo

Video que vale la pena de ver, oir y meditar, aunque esté en italiano. Se entiende bastante bien. Ánimo

EL DESCENDIENTE DE LOS VIZCONDES DE FOUCAULD DE PONTBRIAND A las cinco de la mañana del mes de junio, en Argel, ya se ve muy bien; también en el Mellah, el «ghetto» judío, donde las casuchas sórdidas, pegadas las unas a las otras, retienen durante más tiempo las sombras de la noche. El cielo estaba ya alto y claro a aquella hora; las mujeres, dentro de las covachas, se dedicaban a sus quehaceres, aunque las callejuelas se veían todavía desiertas y silenciosas. Al alba, cualquier paso retumbaba en los muros y provocaba la curiosidad detrás de las ventanas. Por esto no pasó inadvertida -a las cinco de la mañana del 10 de junio de 1883- la extraña visita que un joven, de estatura mediana, elegante, vestido a la europea, hizo a la sucia barraca donde vivía el rabino Mardoqueo Abi Serour con su mujer y cuatro hijos.Se habló bastante en Mellah de aquella visita misteriosa. Sobre todo porque -según el testimonio de cientos de ojos que habían permanecido espiando tras las puertas entreabiertas- a aquel joven europeo nunca se le vio salir. Por el contrario, alrededor de una hora más tarde, salió un desconocido, envuelto en un traje medio argelino y medio sirio: casquete rojo y turbante de seda negra en la cabeza, gilet turco de tela oscura, sobre una camisa blanca de mangas muy amplias y pantalones hasta las rodillas. Se detuvo un instante en el umbral de la puerta, mientras se ponía una capa de lana con capucha; luego, en compañía de Mardoqueo, se dirigió presuroso fuera del «ghetto». Algunos oyeron a Mardoqueo llamarlo «Joseph Aleman», otros «rabino».El misterio no se desveló hasta varios años más tarde. El «rabino Joseph Aleman» era el mismo joven europeo que entró tan de mañana en casa de Mardoqueo, precisamente para disfrazarse. Se trataba del vizconde Carlos de Foucauld de Pontbriand, cuya vida escandalosa proporcionaba tema de conversación en los salones de Saumur, Pont-á-Mousson y París; y motivos de irritación y entretenimiento a las guarniciones francesas en Argelia. Carlos de Foucauld había nacido en Estrasburgo veinticinco años antes, exactamente el 15 de septiembre de 1858. Era entonces emperador de Francia Napoleón III y los periódicos andaban revolucionados, aquel año, a cuenta de las apariciones de Lourdes. La casa natal, situada en el número 9 de la plaza de Broglie, hablaba en todos sus rincones de riqueza, aristocracia y glorias pasadas; muebles, cuadros, alhajas, tapicerías, cortinas, todo parecía concebido y construido como reverente orla de un antiguo escudo que, sobre la pared del fondo de una sala austera, mostraba un rojo león rugiente sobre un puente de plata de dos arcadas; el brillante puente de los vizcondes de Pontbriand, cuya valerosa divisa es:«Jamais arriére» («No retroceder jamás»).En realidad Bertrand de Foucauld jamás había retrocedido en la séptima cruzada, y cayó como un héroe en Mansourah, junto al rey San Luis. No había retrocedido tampoco Juan de Foucauld, a quien las crónicas de familia recordaban firme junto a Juana de Arco, en el coro de Reims, durante la consagración de Carlos VII. Ni Armando de Foucauld -más conocido como Juan María de Lau, arzobispo de Arlés- había retrocedido jamás, en tiempos de la Revolución francesa, muriendo martir en la prisión de los carmelitas, en París, durante las matanzas de septiembre de 1792 (Pío XII lo beatificó en 1926). Y tampoco Eduardo de Foucau íd, padre de Carlos, hijo y nieto de militares, había retrocedido en el cumplimiento del deber como inspector de aguas y bosques.También la madre de Carlos, Isabel de Morlet, descendía de una familia con ilustres tradiciones militares; pero ello la dejaba perfectamente indiferente. De profundos sentimientos cristianos, había hecho bautizar a Carlos dos días después de su nacimiento. Al cabo de tres años, le dio una hermanita, María. A ambos, desde su más tierna infancia, les enseñó a crecer en la ley de Dios y, sobre todo, a invocar a la Virgen y ayudar a los pobres. No podemos decir que estas enseñanzas maternas obtuvieran una correspondencia entusiasta por parte del pequeño Carlos. En su infancia no hemos logrado descubrir ningún episodio que indique inclinación a la piedad, y mucho menos que revele la más tenue vocación religiosa. Sin embargo, aquellas lecciones prácticas de vida cristiana, aunque en su época no produjeron resultados evidentes, se imprimieron con tal fuerza en el alma del niño que, muchos años después, las encontró dentro, frescas y válidas como si nunca hubieran sido olvidadas.En 1863, cuando Carlos tenía apenas cinco años, en pleno verano, la desgracia entró inesperadamente en casa de los vizcondes de Foucauld de Pontbriand. El padre, Eduardo, enfermó de tuberculosis y, bien pronto, su estado fue motivo de preocupación. Tuvo que dimitir del cargo que desempeñaba y cada día fue cayendo en una tristeza más grande. Se encerró en un silencio atormentado, huraño, casi alucinado. Un día abandonó a sus hijos y a su mujer, que estaba esperando un nuevo hijo, y fue a refugiarse en casa de su hermana Inés, una famosa belleza de su época, que había sido retratada por el pincel de Ingres.A su vez Isabel, desesperada, dejó la espléndida mansión de la plaza de Broglie y fue con los dos niños a la casa de la calle «Eschases» con su padre, el señor de Morlet, simpatiquísimo coronel de artillería retirado. Y allí, en el mes de marzo del año siguiente, murió de parto y de pena. Sus últimas palabras fueron las de Cristo en el huerto de Getsemaní: «Padre, hágase tu voluntad y no la mía…».Cinco meses más tarde, en casa de Inés, expiraba también Eduardo.Carlos y María quedaron huérfanos, y el abuelo coronel, de sesenta y siete años, se hizo cargo de ellos. Adoraba a Carlos («cuando llora es igual que mi pobre hija…»), y Carlos le correspondía con un cariño profundo.A los ocho años el muchacho ingresó en el colegio diocesano de Saint-Arbogast de Estrasburgo. De allí salió cuando llegó el momento de estudiar en el Instituto Nacional.Como estudiante fue regular: todos los profesores estaban de acuerdo en reconocerle una inteligencia extraordinariamente viva; pero no pocos tenían que dolerse de su excesiva condescendencia con la pereza.Después, la guerra. Año 1870: los alemanes atacaron por el este. El señor de Morlet previó claramente la catástrofe, no obstante las ilusiones de Napoleón III, y se refugió con sus nietos en Suiza. Apenas los cañones germanos amenazaron Estrasburgo, Napoleón III fue abatido en Sedán, y Francia, invadida, proclamó la república. París, sitiado, se rindió por hambre. Alsacia y Lorena fueron anexionadas a Alemania.«¡Adiós, Estrasburgo!» El señor de Morlet, excoronel de artillería del Ejército francés, no querrá volver a poner los pies en ti. Se establecerá en Nancy; y allí reanudará los estudios Carlos, y -a los catorce años, en 1872, ya un hombrecito- hará la primera comunión y será confirmado.En su alma se hizo una intensa luz; pero se apagó pronto. Inscrito en retórica, en seguida se enamoró de los escépticos de todas las épocas, de Horacio, de Montaigne, con una particular predilección por el viejo Aristófanes. Eran los años en que prevalecían los burgueses incrédulos y los profetas del ateísmo proletario. Berthelos, Renan, Taine, Anatole France, Nietzsche, Marx y Rimbaud llamaban a la lucha contra la religión desde todos los frentes.Carlos no leyó ni un solo renglón de estos autores; pero respiró ávidamente el aire contaminado de sus ideas, lo que fue suficiente para hacerle tirar la fe religiosa a las ortigas. «Durante doce años -recordará más tarde- viví sin ninguna fe. Nada me parecía bastante probado; la misma fe con que la gente del mundo sigue mil religiones distintas me parecía la condenación de todas».Una vez obtenido el título de Bachiller en retórica en 1874, llegó para Carlos la hora de abandonar el nido. Le esperaban París y los estudios de filosofía.El señor de Morlet le envió al internado de los jesuitas de la calle «Poste»; pero el ambiente pronto le resultó odioso e insoportable. Rogó, insistió, conjuró al abuelo, en decenas de cartas, que le llevase de nuevo a Nancy; pero el anciano no cedió. A pesar de todo, al finalizar el curso, Carlos era Bachiller en filosofía.Había llegado el momento de empezar a estudiar una carrera. Para Carlos de Foucauld de Pontbriand no existía el problema de elegir. Desde que nació había parecido obvio a todos que un vástago de tal estirpe debería seguir la carrera militar. Carlos había aceptado siempre esta perspectiva como lógica y natural.Al abuelo Morlet le hubiera gustado que su nieto entrara en la escuela politécnica, para que se hiciese oficial de artillería, como él. Pero Carlos sabia que la escuela politécnica era un hueso duro de roer y él no sentía ningún deseo de desgastarse los dientes. Ser militar estaba bien, pero sin mucho trabajo. Mejor la Escuela Especial Militar de Saint-Cyr, mucho más fácil. Sin embargo, Saint-Cyr suponía un año de preparación en París. Y París significaba de nuevo el pensionado de los jesuitas. Así, durante un año más, el anciano señor de Morlet no tuvo paz. Cada dos días recibía una carta del nieto. Cartas desesperadas, algunas hasta de cuarenta páginas. «Aquí me es imposible permanecer, déjame volver a casa…».Regresó a finales de año, expulsado por negligencia e indisciplina. «En aquella época -escribiría un día- era todo egoísmo, todo vanidad, todo impiedad, todo deseo de mal. Estaba como loco».El abuelo no se desanimó por la expulsión. Le puso en manos de algunos profesores y le obligó a presentarse a las pruebas de admisión de Saint-Cyr.Carlos corrió el peligro de ser rechazado por obesidad. Apenas con dieciocho años, de un metro sesenta y siete de estatura, estaba gordo, flácido y pesado, por abuso de dulces, carnes refinadas, vinos selectos y horas de reposo. Pero la comisión pensó que un par de meses en Saint-Cyr serían suficientes para despojarlo de los kilos de adiposidad, y le admitió a los exámenes. Le fue bastante bien y obtuvo el puesto ochenta y dos, entre cuatrocientos doce candidatos.Dos años más tarde, en los exámenes de licenciatura, consiguió el 333 entre 386, un notable bajón. Había comenzado con el mayor entusiasmo; apenas puso los pies en Saint-Cyr, se sintió al fin «hombre» y «libre». Y como hombre libre, los primeros meses había aceptado dócilmente la disciplina militar, a pesar de ser tan fastidiosa, orgulloso de llevar el célebre kepis a la escuela, adornado con el famoso penacho blanco y rojo. Pero después se hizo amigo del marqués de Morés y de Monte Mayor, calavera y haragán, y el resultado fue que el estudio, la disciplina y el trabajo se le convirtieron en aborrecibles. En dos años coleccionó cuarenta y cinco castigos por negligencia, pereza e indisciplina. Si superó de alguna forma los exámenes se lo debió únicamente a su despierta inteligencia y ágil memoria.En esa época murió su abuelo, el querido señor de Morlet, coronel de artillería retirado. Fue un trance doloroso. Pero el 15 de septiembre de 1878, al cumplir los veinte años de edad, entró en posesión de la herencia de la familia, y ésta representaba una verdadera fortuna. Carlos de Foucauld se volvió loco de alegría: aquel dinero era la llave de oro que le abriría las puertas de una vida brillante.Decidió ser oficial de caballería. El marqués de Morés fue de la misma opinión. ¿En la escuela especial de Saint-Cry habían logrado salir adelante por los pelos? Voilá! En la escuela de caballería de Saumur no les faltaría, de vez en cuando, un golpe de suerte.En la escuela de Saumur compartieron la misma habitación, la número 82. Morés tomó a su cargo el guardarropa, y compró trajes y calzado de acuerdo con el último grito de la moda. Carlos se preocupó de la despensa y la comodidad: ricas golosinas y una deliciosa butaca. De reserva, una tumbona.«Quien no ha visto a Foucauld en su habitación, en pijama de franela blanca con llamares, cómodamente hundido en una butaca o tumbona, saboreando un pastel de hígado, acompañado de excelente champán, leyendo a Aristófanes en un libro elegantemente encuadernado -escribió en aquel tiempo uno de sus amigos-, no puede hacerse idea de lo que es un hombre feliz de la vida». Otro contó: «La habitación de ambos pronto se hizo célebre por las excelentes comidas y las largas partidas de cartas que en ella se organizaban, con objeto de tener compañía durante el castigo, pues era raro que uno de los dos no estuviera arrestado».En breve, Carlos mereció un total de veintiún días de arresto simple y cuarenta y cinco de arresto mayor, y Morés no se quedaba atrás. Cuando podían salir, llevaban con ellos un alegre grupo a «Budan», el restaurante más famoso y caro de Saumur y, en un reservado, se hacían servir menús de lo más selecto. Carlos prefería el pastel frío de perdiz acompañado de dos botellas de Alicante. Luego, recostado en un sofá, sentenciaba que «a continuación de una comida no hay nada mejor que un buen puro y, para volver a casa, un coche pequeño y bajo, a fin de no tener que levantar demasiado el pie para subir». Después de estas «reuniones», siempre se levantaba en toda la ciudad una polvareda de comentarios y escándalo.Pero al descendiente de los vizcondes de Pontbriand no le bastaba. A las orgías normales, añadió la pimienta de las aventuras excepcionales. Un día que, como de costumbre, estaba arrestado, supo que se daba una fiesta en Tours. Consiguió una blusa y una gorra de obrero, se colocó una barba postiza y, de tal guisa disfrazado, salió de la escuela, pasando con desenvoltura por delante del cuerpo de guardia. Cuando el tren le dejó en Tours, decidió regalarse con una cena antes de ir a la fiesta, y se dirigió a un pequeño restaurante. El dueño encontró en él algo sospechoso: ¡la barba de aquel extraño cliente se estaba desprendiendo! ¿ Ladrón o anarquista? Por si acaso, llamó a la policía.En la comisaría, Carlos supo inventar una historia tan graciosa para explicar por qué se había disfrazado de aquella manera, que el comisario lo dejó marchar dándole unas palmaditas en la espalda y llorando todavía de la risa.Pero, apenas había salido de la comisaría, cuando se topó, frente a frente, con el general L’Hotte, comandante de la escuela de Saumur: treinta días de arresto mayor.Al final del curso, en octubre de 1879, Carlos de Foucauld salía de la escuela de caballería con el puesto octogésimo séptimo, sobre un total de 87… Y la nota del inspector general decía así: «Es distinguido. Ha recibido una buena educación. Pero tiene la cabeza ligera y no piensa más que en divertirse. Se le ha privado del diploma por mala conducta y por los numerosos castigos recibidos».Fue nombrado subteniente del IV Regimiento de Húsares, en Sézanne. Pero este pueblo no le ofrecía suficientes ocasiones de diversión. Se hizo trasladar a Pontá-Mousson, donde lo primero que hizo fue alquilar un piso. También tomó un apartamento en París, con objeto de ir allí a pasar los días de permiso. Estaba más gordo que nunca. Saint-Cry había sido un fracaso como cura de adelgazamiento. El rostro parecía hinchado, tenía los labios gruesos del hombre sensual, la mirada asesina del vividor, se peinaba como un tenorio. «Era un sibarita -contó el duque de Fitz-James, que había reemplazado a Morés al lado de Carlos, pues aquél había sido destinado a otro lugar-. Con tacto exquisito y perfecta delicadeza, Foucauld tenía su bolsa a nuestra disposición. Cuando nos jugábamos la consumición, si ganaba varias veces seguidas, yo le he visto perder a propósito. De verdadero buen gusto, le agradaba celebrar reuniones de poca gente, un grupo reducido. Frecuentemente nos invitaba a su magnífica garçoniére para saborear sandwiches de pastel de hígado, acompañados de un óptimo sherry. Tenía un criado, un calesín inglés y un caballo…»En este período, Carlos conoció a una tal Mimí. La tuvo consigo un año, hasta que, en diciembre de 1880, le llegó la noticia de que el IV de Húsares iba a ser trasladado a Argelia, a la guarnición de Sétif, con el nombre de IV de Cazadores de África. Carlos, que no quería separarse de Mimí, ideó una nueva treta. Escribió una carta de presentación e hizo partir a la muchacha para Argelia dos días antes que el regimiento. Mimí se presentó en Sétif haciéndose pasar por la esposa del subteniente Carlos de Foucauld, vizconde de Pontbriand -como la carta testimoniaba- y las autoridades militares le dispensaron toda clase de atenciones. Pero, cuando, con el regimiento, llegaron el coronel, los oficiales y sus esposas legítimas, estalló el escándalo.El coronel cubrió de improperios al subteniente; pero el subteniente ni se inmutó. Es más, acentuó la provocación narrando descaradamente, en público, las escenas de más refinada afectuosidad con Mimí. Entonces las protestas arreciaron, el coronel le planteó la elección: «O Mimí o el regimiento. ¡Elija usted! ». Carlos respondió, con impertinencia, que no pensaba de ninguna manera devolver a Mimí a Francia.Así, el 20 de marzo de 1881, por decreto ministerial, el subteniente Carlos de Foucauld fue mandado a la reserva «por haber deshonrado el grado, por indisciplina y mala conducta en público».Su carrera estaba terminada. Carlos lo celebró con una salva de carcajadas. Después tomó del brazo a Mimí y fue a establecerse en Evian.Pero un día, alrededor de tres meses más tarde, ojeando casualmente un periódico, leyó que, en Argelia, los Ulad Sidi Cheikh se habían sublevado, y que el IV de Cazadores de África estaba en pleno combate. «Jamais arriére!» y, de repente, Mimí perdió para sus ojos todo el interés.Corrió a París, se presentó en el Ministerio de la Guerra y pidió ser admitido inmediatamente en el ejército. Dado que se dudaba, ante sus antecedentes escandalosos, declaró que no le importaba en absoluto el grado militar: estaba dispuesto a partir aun como simple soldado.Le aceptaron y, además, con grado de subteniente. Partió para África en el primer buque. En seguida se encontró en medio del tinglado.Estaba desconocido. Era un hombre completamente cambiado, aunque Aristófanes le seguía a todas partes, en una cuidada edición. «En medio de los peligros y las privaciones -escribió un compañero- aquel erudito en juergas se reveló como un soldado y un jefe capaz de soportar, con la sonrisa en los labios, las más duras pruebas, siempre dispuesto a arriesgarse y preocupado sobre todo de sus hombres, a quienes cuidaba con abnegación…»Combatía para vencer, desde luego. Los franceses tenían que aplastar a los Ouled Sidi Cheikh, no cabía duda. Pero, al mismo tiempo, aquellos amplios albornoces que se inclinaban profundamente en la solemnidad de la oración, y aquella invocación que se elevaba: «Allah Akbar!» («Dios es el más grande»), le causaron una enorme impresión.A los dieciséis años, con la fe que aprendió en los libros -escribiría Michel Carrouges en Charles de Foucauld, explorador místico-, le pareció que la oposición entre las diversas religiones era la más sencilla negación de todas. Hoy, al borde del desierto, ve orar a los creyentes del Islam y se estremece de envidia y admiración». «El Islam -confesará más tarde el propio Foucauld- produjo en mí un profundo cambio… La vista de aquella fe, de aquellas almas tan unidas a Dios, me hizo intuir que existe algo más grande y más digno que las diversiones mundanas».Dios se sirvió de la fe de los seguidores de Mahoma para abrir una primera brecha en el alma de Carlos de Foucauld.Cuando la campaña terminó y el IV de Cazadores hubo de regresar a Sétif, Carlos sintió que no podía renunciar a aquel mundo, que apenas había vislumbrado. Pidió permiso para realizar un viaje de estudios por Argelia del sur, pero le fue negado. Y así, por segunda vez, salía nuevamente del ejército; pero ahora, por algo más que una simple Mimí.Fue a instalarse en Argel, donde alquiló una casa en el número 58 de la cuesta de Vallée. ¿Se le negaba un viaje de estudios por Argelia? Voilá! ¡Explorará Marruecos! Sí, señores, el Marruecos impenetrable, la fortaleza musulmana del Atlántico, con sus ciudades fabulosas, sus bazares multicolores, sus laberintos envueltos en misterio, y sus jardines secretos; el reino de Muley Hasan, el sultán omnipotente, y de la anarquía imperante; el país que cerraba herméticamente las puertas para los europeos porque en cada uno de éstos veía, además de un evidente infiel, un oculto espía. Sin embargo era preciso prepararse minuciosamente. La indolencia y la ligereza de Carlos desaparecieron como por encanto. Se instaló en la biblioteca de Argel y se dedicó a estudiar el árabe, la geografía y etnología de Marruecos, a examinar mapas, a utilizar los aparatos necesarios para la investigación científica. El bibliotecario principal, Oscar Mac Carthy, le prestó una valiosa ayuda.Pero, mientras se encontraba abstraído en aquellos estudios, recibió un inesperado golpe. La tía Inés- aquella belleza espléndida de un tiempo, a cuyo lado había ido su padre a morir- le acusó de haber derrochado en juergas y extravagancias una notable parte de la herencia familiar -cuatro mil francos oro al mes durante cuatro años consecutivos- y presentó una instancia en el tribunal civil de Nancy para que al joven sobrino le fuera impuesto un consejo judicial.Carlos contestó que sí, que era cierto, que había cometido un sinfín de locuras y administrado su fortuna de una manera, por lo menos, poco prudente: sin embargo ahora…Al tribunal le bastó la confesión. Le declaró derrochador y le impuso un consejo judicial en la persona de un anciano primo suyo, el señor de Latouche, quien le concedió una pensión de trescientos cincuenta francos al mes -precisamente en el momento en que disponer de dinero le iba a permitir realizar algo serio- y accedió a darle un anticipo suplementario, sólo para que pudiera comprar un sextante, un cronómetro, un teodolito y algunos otros instrumentos indispensables para la expedición.Carlos volvió a sumirse en el estudio. El duque de Fitz-James, su antiguo compañero de juergas en Pont-á-Mousson, un día, lo encontró por casualidad. «¡Cómo ha cambiado Foucauld! -escribió a unos amigos-. Era gordo y ahora es delgado. Y nada de fiestas, mujeres y buenas comidas. Sólo le interesa el estudio».A bordo de un buque de guerra, mandado por un pariente suyo y atracado en el puerto de Argel, Carlos practicaba el manejo de los instrumentos científicos.Mientras tanto, el señor Mac Carthy buscaba un buen guía para la expedición. Creyó encontrarlo el día que le pusieron tras la pista del rabino Mardoqueo Abi Serour, cuya vida parecía una novela de aventuras. Los tratos con el viejo hebreo fueron laboriosos y largos, pues, en cada encuentro, el muy pícaro, aumentaba la cifra que quería cobrar por sus servicios. Al fin llegó a un acuerdo por la cantidad de doscientos setenta francos al mes, durante los seis o siete meses que durase la expedición.La mañana del 10 de junio de 1883 hemos visto a Carlos, con Mardoqueo, en una calleja del «ghetto» de Argel. Estaban a punto de comenzar un viaje. Vestido de europeo, Carlos no hubiera avanzado ni un solo kilómetro por Marruecos. Disfrazarse de árabe hubiera sido imprudente, pues todavía no hablaba la lengua a la perfección y su ignorancia sobre el Islam le hubiera traicionado fácilmente. Por esto se había puesto vestiduras de hebreo.Con el apoyo de Mardoqueo, el joven presunto rabino Joseph Aleman encontraría, durante su peligroso viaje por Marruecos, asilo y protección entre los judíos que habitaban en las ciudades prohibidas. |
UN RABINO ERRANTE POR EL MARRUECOS PROHIBIDO
El 25 de abril de 1885, los periódicos de París publicaron, en lugar muy destacado, el resumen de la sesión extraordinaria de la Sociedad de Geografía, que se había celebrado bajo la presidencia de Fernando de Lesseps, constructor del canal de Suez, el día anterior, con el fin de escuchar el relato de la expedición a Marruecos realizada por el vizconde Carlos de Foucauld, de veinticinco años de edad, a quien le había sido otorgada la medalla de oro.
«Antes del viaje del señor de Foucauld -es lo que pudo leer el público de Francia y de fuera de Francia- los cartógrafos disponían apenas de 12.208 kilómetros de Marruecos, con pocas e imprecisas referencias sobre la latitud y aun menos sobre la longitud. La geografía astronómica se había estudiado, dentro del imperio, sólo en una veintena de puntos… En nueve meses, del 28 de junio de 1883 al 23 de marzo de 1884, un sólo hombre, el vizconde Carlos de Foucauld, dobló por lo menos la longitud de los itinerarios marroquíes, con mapas cuidadosamente trazados, corrigió el conocimiento de 689 kilómetros descritos por anteriores viajeros y añadió 2.250 nuevos. En lo que respecta a la geografía astronómica,. determinó 45 longitudes y 40 latitudes. Donde sólo se conocían algunas docenas de alturas, él colocó tres mil. Gracias al vizconde de Foucauld se abrió una era nueva en el conocimiento geográfico de Marruecos…»
Este fue un capítulo en la vida de Carlos de Foucauld con el cual se podría escribir una novela. La sociedad de Geografía destacó únicamente su excepcional importancia científica. Fue un capítulo de ruptura, comprometido y audaz, que él quiso afrontar como reto, para acabar con las irregularidades de una existencia inútil. Nosotros, aquí, trataremos de relatar algunos momentos.
Primeramente, el joven vizconde y su guía habían intentado penetrar en Marruecos por tierra, a través de las salvajes montañas del Rif, pasadas las fronteras argelinas, pero no lo consiguieron.
Formaban una curiosa pareja. Uno, Carlos de Foucauld, alias Joseph Aleman -supuesto rabino moscovita, huido de Rusia a consecuencia de los últimos progroms-, disfrazado con aquellos vestidos medio sirios y medio argelinos, recordaba grotescamente a uno de esos monos que, con traje de colorines, hacen piruetas y muecas sobre el hombro de su amo. El otro, Mardoqueo Abi Serour, rabino auténtico de vida ajetreada, no era ya más que una ligera sombra del aventurero de otro tiempo: la barba, entonces negra y abundante, estaba ahora raía y surcada de abundantes hilos blancos; el caftán que, sujeto a la cintura, le caía hasta los pies y el casquete rojo que, con el turbante negro, le cubría la cabeza, mostraban a duras penas, entre los remiendos y las manchas, la buena calidad de las telas antiguamente. Viejo, cobarde y desgraciado, Mardoqueo se había quedado .casi ciego y sordo, si bien contaba con las mejores referencias de todo el Sahara. Tenía siempre entre las manos una vieja petaca, de la cual extraía contenido sin parar, y cuando podía entablar conversación con alguien, hablaba siempre y solamente de alquimia: era un buscador fanático de la piedra filosofal.
Con tal guía, Carlos de Foucauld había comenzado una de las expediciones más arduas y peligrosas de la época, tras diez días de haber buscado inútilmente, en las casuchas y las sinagogas de Orán, Tlemcen, LallaMarnia y Nemurs, un hebreo dispuesto a conducirlo al otro lado de la frontera, a introducirlo en el imperio secreto del sultán Muley Hassan.
Esbelto, majestuoso, con su vestidura alba, el rostro velado, sobre un caballo blanco cubierto con gualdrapa de terciopelo verde con franja de oro, rodeado de una nube de esclavos, atentos a espantar las moscas y a darle sombra con un gigantesco quitasol rojo, el sultán Muley Hassan,con su enorme cortejo de nobles, portaestandartes, guardias de vistosos uniformes encarnados y músicos incansables, estaba casi siempre de viaje a través de un vasto imperio, un imperio sin caminos y sin puentes, roído por el hambre y minado por la violencia. Iba de una ciudad a otra, de Fez a Rabat, de Meknés a Marrakech, o de una a otra de sus lejanas provincias, para cobrar los impuestos por la fuerza, o someter a las tribus rebeldes. Cuando, por la noche, se detenía, alrededor de su tienda, deslumbrante de adornos dorados, florecía como por encanto una ciudad de tiendas dispuestas en círculos concéntricos y dividida en sectores, para alojar a los dignatarios y el harén, la guardia y los mercaderes, los soldados regulares y los reclutados en las distintas tribus sometidas.
Estas eran las noticias «de color» que entonces se tenían del imperio prohibido más allá de sus fronteras, traídas por los pocos que habían osado poner los pies en Marruecos y logrado salir con vida de aquel país ferozmente xenófobo, que se defendía de la penetración de cualquier «cristiano» con leyes tan rigurosas que llegaban a contemplar la pena de muerte, la misma que para los que alimentaban aquel estado de constante insurrección que se recrudecía, contra todo y contra todos, a lo largo del inmenso territorio marroquí.
Una sola ciudad estaba abierta a los europeos: Tánger, que, para permitir el comercio de Marruecos con el resto del mundo, consentía a los comerciantes de toda Europa establecerse en ella con relativa seguridad. Fue a Tánger donde Carlos de Foucauld y su guía llegaron por mar, tras fracasar en los demás intentos de penetrar en Marruecos por tierra.
Era el 20 de junio de 1883. Una vez desembarcado en el inmenso puerto, que exhibía un sol espléndido, situado entre olivos y casas de blanquísimas fachadas, lanzando al cielo azul altísimas palmeras y agudos minaretes con un brillante policromado de mosaicos, Carlos de Foucauld se mezcló entre la multitud cosmopolita y, abriéndose paso con dificultad entre europeos, hebreos, árabes, bereberes y esclavos negros, se adentró en un laberinto de callejas estrechas y tortuosas, entre los gritos de vendedores públicos, el caracolear de jinetes con amplias chilabas, la música mágica de los encantadores de serpientes, el tintinear de las campanillas de los vendedores de agua, el trotar de los asnos cargados hasta los topes, los lamentos desesperados de los mendigos, las rimas de los cantantes y músicos y las ofertas susurrantes de las vendedoras con velo negro, acurrucadas en el suelo junto a sus pobres mercancías, con un surtido amplísimo, desde dátiles a pollos, desde hierbas a cacharros de barro.
Finalmente, Carlos encontró la casa del señor Ordega, ministro francés en Tánger, y luego fue a la morada de Mouley Abd es Selam, descendiente de Mahoma y amigo de Francia. Uno y otro le dieron cartas de recomendación para distintos personajes que, tarde o temprano, podrían serle útiles.
La primera jornada en territorio marroquí se desenvolvió felizmente. Alquilaron unas mulas y las cargaron con el equipaje indispensable: un par de sacos, que contenían cada uno una manta, un vestido, algunas .provisiones y utensilios de cocina, un botiquín con los medicamentos más necesarios y una caja metálica con el material secreto para la exploración: el sextante, el teodolito, el cronómetro, brújulas, termómetros, barómetros y mapas. Tres mil francos, en oro y corales -el capital de la expedición-, estaban escondidos en las vestiduras de Carlos, dentro de un pliegue que ni siquiera Mardoqueo conocía. Luego, los dos montaron en sendas mulas y se pusieron en camino hacia lo desconocido, hacia Tetuán.
Durante el camino, Carlos había tenido una conversación con su guía: «Escucha, Mardoqueo -le había dicho-: Estos días pasados, cuando intentabas convencer a alguno de tus correligionarios para que nos introdujera en Marruecos a través de las montañas del Rif, yo te dejaba hablar escuchándote en silencio; pero estaba bastante preocupado. Inventas cuentos sin fin sobre mi vida en Rusia. ¡Demasiadas historias sobre mí y, lo que es más, bastante inverosímiles! A la larga, esa manía tuya de fantasear puede llegar a ser imprudente. Y si nos descubren, ya sabes lo que nos espera… Por lo tanto, vamos a simplificar las cosas: desde este momento yo no soy el rabino Joseph Aleman, huido de Moscú, etc., etc. En adelante, simplemente, diremos que soy el rabino Couvaud, de Jerusalén, y basta. ¿De acuerdo?».
Llegaron a Tetuán, sin que nadie les molestase lo más mínimo. ¿Tal vez la realidad de Marruecos era menos hostil de lo que se decía?
Satisfechos por este primer éxito, y amablemente hospedados por una familia del «ghetto», se pusieron inmediatamente a preparar la siguiente aventura, bastante más ambiciosa: nada menos que una excursión a Chechaouen, la ciudad santa árabe, donde jamás un europeo había puesto los pies.
Partieron llenos de entusiasmo. Pero no pasarían muchas horas sin que la familia que los había hospedado los viera volver, con los vestidos desgarrados y los rostros lívidos. A las afueras de la ciudad, unos árabes, al descubrir los instrumentos científicos que el «rabino Couvaud» estaba manejando, olfatearon al explorador, y por lo mismo, al espía, y rápidamente se lanzaron contra él, para asesinarlo. «Si estamos todavía vivos, es de milagro», balbuceaba Mardoqueo, que había perdido hasta la última gota de su antiguo coraje.
Carlos de Foucauld comprendió que aquel era el primer aviso del verdadero Marruecos. Convenía, por tanto, anteponer, al estudio de la geografía y los demás estudios científicos, el conocimiento de la situación local y la profundización en ciertos aspectos particulares, referentes a los usos y costumbres de aquella gente. Informándose a fondo de la situación, descubrió que era la siguiente: en el País abundaban los salteadores dedicados a arrancar, sin misericordia, a los campesinos de aquellos contornos, y a rastrear hasta el último céntimo, de lo poco que se escapaba a las recaudaciones fiscales que llevaban a cabo el Sultán Mouley Hassan y su ávida y suntuosa corte. En lo que concernía a la posibilidad práctica de viajar por aquellas tierras, aprendió que no existía más que una manera, articulada en tres momentos: primero, pedir a un miembro importante de la tribu que le había hospedado que le concediese su anaia, esto es, su protección; segundo, concertar con él la zetata, o sea, la suma que pedía por protegerlo; tercero, afrontar el riesgo del viaje hasta el lugar indicado, en compañía del protector y de algunos de sus hombres armados hasta los dientes. Estos le pondrían en manos amigas y podría seguir el viaje hacia otros lugares merced a nuevas peticiones de anaia, nuevas zetata y nuevos desplazamientos con escolta armada, siempre con la esperanza de no encontrar alguna banda de ladrones más fuerte que la escolta. Y así, hasta el fin de su viaje por Marruecos.
Aprendida la lección, Carlos la puso inmediatamente en práctica para ir a Fez. A lo largo del camino, bajo la amenaza constante de los bandidos y la mirada desconfiada de sus acompañantes, logró rehacer de nuevo los primeros planos, a escondidas, trazando los primeros relieves con ayuda de la brújula y el barómetro, inaugurando aquel sistema clandestino de anotaciones científicas, que le sirvió después a lo largo de toda la expedición.
«Durante la marcha -contó más tarde- tenía siempre una libretita de cinco centímetros cuadrados escondida en la palma de la mano izquierda y un pedazo de lápiz como de dos centímetros en la derecha. Allí anotaba lo que me parecía importante en el camino, y lo que veía a izquierda y derecha. Anotaba los cambios de dirección, según las indicaciones de la brújula, los accidentes del terreno gracias a la altitud barométrica, la hora y el minuto de cada observación, las detenciones, la velocidad de la marcha, etc. Lo hice así todo el tiempo que duró el viaje y nadie se dio cuenta, ni siquiera en las ocasiones en que llegamos a ser una caravana numerosa; tenía, de hecho, la astucia de colocarme en cabeza o al final de la fila, de modo que, con ayuda de mis amplios vestidos, no se viese el ligero movimiento de mis manos al escribir…».
Cuando, a la caída del sol, llegaba a alguna aldea y conseguía un cuarto para él solo, Carlos pasaba aquellos apuntes a su cuaderno de viaje, describía el perfil de los paisajes observados durante la jornada y realizaba los croquis topográficos.
Las observaciones astronómicas resultaron para Carlos más complicadas que la descripción del paisaje y los caminos. El sextante no lo podía esconder como la brújula y, además, aquella labor exigía permanecer bastante tiempo contemplando el cielo. ¿Cómo hacer entonces?
«La altura del sol y de las estrellas -comentaba después- la tomé casi siempre en los pueblos. De día, buscaba el instante en que no hubiera nadie en la terraza de la casa donde me hospedaba; llevaba entonces los instrumentos envueltos en ropa interior, que decía iba a tender para que se secara. Mardoqueo se quedaba al pie de la escalera, de guardia, dispuesto a entretener, con sus interminables narraciones, a cualquiera que fuera a buscarme. Comenzaba las observaciones cuando tampoco en las terrazas vecinas había nadie; pero con frecuencia tenía que interrumpirías. Era una labor pesadísima…». Más de una vez le sorprendieron en plena faena y, para que no sospecharan que era explorador, se hizo pasar por hechicero un tanto loco. Un día, por ejemplo, dijo que estaba escrutando el cielo para descubrir los pecados de los hebreos; otra vez aseguró que, con aquel aparato, lanzaba conjuros contra el cólera…
Finalmente, el 11 de julio, en el horizonte de una gran llanura verde, nuestros viajeros distinguieron las torres almenadas y los muros rojos de tierra prensada de una ciudad que se anunciaba espléndida, con sus altas terrazas blancas, los techos brillantes de azulejos verdes y los esbeltos minaretes cubiertos de mosaicos. Era Fez, con todo su fulgor, la más grande ciudad santa de Marruecos, una de las cuatro magníficas capitales del sultán Muley Hassan.
Pero al llegar, cuando se dirigieron al Mellan de los hebreos, se ofreció a sus ojos el espectáculo más horrendo y repugnante que hubiera visto jamás: el «ghetto» estaba separado del resto de la ciudad por una extensa franja de «tierra de nadie», llena de montañas de inmundicia y cúmulos de carroña de animales, que producían un hedor insoportable. Eran los desperdicios de toda Fez, arrojados allí como indiscutible frontera racial.
Las calles del «ghetto» eran las más estrechas, sucias y oscuras que Carlos recordaba. Tuvo que recorrerlas muchas veces antes de descubrir, en un soportal maloliente, la pequeña puerta de la casa de Samuel Ben Simún, para el cual le había entregado una carta de recomendación el ministro Ordega. Pero cuando la puerta fue abierta, y anduvo a tientas por un corredor oscuro como la noche, Carlos quedó literalmente estupefacto ante el encantador espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Se encontraba, como por arte de magia, en presencia de un patio digno de «las mil y una noches»: las paredes interiores de la casa, que tenía dos pisos, con balcones preciosamente calados, estaban recubiertas de mosaicos desde el tejado hasta el suelo y, en el centro del patio, un pozo revestido de cerámica verde era un maravilla de arabescos. El dueño de la casa, un hombre encantador y de educación exquisita, alojó al «rabino Couvaud» en una estancia pequeña y fresca, una joya del arte de la cerámica, y le permitió el acceso a la terraza, desde la cual pudo, secretamente, hacer sus observaciones.
Carlos no pensaba echar raíces en Fez. Dijo que quería alcanzar lo más pronto posible Tadía, la vasta región salvaje y desconocida, que se extendía en torno a los montes de Atlas Medio. Precisamente en aquellos días, Ben Simún supo que el jerife Sidi Omar estaba organizando en Meknés una caravana para ir a Boujad, la capital de Tadía y, por medio de una colección de amistades, logró que sus huéspedes fuesen admitidos en la misma.
Cuando salió para Meknés, a Carlos el cabello le había crecido hasta los hombros, tal como era costumbre entre los hebreos de Marruecos. Entonces pensó en sustituir las llamativas vestiduras sirio-argelinas por el traje sencillo de los rabinos marroquíes &endash;casquete negro y babuchas negras-, con objeto de pasar lo más desapercibido posible entre la gente.
En Meknés, el 27 de agosto, el jerife Sidi Omar dio orden de partida a la larga caravana, en la cual viajaban, además de nuestro par de rabinos, siete u ocho miserables musulmanes que se dirigían a Tadía, dos hebreos de Boujad que retornaban a sus casas y una cincuentena de mercaderes, que deseaban tomar parte en una feria que se celebraba a una jornada de camino.
Los incidentes no se hicieron esperar: en el término de dos horas, el camino fue cerrado cinco veces por bandas de salteadores, que siempre exigían el pago de importantes peajes.
Al día siguiente, dejados los mercaderes, junto con sus naranjas, aceitunas, dátiles y rojos pimientos, y reforzada la escolta armada, la caravana atravesó una región de gargantas escabrosas, excavadas en las montañas y llenas de bosques, infectados de tribus amenazadoras. Afortunadamente, éstas no hicieron acto de presencia. Los hombres de la escolta se encargaron de crear complicaciones. Se tumbaron en el suelo y dijeron que no se moverían de allí mientras no les dieran un sustancioso suplemento sobre el sueldo que les habían asignado. El suplemento fue concedido y el viaje continuó bajo la amenaza constante de las emboscadas. Y la comezón del miedo hacía presa, cada vez mayor, en el pobre Mardoqueo.
El 5 de septiembre la caravana alcanzó los limites de Tadía. «Estoy a sólo tres horas de marcha de Boujad -anotó en su libreta Carlos de Foucauld-; pero me hallo muy lejos de haber llegado. Hay casi tantos peligros en este pequeño trozo de camino que me queda por hacer como en todo lo que he recorrido hasta ahora. Aquí no hay anaia ni zetata que valgan. Los ladrones pueden con todo y ni las caravanas de cincuenta fusiles osan aventurarse a pasar…».
Solo cabía una solución: recurrir a Sidi Ben Daoud, el único personaje respetado en Boujad y en toda la región de Tadía. Carlos recordó entonces que en Tánger había obtenido de Muley Abd es Selam, descendiente de Mahoma y amigo de Francia, una carta de recomendación, precisamente para aquel Sidi Ben Daoud, quien tenía por antecesor a Omar, compañero de Mahoma y segundo califa del Islam. Llamó inmediatamente a un hombre de la escolta, le mandó quitarse los vestidos, para que no atrajese la avidez de los ladrones, y le envió con aquella carta en busca de Ben Daoud.
A la mañana siguiente, el mensajero retornó vestido de punta en blanco, y con él un joven de hermosa apariencia, montado en una muía blanca, seguido de un esclavo que le protegía con una sombrilla. Era Sidi Edris, nieto de Ben Daoud, mandado por éste para escoltar a los viajeros.
Llegados a Boujad, Carlos y Mardoqueo fueron conducidos ante Sidi Ben Baoud, un anciano benévolo de rostro pálido, expresión dulce y larga barba blanca. Le dijeron que eran dos rabinos de Jerusalén, que habían estado siete años en Argelia, etc., etc. Carlos se dio cuenta de que el anciano le miraba atentamente y con sospecha; también lo advirtió Mardoqueo, que del susto perdió el habla. Pero no sucedió nada. El anciano ordenó que los dos rabinos fueran hospedados, con todos los honores, en casa de la mejor familia judía de la ciudad.
En los días siguientes, los dos huéspedes se vieron tratados con la mayor cortesía. Regularmente, eran invitados a comer y cenar por el hijo o por el nieto de Ben Daoud. ¿Qué significaban aquellas atenciones extraordinarias, sin precedentes para los hebreos?
«No tardé en comprender -dijo después Carlos- dos cosas. Por una parte las constantes invitaciones y las visitas amabilísimas de los familiares de Sidi Ben Daoud tenían por objeto ganar mi confianza y hacerme hablar. Por otro lado, los hebreos ejercían un verdadero espionaje sobre todos mis movimientos, metían la nariz en mis apuntes y examinaban mis instrumentos. Algún pequeño detalle había hecho nacer en Sidi Ben Daoud, en su hijo Sidi Omar y, por lo tanto, en el nieto Sidi Edris, la sospecha de que yo era cristiano. Para comprobarlo, los marabutos me hacían vigilar por los hebreos y, mediante sus invitaciones, me examinaban con toda libertad…».
Un día, durante la comida, Carlos advirtió que el joven Sidi Edris estaba dispuesto a descubrir sus cartas. Decidió hacer lo mismo y correr el riesgo que implicaba sincerarse.
«No se imagina cuanto me gustaría hacer un viaje a Francia», dijo Sidi Edris, como por casualidad.
Y Carlos le respondió: «Nada más fácil. El ministro de Francia en Tánger le haría llegar hasta Argel y, en ésta, yo me pondría a su completa disposición. ¿Pero usted traería un cristiano aquí, a Boujad?».
«No tendría nada que oponer, a condición de que ese cristiano se vistiera de musulmán, o de judío, de que el Sultán no supiese nada y que el acuerdo se tomará secretamente entre el ministro de Francia y yo».
En este caso -contestó Carlos-, estoy seguro de que las autoridades de Francia le dispensarían la mejor acogida, ya que es importante para ellas poder enviar franceses de visita a esta ciudad, pues jamás ha sido vista por un cristiano».
«No es exacto -rebatió, sonriendo alusivamente, Sidi Edris-. Hay cristianos que han estado en esta ciudad».
«¿Disfrazados de musulmanes?».
«No, de hebreos. Venían de incógnito; pero nosotros los hemos conocido».
Era evidente que Sidi Edris, su padre Sidi Omar y su abuelo Sidi Ben Daoud habían descubierto que él era cristiano. ¿Le esperaba la muerte? No tuvo tan mala suerte. Enemigos del despotismo absolutista y aislacionista del sultán de Marruecos, los miembros de la familia santa de Boujad buscaban el modo más discreto de iniciar relaciones con el mundo occidental. Al final, entregaron a Carlos de Foucauld, falso rabino desenmascarado, un mensaje para el ministro de Francia en Tánger.
Las sucesivas etapas de la peligrosa expedición por el Marruecos prohibido llevaron al vizconde francés y a su guía hebreo a través del Gran Atlas, en el cual las poblaciones se apretaban en torno a las kasbah, de rojos muros almenados, construidas por los señores feudales en lo alto de picachos rocosos, semejantes a nidos de águilas. Más al sur, la poca vegetación, constituida por espinos y acacias, les anunció que estaban cerca del Sahara; se adentraron entre las dunas del mismo Sahara, desde el oasis de Tisint al de Akka, para tomar finalmente el camino de regreso, de una ciudad prohibida a otra, de una a otra emboscada, a lo largo de un itinerario que les condujo a Mrimina, donde les ocurrieron algunos hechos que vale la pena contar.
Estaban en Navidad. Carlos había pasado una melancólica Nochebuena, sus recuerdos se habían remontado hasta las dulces navidades de Nancy, cuando se reunía junto al árbol con su hermana y el bondadoso abuelo Morlet, coronel de artillería retirado. La mañana del día de Navidad de 1883 Bou Rhim, notable de Tisint y amigo entrañable de Carlos, que como jefe de la escolta les había llevado, a él y a Mardoqueo, hasta Mrimina, confió a ambos a la protección de Si Abd Allah, quien debía acompañarlos durante la próxima etapa. Si Abd Allah era en Mrimina un santón de una importante fraternidad religiosa musulmana, un anciano de apariencia huraña, de cuyo rostro bronceado fluía una luenga barba blanca.
«Yo no siento gran simpatía por los judíos -fue el poco tranquilizador discurso que les soltó, apenas los tuvo en su presencia-. Sin embargo, ya que vosotros dos me habéis sido traídos aquí, y por lo tanto sois mis huéspedes, os trataré con toda consideración. Pero dados mis sentimientos hacia los hebreos, lo mínimo que puede pediros como prueba de gentileza es que me compenséis de la repugnancia que siento por tener que ayudaros y me hagáis un regalo, y se entiende que tiene que ser un regalo digno de mí y aparte del precio acordado para que os conceda mi protección.»
Carlos se consideró afortunado, porque Si Abd Allah se contentó con los panes de azúcar, el té y el algodón que había encontrado en su equipaje. Pero, al despedirse, el santón dijo: «Está bien. Ahora voy a tratar con uno para que os provea de escolta».
¿Cómo? ¿No estaba todo arreglado, cerrado el trato, pagado y requetepagado? ¿No se había comprometido él, Si Abd Allah en persona, a escoltarlos en la siguiente etapa? Misterios del Marruecos prohibido.
Al día siguiente, fecha de partida, nadie apareció. Carlos, que desde el primer momento había olfateado en Mrimina un aire particularmente enrarecido, decidió utilizar el segundo recurso, el que después del dinero se había revelado como el más eficaz en aquel extraño país. Buscó entre las cartas de recomendación de que había sido provisto antes de comenzar el viaje y durante el mismo. Una de Muley Abd Selam, venerable jerife de Uazan, le pareció la más prometedora.
Lo fue, en efecto, hasta el punto de que, apenas la mostró, mereció ser leída públicamente en las mezquitas. Si Abd Allah, en los tres días siguientes, se tomó la molestia de hacer numerosas visitas a los rabinos y, no contento con esto, encargó a dos de sus hijos que durmieran junto a Carlos y Mardoqueo, concediéndoles así el máximo honor y la más fuerte garantía de seguridad. Pero de la partida, el anciano seguía hablando en términos de dilación. Hasta que dejó de ir donde ellos, con la excusa de que estaba enfermo.
Entre tanto, llegó a los oídos de Carlos una alarmante noticia: por toda la región se había esparcido el rumor de que el «rabino Couvaud» era en realidad un cristiano disfrazado, que llevaba consigo un importante tesoro. A las puertas de Mrimina, dos bandas rivales de ladrones, la de los Arib y la de los Beraber, estaban apostados para apoderarse del botín, apenas él y Mardoqueo pusieran el pie en despoblado. La extraña conducta de Si Abd Allah tenía al fin explicación, así como sus recomendaciones de paciencia encontraban una justificación.
El comienzo del año 1884 fue tan triste para Carlos como melancólica había sido la Navidad. Días más tarde, le llegó la noticia de que la banda de los Arib se había cansado de esperar y se había ido. Otro tanto había hecho la de los Beraber. Pero habían sido sustituidas inmediatamente por una treintena de Am Seddrat, los cuales, poco dispuestos a perder el tiempo esperando la presa, habían enviado una embajada a Si Abd Allah para pedir que les confiara a ellos la protección de sus huéspedes.
Aunque abusón y rapaz, Si Abd Allah se reveló, afortunadamente, no del todo deshonesto. Rehusó la oferta e hizo poner guardia de protección en la casa de los rabinos.
Nueva embajada de los bandidos; nueva negativa del viejo santón. El asedio continuó.
«La única solución -dijo Si Abd Allah, apareciendo ante sus huéspedes, después de la diplomática enfermedad- es esperar otros ocho días. Porque entonces los miembros de mi fraternidad religiosa y yo dejaremos Mrimina para ir devotamente en peregrinación a Tisint, a la tumba del gran marabuto. Ustedes podrán mezclarse entre ellos, en la procesión, entre la multitud de peregrinos…».
«Basta -le interrumpió Carlos-. Si no eres capaz de proporcionarnos inmediatamente la protección necesaria para que pueda salir de aquí, buscaré yo mismo la forma de seguir el viaje por otros medios».
Mandó un mensajero a Tisint, a su amigo Bou Rhim. Tres días más tarde, cerca de treinta jinetes, guiados por Bou Rhim en persona, entraron en Mrimina como un huracán, galopando directamente a la casa de Carlos.
Pasada media hora, Carlos y Mardoqueo salían camino de Tisint. La escolta que Bou Rhim había formado, con hombres de su parentela, estaba tan poderosamente armada, que los Am Seddrat no creyeron prudente salir al paso.
Pero las aventuras de Carlos y Mardoqueo no habían terminado. Nuevos incidentes los acompañaron de Tisint a El Outat, hasta Lalla Marnia, en las fronteras con Argelia, donde los encontramos desvanecidos, magullados y cubiertos de sangre, en la mañana del 23 de marzo de 1884.
Marruecos los había despedido apaleándolos y robándolos. Los autores materiales del hecho habían sido los hombres de la última escolta. Una despedida digna de aquella tierra, «donde -había escrito Carlos a su hermana María- entre los ladrones y el Sultán, no tienen tranquilidad ni ricos ni pobres; donde la autoridad no defiende a nadie y amenaza los bienes de todos; donde el Estado atesora continuamente, sin jamás hacer un gasto para el bien del país; donde la justicia se vende, la injusticia se compra y el trabajo nunca tiene recompensa… Se trabaja de día y se hace guardia durante la noche. Cierras los ojos un momento y los ladrones te quitan ganado y cosecha… Y cuando, a fuerza de trabajo y fatigas, la cosecha está a salvo en el granero, hay que defenderla todavía del Sultán. Para librarla de éste, los campesinos gritan que están en la miseria, que la estación ha sido pésima. Pero los emisarios los vigilan. Si ven que salen del mercado sin comprar grano, eso quiere decir que tienen, y los denuncian. En el momento menos pensado, llega una veintena de guardias, les registran la casa, les quitan el grano y además, si tienen esclavos y animales domésticos, se los llevan. Por la mañana si despiertan ricos y a la noche se encuentran pobres. Sin embargo, no les queda más remedio que seguir viviendo, sembrar para el siguiente año. En esta situación, sólo hay una esperanza: el judío. Este, si es un hombre honesto, les hará un préstamo al sesenta por ciento. En caso contrario, el interés todavía es más grande. El principio del fin, porque el primer año de sequía, las tierras salen a subasta y ellos van a la cárcel. Ruina total…»
El 26 de mayo de 1884, Carlos llegó a Argel. Lo primero que hizo fue ir a la biblioteca para entregar a su viejo amigo Mac Carthy las notas científicas de la expedición.
Se quitó los vestidos de hebreo errante. De ellos salió el Carlos de Foucauld «hombre viejo» elevado a la enésima potencia. Mientras los periódicos, argelinos contaban su viaje con categoría de hecho sensacional, él se entregó, durante doce días, a las orgías más desenfrenadas. Pero eran las últimas locuras del descendiente de los vizcondes de Foucauld de Pontbriand. Para él estaba muy próxima la hora de su gran conversión.
Mardoqueo cobró la paga pactada -doscientos setenta francos por cada uno de los nueve meses que duró la expedición- y, en poco tiempo, quemó todo este dinero en las llamas de su vieja pasión: la alquimia. Unos meses más tarde, durante un experimento del cual esperaba obtener la piedra filosofal, murió envenenado por los vapores del mercurio.
EL CAMINO QUE LLEVA A LA TRAPA
El invierno de 1886 fue crudo incluso para Jerusalén. Las terrazas de las casas, las cúpulas de los santuarios, las cúspides de los minaretes, las copas de las palmeras y los ramos de los olivos se cubrieron de una nieve espesa como algodón. Las callejas sucias de la ciudad vieja se llenaron rápidamente de un barro resbaladizo, de color grisáceo oscuro.
Nevaba también, la víspera de Navidad, cuando un joven europeo -el bigote aguzado según el dictamen de la última moda y con un paletot de inconfundible corte parisino- fue visto aventurarse en aquel fango helado que cubría la Via Crucis hasta el Calvario; se dirigió después al Santo Sepulcro y paseó más tarde por el Jardín de la Resurrección. Por la noche llegó a Belén, asistió a la misa de medianoche y comulgó. En los días que siguieron a la Navidad, visitó Betania, Caná, subió al monte Tabor, pasó por Emaús y fue a Nazaret. En esta última ciudad se detuvo más largamente que en los Otros lugares y recorrió las calles llenas de barro, donde jugaban niños harapientos.
Se marchó. Pero en seguida volvió sobre sus pasos, como si una voz, a la que no se pudiera no hacer caso, le repitiera: «Aquí, aquí, en Nazaret, es donde Jesús vivió treinta años. Los vivió en silencio, ignorado por todos, desconocido, orando junto a su madre y trabajando de carpintero en el taller de José. Treinta años, ¿comprendes? Todo lo larga que ha sido tu vida hasta ahora; tal vez tanto como te queda todavía por vivir…».
Se hizo la luz. Jesús no le llamaba a imitarle en la vida pública; no le mandaba por ello ingresar en una orden religiosa que después le enviara a la predicación o a la vida intelectual. Nazaret hablaba claro a su corazón: «Estar escondido en Cristo, con San Pablo, quiere decir elegi abjectus esse (he elegido ser despreciado), porque nuestro Señor lo fue».
Era la luz. La luz que Carlos buscaba desde hacía cuatro años, a partir del verano de 1885, el cual pasó -como vamos a ver a continuación- en Tuquet, entre los plácidos viñedos de Gironda.
Poco después de terminada la expedición al Marruecos prohibido, Carlos de Foucauld había regresado a Francia. El eco de su empresa y la fama proporcionada por los primeros elogios oficiales habían borrado, del ánimo de sus parientes, el resentimiento por las pasadas irregularidades. Estos le acogieron con un calor que era a la vez afecto y orgullo. Pero Carlos permaneció poco tiempo entre ellos.
En octubre nos lo encontramos de nuevo en Argel, donde -apoyándose en los apuntes confeccionados durante el viaje- escribió una obra de elevado valor cien tífico y gran interés literario, que el editor Challamel publicó con el titulo Reconnaissance au Maroc. Fue un trabajo absorbente, que exigía de él mucha concentración, pero que no le impidió correr el riesgo de contraer un matrimonio, cuyos preparativos ya habían comenzado. Afortunadamente se salvó, en el último momento, gracias a la intervención a distancia de sus parientes, en particular de su prima María de Bondy, una persona de la cual sería necesario decir alguna palabra.
Tía Inés, la belleza sofisticada de otros tiempos, había contraído matrimonio con el bonachón señor de Moitissier. Fue ella quien, preocupada por la conducta de Carlos y sus prodigalidades extravagantes, había hecho imponer a éste un consejo judicial. Había tenido dos hijas. La mayor, Catalina, estaba casada con un diplomático, el conde de Flavigni. La segunda, María, era esposa del vizconde de Bondy. María había sentido siempre un afecto particular por su extravagante primo, desde el momento en que, siendo un niño, quedó huérfano de padre y madre.
También durante el transcurso de todos aquellos años que siguieron, cuando a casa de los Moitissier llegaban las noticias, cada vez más alarmantes, sobre el comportamiento del muchacho, Maria, sola en medio del coro consternado e indignado de la familia, nunca había pronunciado una palabra de condena. Por el contrario, siguió manteniendo con Carlos una relación epistolar cariñosa y serena que, en algunas ocasiones, le libró de cometer locuras todavía más grandes que aquellas en que caía.
Fue también su discreta y dulce intervención la que disuadió a su primo de caer en un nuevo error. «Tenía necesidad de ser salvado de este matrimonio, y vos lo habéis hecho», escribió después Carlos a su prima. Y ésta no será, como veremos más adelante, más que una de las intervenciones trascendentales de María de Bondy en la vida de Carlos de Foucauld.
Mientras tanto, en Argel, Carlos se había puesto preocupantemente enfermo, con una inflamación. El médico, que le había tratado hasta su curación, le prescribió taxativamente una larga convalecencia en Francia, a ser posible en el campo.
Era ya el verano de 1885. Carlos, todavía con fiebre, aprovechó para reunirse con su hermana, que estaba veraneando con los Moitissier en una granja que estos tenían en Tuquet, en Gironda. «Nada de trabajar, nada de escribir, ninguna clase de fatiga: reposo, reposo y reposo», le había recomendado el médico de Argel. A Carlos no le quedó más remedio que pasar las horas en una cómoda habitación, pensando y observando. Pero pensara lo que pensara, viera lo que viera, era África quien prevalecía en sus recuerdos.
Los viñedos de Gironda eran bellos. Para recorrerlos, no se necesitaba contratar protección, ni pagar una escolta armada, ni afrontar emboscadas como en Marruecos… Pero, cuando la brisa movía los pámpanos de la vid, era el rumor de las palmeras de Tisint el que resonaba en los oídos de Carlos. Si, desde la ventana de su habitación veía la blanca barba de un labrador anciano, era la patriarcal figura de Sidi Ben Daoud la que se alzaba ante sus ojos. Cuando, desde los lejanos telares se alzaba, al atardecer, alguna coplilla, le venia a la mente el eco de la plegaria musulmana que desde la cordillera del Atlas llegaba hasta allí, hasta la Gironda; aquella plegaria solemne, que hacían postrados, y cinco veces al día repetía: «Allah Akbar» («Dios es el más grande»).
Sin embargo, en Tuquet había aprendido que no eran los seguidores de Mahoma los únicos que sabían orar, creer y adorar. Se daba cuenta de que, mientras los beduinos se inclinaban allá en el lejano desierto, en la iglesia del pueblo, a pocos pasos de la granja, su prima Maria rezaba por lo menos con la misma entrega.
Durante muchos años había pensado -desde que la adolescencia echó su fe a las ortigas- que precisamente la diferencia entre unas y otras religiones era la negación de todas. Ahora conocía a los creyentes de dos de ellas, comprendía que aquella convicción no se tenía en pie y que se imponía esta otra como evidente y cierta: de las ardientes arenas del Sahara, como de la fresca penumbra de la iglesita de Tuquet, era único el acto de fe que se alzaba a Dios, única la alabanza al Altísimo…
El no creía en aquel Dios. Pero, sin saberlo, tenía una gran necesidad de creer. Las interminables horas de aquel reposo forzado estuvieron, a partir de un determinado momento, llenas de meditaciones sobre el mundo de la fe y la virtud. El no tenía fe; pero podía aspirar, al menos, a la virtud. Una virtud -sin duda alguna- pagana.
Se lanzó a buscarla en los viejos autores griegos y latinos; pero sólo halló aburrimiento y disgusto. Entonces, casi instintivamente, pasó a ojear algunos textos cristianos. Fueron lasElevations sur les Mystéres, de Bossuet, las que le hicieron al fin encontrar un cierto sentido místico a la vida. Pero siguió vacilando ante la fe en Dios, y, todavía más, ante la fe en el Hijo de Dios, y rebelándose al solo pensamiento de aceptar el «yugo de la Iglesia».
Mientras tanto su salud mejoraba. Cuando, en septiembre, los Moitissier y su hermana regresaron a París, él volvió a Argelia. Tenía planeado Otro viaje -a través de las regiones desde hacía poco sometidas a Francia- y lo realizó. De Mzab a El Golea, después subiendo hasta Túnez, donde embarcó, para llegar a su patria en enero de 1886.
Se estableció en Paris, en el número 50 de la calle Miromesnil. En el apartamento volcó su nostalgia de África: colgó de las paredes, entre los viejos retratos familiares, una colección completa de sus «paisajes» marroquíes. Adquirió una biblioteca de obras selectas y editadas lujosamente, contrató un mayordomo; pero no compró cama. Prefirió dormir sobre una estera, envuelto en su albornoz, como Buo Rhim y los otros amigos de allá. ¿Bohemia de lujo con fantasías exóticas? ¿Ascetismo snob? Puede ser. Sin embargo, la diferencia entre los equívocos pisitos anteriores y este apartamento, aunque extravagante, indicaba que algo había cambiado en el interior de Carlos de Foucauld.
A poca distancia de la calle Miromesnil, en la de Anjou, vivían los Moitissier. La tía Inés tenía un salón que ejercía cierta influencia en el mundo político francés de la época. Carlos fue acogido con todo el interés que merecía el explorador de una parte de mundo desconocida. Bien pronto se vio asediado por un coro de ilustres aduladores, que pretendían atraerle a su campo con toda clase de tentadoras ofertas. Hastiado, no les dio oportunidad; y si continuó frecuentando el salón fue sólo para encontrarse, lo más a menudo posible, con su prima María, a la cual definía a menudo como «ángel en la tierra», o «alma bella».
Estas dos expresiones hoy nos pueden parecer mediocres y hasta un poco cursis, dada la profusión poética y romántica de las «almas bellas» y de los «ángeles en la tierra». Pero en boca de Carlos de Foucauld tenían un significado genuino. Un hombre como él -que durante años había conocido la «dolce vita», calibrando la relación con las mujeres solamente con la medida del capricho o la pasión- no podía encontrar otras expresiones para definir a una mujer como María de Bondy, la cual, por primera vez en su vida, cual imagen viviente de la virtud, le inspiraba un sentimiento de absoluta pureza, jamás conocido antes.
A la calle de Anjou iba, de vez en cuando, el abate Huvelin para visitar a la tía Inés y a María. Era un convertido que se había hecho sacerdote y que entonces desempeñaba el cargo de vicario en la parroquia de San Agustín. Fatigas y enfermedades habían señalado su rostro, haciéndole parecer más viejo de lo que en realidad era. Para escuchar sus sermones acudía mucha gente del gran mundo; sin embargo no tenía nada de abate mundano, y no ofrecía un Evangelio aguado, sino todo lo contrario.
Carlos sintió muy pronto una gran admiración por aquél abate; pero ni siquiera se le ocurrió pensar que pudiera ayudarle lo más mínimo. Si Maria no había logrado que recobrase la fe, mucho menos estaba ello al alcance del abate Huvelin. Este era un simple sacerdote, no un taumaturgo. Y además, la fe, no te la pueden imponer los otros, ni tú la puedes comprar en los mercados, ni siquiera para hacer feliz a una María de Bondy…
Un día Carlos entró en San Agustín. Recorrió lentamente las naves, sumidas en una discreta penumbra, murmurando entre dientes: «Dios mío, si existís, hacédmelo saber».
¿Le buscaría -podríamos preguntar con Pascal- si no le hubiese encontrado ya?
Pero no es siempre fácil para un hombre conocer aquello que le inspira. Además, sin negar el poder de la gracia, quien ha perdido la fe es raro que la recobre como iluminado por un rayo de lo alto. La mayoría de las veces, debe recorrer un camino largo y penoso, con avances y retrocesos, antes de llegar a la meta del «si» que subraya el final del drama interior.
En septiembre de 1886, Carlos volvió a embarcar se. Quería realizar una rápida expedición por territorio tunecino, antes de poder decir que había recorrido toda África del norte, desde Tánger hasta Tunez.
Un mes más tarde, en octubre, se lo pudo decir a María, nada más volver a París. Pero la conversación se desvió inevitablemente a Otro tema y terminó con estas palabras amargas de Carlos: «Vosotros sois felices con creer; yo, por el contrario, busco la luz y no la encuentro».
Sin embargo, una mañana de los últimos días de octubre, a primera hora, después de una noche de insomnio, Carlos de Foucauld salió de casa y se dirigió a San Agustín. No sabia claramente que era lo que deseaba; sólo sentía una angustiosa necesidad de ayuda.
En la sacristía preguntó por el abate Huvelin. Le contestaron que estaba en el confesionario, aquél de allí, y se lo indicaron. Carlos se aproximó y, hablando a media voz, a través de las portezuelas cerradas: «Abate Huvelin -dijo, y fueron las únicas palabras que le acudieron a los labios-, deseo que me instruyáis en la fe».
«Arrodillaos -respondió desde la oscuridad la voz contenida del sacerdote-, confesaos a Dios y creeréis.».
«Pero yo no he venido a eso…».
«Confesaos» -repitió el abate-. Un último momento de vacilación y Carlos pasó al lateral del confesionario y se arrodilló con la vista dirigida hacia la rejilla.
Desde aquel día, casi todas las mañanas iba a comulgar y se confesaba cada semana. Su alma sentía una serenidad como jamás la había conocido.
Pero Carlos no había llegado al final de su conversión. Porque si conversión significa la transformación total del ser, él comprendía que ésta no estaría concluida mientras su vida no fuera arrasada, para construirla de nuevo de un modo completamente distinto. «Cuando creí que había Dios -escribirá más tarde-, supe que no podía hacer otra cosa que vivir sólo para El. Mi vocación religiosa nació en el mismo instante que mi fe».
Empero, su fe recién nacida tenía que soportar muchas dificultades para sobrevivir. A veces, los prodigios narrados por los Evangelios le sabían a fábula; en otros momentos deseaba mezclar las plegarias cristianas con trozos del Corán… Fue necesaria la ayuda constante del confesor para que aquella delicada fe llegase a madurar; pero, sobre todo, fue decisiva la ayuda de la gracia de Dios.
En medio de tantas contradicciones, la primera idea -que fulguró en el mismo momento que la mano del abate Huvelin trazaba la cruz de la absolución- se abría paso y se robustecía. «Deseo ser religioso, vivir sólo para Dios, hacer lo más perfecto, cueste lo que cueste…»
El abate Huvelin le hizo esperar tres años. Además de otras razones, había una especial: aunque Carlos deseaba «desaparecer ante Dios en un puro anonadamiento» -como le sugerían las páginas de Bossuet-, sus ideas seguían sin ser claras del todo y no sabía qué Orden religiosa escoger.
La primera indicación le llegó de un trozo del Evangelio, que le produjo un impacto muy particular: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este es el primero y el más grande de los mandamientos. El segundo es semejante a éste: amarás al prójimo como a ti mismo». Por lo tanto, comenzaba y se circunscribía en el amor.
La segunda orientación..Ja tuvo por medio de un sermón del abate Huvelin en San Agustín. Recordaba muy bien sus palabras: «Nuestro Señor ha elegido el último puesto, hasta tal punto que nadie ha logrado quitárselo». «De acuerdo -pensó Carlos-, no es posible quitárselo; pero lograr el último puesto entre los hombres sí que es posible. Este, sin duda, es el único modo de estar próximo a nuestro Señor…»
Transcurrieron varios meses. Durante los mismos, Carlos -convencido de tener al fin en la mano la llave de su vida- meditó profundamente en la gran paradoja del cristianismo: Dios es el Altísimo; pero el Hijo de Dios se ha hecho el último de los hombres. ¿Por qué? Lentamente sus ideas se fueron aclarando: el Altísimo ha amado a la humanidad con tal amor, que ocultó toda señal de su gloria para hacerse hombre -y entre los hombres el más miserable-, llegar incluso hasta la muerte en el patíbulo y a la ignominia para conquistar el amor de las criaturas humanas.
Durante aquellos meses nadie se dio cuenta del drama que se desarrollaba en el alma de Carlos de Foucauld. Para todos seguía siendo el elegante parisino, un poco «snob», que frecuentaba el salón de madame Moitissier, tenía un mayordomo con lujosa librea y un piso un poco extravagante, donde pasaba las horas corrigiendo las pruebas de su obra sobre Marruecos y completando los mapas y cartas topográficas. Cuando -a comienzos del año 1888- el editor Challamel lanzó al mercado Reconnaissance au Maroc, el libro tuvo el más lisonjero éxito y la crítica profetizó a su autor un brillante porvenir. Al leer esto último, Carlos no pudo contener una sonrisa irónica.
En el verano de aquel mismo año, fue a pasar unos días en el castillo de los Bondy, en Indre. Fue entonces cuando María le aconsejó que visitará la trapa de Fontgombault, que estaba próxima. Carlos así lo hizo. Contempló el silencioso ir y venir de aquellos monjes de hábitos de lana blanca, oyó el golpear del martillo en el taller, el trino de los pájaros en los árboles, el murmullo del agua en las fuentes, el mugido lejano de una vaca, el sonido sordo que producía el azadón al hundirse en la tierra del huerto, el rumor del rastrillo; pero no oyó una sola voz humana en aquél pequeño mundo, limpio y misterioso. El silencio absoluto del hombre le pareció que transfiguraba el mismísimo campo de Francia, dándole la muda majestad del desierto. Pero lo que más le impresionó fue el mísero hábito de trabajo, sucio y remendado, de un fraile que regresaba de los campos.
Esta fue la tercera indicación: «Es aquí dentro -pensó- donde ese fraile ha encontrado el último puesto. Su hábito es el más bello del mundo…»
¿Era la trapa el único lugar de la tierra donde podía satisfacer su vocación? El abate Huvelin, al cual sometió su pregunta en cuanto estuvo de regreso en París, no se pronunció todavía. «Es mejor -le dijo- que antes de tomar cualquier decisión, hagáis una peregrinación a Tierra Santa. Allí pedid a Dios que os ayude a decidir».
En Tierra Santa, entre la nieve, sucedieron los acontecimientos que hemos narrado al comienzo de este capítulo. Desde aquella Navidad, Carlos no soñó sino con vivir la vida de silencio, oración y trabajo que durante treinta años llevó Cristo en Nazaret.. Había recibido la cuarta indicación y era la definitiva.
El 16 de enero de 1880 fue un día de viento impetuoso. Carlos avanzó por el sendero que se adentraba en un bosque de hayas y abetos, en forma de escarpada pendiente, entre los montes del Vivarais. Aquel camino llevaba a la trapa de Nuestra Señora de las Nieves.
Respecto de la misma, sabía dos cosas esenciales: la primera, que aquél era el más pobre entre los pobres monasterios trapenses, y él quería ser el más miserable de aquellos frailes míseros; segunda, que aquella trapa había fundado un nuevo monasterio en Siria, cerca de Alejandreta, y esperaba formar parte del grupo que iba a ser enviado allí para reforzar la nueva comunidad, la cual sin duda seria todavía más pobre que la casa madre.
El abate Huvelin le había escuchado, -ya no cabían dudas, la elección de Foucauld era meditada- y le dio su aprobación. Aquél fue el momento de la decisión final.
Desde que solicitó la admisión en la trapa, hasta que le fue concedida, pasaron varios meses. En el transcurso de los mismos, el tribunal de Nancy le quitó el consejo judicial y le devolvió la plena libertad para disponer de su fortuna. Curiosa historia la de la fortuna de Carlos: había podido utilizarla a manos llenas cuando era mejor que no la tuviese; le fue administrada precisamente cuando la había podido emplear en algo serio; se le devolvía ahora la completa disposición sobre la misma, cuando para él carecía totalmente de interés. Carlos la donó íntegra a su hermana.
Hizo una visita de despedida a sus parientes. Fue de Nancy a Dijón y por último a París. La víspera de la partida, él y Maria asistieron juntos a la misa que celebró el abate Huvelin y ambos comulgaron. Al llegar el momento, dio un postrer abrazo a los parientes de la calle de Anjou y se encaminó solo hacia la estación.
El bosque estaba ahora a su espalda; pero el viento soplaba igualmente en la desnuda pendiente de la montaña. Al alzar los ojos, Carlos vio los muros de granito blanco del monasterio solitario. Entonces sintió que, en verdad, todo había terminado: las locuras de Saumur, las pasiones de Evian, las aventuras de Fez, las amistades de Boujad y de Tisint, los afectos de París, las noches marroquíes bajo un cielo de diamantes, las noches parisinas iluminadas con las luces de los grandes bulevares, los veranos entre los viñedos de Gironda y en el castillo de Indre. Pero, al mismo tiempo, sintió que todo comenzaba en aquel reino de silencio. Hizo sonar la campana que había en la puerta.
«Deseo hablar con el Padre Abad» -dijo-. El hermano portero le guió, sin abrir la boca, ante el P. Martín.
«¿Qué sabéis hacer?» -le preguntó éste sin entrar en preámbulos.
«Pocas cosas».
«Entonces tomad ésta». Y le dio una escoba.
«Es mejor ser el último allí donde Dios quiere» -murmuró Carlos.
El día 27 de aquél mismo mes entró en la comunidad como postulante. Diez días más tarde tomaba el hábito de los novicios de coro: una amplia túnica de lana blanca, el escapulario y la cogulla. El vizconde de Carlos de Foucauld elegía para nombre religioso el de hermano María Alberico. «María -explicó-, por la Virgen de Nazaret, por mi prima que había sido la inspirada y como una hermana, a la que amaba tiernamente. Alberico en recuerdo de uno de los santos fundadores de la orden cisterciense».
En la trapa de Nuestra Señora de las Nieves cada día era idéntico que el anterior e igual que el siguiente. Para el hermano María Alberico todos ellos significaban oración, estudio y escoba, y una gran nostalgia de las personas amadas: María, Catalina, su hermana, la tía…
«Nos levantamos a las dos -escribió a su hermana- y vamos a la iglesia, donde recitamos durante dos horas en voz alta los salmos en el coro. Después, durante hora y media, se está libre: se lee, se reza, los sacerdotes celebran su misa. Hacia las cinco y media volvemos al coro para seguir recitando salmos -es el oficio de «prima»- y se oye la misa de la comunidad. Después se va al capítulo, donde se hacen algunas oraciones, el superior comenta una parte de la regla y, si alguno ha cometido una culpa, se acusa en público y recibe la penitencia correspondiente, que no es jamás severa. Después, más tiempo libre -tres cuartos de hora- para leer y orar cada uno por su cuenta; luego se recita en el coro la «tercia». Hacia las siete se comienza el trabajo: al salir de «tercia» el superior señala el trabajo a cada uno. Se hace éste hasta las once, hora en que se dice la «sexta». A las once y media vamos al refectorio. Después de la comida -una comida monacal- nos dirigimos a la habitación para dormir hasta la una y media de la tarde. Tres cuartos de hora de intervalo para las plegarias particulares de cada uno o la lectura. A las dos y media, vísperas. Después de éstas, trabajo hasta las seis menos cuarto. A las seis, oración. A las seis y cuarto, cena. Un poco de tiempo libre y, a las siete y cuarto, lectura para toda la comunidad, en capitulo. Después «completas», canto de la salve y a la cama. Vamos a dormir a las ocho…»
Los trapenses no tienen celdas separadas, duermen todos juntos en una desnuda habitación. Adiós cámara familiar de otro tiempo, adiós cuarto número 82 de la escuela de Saumur con su cómoda tumbona, adiós garçoniere de Pont-á-Mousson, adiós apartamento de Paris, adiós tiendas marroquíes…
Pero ¿por qué había elegido la trapa? «Por amor, por amor», escribía.
EL ULTIMO A TODA COSTA
El sobre presentaba un montón de sellos de colores vivos, en los cuales se veía la media luna turca. Hacía meses que María de Foucauld, esposa del señor de Blic, esperaba aquella carta.
«El trabajo más duro -leyó, entre otras cosas, y fue el párrafo que la impresionó más- es el de la tierra. En invierno se talan los bosques, en primavera se podan las vides, en verano se siega el heno y se recoge el grano. Anteayer precisamente hemos terminado de segar. Un trabajo de labradores, en suma, inmensamente bueno para el alma, la plegaria y la meditación. Después de este trabajo -más pesado de cuánto se puede imaginar, sobre todo para uno como yo, que jamás lo ha hecho- se siente compasión de los pobres, caridad hacia los obreros, amor por los trabajadores… Se conoce el precio de un pedazo de pan cuando se prueba cuánto sudor cuesta producirlo. ¡Se aprende a tener compasión de aquellos que trabajan, al compartir fatigas!…»
La carta estaba firmaba por el hermano de la señora Blic, el antiguo vizconde Carlos de Foucauld de Pontbriand, ahora más sencillamente fray María Alberico, y procedía de la lejana trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Siria, lo que en aquél entonces equivalía a decir del imperio otomano. La fecha era la de un día de fin de verano de 1891. Carlos, como le seguían llamando en la familia, estaba allí desde hacia más de un año.
Fray María Alberico estuvo sólo seis meses en la trapa de Nuestra Señora de las Nieves, enclavada en los helados montes de Vivarais. («Parecía un ángel en medio de nosotros», escribía de él el padre abad, don Martín). Después no se le quiso hacer suspirar más por la pobrísima trapa del Asia Menor y, en junio de 1890, el novicio pudo dejar la escoba junto al cogedor de basura y dirigirse a Marsella, donde embarcó hacia Oriente. El 9 de julio desembarcaba en Alejandreta. En el puerto, bajo un cielo de metal fundido, le esperaba el padre Etienne, con la blanca túnica empapada de sudor. En silencio, los dos subieron a la grupa de sendas mulas y, escoltados en el primer trecho del camino por un pelotón de guardias turcos y después por varios guerreros curdos, avanzaron hacia el interior.
El camino ascendía con rápida pendiente por entre las montañas de Amanus, vigilado desde lo alto por las torres espectrales de antiguos castillos en ruinas. El paisaje sombrío, que recordaba al áspero y desolado del Pequeño Atlas, la escolta armada que caminaba con cautela a su lado, los jinetes de mirada huidiza que se cruzaban con ellos, las caravanas de lentitud exasperante que a veces cerraban el paso, los bosques infectados de bandidos, el sol que había bajado hasta la altura del horizonte: todo hacia revivir en la mente de Carlos una parte de su aventura marroquí. Si no hubiese sido por la vestidura que llevaba -el hábito cisterciense de fray María Alberico y no el pintoresco disfraz del rabino Couvaud- la similitud de lugares y circunstancias le habrían hecho creer que verdaderamente se acababa de despertar de un largo sueño para encontrarse, algunos años atrás, y a millares de kilómetros de distancia, sobre un camino prohibido en la tierra del Sultán Muley Hassan.
Cabalgaron dos días y dos noches, con breves descansos para dormir. Subieron a la cima de la colina de Beilán y descendieron por la otra vertiente hasta el poblado de Akbés, asomado a una vertiginosa pared cortada a pico. Bajaron por un lugar donde la verticalidad era menos pronunciada, siguiendo un camino de mulas apenas marcado en la roca, y alcanzaron el fondo del horrible precipicio. Recorrieron un largo trecho de la estrecha garganta, treparon por el lecho de un arroyo sin agua en aquellos momentos, y desembocaron al fin en un amplio valle, dulcemente extendido a ochocientos metros de altura, pero cercado de montes impenetrables, que erguían sus cimas de roca gris, horadadas por cavernas, más altas que los sombríos bosques de pinos marítimos, encinas gigantes y olivos silvestres, vivienda de perdices, venados y bandidos, reserva de caza -durante el invierno- de los lobos, panteras, osos y jabalíes.
Si el hosco paisaje, que los había acompañado durante el largo camino desde Alejandreta hasta allí, hizo recordar a Carlos algunas regiones de Marruecos, aquel valle insospechado y que aparecía repentinamente ante sus ojos, verde de pastos, dorado de mieses y alegre de árboles frutales, le trasladó, como por arte de magia, a los años de su infancia, en un valle de los Vosgos, cuando su pequeña mano iba cogida de la mano grande y buena del abuelo Morlet, coronel de artillería retirado. Pero poco después, los ojos del novicio encontraron dos detalles que le volvieron bruscamente a la realidad: una empalizada alta y sólida, protegida con espino, construida alrededor de todo el valle, en los limites con el bosque, para impedir las incursiones de las fieras; y en el centro, un poblado de barracas, hechas con madera y barro, cubiertas con ramas, muy semejante a los pueblos de los buscadores de oro del Far West, de los cuales Carlos había visto algunas fotografías.
Aquella era la trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. «Es una babel de graneros, establos, chozas, unidos los unos a los otros por miedo a los ladrones y a las fieras, a la sombra de árboles inmensos», escribió Carlos en una de sus cartas. En otra explicó: «Hace treinta años, este lugar estaba habitado; la comarca, ahora desierta, era populosa. Pero, a causa de una insurrección, los turcos lo arrasaron todo. Evidentemente, no pensaban prepararnos el lugar».
En 1882, los trapenses de Nuestra Señora de las Nieves, amenazados con la expulsión de Francia, enviaron a uno de ellos a buscar refugio en otro lugar. Alguien encontró aquí el refugio adecuado, en tierra Siria, en aquella cuenca perdida entre montes, donde el furor de los turcos había pasado sin dejar huella de personas y de cosas.
Entonces vinieron unos cuantos monjes desde Nuestra Señora de las Nieves, y fundaron una trapa hija, dedicada a Nuestra Señora del Sagrado Corazón, y don Luis Gonzaga, hermano de don Martín, fue el prior. Algunos curdos, bajados de las montañas, se dejaron convencer de que abandonaran el bandidaje y todos juntos pusieron manos a la obra; levantaron algunos alojamientos provisionales, protegieron el valle con la empalizada, limpiaron el suelo de ruinas y, araron la tierra cultivable. Cada año recogían cebada, trigo, legumbres, uva, algodón y fruta, cada vez con mayor abundancia.
Después de ocho años de fatigas sin descanso, el valle que se ofrecía a los ojos de Carlos, tapizado de prados limpios y de cultivos ordenados, era un encanto. Pero el monasterio -si así se podía llamar a aquel conjunto de chozas miserables- hablaba todavía el áspero lenguaje de los pioneros. En el verano, los frailes dormían en un granero que estaba encima de los establos; el olor se metía por entre las tablas mal juntas y el pataleo de los animales no cesaba en toda la noche. Para los inviernos tenían otro granero, situado sobre el refectorio, y el frío parecía una lluvia glacial desde el techo de hojalata cubierto de nieve.
«Somos una veintena de trapenses, comprendidos los novicios -escribió Carlos algún tiempo después a su hermana Maria de Blic-. Hay ganado, bueyes, cabras, caballos, asnos, cuanto es necesario para una labor agrícola en gran escala. En las barracas se alojan también una veintena de huérfanos católicos -comprendidos entre los cinco y los quince años- y una quincena de obreros laicos -curdos que abandonaron el bandolerismo para hacerse agricultores-, sin contar un número siempre variable de huéspedes, en el verdadero sentido de la palabra, pues ya sabes que los monjes son esencialmente hospitalarios… Mi alma tiene una profunda paz, una paz que desde el instante en que llegué no me ha dejado, y que cada día es más grande, si bien comprendo cuán poco es mía y cuánto, por el contrario, es un puro don del Señor».
Aquella pobreza santificada por la oración, el trabajo hecho sagrado por la regla, el encontrarse en tierra de Asia, no lejos de los lugares que habían acogido a los primeros eremitas cristianos, le entusiasmaron, hasta tal punto, que creyó -por algún tiempo- haber conseguido plenamente la sencillez de los tiempos primitivos.
Pero luego recordó que todavía estaba ligado al mundo por un grado de oficial de la reserva y por aquel extravagante apartamento que poseía en Paris en el número 50 de la calle Miromesnil. Se apresuró a escribir a su hermana: «También es tuyo, te lo regalo»; y al ministro de la guerra: «De nuevo presento mi dimisión del ejército francés, y esta vez definitivamente». Después, con un profundo sentimiento de alivio, comunicó a su prima Maria de Bondy: «Este paso me ha dado una verdadera alegría. Había dejado todos los bienes; pero me quedaban dos impedimentos miserables: el grado y una pequeña propiedad. Me siento feliz de haberlos arrojado también por la ventana».
La semana del 2 de febrero de 1892 -el alba no había despuntado todavía sobre la fiesta de la Candelaria- fray María Alberico hizo voto de pobreza, castidad y obediencia en la Orden de los cistercienses reformados es decir, de los trapenses.
«Ya no me pertenezco en absoluto -escribió en la noche de su profesión religiosa-. Me encuentro en un estado que nunca había experimentado, si no es a mi regreso de Jerusalén. Es una necesidad de recogimiento, de silencio, de estar a los pies de Dios y de contemplarle…».
«No sabéis, señora -escribía respecto a él Don Luis Gonzaga, prior de la trapa, a María de Bonfy-, qué santo compañero de viaje hacia el cielo se ha unido a nosotros… Nuestro venerado padre Policarpo, que es su director espiritual, tiene casi cincuenta años de profesión religiosa y más de treinta de superior, y me asegura que no ha encontrado en su vida un alma tan entregada a Dios…». Y le confiaba, quizá para obtener de ella una ayuda indirecta: «Quisiera que fray María Alberico hiciese los estudios de teología para ordenarse sacerdote. Pero preveo que habré de sostener una gran lucha con su humildad».
Si ése era el deseo de Don Luis Gonzaga, más ambicioso era el proyecto que abrigaba su hermano, Don Martín. Este, llegado desde Francia a la trapa de Siria en visita canónica, dijo clara y rotundamente que fray María Alberico era el más dotado para ser en un día futuro prior del monasterio de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. Sin embargo, los dos estaban de acuerdo en que la tarea de convencerle, para que aceptase semejante dignidad, iba a ser muy difícil.
Fray María Alberico no tenía ninguna de las llamadas «santas ambiciones»; o, mejor dicho, de ambiciones nutría una sola legítima, firmísima: la ambición de estar en el último puesto siempre y en todas partes. Los dos superiores lo comprobaron, sin lugar a dudas, al iniciar los primeros sondeos; nada más mencionárselo se declaró indigno del sacerdocio y descartó la idea de cualquier dignidad, aunque fuese religiosa, con el mismo ímpetu con que habría rechazado la tentación que pretendiera alejarle de aquella pobreza, la cual -decía- era la única capaz de acercarle a Cristo: «Experimento un gozo vivísimo al estar metido hasta el cuello entre la paja y la leña, y mi repugnancia es extrema hacia cuanto pueda alejarme de este último puesto, que he venido a buscar aquí, en esta abyección, en la cual deseo profundizar más y más, según el ejemplo de nuestro Señor…»
El «peligro» de tener que ordenarse sacerdote -es la palabra empleada textualmente por fray María Alberico- pareció alejarse cuando, además de no volver a mencionarle los estudios teológicos, le encargaron de remendar y coser los vestidos de los huérfanos acogidos en la trapa. Le pareció entonces que se le abrían las puertas del cielo. ¡Aquel trabajo si que le aproximaba a la casita de Nazaret!
Pero su felicidad duró poco tiempo. En agosto de 1892 le fue ordenado, de repente, que dejase la aguja y comenzase los estudios de teología. Desesperado, corrió ante el prior.
«No tengo vocación», insistió.
Don Luis Gonzaga le contestó, con tono terminante, que era cosa ya decidida y no había nada que objetar.
Fray Maria Alberico estuvo durante varios días profundamente deprimido. Después recordó que la obediencia perfecta es más pura que la más pura intención personal, y se sobrepuso. A partir de entonces, dos veces a la semana, acompañado de otro fraile trapense, recorrió a pie, ida y vuelta, el largo camino que llevaba a la aldea de Akbés -el terrible precipicio, el vertiginoso camino de mulas apenas señalado en la pared de roca casi vertical-, con objeto de acudir a la misión de los lazaristas y escuchar las lecciones del padre Destino, el superior, hijo de un antiguo ministro del rey de Nápoles y que había sido profesor de teología en Montpellier.
«La teología me interesa», escribió Carlos algún tiempo más adelante; pero nunca dijo que la amara. Le interesaba en cuanto !e hablaba de Dios y, queriendo, también podía conducirlo a Él. Pero en cuanto ciencia -no como acto de vida ni de amor- en ningún momento le produjo una chispa de entusiasmo. «Estos estudios -escribió- no valen lo que la práctica de la pobreza, de la obediencia, de la mortificación, de la imitación de nuestro Señor, que me inclinan al trabajo manual. Pero como lo hago por obediencia, después de haberme resistido cuanto me ha sido posible, no hay duda de que es esto lo que el buen Dios quiere de mí en este momento».
Yendo y volviendo de la trapa a la misión de los lazaristas en Akbés, Carlos tenía mucho tiempo para pensar sobre los hechos de su vida. Poco a poco, empezó a no sentirse a gusto consigo mismo.
Recordaba que hacia algún tiempo había escrito: «Cuanto más das a Dios, más devuelve El. Creía, al dejar el mundo, haberlo dado todo; pero en la trapa he recibido mucho más de cuanto he dado en toda mi vida». Entonces escribió estos reglones con el corazón lleno de gozo. Pero, ahora, pensar en ello le producía profunda inquietud. Había soñado y encontrado la trapa más pobre y más dura de cuantas existían en el mundo; y sin embargo aquella trapa le había ofrecido una vida tan dulce y tan fácil…
Por añadidura, la orden de estudiar le turbaba. «Para aplicarme con todas mis fuerzas en el estudio de la teología, me veo obligado a renunciar a la lectura y a pasar menos tiempo en la Iglesia… la teología me interesa, sí, y también es bella cuando se la ama… Pero sabía mucha, acaso, San José?» A pesar de su gran tristeza, sacaba fuerzas para ironizar sobre sí mismo: una trapa, que le encaminase hacia «una honorable vida de estudio», no la había esperado ni remotamente. Mientras tanto, las palabras de san Vicente de Paúl resonaban cada día, cada hora, de la misma manera, en su interior: «Amemos a Dios, amemos a Dios; pero a costa de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente».
El sentimiento de disgusto que ya dominaba el alma de Carlos, aumentó en abril de 1893, a causa de un «Breve» de León XIII, que autorizaba a los trapenses a usar grasa y mantequilla como condimento para los alimentos de su régimen vegetariano. Más aún, la autorización tenía valor de recomendación.
Comprendía perfectamente que el Papa había dado aquel documento por la preocupación de salvaguardar, en cuanto era posible, la salud de los trapenses; y sabia también que, únicamente con este espíritu, la trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón había aceptado la invitación de Roma. No obstante, no podía negarse a si mismo que aquel hecho hacía más profundo el sentimiento que experimentaba últimamente: el de hallarse en la trapa como pez fuera del agua.
«Desde hace unas semanas -escribía a María de Bondy el exrefinadísimo sibarita en especialidades gastronómicas- no tenemos nuestra buena cocina a base de agua y sal… Ponen en los alimentos una enorme cantidad de grasa… Tú puedes comprender cuánto me disgusta esto: mortificarse menos es dar un poco menos a Dios, un poco menos a los pobres…».
Pasó algún tiempo, y la inquietud creció hasta tal punto en el ánimo de Carlos, que no tuvo más remedio que enfrentarse con el dramático interrogante que dominaba sus pensamientos: ¿podía, debía permanecer todavía entre los trapenses? En realidad, los votos que había pronunciado hasta aquel momento eran temporales; pero este hecho no era suficiente para aplacar su angustia.
Decidió pedir consejo al padre Policarpo y a sus superiores, y les habló con entera sinceridad.
«Me siento seguro -les dijo- de que mi vocación no coincide exactamente con la Orden de los cistercienses reformados».
Le pidieron que dijera cuál era la Orden a la que se sentía llamado y respondió que, en aquel momento, no existía en la Iglesia una comunidad que reuniese las condiciones que él necesitaba.
«Viendo que no es posible en la trapa llevar la vida de pobreza, de absoluto desinterés, humildad -y diría también de recogimiento- de nuestro Señor en Nazaret, me he preguntado si Él me habrá dado estos deseos tan vivos para que se los sacrifique o, por el contrario, si dado que hoy ninguna congregación en la Iglesia ofrece la posibilidad de llevar la misma vida que El tuvo en este mundo, debo buscar algunas almas con las cuales fundar una pequeña congregación que reúna estas condiciones: imitar lo más exactamente posible la vida de nuestro Señor, vivir únicamente del trabajo manual, sin aceptar ningún regalo ni limosna alguna, siguiendo al pie de la letra los consejos de Cristo, no poseyendo nada, dando a todo el que pida, no reclamando nada, privándose de todo lo privable, a fin de ser lo más conforme posible a nuestro Señor y darle lo más que podamos en la persona de los pobres. Al trabajo iría unida mucha oración, pero sin oficio en el coro, ya que es un inconveniente para los huéspedes y ayuda tan poco a la santificación de los ignorantes. Las comunidades serían de pocos miembros, a la manera de los carmelitas, porque los monasterios numerosos asumen, necesariamente, una importancia material que es enemiga de la pobreza y de la humildad. Y así difundirse por todas partes, sobre todo en los países de infieles o abandonados, donde será dulcísimo aumentar el amor y los servidores de nuestro Señor Jesús…»
Esto dijo a sus superiores. Al confesor le preguntó de dónde le vendría aquel deseo tan grande de realizar su «ideal de Nazaret»: ¿De Dios? ¿Tal vez del demonio? ¿O de su fantasía? «El padre Policarpo me ha contestado que no lo piense por el momento y espere la ocasión, propicia, que Dios, si este deseo mío viene de El, lo hará surgir sin duda».
Más dura fue la respuesta del abate Huvelin, al cual había escrito para pedirle también consejo: «Proseguid los estudios de teología, al menos hasta el diaconado; aplicaos en el ejercicio de las virtudes interiores y sobre todo del anonadamiento. En cuanto a las virtudes externas, practicadlas en la perfecta obediencia a la regla y a los superiores… Para lo demás, esperemos. Sin embargo, tened presente que vos no estáis hecho, en absoluto, para guiar a los demás…».
Ante esta respuesta, fray Maria Alberico inclinó la cabeza.
«Paciencia, paciencia», pensó. Transcurrieron varios meses, sin que sucediera nada. Pero de improviso, Dios le envió la primera señal.
Fue en abril de 1894. A fray Maria Alberico le mandaron ir a velar el cadáver de un operario árabe católico. Apenas pisó la choza del muerto, se sintió conmovido hasta lo más profundo. A poca distancia de la trapa más pobre del mundo, descubría una miseria tan tremenda que hacía parecer riqueza la pobreza de los monjes.
«Nosotros, los trapenses -pensó entonces-, hemos renunciado al mundo, es verdad; vivimos una vida dura, es cierto. Pero este hombre que acaba de morir en este tugurio ha llevado una vida todavía más dura. Por añadidura, nosotros los frailes formamos una comunidad numerosa, nos sostenemos el uno al otro, tenemos algunas tierras y ganados; pero este hombre, para mantener a su familia, estaba solo, como San José. No poseía nada. Y si ha logrado sobrevivir hasta hoy, ha sido gracias a que vendía cada día, míseramente, el trabajo de sus brazos. ¡Qué diferencia entre esta casa y la nuestra! ¡Cómo añoro a Nazaret!».
Un año más tarde, en noviembre de 1895 hubo una terrible matanza, fue la segunda señal. Los cristianos de Armenia se sublevaron contra los turcos y éstos aprovecharon la oportunidad para intentar el exterminio no sólo de los armenios, sino de todos los cristianos, católicos y greco-ortodoxos, donde quiera que se encontrasen. En pocos meses las víctimas llegaron a ciento cuarenta mil -en Marache, la ciudad más próxima a la trapa, en dos días fueron muertos cuatro mil quinientos-, y muchos fueron mártires, en el pleno sentido de la palabra, porque murieron voluntariamente, sin defenderse, antes que renegar de la fe.
«Los europeos se hallan bajo la protección del gobierno turco, y así nosotros estamos seguros -escribió Carlos, con profunda amargura-. Pero es bien doloroso ser tratados de este modo por los mismos que deguellan a nuestros hermanos. ¡Cuánto mejor seria morir con ellos que ser protegidos por sus asesinos!».
La gran tragedia aumentó todavía más su deseo de abyección total. Si no hubiese sabido aceptar la obediencia hasta la completa negación de si mismo, no habría resistido, ni un minuto más, dentro de la empalizada que cerraba el verde valle.
Pero obedeció, una vez más se anonadó en la obediencia, Aunque desde hacía tres años no sentía otro deseo que salir de la trapa, en enero de 1896 -por obediencia- renovó los votos temporales por dos años más. No obstante, al mismo tiempo, elaboraba con todo detalle un proyecto de regla para las pequeñas comunidades que soñaba fundar y para las cuales ya había encontrado nombre: «Congregación de los Hermanitos de Jesús».
«Estas comunidades -escribió- se establecerán en las ciudades pequeñas o en los suburbios de los centros populosos, en todo caso en los barrios donde vivan los más pobres. Habitarán en pequeños alojamientos, que serán absolutamente semejantes a las más miserables viviendas del lugar, barracas o cabañas, según sean. Cada alojamiento tendrá tres habitaciones; una reservada a la capilla, otra a los huéspedes y la tercera a los Hermanitos. Nada de sillas, ni de camas: bastará con unos bancos adosados a las paredes. En torno a la barraca habrá un huertecillo para cultivar legumbres y algunos árboles frutales. La clausura será extremadamente severa, y el silencio deberá reinar perpetuo, roto solamente por la oración que, con el trabajo, ocupará toda la jornada. El trabajo será manual y lo más sencillo posible, tanto para sufrir la misma fatiga que la gente más ignorante como para dejar libre el espíritu para la meditación. Por el trabajo se cobrará el salario más bajo. Como vestido se adoptará el que usen los más pobres de la región. Para la alimentación serán suficientes dos comidas: una con solo cereales hervidos en agua y sal y la otra de una libra de pan. Únicamente los domingos habrá un poco de leche, miel, mantequilla y fruta. Sin embargo, los enfermos gozarán de la mayor abundancia, porque es justo que naden en las delicias. También la oración será “pobre”: se asistirá a la misa, se adorará al Santísimo, se rezarán el ángelus, el viacrucis y el rosario; pero nada de oficio canónico: no se debe excluir de la plegaria a aquellos que no saben nada de latín…».
Carlos envió una copia de este esbozo de regla al abate Huvelin. La respuesta llegó, alarmadísima, a vuelta de correo: «Vuestra regla es absolutamente impracticable. ¡Si el Papa vaciló en aprobar la franciscana, por considerarla demasiado severa, imaginad la vuestra! ¿Debo deciros la verdad? Me asusta. Vivid a las puertas de una comunidad, en la abyección que queréis; pero no redactéis reglas, os lo suplico…».
¡Pobre abate Huvelin, qué golpe había asestado a aquel proyecto de regla!. Pero había servido para algo: rehusaba, de un modo claro, reconocer en Carlos de Foucauld el espíritu del fundador y, al fin, le daba permiso para vivir -como un solitario loco de Dios- a la puerta de cualquier monasterio.
Carlos no dejó pasar el tiempo. Inmediatamente presentó al padre Policarpo y a los superiores su petición de libertad. Estos escribieron a Roma para solicitar la autorización de Don Sebastián, el superior general de los trapenses. Cuando el 10 de septiembre llegó la respuesta, decía sólo: «El hermano María Alberico es invitado a partir inmediatamente hacia la trapa de Staoueli, donde recibirá nuevas instrucciones».
La trapa de Staoueli se encontraba situada a diecisiete kilómetros de Argel, en una meseta desierta. Era prior Don Luis Gonzaga, el mismo que hasta hacia poco había estado allí, en Siria, dirigiendo la de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.
La alegría que sintió Carlos al ver, después de diez años, a su amada África y al abrazar a su antiguo superior, se apagó tan pronto le fueron comunicadas las «nuevas instrucciones» dadas por Don Sebastián: como última prueba debía estudiar, durante dos años, teología en Roma. ¡Dos años! Tenía treinta y ocho, y de prueba en prueba, había tenido paciencia desde hacía más de tres años. Pero de nuevo obedeció. Es más: «Obedecer es amar: es el acto de amor mas puro, el más perfecto, el más sublime, el más desinteresado, el más adorador».
En noviembre de 1896, Carlos llegó a Roma y se alojó en la casa generalicia de los cistercienses reformados, al lado de San Juan de Letrán. Poco después comenzaba los cursos de la Universidad Gregoriana.
«El trabajo manual -escribió- ahora lo hemos dejado necesariamente… No tenemos todavía edad para trabajar como San José; estamos aprendiendo a leer como el Niño Jesús…».
Mientras tanto, se acercaba la temida fecha del 2 de febrero de 1897. En aquel día, por cumplirse los cinco años de los primeros votos, las constituciones indicaban que Carlos debía, o pronunciar los votos perpetuos, o abandonar la Orden. Precisamente, mientras se encontraba cumpliendo la última prueba que le había sido impuesta, lo cual complicaba la situación: si se iba de la trapa, faltaría al compromiso de ser obediente a su superior hasta el final, y pronunciando los votos anularía, en principio, todo resultado diverso de la prueba misma.
Fue el propio Don Sebastián quien resolvió in extremis la cuestión: reunió, con carácter de urgencia, el consejo, y los dos años de prueba y de teología fueron suprimidos. Fray María Alberico, al fin, era libre de abandonar la trapa. Solamente se le rogaba que pidiera un último consejo al abate Huvelin, quien había quedado como único director de su conciencia.
«Creo que mi vocación es descender… -escribió entonces Carlos al abate-. Se me han abierto las puertas para dejar de ser religioso de coro y bajar al rango de mandadero y criado». En suma, le hizo comprender que también en la jerarquía eclesiástica quería ocupar el último puesto.
El abate, en la respuesta, le repitió el permiso para vivir con todo el ocultamiento que quería, a las puertas de un convento, si era lo que deseaba; pero le negó de nuevo, con palabras claras y terminantes, la autorización para redactar una regla para otras personas.
Era todavía septiembre cuando Carlos dejó Roma, no llevando consigo más que lo poco que le habían dado los trapenses. Poco, pero sí suficiente para embarcarse con dirección a Jaffa. De ésta, pensaba dirigirse a Nazaret, ya que era precisamente allí donde quería vivir la «vida de Nazaret».
EL MARABUTO DEL CORAZÓN ROJO
La mañana del 6 de marzo de 1897, la hermana María Fiel, lega de las clarisas de Nazaret, se detuvo mucho más tiempo del acostumbrado en la capilla del convento. Había fingido salir con las demás después de la oración en común; pero se había escondido detrás de una columna, desde donde podía vigilar a un extraño vagabundo arrodillado ante el Santísimo.
Había entrado en la capilla a primera hora de la mañana -«Un tipo que inspira poca confianza»-, cubierto de harapos y polvo, la barba sin arreglar, los pies hinchados y heridos dentro de unas sandalias con las suelas rotas,- «ha debido venir andando»- se cubría la cabeza con algo que se parecía a un turbante; sobre la espalda, una blusa con capucha a rayas blancas y azules dejaba ver unos pantalones de algodón, cuyo color podría haber sido en otra época más o menos parecido al azul: «Un tipo al que no hay que perder de vista, si no queremos que desaparezca de improviso llevándose la custodia de oro», pensó también la hermana Maria Fiel y, por ello, se había quedado en la sombra montando la guardia, mientras aquella figura sospechosa, inmóvil ante el altar, parecía no decidirse nunca a separar los ojos del Santísimo.
Transcurrieron tres horas. Entonces se puso en pie. «Ahora intenta el golpe», pensó la lega, preparándose para dar la alarma. Pero él, sin darse cuenta de que era vigilado, salió de la capilla y se dirigió a la puerta del convento.
Tocó la campana, y la Hermana Marta, la portera, se quedó asombrada al oír en un francés absolutamente correcto, sin acento ninguno, expresarse a aquel hombre andrajoso, que le dijo: «Quisiera hablar con la madre abadesa».
Al llegar a este punto de nuestra narración, ni siquiera las vitrinas del mayor anticuario de París podrían contener por orden cronológico -si se nos permite decirlo así- los trajes y uniformes que Carlos de Foucauld de Pontbriand ha lucido ya, así como si fueran los símbolos de las distintas fases de su vida, que incluso cambia hasta en el modo de vestir. A los ocho años se puso el uniforme del colegio diocesano de Estrasburgo. A los dieciocho, el de cadete de la Escuela Militar Especial de Saint-Cyr. A los veinte, el de alumno de la escuela de caballería de Saumur. A los veintiuno, el de subteniente de Húsares (en este periodo particularmente desordenado, el smoking fue un segundo uniforme, vistiéndolo todas las noches). A los veintidós, vistió el de subteniente de Cazadores de África. A los veinticinco, una exótica vestidura sirio-argelina, mientras fingía ser el rabino moscovita Joseph Alemán. Poco después, en el papel de rabino Couvaud, se puso la más modesta de hebreo marroquí. A los treinta y dos años, tomando el nuevo nombre de hermano María Alberico, se cubrió con el hábito trapense. Siete años más tarde, una vez abandonada la Trapa (momento en que le encontramos a las puertas del convento de la clarisas de Nazaret), ha cambiado otra vez de nombre, se llama hermano Carlos de Jesús y también ha variado de vestiduras: ahora lleva andrajos, como el más miserable de los mendigos de Palestina. Única señal de distinción: un rosario de cuentas muy gruesas suspendido de la cintura.
Había desembarcado en Jaffa el 24 de febrero, y sin una moneda en el bolsillo, se puso en camino hacia el sur, hacia Belén y Jerusalén, en peregrinación; después fue hacia el norte, hasta Nazaret, la meta tan largamente soñada. Había hecho doscientos kilómetros a pie en ocho días.
Llegó a Nazaret hambriento, extenuado, herido, marcado con llagas sangrientas producidas por el empedrado de los caminos. Se presentó a los franciscanos de la Casa Nueva para pedirles trabajo y permiso para poder vivir a la puerta de su convento, pero aquellos frailes no tenían trabajo para darle, y le dijeron que probase a pedirlo en las clarisas.
Tal era la razón de que se encontrase en el locutorio de paredes encaladas, con una mesita, una silla y, delante de él, la verja de hierro, tras la cual había una cortina negra sin ninguna abertura.
«Alabado sea Jesucristo», bisbisó una voz de mujer a través de la cortina.
El hermano Carlos no dijo nada de sí. Sólo pronunció aquello que dicen los que piden trabajo. Pero la abadesa, madre San Miguel, intuyó rápidamente que no se trataba de uno de tantos hombres sin ocupación cuando, después de decirle que efectivamente necesitaban alguien que les sirviese de sacristán, hiciera los recados y supiera realizar algunos trabajos manuales, le preguntó qué cantidad quería como salario, éste le contestó: «No tengo necesidad de salario, sino sólo de un poco de pan y agua, además de algún tiempo libre para orar».
No quiso alojarse en la casa del jardinero; prefirió una garita de madera, que se usaba para guardar las herramientas en el fondo del huerto, poco más grande que una garita militar. Quitó cuanto le estorbaba y, unas veces haciendo de carpintero y otras de albañil, la puso perfectamente en orden y limpia. Una lega le llevó una mesita, un banco y un catre. Pero este último terminó retirado en un rincón, pues Carlos dormía en el suelo.
Terminado el arreglo, elevó la barraca a la dignidad de ermita y la dedicó a nuestra Señora del Perpetuo Socorro.
Comenzó entonces una nueva fase de la vida de Carlos de Foucauld, al cual le veían regularmente levantarse antes del amanecer, ir al convento de los franciscanos y permanecer en oración hasta las seis. Seguidamente volvía donde las clarisas para barrer, preparar el altar, ayudar a la misa del capellán, y poner en orden la iglesia. A lo largo del día, cavaba en el huerto o regaba la verdura, hacía los pequeños trabajos manuales que siempre son necesarios en un convento, iba a buscar el correo, pues en aquella época Nazaret tenía servicio postal, pero no cartero.
Los momentos libres los dedicaba a la oración en la capilla o a la lectura en su barraca. Leía los libros de piedad que le pasaban las monjas del convento y los de teología que le mandaban de Francia sus familiares. Únicamente los domingos aceptaba el mismo desayuno frugal de las clarisas; los otros días de la semana hacía sólo dos comidas, de pan duro y agua.
La abadesa, informada de aquello por las legas, mandó varias veces que le llevasen almendras e higos secos para hacer un poco más agradables las austerísimas comidas; pero se enteró que siempre él ponía aquellas frutas en una caja de cartón y las distribuía entre los niños y los mendigos, cuando creía no ser visto por nadie.
Un día, no se sabe cómo ni por quién, la madre San Miguel supo la verdadera identidad del hermano Carlos de Jesús; pero, respetando su silencio y deseo de ser olvidado, no le dijo ni una palabra. Sin embargo, quiso ponerle a prueba.
Se acercaba el 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración. Como todos los años, la mayor parte de los cristianos de Nazaret y de los alrededores haría dos horas de camino para subir al monte Tabor en romería. Sin embargo, esto, como otras veces, terminaría en jolgorio, con bailes y embriagueces.
La víspera de la fiesta, la madre abadesa mandó a la hermana Marta que fuera a decir al hermano Carlos que debía subir necesariamente al monte Tabor.
Carlos, que había oído hablar de aquella anual romería, tan irreverente, no sentía ningún deseo de asistir.
«No conozco el camino», trató de excursarse.
«No se preocupe, nosotras se lo indicaremos», le contestó la hermana Marta.
Carlos inclinó la cabeza, resignándose a obedecer, y se dirigió a la capilla para orar. Poco después volvió la hermana Marta.
«Tenga, hermano -le dijo-, ésta es la escalera para subir al Tabor». Le puso en las manos una escalerita de cartón, en cuyos peldaños estaban escritas, con la bonita caligrafía de las monjas, las virtudes que se deben practicar para subir a la montaña santa de Dios… La hermana Marta no pudo contener su alegre risa y el hermano Carlos le hizo coro.
Creyó que las monjas habían querido burlarse de él -no sospechó que, bajo la broma, lo que habían hecho era ponerle a prueba- y se alegró de que, en el fondo, le tuvieran por simple. Porque no deseaba otra cosa que ser escarnecido y despreciado y empezaba a sufrir a causa de que las clarisas le tratasen con muchos miramientos. El hecho es que, a la vez que habían comenzado a conocerlo mejor, a través de las noticias de las legas, lo admiraban cada vez más.
«Afortunadamente no es así en Nazaret», pensó Carlos.
En efecto, cuando iba a la ciudad a buscar el correo, siempre había algún granuja que le insultaba o se reía de él, al verle vestido con aquellos pintorescos harapos. Una vez le persiguieron a pedradas, y para Carlos fue aquel un día de alegría.
«Días dichosos» como aquel, que señalaban ante él mismo las etapas de su descenso, de la renuncia llevada al extremo, de la abyección elevada a ideal, hubo muchos. Bastará recordar algunos.
El hermano Carlos de Jesús, que se cortaba el pelo él mismo, medio arrancándoselos con una vieja navaja oxidada, un día se arrodilló delante de un padre carmelita, que había ido de visita al convento, y le pidió su bendición. Aquél, al ver una cabeza tan horrible le dijo: «Amigo, ¿no tendrás por casualidad sarna?».
En otra ocasión, las monjas le encargaron que acabara con un zorro que, desde hacía algún tiempo, entraba todas las noches en el gallinero del convento y cometía grandes destrozos. Rogaron a un vecino que le prestara un fusil. Este llegó con el arma, vio a aquel criado andrajoso y despeluchado, le pareció un poco tonto y se sentó a su lado para explicarle, durante dos horas, con palabras muy sencillas, lo mismo que si hablara con un niño o un retrasado mental, el modo de disparar. Carlos de Foucauld, que había estado en dos escuelas militares, que había sido oficial y había combatido en Argelia y explorado Marruecos, le dejó la satisfacción de darle aquellas instrucciones, aceptando también todo el desprecio que encerraban. Más tarde, al anochecer, se puso al acecho detrás de un olivo, exactamente como le había sido indicado. Esperó varias horas, sin ver siquiera la sombra del zorro. Después se puso el fusil sobre las rodillas y pasó el resto de la noche rezando el rosario. Al alba, cuando volvió al convento de las clarisas, supo que el zorro había hecho su acostumbrada visita al gallinero. Todo Nazaret se rió a su costa.
Otra vez, un predicador, de paso, comió en el locutorio de las clarisas. Era tiempo de Navidad, así que los alimentos que el hermano Carlos sirvió a la mesa fueron excepcionalmente buenos y abundantes. Al final, quedaron en los platos algunos restos.
«Ahora te toca a ti -le dijo el predicador, levantándose-. Siéntate y come bien, por lo menos esta vez…»
Carlos leyó en los ojos del fraile la buena intención; pero también cierto deseo de gozar de la escena de un atracón memorable. Evidentemente le juzgaba un tragón. No quiso desilusionarle y, aunque aquellos alimentos le repugnaban, decidió comerlos. Farfulló una inacabable serie de «gracias» y se lanzó sobre los platos, cogiendo con las dos manos los restos que habían quedado en ellos, devorándolos con toda la avidez que logró fingir. ¡Le habían tratado de glotón, qué felicidad! Había descendido otro peldaño en la escala de las humillaciones.
Otro día que podía haber sido de dicha plena, lo fue solamente a medias. Se encontraba en el patio de las legas, cerniendo lentejas. Pasaron dos religiosos franceses y les oyó un comentario irónico a su respecto, por estar haciendo aquel trabajo de mujer. Enrojeció hasta las orejas. Aquel rubor le quitó la alegría de la nueva humillación. No lograba perdonárselo: «¿Por ventura Jesús se hubiera avergonzado, aquí en Nazaret, de ayudar a su madre?».
Trató, en suma, apasionadamente, día tras día, de convertirse, cada vez más, en objeto de risa, y desprecio, a fin de anular su «yo» y ser, en la mayor medida posible, una sola cosa con Cristo burlado y desprepciado.
El día de Pentecostés escribió entre sus apuntes una nota dirigida a sí mismo, que años más tarde había de adquirir el dramatismo de una profecía: «Piensa que debes morir mártir, despojado de todo, tirado en tierra, desnudo, irreconocible, cubierto de sangre y heridas, muerto violentamente y dolorosamente.., y desea que sea hoy…».
¿Qué más podía hacer Carlos de Foucauld, que no hubiese hecho ya en aquellos primeros meses pasados en Nazaret, para arrancar de lo profundo de su ser las raíces del «hombre viejo», de que habla el apóstol Pablo? Sin embargo, él pensaba que no había logrado toda la expoliación de sí mismo que debía. Por ello, del 5 al 15 de noviembre entró en retiro: de la capilla a la barraca, en el más absoluto silencio, siempre en meditación y plegaria.
Esta subida a la montaña de Dios, hecha de mortificaciones, ayunos, vigilias y una pasión siempre ardiente de ser despreciado, no pasó inadvertida a las clarisas, las cuales le seguían, en todos sus detalles, a través de las noticias que llevaban las legas, quienes eran las que trataban con él.
La abadesa, madre San Miguel, quiso conocer al hermano Carlos más íntimamente, para lo cual mantuvo con él una serie de conversaciones a través de la cortina negra que cubría la reja. Nació así entre los dos, y paulatinamente se fue reforzando, un vínculo espiritual extraordinario, sin que sus ojos se llegaran a ver jamás.
En un determinado momento, la madre San Miguel informó del caso a sor Isabel del Calvario, abadesa de las clarisas de Jerusalén, la cual también quiso conocer personalmente a Carlos. Cuando éste llegó ante la reja -corría julio de 1898-, ella comenzó a interrogarle y Carlos le contó a grandes rasgos toda su vida.
La madre Isabel le retuvo algún tiempo junto a su monasterio: «Nazaret no se ha equivocado -dijo, cuando concluyó su examen-; verdaderamente es un hombre de Dios: tenemos en casa un santo». Seguidamente, de acuerdo con la madre San Miguel, empezó la tarea de convencerle para que se hiciera sacerdote.
Como se suponía, Carlos rechazó inmediata y decididamente aquella proposición. Pero insistiendo un día y otro, repitiéndole que no tenía derecho a enterrar los talentos que Dios le había concedido, la abadesa advirtió, con enorme alegría, que se abrían las primeras grietas en la coraza de su resistencia. El continuaba afirmando su indignidad, diciendo que no creía posible una conciliación entre el ministerio sacerdotal y su vocación al último puesto, a la abyección; pero ya había comenzado a admitir que quizá pudiera aceptar la idea de hacerse sacerdote si hubiera tenido la certeza de poder permanecer humilde y pobre, ignorado y despreciado.
Dos años más tarde, el 9 de junio de 1901, después de un retiro en su querida trapa de Nuestra Señora de las Nieves, entre los fríos montes de Vivarais, en Francia, monseñor Montéty, obispo de Viviers, le impuso las manos para ordenarle sacerdote. La madre San Miguel y la madre Isabel del Calvario, que habían sido intérpretes de la voluntad de Dios, veían realizadas su esperanza. Carlos se había puesto una nueva vestidura, esta vez la negra sotana del sacerdote, que añadía a la larga serie de sus trajes.
A los cuarenta y dos años cumplidos, una nueva vida se abría ante él. Era sacerdote de la diócesis de Viviers; pero, en principio, se había asegurado una completa libertad para residir fuera de la misma. ¿Dónde?
No existía problema de elección para él. Sabía perfectamente, desde mucho tiempo atrás, a qué lugar se dirigiría. «En la soledad de la preparación al diaconado y al sacerdocio -recordará más adelante- comprendí que aquella vida de Nazaret, que consideraba como mi vocación, debía vivirla no en Tierra Santa, tan amada, sino entre las almas más enfermas, las ovejas más abandonadas. Este divino banquete, del cual yo iba a ser ministro, era preciso ofrecerlo no a los parientes, ni a los ricos vecinos, sino a los cojos, a los ciegos, a los pobres, es decir, a las almas sin la ayuda de un sacerdote».
¿África, entonces? Precisamente, no podía ser otro lugar que «su» África. Tanto más cuanto que habían sido los musulmanes de Marruecos, sin querer, los primeros en orientarlo hacia Dios. Ahora quería devolverles el ciento por uno. Era entre ellos donde deseaba ser testigo del verdadero Dios. Los recuerdos de dieciocho años atrás afloraban claros en su mente: «En el interior de Marruecos, tan extenso como Francia y con diez millones de habitantes, no hay un solo sacerdote. En el Sahara, siete u ocho veces mayor que Francia, y bastante más poblado de lo que en un tiempo se creyó, apenas se encuentran una docena de misioneros. Ningún pueblo me parece más abandonado que éste…».
Sabía que, después de la muerte del sultán Muley Hassán, la situación en el interior de Marruecos se había hecho todavía más caótica y que toda la frontera argelino-marroquí estaba en llamas. Exceptuadas las localidades donde había una fuerte guarnición francesa, pocos oasis argelinos situados en las proximidades de la frontera con Marruecos se podían considerar a cubierto de las incursiones de los guerrilleros marroquíes.
Solamente muy al sur, en el corazón profundo del Sahara, los franceses habían hecho algún progreso, completando la ocupación, entre otros, de los oasis de Saoura, habitados por una de las más extrañas poblaciones de origen árabe, negra y hebrea. Ahora bien, aquellos oasis -Carlos lo sabia perfectamente- se extendían hasta las fronteras del sur de Marruecos.
Era allí donde debía ir. Y su sueño -siempre impedido, pero jamás abandonado, de fundar la Congregación de los Hermanitos de Jesús- se unió a la nueva decisión: «Nosotros fundaremos junto a la frontera marroquí no una trapa, no un grandioso y rico monasterio, no una empresa agrícola, sino una especie de humilde eremitorio, donde pocos monjes pobres podamos vivir con una escasa cantidad de fruta y trigo, cultivados con nuestras propias manos, en una rigurosa clausura, haciendo penitencia y adorando al Santísimo, sin salir jamás de los límites del eremitorio, sin predicar jamás; pero ofreciendo hospitalidad a quien la pida, bueno o malo, amigo o enemigo, musulmán o cristiano… Creo que habéis comprendido lo que yo quisiera: construir una zaouia de oración y hospitalidad, para hacer irradiar el Evangelio, la verdad, la caridad, a Jesús».
Era tal su amor a Marruecos que, para denominar el eremitorio que soñaba, no dudaba en emplear una palabra árabe: zaouia, que significa «centro de una fraternidad religosa musulmana».
En septiembre de 1901, Carlos de Foucauld desembarcó en Argel; pero en seguida sus proyectos encontraron serias dificultades. El Saoura era todavía considerado zona de operaciones y los militares no soportaban la llegada de civiles. En cuanto a sacerdotes, el gobernador general de Argelia era absolutamente contrario a que pusieran allí los pies, por temor, decía, a indisponer todavía más a los musulmanes. Si además un clérigo se presentaba, como Carlos de Foucauld, anunciando su intención de fundar una nueva congregación, esto todavía hacía más categórica la negativa.
Por fortuna, Carlos encontró en Argel a bastantes de sus antiguos compañeros de armas, algunos de los cuales ocupaban importantes puestos de mando en África del Norte. Fueron éstos quienes consiguieron allanar, una tras otra, todas las dificultades. Así que, después de haber estado cerca de un mes en descanso forzoso, Carlos obtuvo permiso para ponerse en viaje hacia los oasis del Saoura, exactamente hacia Beni Abbés, ya que éste, según las informaciones que le habían dado, era el que mejor se adaptaba a sus planes, pues comprendía algunos poblados indígenas, se alojaba en él una guarnición francesa, ni un solo sacerdote había en sus proximidades y por añadidura era el más cercano al sur de Marruecos.
Carlos, para emprender el camino, se puso una nueva vestidura, esta vez la misma de los indígenas saharianos: una blanca gandourah y un cheché de igual color. Únicamente llevaba dos signos que le distinguían: un grueso rosario de cuero pendiente de la cintura y un gran corazón rojo, sobre el cual había una cruz también roja, colocada en el pecho de la blanca gandourah.
Tomó un viejo tren que, traqueante y lento, llegaba hasta unos pocos kilómetros antes de Figuig, un oasis más bien turbulento. De allí en adelante no había más que un camino que, marchando paralelo a la invisible frontera de Marruecos, conducía a Beni Abbés.
Carlos quiso hacer el camino a pie; pero se lo impidieron. «No son éstos lugares por los cuales se pueda andar según el gusto de uno. !A caballo, monsieur l’abbé!».
Carlos aceptó el caballo y se puso en camino confiado a las escoltas de un lugarteniente, que regresaba de permiso, y un grupo de soldados indígenas.
No les acompañaremos en su viaje a través de las dunas del Sahara. Mejor esperarles a las puertas de Beni Abbés, donde el círculo de peladas colinas del desierto se abre y se descubre a la mirada de quien llega, al otro lado de una llanura de aridez lunar, la cinta brillante de las aguas del oued Saoura, que suaves y caudalosas, envuelven un bosque de siete u ocho mil palmeras verdes oscuras; desde aquí, un espolón de roca amarilla prorrumpe gigantesco hacia el cielo.
Si Carlos de Foucauld pensaba vivir en el Sahara más oculto que en Nazaret, pronto le fue quitada esta ilusión. El capitán Regnault, que mandaba la guarnición local, salió a su encuentro en compañía de todos los oficiales y, desde los tres poblados, escondidos entre los huertos y los árboles frutales del encantador oasis, vinieron los jefes de aquel millar y medio de habitantes, de raza mitad negra y mitad bereber.
Su fama de húsar brillante, valeroso soldado del cuerpo de Cazadores de África e intrépido explorador de Marruecos, había llegado unos días antes que él. Ya podía presentarse, estrechando las numerosas manos que se le tendían, como «hermano Carlos de Jesús». Intento inútil. Le habían bautizado ya a su manera, apenas recibieron de Argel la noticia de que le iban a tener entre ellos: los franceses le llamaban «padre Foucauld» y los árabes «marabuto del corazón rojo». Los unos querían que se alojase en el fortín y los otros en los poblados.
Pero el fortín, aunque austero, era demasiado confortable y las aldeas demasiado floridas. Su puesto estaba fuera del fortín y fuera de las aldeas, en pleno desierto, solo ante Dios, pero al mismo tiempo no demasiado lejos de aquellos hombres que tenían necesidad de él. Es más, encontrándose cerca de la frontera entre Argel y Marruecos, su puesto no podía estar más que en el lugar de división entre franceses y árabes, entre cristianos y musulmanes.
| Inspeccionó la zona y, a menos de un kilómetro de Beni Abbés, descubrió que un vasto rellano, árido y quemado por el sol, terminaba en una hondonada. Descendió por la difícil cuesta, entre el silencio de las piedras agostadas por el sol y, al llegar hasta la mitad, se detuvo: desde aquel lugar no se veían ni las torretas del fortín, ni las copas de las palmeras; los montículos de las dunas cerraban el horizonte, y ante los ojos no tenía más que el paisaje desolado y la bóveda del cielo. Carlos miró hacia abajo, hacia el fondo, y divisó algunos escuálidos matorrales. Buena señal: allí, en algún tiempo, debió haber pozos de agua. Bien, su eremitorio lo construiría en aquel lugar, en la mitad de la cuesta, en el escenario dantesco que le rodeaba. |
«Para recibir la gracia de Dios -escribió aquella misma noche a un amigo trapense- es preciso vivir algún tiempo en el desierto: aquí es donde uno se vacía, se desembaraza de todo aquello que no es Dios, se libera completamente la habitación de nuestra alma para dejar el sitio sólo a Dios. Los hebreos pasaron por el desierto; Moisés vivió en él antes de ser encargado de su misión; San Pablo, San Juan Crisóstomo, también fueron preparados en el desierto… Es un tiempo de gracia, una condición por la cual el alma que quiera dar fruto debe pasar necesariamente. Es preciso este silencio, este olvido de todo lo creado, pues en él Dios edifica su eremitorio y crea el espíritu interior… Subid todavía más arriba: mirad a San Juan Bautista, a nuestro Señor mismo. El no tenía necesidad; sin embargo quiso darnos ejemplo…»
Después escribió también a su prima María de Bondy. para pedirle dinero. Necesitaba un millar de francos destinados a comprar al caíd de Beni Abbés el árido terreno de la cuesta, porque justamente a lo largo de aquella pendiente esperaba encontrar un poco de tierra cultivable. El dinero llegó pronto y Carlos puso manos a la obra. Tenía que levantar el pequeño eremitorio, cavar la tierra para plantar un huertecillo, poner de nuevo en funcionamiento los viejos pozos del fondo de la hondonada y plantar en torno de éstos algunas palmeras y olivos. Comprendió bien pronto que él solo no lograría hacerlo. Pero el capitán Regnault, sospechando la misma cosa, le envió varios soldados para que le ayudasen, al menos, a preparar el adobe.
Lo primero que construyó fue la capilla. No se parecía en nada a una iglesia, ni siquiera a la más mísera del más olvidado valle de Europa. Si no hubiese sido por la pequeña cruz de madera que tenía en el tejado, no se la habría podido distinguir, externamente, de las demás chozas árabes de aquellos contornos. Por dentro no se diferenciaba en absoluto de las cinco habitaciones que se estaban levantando a su alrededor. Una de éstas estaba destinada a celda de Carlos, otras dos para los huéspedes que pudieran llegar y las restantes para los hipotéticos compañeros que, en su sed de unidad en la caridad, esperaba siempre que se agregarían a él.
| Bien pobre cosa era la iglesia construida; pero no dejaba de ser la casa del Señor, y Carlos la describió entusiasmado a su prima Maria de Bondy: «Por dentro está recubierta de mortero gris oscuro, o mejor gris perla muy oscuro, gris negro en suma; un bonito color natural. Tiene cuatro metros de altura. El cielo raso, o, mejor dicho, el techo, es horizontal, hecho con gruesas vigas de palmera. En conjunto resulta rústica, bastante pobre; pero armoniosa y bella. Para sostener la construcción hay en el centro cuatro troncos de palmera, verticales. Con su rusticidad producen un bellísimo efecto y encuadran muy bien el altar. En la parte del Evangelio hay colgada una lámpara de petróleo que me da luz por la noche e ilumina el altar. Este, desmontable, de madera blanca, fue hecho, de acuerdo con mis indicaciones, en Nuestra Señora de las Nieves, y lo traje conmigo. Es una mesa sostenida por cuatro gruesas patas cuadradas y en su centro se halla el sagrario. La cruz es de cuero sobre ébano, bellísima: regalo de la abadesa de las clarisas de Jerusalén. Del techo pende un dosel, a modo de cortina, de tela gruesa, verde oscura, absolutamente impermeable, para resguardar el altar y la peana de la lluvia. El techo protege más del sol que del agua. El suelo está cubierto de una capa de arena roja de diez centímetros de espesor: en este país, arena la hay a montones…». |
El 1 de diciembre de 1901, Carlos celebró por primera vez la misa. «Quien no ha asistido a aquella misa -contó después el viejo soldado que le ayudó-, no sabe lo que es una misa. Cuando pronunció el Domine, non sum dignus, el padre Foucauld puso tal acento, que los presentes lloraron con él…».
Al final del verano de 1901, cuando Carlos dejó Francia para dirigirse a África -esta vez como sacerdote, no como soldado o explorador-, para explicar el sueño que acariciaba desde hacía tanto tiempo, se sirvió de una palabra árabe: zaouia, que significaba, para los musulmanes, el lugar donde se reúnen para vivir juntos los miembros de una fraternidad religiosa. «Nosotros fundaremos, junto a la frontera marroquí… una zaouia de oración y hospitalidad», escribió, ¿lo recuerda?
| Cuando, en el comienzo de la primavera de 1902 -tras haber construido con sus manos, a lo largo de la pendiente árida de la hondonada sahariana, en las proximidades del oasis de Beni Abbés y mirando hacia Marruecos, aquel grupo de chozas según el estilo argelino- comprobó que ningún compañero se le unía y que las dos habitaciones preparadas para los soñados Hermanitos de Jesús seguían inútilmente vacías, la realidad le obligó a servirse de otra palabra árabe para definir exactamente su eremitorio: Khaoua, que quiere decir fraternidad y, por lo tanto, lugar donde cualquiera que se hallase de paso, sería acogido como un hermano. Así denominó aquel grupo de chozas: «Khaoua del Sagrado Corazón».Con toda seguridad, el vocablo Khaoua no sonaba tan dulcemente a los oídos de Carlos como zaouia, pues siguió esperando la llegada de algunos que, estableciéndose allí y consumándose en la unidad con él en Cristo, transformasen aquella casa de ermitaño en casa de una comunidad.Estaba resignado a la soledad; pero hacía cuanto se hallaba en su mano para atraer compañeros que trabajasen con él en aquello que consideraba la parcela más árida de la viña del Señor.Un día hasta escribió a sus antiguos superiores de las trapas de Nuestra Señora de las Nieves, en Francia, y de Staoueli, junto a Argel: ¿tenían algún novicio que quisiera unirse a él y hacer su misma vida? Pero los dos abades ni siquiera interrogaron a los novicios, pues temían que la inextinguible hambre de penitencia y abyección de Carlos pudiera producir trágicas consecuencias en la salud de sus hipotéticos seguidores. Aunque desolados, le contestaron que no. Respecto a este hecho, uno de los abades escribió en aquellos días: «La única cosa que me asombra en el padre Foucauld es que no haga milagros. Fuera de los libros, yo no he visto sobre la tierra una santidad semejante. Confieso, sin embargo, que dudo un poco de su prudencia. Las penitencias que hace son tales, que me permito pensar que un novicio sucumbiría en breve tiempo. Y no es esto sólo: la disciplina de espíritu que se impone y que quiere imponer a sus discípulos me parece hasta tal punto sobrehumana, que temo que volvería loco al novicio, antes de matarlo con el exceso de penitencias…» |
Carlos levantó en torno a su eremitorio un muro para cerrarlo. Muro tal vez sea una palabra excesiva; en realidad, era un montón de piedras colocadas en fila, las cuales casi se confundían con las otras que había en la inhospitalaria pendiente. Sin embargo, representaba un límite que Carlos se había impuesto no superar sino en caso de absoluta necesidad, y con el cual reforzaba tanto el vinculo que lo unía a la clausura, como la barrera del desierto que había colocado entre si y el oasis. Sin embargo, era una barrera sólo para él, porque cualquiera, desde el exterior, la podía traspasar sin esfuerzo. Para los otros, para todos los demás, soldados y oficiales franceses, árabes y bereberes, caídes y mendigos, cristianos y musulmanes, enfermos y esclavos -sobre todo los esclavos- no había ningún impedimento, aquella barrera no tenía razón de ser y en la práctica no existía.
El capitán Regnault, que mandaba la guarnición francesa del fortín de Beni Abbés, escribió aquellos días, en el parte que enviaba a Argel a sus superiores: «Deseando continuar la vida de clausura, el reverendo padre de Foucauld ha colocado, en el terreno que rodea su casa, límites que no supera jamás. Con la ayuda de indígenas, que ha pagado con dinero suyo, ha sembrado de cebada la pendiente al este del eremitorio. También ha excavado pozos que le permitirán regar. Vive de los dátiles y el pan que le pasa la administración. El dinero lo emplea en comprar harina, cebada y dátiles, que regala a los pobres. No obstante las repetidas instancias de los señores oficiales de la guarnición, no ha querido cambiar de alimento. Las legumbres que se le mandan, con el fin de que mejore su comida, van a parar a manos de los pobres o de gentes de paso que encuentran refugio en su casa. Los indígenas del Saoura sienten hacia el reverendo padre de Foucauld una profunda veneración. Su generosidad y abnegación les producen maravilla y admiración…»
| «Para tener una idea exacta de mi vida -escribía por su parte Carlos a monseñor Guérin, Padre Blanco, que por ser prefecto apostólico de Ghardaia ejercía autoridad sobre todos los católicos de las regiones saharianas anexas a Argelia- es preciso tener presente que a mi puerta llaman unas diez veces cada hora, casi siempre más que menos, y son pobres, enfermos, necesitados, gente de paso…».Los cristianos iban para asistir a misa o para orar con él, sacerdote de Cristo; los musulmanes acudían para hablar de las cosas de Dios con él, «marabuto del corazón rojo»; los mendigos, para pedir algo con qué quitar el hambre o con qué vestirse, a él que era el más pobre de los blancos de todo el Sahara; los esclavos, para refugiarse bajo su protección, cuando él era el más inerme e indefenso de los franceses de toda Argelia…Y Carlos daba a los pobres cuanto recibía del fortín de Beni Abbés y, además, lo que podía comprar, cebada, dátiles, trozos de tela y, si había necesidad, los alojaba en su eremitorio. |
| Sin embargo, durante un retiro, juzgó que todavía no era suficiente la hospitalidad que ofrecía a aquellos desgraciados, y decidió lavar sus andrajos, hacerles la cama y ordenar sus habitaciones, cocinar para ellos, servirles a la mesa, con el fin de cargar sobre sí «todo aquello que es servicio y asemejarse a Jesús, que entre los apóstoles era como “aquel que sirve” …».Los más desgraciados entre aquellos desgraciados eran los esclavos negros. Carlos comprendió muy pronto que, para ellos, todos los servicios que prestaba eran muy poca cosa.A los pocos días de llegar a Beni Abbés se dio cuenta de un hecho terrible. Mientras toda la prensa de Europa callaba -cuando no proclamaba lo contrario-, en el Sahara, en aquel año de gracia de 1901, existía todavía la trata de esclavos, y no se realizaba de un modo clandestino; el comercio de criaturas humanas gozaba prácticamente de impunidad, se hacía tranquilamente, a la luz del sol. Francia, que en su territorio metropolitano se enorgullecía del hermoso lema de libertad, igualdad y fraternidad, en los márgenes extremos de Argelia cerraba un ojo, cuando no los dos, ante aquel horrendo tráfico, para no enemistarse con los notables de los oasis y los jefes de las tribus, los cuales eran propietarios del mayor número de esclavos. |
Aquellos infelices eran sometidos a fatigas agotadoras, sobre todo la de sacar agua de los pozos con cántaros, frecuentemente sin la ayuda de una polea, de la mañana a la noche, para regar las palmeras. Si hacían el trabajo con lentitud, los latigazos arrancaban trozos de piel de sus espaldas de ébano. En caso de que se les ocurriera huir, eran perseguidos a golpe de fusil como si se tratase de fieras. Cuando eran capturados con vida, se les cortaban los tendones de los pies para que no pudieran volver a correr. «Los esclavos -anotaba Carlos- no reciben nada por su trabajo; por lo tanto, jamás les será posible rescatarse. Su miseria material es extrema; pero la moral es todavía peor: casi sin fe religiosa, viven en el odio y en la desesperación…»
El conocía, quizá mejor que nadie, las condiciones inhumanas en que vivían y el sufrimiento furioso que atormentaba su ánimo. Alrededor de una veintena de esclavos saltaban todos los días el bajo muro que había construido y pedían que les diera refugio en su Khaoua. Para todos buscaba palabras de caridad, que fuesen capaces de aplacar sus corazones, para todos encontraba un pan, un lecho y mucha, muchísima amistad. Pero cuando todos, absolutamente todos, se arrojaban a sus pies y dando alaridos le suplicaban que los liberase, Carlos comprendía que para aquellos desgraciados no bastaba la amistad, ni eran suficientes las buenas palabras, el pan y el lecho.
| Necesitaban la libertad. ¿Pero dónde encontrar el dinero necesario para comprar la libertad de una muchedumbre de esclavos, que cada día se le revelaba más imponente?Era fácil sacar las cuentas del contenido del bolsillo de Carlos. Su prima María de Bondy atendía los gastos de la capilla y, todos los meses, los oficiales y soldados del fortín de Beni Abbés hacían una colecta entre ellos, que sumaba entre los 40 y 50 francos, que luego le entregaban. A esta cantidad había que añadir los 50 francos que mensualmente le enviaba su prima Caterina de Flavigny y 20 más remitidos por María de Blic, su hermana. Total: 110-120 francos al mes, que Carlos destinaba enteramente a los pobres.Era todo lo que podía dar…, y venía a ser como una gota de agua en el ardor del desierto, ya que en el Sahara, los desesperados eran mayoría. |
Logró rescatar siete esclavos: el primero, un nómada caído en manos de los negreros que, apenas libre, regresó con su tribu. El segundo y tercero desaparecieron inmediatamente y de ellos no se volvió a saber nada. El cuarto y el quinto eran niños: al más pequeño, de unos tres años, lo bautizó y le puso de nombre Abda Jesús (Servidor de Jesús); luego envió a ambos a un orfanato de los Padres Blancos. La sexta fue una negra viejísima que murió en el eremitorio pocos días después de su liberación; pero antes, la bautizó con el nombre de María. Parece que fueron solamente estos dos los bautismos administrados por Carlos; él no era, de hecho, el párroco de Beni Abbés, ni se consideraba un misionero, en el sentido de predicador que se atribuye normalmente a esa palabra. Sólo se sentía llamado a vivir allí del modo más parecido posible a como lo había hecho el Hijo de Dios en Nazaret, en silencio. Sin embargo, aunque no lo pretendía, también daba testimonio. El séptimo esclavo liberado fue también un niño, llamado Paul Embarek, quien -al hacerse mayor- le abandonará varias veces para crearse una vida independiente; pero en cada ocasión retornará derrotado, para al fin permanecer fielmente a su lado hasta el último instante.
Bastó la liberación de estas pocas criaturas para que la noticia de la misma corriese como el viento e hiciera estremecer todas las palmeras del Saoura y, desde todos los oasis, los infelices marcharan en largas filas hacia la «Khaoua del Sagrado Corazón» como si se dirigiesen hacia la libertad.
El hecho, clamoroso, alarmó a los dueños de esclavos de todas las tribus de la zona, los cuales protestaron vivamente ante los oficiales de la guarnición de Beni Abbés. Los oficiales de la guarnición se alarmaron a su vez temiendo, tanto la reacción de los notables indígenas, como la reprobación del gobierno. (Efectivamente, si lo que soplaba en los oasis saharianos era, en aquellos días, viento de liberación, lo que soplaba en Francia era, más que nunca, viento de masonería, y el gabinete Combes no toleraba ninguna «intrusión de clérigos», empeñado como estaba en la lucha contra las congregaciones religiosas).
Los militares, por ello, invitaron a Carlos a obrar con la máxima prudencia. Pero éste no podía poner de acuerdo la prudencia con los horrores de la esclavitud, que todos los días contemplaba en aquellos que veía, y obró con la máxima energía.
Escribió a París, al capitán de Castries, primo suyo. Sabia que éste ocupaba un buen puesto en el Ministerio de Asuntos Indígenas y tenía «influencias» -como se diría hoy- con algunos diputados notables de la Asamblea Nacional. También envió una carta a monseñor Guérin, que representaba en aquellas tierras la autoridad de la Iglesia: «La esclavitud es un asunto doloroso, y nosotros los franceses, consintiéndola y hasta sosteniéndola, no conseguimos otra cosa que hacernos despreciar… Los indígenas saben que la condenamos, que entre nosotros no está permitida…; y cuando ven que nos prestamos a su juego, se dicen:
“No tienen valor para impedírnoslo, tienen miedo de nosotros”. Nos desprecian y con razón… Nadie en el mundo tiene el derecho de remachar las cadenas de estos infelices, que Dios ha creado libres como nosotros. Permitiendo a sus presuntos amos retenerlos por la fuerza, darles caza cuando huyen, llevarlos consigo otra vez cuando vienen a echarse a los pies de las autoridades francesas, en busca de refugio y de justicia, nosotros les robamos el más precioso de los bienes… No tenemos el derecho de ser perros mudos o centinelas sordos: debemos gritar cuando vemos el mal… No hay otro remedio para esta vergüenza y esta injusticia que la liberación de los esclavos. No hay razón política ni económica en el mundo que pueda justificar esta inmoralidad, esta iniquidad…»
No sabemos cuánto pudo hacer monseñor Guérin en el ambiente de envenenado anticlericalismo que había en Francia; tampoco qué labor había sabido ejercer el primo de Castries, trabajando en los engranajes del aparato del Estado. Sabemos, sin embargo, que Carlos de Foucauld hizo toda su parte, hasta el final. Y por los hechos que sucedieron en el oasis de Beni Abbés, y en los que estaban cerca, nos creemos autorizados a pensar que en más de una ocasión logró convencer al capitán Regnault de que tomase localmente medidas antiesclavistas, a pesar de los intereses, y también en contra de los intereses, del gobierno de París y de las autoridades civiles de Argelia.
| Lo cierto es que, tres años después de su llegada a Beni Abbés, Carlos podía escribir al capitán de Castries: «De común acuerdo, nuestras autoridades coloniales han tomado medidas para la supresión de la esclavitud: no en un día, ya que esto no sería prudente, sino gradualmente, de modo que en breve tiempo no habrá esclavos. Se puede decir que esclavitud verdadera y propia, entendida en su antiguo significado, hoy ya no existe: el mercado de esclavos ha sido absolutamente prohibido, los esclavos actuales no pueden cambiar de dueño y, si no son bien tratados, se les da la libertad. Esto es ya un gran paso…»Mientras Carlos luchaba contra la esclavitud, otros episodios sucedían, los cuales apenas hemos mencionado en el cuadro de los dramáticos sucesos, pero que ahora recordaremos de manera sumaria. |
Carlos estaba escribiendo un esbozo de regla para las Hermanitas de Jesús. Aunque llevaba muchos años esperando en vano la llegada de varones que quisieran formar una comunidad con el título de Hermanitos, Carlos, en lugar de declararse fracasado, proyectaba la creación de grupos femeninos que vivieran al estilo de Nazaret en tierra de misión. Se encontraba escribiendo esta regla, mientras la situación en el Sahara se iba agravando de día en día.
En julio de 1903, después de algunos esporádicos ataques de tanteo contra uno u otro oasis fronterizo, doscientos guerreros marroquíes cayeron, por sorpresa, en las cercanías de Beni Abbés, sobre un destacamento de cincuenta fusileros argelinos, realizando una matanza de veintidós bajas. El capitán Regnault ordenó inmediatamente una expedición de castigo y, al frente de ochenta hombres, consiguió cortar el camino por el cual los asaltantes pensaban refugiarse en Marruecos, los sorprendió en retirada y puso a una veintena fuera de combate.
El oasis de Beni Abbés tributó los honores del triunfo al capitán Regnault; pero al jerife Muley Mustafá, en respuesta, declaró la guerra santa. Reunió cuatro mil guerreros bereberes y, a su cabeza, y a la cabeza de sus mujeres y sus hijos -cerca de nueve mil personas-, de sus camellos, de sus asnos y de sus cabras, marcho contra los oasis del Saoura. En el curso de pocas horas, el de Taghit, mejor abastecido que otros por ser el más poblado, fue invadido por una muchedumbre de gentes aterradas que habían huido desordenadamente de los oasis vecinos, más pequeños y peor defendidos. En aquél caos indescriptible, el capitán de Susbielle, jefe de la guarnición y antiguo compañero de armas de Carlos, tuvo que preparar precipitadamente la defensa, sin más medios que dos cañones de 80 y cuatrocientos setenta hombres.
La marea humana de Muley Mustafá avanzó entre las dunas, con el impresionante aspecto de una emigración bíblica. Durante tres días consecutivos atacaron, primero en masa y después en grupos separados. Pero Taghit consiguió sostenerse y el jerife tuvo que retroceder hacia Marruecos, dejando en el campo mil doscientos muertos.
Por desgracia, durante la retirada, doscientos de sus guerreros se encontraron, en las proximidades de El Mungar, con un centenar de legionarios que daban escolta a un convoy, y se vengaron de ellos. Cuando el capitán de Susbielle acudió en su ayuda, sólo encontró sobre la arena del Sahara muertos que sepultar y cuarenta y nueve heridos, a los que recogió y llevó a Taghit.
La noticia de los combates llegó a Beni Abbés y sembró el pánico en las tres aldeas del oasis. Carlos comprendió que, en aquel momento, el muro que circundaba su eremitorio cesaba de tener significado también para él. Su puesto estaba al lado de aquellos cuarenta y nueve heridos, pues eran entonces sus hermanos más necesitados.
Se presentó en el fortín, donde pidió un caballo y permiso para dirigirse a Taghit.
«Es una locura», le dijeron los oficiales de la guarnición; pero terminaron por entregarle el caballo. El, calzadas las espuelas y envuelto en un burnous, desapareció entre las dunas al galope.
«Lo conseguirá -dijo el capitán Regnault a quienes le miraban con expresión de reproche, como si él hubiera consentido al eremita del Sagrado Corazón ir a la muerte-, lo conseguirá. Os lo digo yo, porque él no lo confesará jamás: puede atravesar sin armas todo el territorio en revuelta. Nadie le tocará un cabello, porque es sagrado».
En efecto, lo consiguió.
Cuando el capitán de Susbielle le vio salir, de su primera entrevista con los heridos, conociendo muy bien a aquellos hombres que, endurecidos en la Legión Extranjera, masticaban mucho tabaco pero poca religión, le preguntó con algo de ironía en la voz: «Cómo te ha ido, querido padre? ¿Te han acogido con las debidas consideraciones tus nuevas ovejas?».
«Vaya, es necesario algún tiempo para que nos conozcamos -respondió Carlos, brillándole en los ojos una sonrisa-; pero lo haremos. Ahora soy feliz por estar junto a ellos».
Permaneció allí tres semanas. Pero «no necesitó mucho tiempo para conquistarlos a todos con su dulzura, su solicitud en todo momento y su alegría -contará más tarde el capitán Susbielle-. Cuando entraba en las habitaciones, se disputaban el tenerle los primeros junto a su cama y que estuviera el mayor tiempo posible, a pesar de las protestas de los otros. El padre, infatigablemente, escribía sus cartas, los animaba, conversaba con ellos en voz baja y poco a poco empezaba a hablarles de Dios y de la religión. Recuerdo a uno en particular: era de origen alemán y tenía un pasado más bien borrascoso. Había recibido una herida gravísima en el pecho y el médico desesperaba de poder salvarlo. Al principio acogió al padre bastante mal; pero, al cabo de un par de días, no fue capaz de seguir resistiendo. Y, como todos sus compañeros, al fin se confesó y comulgó».
Después de los hechos de Taghit y El Mungar, el gobierno de Paris pidió al ejército «un hombre fuerte». Y el ejército envió a Argelia al general Lyautey, otro antiguo compañero de Carlos, húsar con él en Sézanne, también Cazador de África con él durante la campaña de 1881.
Quiso la casualidad que Lyautey tomase posesión de su mando en Ain-Sefra precisamente cuando Carlos pasaba por allí, de retorno de Taghit.
«Permaneció conmigo tres días -contará después el general-, aceptó de buen grado ser mi huesped y comer en mi mesa. A los demás comensales los conocéis bien, eran el comandante Henrys, el capitán Berriau, el capitán Poemyrau y otros: todos gente alegre, tipos llenos de brío. Hablamos mucho, es verdad, de su documentación científica sobre Marruecos y de los problemas africanos. Pero, vosotros me compredereis bien, nosotros somos militares, no podemos tratar solamente durante tres días de asuntos serios. El hecho fue que, de una conversación a otra, más de una vez nos olvidamos de que el padre Foucauld no era el subteniente de Foucauld. El nunca dio muestras de escandalizarse y ni siquiera se negó a tomar la copa de champán que tenía delante. ¡Ah, muchachos, me parece estar viéndole cuando, en un determinado momento, pidió a Poemyrau que tocase una canción en el piano! Me dije a mi mismo: “Está bien, será un santo; pero al mismo tiempo no parece que le disgusta divertirse un poco con viejos compañeros”. ¡Nada de divertirse, muchachos! Escuchad lo que pasó después. Enseguida de haberse marchado él, recibí un telegrama de Argel que me anunciaba la llegada, una hora más tarde, de una caravana de turistas muy importantes. Llamé a mi asistente y le ordené que arreglase en pocos minutos la habitación del padre Foucauld. “Mi general -me contestó-, todo está perfectamente. No ha tocado nada. La cama no la ha deshecho. Las tres noches ha dormido en el suelo, sobre el pavimento, envuelto en su burnous”. ¿Comprendéis? Sólo entonces me di cuenta con qué discreción y con qué amabilidad había buscado, ante todo, que su presencia en nuestra mesa no molestase a nadie y después, para compensar aquella infracción pasajera e involuntaria de su regla, se había impuesto una mayor austeridad».
Unas semanas más tarde, el general Lyautey tuvo que ir a Beni Abbés. Eran días difíciles: consiguió llegar gracias a una buena escolta y abriéndose paso a tiros.
Enseguida buscó a Carlos, y éste le dijo que, la mañana siguiente, salía de viaje para Argel.
«¿Cómo? ¿Mañana? Ni pensarlo, amigo, tendrás que retrasar la salida dos o tres días. Viajarás con migo, porque antes no me es posible disponer una escolta, sólo para ti».
Carlos le contestó que tenía sus asuntos y trataba de
solucionarlos con la mayor brevedad, por lo cual partiría a la mañana siguiente. Lyautey se impacientó.
«Mi general -intervino en este momento el capitán Regnault-, el padre de Foucauld no tiene necesidad de escolta. Puede pasar en medio de todas las bandas de guerrilleros que merodean por el desierto sin temer un solo disparo. La gente que se encuentre con él, se echará a tierra, besará el borde de su burnous y le pedirá una bendición. Dejadlo ir».
«Así me fue revelado -escribió algún tiempo después el general Lyautey- el poder que aquel hombre, estimado por los musulmanes como un verdadero marabuto, tenía sobre el Islam sahariano».
De regreso a la «Khaoua del Sagrado Corazón», Carlos comenzó de nuevo a hacer la vida de Nazaret. Estaba redactando «El Evangelio presentado a los pobres negros del Sahara» (por si ocurría que alguno de ellos, un día, le solicitaba algo más que dátiles y cebada), cuando le llegaron noticias de nuevos estallidos de violencia en África. La última precisaba que también el Hoggar estaba revuelto. Todo hacía pensar que Francia aprovecharía la ocasión para intervenir y, después, quedarse en el territorio.
| El Hoggar, corazón desnudo del Sahara, región de la sed y del miedo. Un océano en tempestad, inmóvil y muda, de piedras ásperas, rojas, negras, verdes, que proyectan aquí y allá contra el cielo montañas volcánicas de tres mil metros de altura… El Hoggar, el reino de los tuareg, los guerreros montados en camellos y vestidos de azul que caen sobre las caravanas, terribles como una maldición, y las roban y aniquilan. |
Un día a Carlos le llegó una carta, procedente de In-Salah, el más grande de los oasis argelinos dominado por los franceses al sur, precisamente en los confines con el Hoggar. La escribía el general Laperrine, que mandaba aquel territorio de los oasis. Habían sido amigos en la escuela de Saint-Cyr y luego compañeros de armas en el IV de Cazadores de África. El general le hablaba del temporal que se estaba condensando en el cielo de allí; pero sobre todo le hablaba de los tuareg.
La carta produjo en Carlos el efecto de una fulguración. Llevaba varios años viviendo en la Khaoua con los ojos y el corazón vueltos siempre hacia el Oeste, hacia Marruecos; en aquel momento comprendió que el camino señalado por el Señor tomaba otra dirección, precisamente la opuesta a la por él deseada: le indicaba hacia el sureste hacia el país de los tuareg, el pueblo perdido en el desierto de piedra, que ignoraba el nombre de Cristo, y sólo podía ser visitado por él, porque era el único sacerdote en el mundo, en aquel momento, que tenía la posibilidad de conseguir autorización para partir hacia el Hoggar.
Entonces, una vez más, lo abandonó todo. Había dejado una vida de aventuras galantes por una vida de aventuras científicas; después dejó las exploraciones por la trapa, luego ésta por el eremitorio de Nazaret, y el eremitorio por la Fraternidad de Beni Abbés. Ahora traspasaba por última vez el límite de piedra de su clausura para seguir, a lo largo de los caminos del desierto, el mandato de Dios, y renunciaba definitivamente a «su» Marruecos por el salvaje Hoggar.
El corazón le sangraba: «La naturaleza se me resiste de un modo increíble. Me rebelo -y siento vergüenza- ante el pensamiento de dejar Beni Abbés, la tranquilidad al pie del altar, y lanzarme a la aventura de nuevos viajes, por los cuales hoy siento un horror indecible»;
| Pero, ¿cómo negarse?«He sido invitado, me esperan… Cuanto más viaje, más indígenas veré y más seré conocido por ellos».Escribió el plan que había trazado: «Me estableceré entre los tuareg, lo más posible en el corazón del país. Rezaré, estudiaré la lengua y traduciré el santo Evangelio. Pondré todos los medios para relacionarme con ellos. Viviré sin clausura. Cada año, para confesarme, me dirigiré al norte. Durante el camino, administraré los sacramentos en todos los puestos avanzados, hablaré de Dios con los indígenas a mi paso…».Cuando, a comienzos de 1904, inició su nueva aventura, le acudió a la mente lo que había escrito unos meses antes: «En cada instante, vivir como si esta noche hubiese de morir mártir… Prepararse sin cesar para el martirio y recibirlo sin gesto de defensa, como el Cordero divino…».Quizá, en aquel momento, tuvo el presentimiento de que tales palabras no eran un mero deseo de su corazón, sino que tenían el sabor de una profecía.DESPUÉS, ALGUIEN LLAMÓ A LA PUERTALas sombras de la noche cayeron frías la tarde de aquel primero de diciembre de 1916, sobre las gargantas de los montes del Hoggar, sobre los bastiones del fortín, entre las desnudas rocas de la meseta de Tamanrasset.Cuadrado, rudo, construido con ladrillos de tierra cruda y roja, el fortín estaba rodeado de muros macizos, los cuales tenían cuatro torreones en los ángulos, y, por la parte exterior, había un profundo foso. Un puente, que cruzaba dicho foso, alcanzaba la única puerta que, protegida por una pared de mampostería, se abría, baja, en los bastiones. Aquella puerta conducía a un corredor con vueltas, un túnel más que un corredor, a lo largo del cual se encontraba un muro a modo de obstáculo que era necesario saltar, inclinándose mucho, para no dar con la cabeza en una viga del techo, y daba también a otras dos puertas bien cerradas. El corredor desembocaba en un patio interior, con un pozo en el medio, un horno para el pan y una serie de aberturas angostas alrededor, las cuales correspondían a míseras estancias.En una de aquellas estancias, Carlos de Foucauld estaba escribiendo cartas aquella tarde. Se había quedado solo dentro del fortín. También Paul Embarek, el esclavo liberado tantos años antes de Beni Abbés, se había ido al atardecer a la aldea de los haratinos1, cerca de un kilómetro de distancia, donde tenía una cabaña, esposa e hijitos.Carlos sabía que, en cualquier momento, pasarían por allí Bou Aicha y Boudyma bem Brahim, los dos meharistas encargados de llevar el correo. Por ello, después de haber escrito al viejo amigo general Laperrine y a su hermana María de Blic, ahora, sentado ante una caja que le servía de mesa, a la luz anémica de un cabo de vela, estaba terminando la carta a su prima María de Bondy: «… nuestro anonadamiento es el medio más poderoso que tenemos para unirnos a Jesús y hacer bien a las almas».Fue al llegar a este punto cuando oyó llamar a la puerta del fortín.Atravesó el patio y, asomado al corredor oscuro, gritó: «¿Quién es?».«El correo», respondió desde fuera la voz bien conocida de El Madani, un haratino al que Carlos había dado de comer un montón de veces.Carlos enfiló corredor adelante, para abrir la puerta…Carlos de Foucauld llevaba en el Hoggar trece años, desde aquel lejano enero de 1904, cuando con Paul Embarek, una asna cargada con la capilla portátil y un asnillo que trotaba detrás, algunas provisiones a la espalda y dos pares de zapatos de repuesto, unido a una columna de Cazadores de África, había dejado el eremitorio de Beni Abbés para tomar el largo camino que conducía directamente al sur, entre altas colinas negras y desnudas.Un mes de marcha a pie, en medio de enjambres de moscas implacables. Cada varias horas, entre las piedras grises, un árbol enano y espinoso. Cada varios días, en la línea del horizonte, un oasis verde, creado por el espejismo. Todas las semanas, o cada dos, un oasis verdadero, en los cuales el padre Foucauld trababa conocimiento con los habitantes y distribuía entre los más pobres algunas monedas de su flaca bolsa, o provisiones de su saco, escasamente surtido.Al fin, después de haber atravesado una región de fábula, -imaginaos: un jardín inmenso, de flores de piedra, con las formas más inverosímiles, y jaspeadas de multitud de colores, a la sombra de grandes rocas rojas y bajo un cielo que, a pesar de ser invierno, tenía la pureza del cristal-, la caravana llegó al cuartel general francés del territorio de los oasis, en ln-Salah.Allí el general Laperrine informó a Carlos de Foucauld de las últimas noticias: de las seis confederaciones en que se agrupaban los tuareg, tres daban señales de estar dispuestas a someterse a Francia. Eran los Kel Ahaggar del territorio del Hoggar, los Taitoq del territorio del Ahnet y los Iforas del Adrar. Por ello, Laperrine ansiaba emprender lo más pronto posible un largo viaje a través del Hoggar, el Ahnet y el Adrar con objeto de acelerar las cosas y aceptar la sumisión.«¿Y tú que harás, viejo eremita? ¿Vendrás con nosotros?».«¿Por ventura lo pones en duda, soldadote?».A Carlos no se le podía presentar una ocasión más favorable para penetrar en la profundidad misteriosa del Sahara, donde Dios le llamaba a vivir, sin clausura, la vida de Nazaret.Como la expedición del general Laperrine exigía unos preparativos relativamente largos, Carlos no quiso perder el tiempo y se dirigió, solo, al oasis de Akabli, donde, según le habían dicho, se detenían con frecuencia caravanas de tuareg.Fue en Akabli, en febrero de 1904, cuando los vio por primera vez. Entre los acostumbrados grupos de árabes, petulantes y envueltos en sus blancos bournous, ellos, los tuareg, paseaban en silencio, erguida su alta figura, el aspecto noble, los movimientos con una agilidad y elegancia que recordaba la de los felinos, el rostro cubierto de un velo azul que descendía formando grandes pliegues hasta los pies; por encima de aquel velo, los ojos negros y enormes, brillantes de fiereza, y parte del rostro, teñido con la misma tintura azul que daba color a todas sus ropas.¡Allí tenía, delante de sus ojos, a los guerreros azules! Al contrario de lo acostumbrado por los árabes, eran los hombres quienes se tapaban el rostro, mientras las mujeres lo llevaban descubierto. Mujeres muy hermosas, de extraordinaria elegancia e inteligencia pronta, que gozaban de una libertad absolutamente desconocida por sus hermanas de sexo árabes. Aquí y allá, en el oasis, junto a camellos soñolientos, se levantaban las tiendas bajas de los tuareg, de cuero rojo, cuyas entradas, al norte y al sur, estaban abiertas para dejar pasar la corriente de aire.Desde el primer día, Carlos fue de una a otra tienda roja, y en todas ofreció y obtuvo amistad. Al cabo de una semana, ya balbuceaba algunas palabras en la lengua de los tuareg. Pero se dijo que debía aprenderla a fondo, para poder hablar del modo más eficaz a aquellos hermanos de la voluntad del Altísimo.Eligió a un tuareg como maestro y empezó a estudiar el idioma, que se llamaba tamacheq y se escribe con caracteres tifinak. Es una lengua extraordinariamente pura, absolutamente africana, que no tiene nada que ver con el árabe, llegado de Asia; no es, en modo alguno, pobre, como lo son las lenguas de los pueblos ignorantes sino, al contrario, posee una gramática compleja y un rico vocabulario.Tres semanas después de su llegada al oasis de Akabli, Carlos vio aparecer entre las dunas a la columna del general Laperrine, que pasaba por allí para recogerlo, y se dirigía al sur, hacia Tombuctú. Un sur muy lejano, ya que el orgullo colonial de Laperrine quería sacar provecho de aquel largo viaje por el corazón del Sahara, tanto para aceptar la sumisión, como para confirmar oficialmente la unión estrecha, que de ahora en adelante, existiría entre Argelia y Sudán.A medida que la caravana se adentraba en el Hoggar, Carlos hablaba con cuantas personas encontraba, visitaba todos los oasis, entraba en todos los campamentos y lo observaba todo con la misma agudeza con la cual, muchos años antes, había explorado el Marruecos prohibido.Descubrió que, en Hoggar, los tuareg estaban divididos en tres castas: los nobles, entre los cuales el clan de los Ken Reía era evidentemente el más ilustre, ya que uno de sus miembros desempeñaba, por elección, el cargo de aménokal, es decir, de jefe supremo del Hoggar. En aquellos momentos lo era Moussa, quien seguía diciendo que estaba dispuesto a someterse a Francia; pero que, en la práctica, aunque sabía que Laperrine viajaba por sus territorios, no se dejaba ver en ningún lugar, con lo cual no había modo de llegar a una conclusión efectiva. La segunda categoría la formaban los vasallos, quienes poseían armas, cabras y camellos, lo mismo que los nobles pero, sobre todo, eran guerreros. El último puesto lo ocupaban los plebeyos, los más numerosos, que vivían de ciertos cultivos y del comercio.Laperrine atravesó todo el Hoggar sin poder poner la vista encima a Moussa. Luego penetró profundamente en el Adrar, donde vivían los tuareg Iforas, de quienes obtuvo en seguida la sumisión. Acto seguido, al frente de su columna, alcanzó Timiaouine, que se encontraba en el camino a Tombuctú. De improviso se le apareció una patrulla armada y dispuesta en posición de ataque, la cual le ordenó que no siguiera adelante. Una situación grotesca, ya que estaba mandada por oficiales franceses del Níger.La causa era que las tropas destacadas en aquel lugar, furiosas porque Laperrine se había entrometido en los asuntos de una parte del Sahara que consideraban de su competencia, y también porque había recibido la sumisión de los Iforas, cuando deseaban este honor para sí, habían decidido humillarlo para vengarse, es decir: impedirle, con la amenaza de sus fusiles, seguir hasta Tombuctú.Seguramente Laperrine hubiera opuesto las armas a las armas; pero el padre Foucauld supo encontrar las palabras que le hicieron razonar y dieron fuerza para no ceder a la ira. La columna retrocedió, dirigiéndose al territorio de Ahnet, habitado por los tuareg Taitoq, que también firmaron la sumisión.La expedición concluyó. Laperrine tomó a InSalah y dejó a Carlos solo, en su nueva clausura, grande cuanto el desierto entero.Carlos penetró en el Hoggar y, durante cinco meses, vagó errante de un campamento a otro, un día aquí y al día siguiente allá, por aquel inmenso reino de los nómadas, buscando siempre nuevas amistades. Todos los días celebraba misa, ayudado por Paul Embarek; oraba, meditaba, conversaba con cuantos tuareg podía y los socorría en aquellas necesidades que le era posible. A pesar de no detenerse en su incesante peregrinar, encontró el tiempo y la manera de terminar la primera traducción al tamacheq del Evangelio. Tal vez algún día un tuareg lo leyera… ¿Le sería concedido a él ver aquel día bendito? Sucediera lo que sucediese, el Hoggar era, desde entonces, su nuevo mundo y allí plantaría definitivamente su tienda.Laperrine le hizo saber que aquella decisión le preocupaba bastante, pues no estaba totalmente tranquilo respecto a su seguridad personal, de la cual se había hecho responsable. Aunque la sumisión de los Iforas y de los Taitoq estaba conseguida, el aménokal del Hoggar, Moussa, no había llegado a un acuerdo firme y real con los franceses por lo cual el futuro podía reservar sorpresas. Más prudente era que Carlos hablase primero con el aménokal en persona, si lograba localizarlo, y le pidiera permiso para establecerse entre los tuareg. Mientras tanto, no debía tomar resoluciones, ni hacer planes, con carácter definitivo.Obediente a aquellas sugerencias, Carlos regresó a In-Salah y, desde allí, se puso en camino hacía Ghardaia, para confesarse con los Padres Blancos y pedir consejo a monseñor Guérin. Estaba terriblemente enflaquecido y cansado. Tenía cuarenta y seis años; pero se le hubiera calculado sesenta.En diez meses había recorrido cinco mil kilómetros a pie.Luego volvió a Beni Abbés, a su vieja «Khaoua del Sagrado Corazón». Se había convencido de que debía dividir su vida entre los tuareg, por un lado, y los árabes y franceses del Soura, por otro.Pero estuvo apenas cuatro meses, porque en mayo de 1905, aprovechando que el capitán Dinaux debía escoltar, a través del desierto del Hoggar, a una expedición compuesta de un periodista, un geólogo, un historiador y un inspector de comunicaciones, se unió al grupo, junto con Paul Embarek.Fue un viaje espantoso a causa del calor tórrido del verano sahariano. «Después de dos horas de marcha a pie, apenas había amanecido -contó luego el capitán Dinaux-, todos subían a los camellos. Sólo el padre Foucauld continuaba caminando a pie hasta el limite de sus fuerzas, rezando el rosario y recitando letanías. En los trechos más accidentados del terreno, forzaba el paso. Desde las cinco de la mañana, el sol caldeaba implacablemente el aire; a la sombra, la temperatura oscilaba entre los 40 y 50 grados. Cada uno de nosotros bebía entre ocho y diez litros de agua diarios, ¡Y qué agua…! Pero el padre caminaba siempre con pasos rápidos, excepto cuando se levantaba una tempestad de arena, o uno de nosotros le decía: «Padre, o vos subís, o yo bajaré a vuestro lado». En las etapas, nos colocábamos en forma de cuadro y dormíamos a la sahariana, sin tienda, las carabinas cargadas, los indígenas envueltos en los bournous y en sus puestos de combate… Hacíamos que el padre estuviera en un ángulo del cuadro, para que pudiera aislarse más y rezar tranquilo, a su gusto. Cuando la hora de la partida lo permitía, se hacia despertar a tiempo por el centinela, montaba la tienda en un momento y decía misa. La celebración de ésta, a la cual asistía siempre uno de nosotros, fue para todos una sorpresa y una revelación: el fervor del padre era tan extraordinario, que parecía en éxtasis».Fue durante un descanso, el 25 de junio de 1905, cuando los centinelas dieron la voz de alarma. Todo el campo se preparó para la defensa: por el horizonte de aquel océano de piedra, avanzaba una larga columna de meharistas. ¿Cuáles eran sus intenciones?La espera fue larga y los mantuvo con la respiración cortada. Por fin, se consiguió conocerlas. No había duda, era él, el aménokal Moussa, escoltado por los más ilustres de los Ken Reía. Un espectáculo inolvidable de hombres majestuosos, envueltos en ropas azules y montados sobre camellos lujosamente enjaezados, las armas de los guerreros tuareg empuñadas.De pronto todos se detuvieron, como ante una orden, aunque no se había pronunciado una palabra. Sólo el aménokal siguió avanzando, hasta encontrarse frente al capitán Dinaux, y cambió con él solemnes saludos. Después las escoltas de ambas caravanas tomaron parte en el ceremonial del encuentro, que culminó con la ritual mezcla del té.En este punto, Moussa declaró que estaba dispuesto a dar por terminadas sus prolongadas indecisiones y aceptar sin reservas la autoridad de Francia. A partir de entonces la solemnidad cedió terreno, cada vez más, a la familiaridad.Durante varios días, las dos caravanas viajaron juntas. El capitán Dinaux lo aprovechó para presentar a Moussa al padre Carlos de Foucauld. «Es un marabuto cristiano, servidor del Dios único -precisó-, amante de la soledad, deseoso de estudiar la lengua de los tuareg. Un hombre que puede rendir grandes servicios a los pueblos del Hoggar y aconsejarlos de un modo útil».Este primer encuentro fue seguido de varias entrevistas. Durante las mismas se eligió Tamanrasset como residencia del padre Foucauld, «porque Tamanrasset -explicó el aménokal- es un poco el pied-a-terre de la tribu de los Dag Ralí, la más numerosa y la más fiel entre mis tribu».Moussa ha escrutado a Carlos, desde el primer encuentro, con sus ojos que parecen adentrarse hasta el alma, y ha sentido que puede fiarse.«Responderé de este hombre con mi cabeza», fueron sus palabras.También Carlos ha sondeado hasta lo íntimo al aménokal: «Es muy seguro de sí mismo, inteligentísimo, abierto, un musulmán muy piadoso, deseoso de bien; pero al mismo tiempo ambicioso, amante del dinero, del placer, de los honores», anotó.Después de quince días de viaje juntos, Moussa dejó a sus nuevos amigos para volver con sus tuareg. El capitán Dinaux escoltó a Carlos hasta Tamanrasset. Después de recorrer un laberinto de gargantas salvajes, alcanzaron una inmensa altiplanicie, absolutamente desnuda, enteramente cubierta de piedras, sin una línea de sombra, sin un hálito de frescura, rodeada del largo lecho arenoso del fantástico torrente Tamanrasset, casi siempre seco. Al oeste, unos cuantos pozos entre unos pocos arbustos raquíticos, y algunas cabañas de haratinos, los cuales cultivaban cebada en delgadas capas de tierra. Aquello era la aldea de Tamanrasset, una veintena de hogares en total, dispersas a lo largo de tres kilómetros, junto a la orilla del torrente seco. Al este, a lo lejos, se erguían montes salvajes, dominados por el Ilamán, la montaña más alta.Allí, en aquella desnuda inmensidad quemada por el sol, en aquel reino de la soledad, en aquel mar de piedras -que florecía en grupos de tiendas rojas cuando los tuareg hacían un alto- Carlos se fabricó una cabaña de cañas, en todo semejante a las de los haratinos, al mismo tiempo que comenzaba la construcción de una extrañísima casa con piedras y barro. Una casa increíble, larga, estrecha, bajísima, con muros de un metro de grosor, sin ventanas, únicamente pequeñas aberturas, una sola puerta baja y para entrar por ella era necesario salvar una pared maciza de setenta centímetros de alta, capaz de impedir la intrusión de las víboras cornudas. El techo, plano, estaba hecho con gruesas ramas sin desbastar, y recubierto de cañas y barro; una protección del sol, en suma, pero no de la lluvia violenta, Por dentro, una pared la dividía en dos estancias: una destinada a capilla y la otra a lugar de trabajo; ambas medían dos metros setenta y cinco centímetros de longitud por un metro setenta y cinco centímetros de anchura.Fuera, la cabaña de cañas serviría de cocina, salón para la visitas y habitación de Paul Embarek, si este eterno indeciso no se iba en busca de otro modo de vivir.Al cabo de poco tiempo, no hubo un haratino se dentario ni un tuareg nómada en toda la altiplanicie de Tamanrasset que no fuese de vez en cuando al eremitorio del «marabuto del corazón rojo». La puerta estaba siempre abierta, todo visitante era acogido como un hermano. Los tuareg pensaban de él: «Ciertamente Laperrine es su amigo, y Laperrine es poderoso. Pero Laperrine está a ochocientos kilómetros de aquí. Por lo tanto, el marabuto, viviendo solo en el Hoggar, demuestra una gran confianza en nosotros». Y los tuareg tenían demasiado vivo el sentido del honor para que no les impresionase profundamente aquella confianza que, por primera vez, un hombre blanco, y además inerme, les demostraba.Al principio, mil dudas los habían acosado: «Es un marabuto, no se puede negar; pero es cristiano, no musulmán. ¿Por qué entonces ha dejado a los suyos para vivir entre nosotros? Da limosna y no pide, ¿cómo es posible? ¿Y por qué esto? ¿Y por qué aquello?».Pero luego, aquellas preguntas dejaron de preocuparles. Bastaba una conversación con él para que toda desconfianza se amortiguase.A medida que fue pasando el tiempo, Carlos se convirtió en el consejero de cada uno de ellos, casi podríamos decir en su director espiritual. Porque si bien es verdad que la fe en Cristo les separaba, la fe en Dios les unía, y a todos cuantos se dirigían a él, les recordaba la ley primitiva, la cual les era común, la ley del Sinaí, que manda adorar a Dios y practicar sus mandamientos.Se la recordó también al aménokal cuando, en octubre, haciendo la misma vida que sus guerreros, llevó a pastar los camellos en la raquítica hierba que un poco de lluvia había hecho nacer en los bordes de Tamanrasset. Pronto los dos se sintieron unidos por una profunda amistad. Una amistad de tal calidad que, en el corazón de Moussa, surgió la convicción de que había encontrado a un hombre de Dios. Reconocer en el padre Foucauld a un hombre de Dios y desear tenerlo como su guía y maestro fue para el jefe supremo del Hoggar la más lógica de las conclusiones.De este modo Carlos de Foucauld, francés y sacerdote de Cristo, se convirtió en octubre de 1905, y lo fue durante todo el resto de su vida, el íntimo consejero y prácticamente el «capellán» de un jefe tuareg, ferviente seguidor de Mahoma.Cuando Moussa le contaba su preocupación por cierto relajamiento que advertía en los sentimientos religiosos de sus tuareg, el padre Foucauld le recordaba la necesidad de adorar la voluntad del Altísimo y tratar de conocerla lo más perfectamente posible «porque cuanto mejor se la conoce, más se la ama, más fielmente se cumple». Por lo tanto: orar, orar mucho, practicar el ayuno y la limosna, ejercitar las virtudes, reprimir el mal, honrar el trabajo, purificar la familia, enseñar a los niños a desear el bien.Otras veces el aménokal le confiaba sus aprensiones sobre la suerte del pueblo tuareg, perennemente amenazado por el hambre, y Carlos le aconsejaba que, todos ellos unidos, desarrollaran la agricultura y la ganadería a lo largo y ancho del país.Moussa, muy sensible en cuanto concernía al honor, se lamentaba con él de ciertas ambigüedades del comportamiento de los franceses, de las malas jugadas pasadas a los tuareg por los intérpretes. Carlos le aconsejaba que no emplease los mismos métodos: «Mejor conseguirás mantener la paz y el bienestar en el Hoggar -le decía- y menos los franceses tendrán ocasión de intervenir». En lo que concernía a los intérpretes, lo más acertado era prescindir de ellos. ¿Por qué los tuareg no aprendían el francés? «Aprended el francés, no para ser nuestros sometidos, sino nuestros iguales; para estar siempre a la par con nosotros y no tener necesidad de intermediarios. Si hacéis esto, más pronto o más tarde, vosotros seréis los militares y los empleados civiles encargados de la defensa y de la administración del Hoggar».Las ideas de Carlos de Foucauld sobre el colonialismo francés eran, más que claras, previdentes: «El imperio francés en África del noroeste -escribía en sus apuntes-, confirmado por la ocupación de Marruecos y la unión de Argelia con el Sudán, gracias a la conquista del Sahara, será para Francia causa de fuerza o debilidad, según sea bien o mal administrado. Tiene treinta millones de habitantes, que, dentro de cincuenta años, gracias a la paz, estarán duplicados. Entonces se hallará en pleno progreso material, rico, cruzado por ferrocarriles, poblado por gente que conocerá el uso de nuestras armas, habituadas a nuestra disciplina y cuya flor y nata se instruirá en nuestras escuelas. Si no sabemos unir a nosotros aquellas gentes, nos echarán. No solamente perderemos el imperio, sino la misma unidad que le habremos dado se volverá contra nosotros. Será entonces un vecino hostil, terrible, bárbaro».Su concepto de lo que deben ser las relaciones entre los países colonizadores y los pueblos que les están sometidos, lo sintetizó en esta sencilla frase, tan breve como clara: «Una nación tiene, respecto a sus colonias, los deberes de los padres hacia los hijos: convertirlos, con la educación y la instrucción, en iguales o superiores a sí mismos».En constante contacto con los tuareg, desde el jefe supremo hasta los mendigos, pasó varios años. Al mismo tiempo, Carlos recogía poesías, cuentos, proverbios y componía una gramática de la lengua tuareg. Cada año, subía al norte, a Ghardaia, para confesarse, entrar en retiro y pedir consejo a monseñor Guérin. A continuación pasaba algunos meses en Beni Abbés con sus antiguos amigos franceses y árabes, que acudían corriendo a la Khaoua.De cuando en cuando, el eterno indeciso, Paul Embarek, desaparecía. Eran los períodos más dolorosos para Carlos porque no podía celebrar la santa misa, ni adorar al Santísimo. Por fin, un día le llegó el permiso de la Santa Sede para decir la misa sin ministro. Fue un día de alegría inolvidable.Se estaba en lo más agudo del hambre de los años 19071908. No llovía desde hacia diecisiete meses. «Es hambre negra -escribía Carlos- para un país que vive todo de la leche y donde los pobres viven exclusivamente de ella. Las cabras están tan secas como la tierra, y las personas tanto como las cabras».Una vez al día, Carlos reunía alrededor de su casa a todos los niños de la meseta de Tamanrasset, y hacía que comiesen hasta que saciasen el hambre. La mayoría de las veces sucedía que «viendo a aquellos mocosos masticar tan alegramente -escribió Laperrine- el padre de Foucauld no tenía valor para retirar su parte».Al fin sucedió que Carlos, al privarse también de lo necesario, enfermó gravemente. «Sin toser, sin tener ningún dolor en el pecho -comunicó a su hermana-, el más pequeño movimiento me produce un cansancio tan grande que casi me desvanezco. Hace un día o dos temía que fuera el fin…». Enterado de las condiciones desesperadas en que se encontraba, Laperrine se apresuró a enviarle la única medicina que juzgó le sería útil en aquel momento: un cargamento de víveres.Al mismo tiempo llegó la comunicación de la Santa Sede. Porque no era sólo el pan de la tierra lo que le faltaba sino, sobre todo, el pan de la Eucaristía.Se había sentido muy próximo a la muerte en aquel año 1908. Si hubiese sido el fin, ¿qué hubiera quedado de su ideal? Ningún compañero había acudido a sus reiterados llamamientos…Cuando las primeras lluvias de otoño aplacaron el hambre, partió para Francia con un nuevo proyecto: encontrar, costara lo que costase, la adhesión de alguien, al menos, a una unión de hermanos y hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, una especie de tercera orden, a la cual confiar su patrimonio espiritual, con la esperanza de que algún día llegase alguien para ser su compañero o para reemplazarle. Encontró la adhesión en su prima Maria de Bondy, de su hermana María de Blic y de pocas personas mas… Hará más adelante otros viajes a Francia, siempre con el mismo objeto; pero cuando él muera, una asociación para la plegaria, fundada por la unión, contará apenas con una cincuentena de afiliados.La soledad en que se veía obligado a vivir la vida de Nazaret siguió pesándole dolorosamente en el corazón. Por fin, un día pareció que su gran esperanza iba a realizarse. Estaba en Ghardaia, con monseñor Guérin, cuando supo que el hermano Michele, un joven bretón que había sido zuavo y entonces desempeñaba el cargo de coadjutor de los Padres Blancos, deseaba seguirle. Inmediatamente lo llevó consigo a Beni Abbés. Pero la severa vida de anonadamiento de la «Khaoua del Sagrado Corazón» comenzó a minar la salud del neófito.Algunos meses más tarde partieron para el Hoggar. Al llegar a ln-Salah tuvieron que detenerse porque el hermano Michele necesitaba descanso. ¿Sólo descanso? Hubo de ser hospitalizado y el médico fue tajante: imposible que siguiese hacia el Hoggar, porque moriría en el camino.Así fue como Carlos, cuando llevaba un compañero al desierto, el primero de sus hermanitos, tuvo que continuar el resto del camino solo.En 1910 hubo otra vez una gran sequía. Los tuareg se lanzaron por sus escabrosos montes, en busca de los pastos que pudiera haber en las cimas. En la meseta de Tamanrasset quedaron sólo los haratinos. Carlos decidió entonces construir un eremitorio en lo más alto del Asekrem, un monte de 2.700 metros, en el cual habían acampado los tuareg.Cuatro días de camino por gargantas abismales, entre gigantescos salientes de rocas negras, azules, rojas, hasta alcanzar la base de un pared de cien metros de altura. No quedaba más remedio que escalaría para llegar a la cima plana, pelada, cubierta de piedras verdes, magnificas, y en la cual, constantemente, se oía el silbido o el ulular del viento impetuoso. Allá arriba, frente al espacio inmenso, en el cual, las cumbres de todos los montes del Hoggar se lanzaban hacía el cielo en un caos fantástico, Carlos construyó su nuevo eremitorio: la capilla y una diminuta habitación.«Estoy absolutamente sólo en lo alto de este monte, el Asekrem, y la vista es maravillosa: la más extraña combinación de cimas, agujas rocosas y piedras fantásticamente amontonadas que he contemplado jamás».Pero el espectáculo más agradable estaba a sus pies, en aquellas pendientes que, a la menor señal de lluvia, se cubrían de hierba perfumada, porque allí los tuareg habían plantado sus tiendas de cuero rojo, aquellos tuareg que, todos los días, subían hasta su eremitorio y luego descendían, repitiendo más o menos las palabras que en 1907 había dicho una de sus mujeres, de noble casta, de la cual Carlos salvó cinco hijos durante el hambre: «es tremendo pensar que, a su muerte, un hombre tan bueno irá al infierno porque no es musulmán…». Y por el marabuto cristiano rezaban a Alá y respetaban con mayor empeño la voluntad de Dios según la ley del Sinaí, tal como Carlos les enseñaba.Al cabo de algún tiempo, se unió a él Ba Hammou, el secretario de Moussa. El aménokal, en señal de amistad, se lo había «prestado» por unos meses, pues sabia que le iba a ser muy útil. Ba Hammou era, en efecto, un pozo de sabiduría etnográfica y lingüística. Carlos lo aprovechó para trabajar con él en la compilación de un diccionario tuareg-francés.Cuando el invierno se anunció soplando violentas ráfagas glaciales sobre la cima del Asekrem, Ba Hammou empezó a gruñir que de aquel «veraneo» tenía ya bastante.Al padre Foucauld no le quedó más remedio que bajar a Tamanrasset.Allí, en su casa en forma de longaniza, a la que el general Laperrine llamaba «La Fragata», porque le recordaba a una nave de guerra en un tormentoso mar de piedras, Carlos recibía a los tuareg que iban de camino con sus rebaños de cabras. Estaban tan acostumbrados a encontrarlo cuando pasaban por Tamanrasset a beber té con él, a partir el pan y los lacticinios, del mismo modo que Carlos había compartido con ellos el hambre durante las sequías, que no podían seguir adelante sin detenerse algún tiempo para manifestarle su profundo aprecio. Se lo hacían saber con interminables conversaciones, en los cuales también le hablaban de sus preocupaciones y asuntos. En ocasiones ocurría, cada vez con mayor frecuencia, que le hacían preguntas, por las cuales Carlos se sentía feliz:«¿Qué estas escribiendo? ¿Qué significan esas figuras que pintas?».El padre Foucauld les explicaba lo que las imágenes sagradas representaban y les leía un trozo del Evangelio, sobre todo las parábolas. Los tuareg cada vez sentían más admiración por su santidad.Ocurría de vez en cuando que el hospitalario eremita de Tamanrasset, el hermano de los pastores nómadas, el siervo de los pobres, pasaba a ocupar un puesto principal en los asuntos del país, se convertía en árbitro de las controversias que surgían entre Francia y el Hoggar. Como cuando el general Laperrine decidió transportar varias toneladas de material a Tamassinine, en la frontera con Tripolitania, donde acababa de ser construido Port Flatters.Para una expedición de tal importancia, en aquellas regiones salvajes y sin carreteras, era preciso servirse de casi todos los camellos de Hoggar, enrolar algunos centenares de hombres y proveer a su subsistencia durante varios meses. Laperrine encargó a Carlos que obtuviese los camellos y los hombres del aménokal y éste, no sólo accedió a la petición, sobre todo porque le había sido hecha por medio de su consejero, sino que se declaró dispuesto a guiar él mismo la gran caravana. En compensación pidió a los franceses, siempre por intermedio de Carlos, que los meharistas tuareg fuesen pagados anticipadamente, de manera que, al llegar a Temassinine, pudieran efectuar las compras que les fueran necesarias. Laperrine, como esta petición estaba avalada por el padre Foucauld, la aceptó. Sin embargo, a la hora de pagar, los franceses parecieron olvidarse de cuál era la cifra pactada. Carlos intervino entonces enérgicamente para que los meharistas recibieran su justa paga, hasta el último céntimo.Cuando el aménokal Moussa se puso en viaje a la cabeza del gigantesco convoy, confió temporalmente el poder a su lugarteniente Akmed Ag Echecherif. Por su parte, Carlos había obtenido de Laperrine la seguridad de que, mientras durase la ausencia de Mousa, el teniente francés Sigonney velaría por el Hoggar, donde, durante tres meses al menos, sólo quedarían ancianos, mujeres y niños. En realidad, quien sustituyó al aménokal en el gobierno del país fue, como había ocurrido en otras ocasiones, una mujer extraordinaria.«Quien toma las decisiones -escribió por aquellos días Carlos de Foucauld- es Dassine… Ella ordena sin aparecer en público. Akmed Ag Echecherif no es más que el poder ejecutivo. Ella es muy inteligente y está al corriente de todas las cosas. El es dinámico y lleno de buena voluntad. Ambos son piadosos. No podemos estar mejor…».Poetisa exquisita y espiritual, mujer bellísima y de una elegancia refinada, todos los guerreros del Hoggar estaban enamorados de Dassine, y más que ninguno, el aménokal. «Dassine es luna -había cantado éste en un poema de amor dedicado a ella-; su cuello es más inquieto que el de un potro atado en un campo de cebada o trigo de abril. Dios la ha hecho armoniosa y llena de gracia. Como todos la admiran, así todos la aman. Imposible a mujer alguna desposarse mientras Dassine es libre. Ella es bella y graciosa. Sabe tocar el monocordio y cantar con alegría…».Pero Dassine, aunque amiga afectuosa del aménokal, no correspondió a su amor.«Regalaré a manos llenas los siervos y los ganados que suben por los montes -cantó entonces Moussa- y todos los pastos que hacen fecundas las cabras y las camellas, desde Gougueran hasta aquí y hasta Bornou, de Arar a Afeston, para que tú estés en mi corazón, Dassine, como el sol entre las estrellas… Pero ella, ella no vuelve la mirada a mi, ella no me presta atención…».Otros cien guerreros cantaban, como el aménokal, su amor por Dassine. Y Dassine, entre cien guerreros, eligió a Aflan. No por esto Moussa le retiró su amistad. Al contrario, cada vez que se ausentaba, mientras oficialmente se hacía sustituir por éste o aquél de sus lugartenientes, en la práctica confiaba el gobierno del Hoggar en las manos de aquella mujer excepcional.«Ella es muy inteligente y está al corriente de todo», había escrito Carlos. Dassine, en efecto, conocía su amistad hacia Moussa y que éste lo apreciaba hasta el punto de haberle hecho su consejero. Ella lo aprobaba. La joven poetisa del Hoggar, devota de Alá, fue una de las más preciosas colaboradoras del hermano Carlos de Jesús en el Sahara.Llegó 1914 que trajo la gran guerra. Carlos se enteró un mes más tarde de haber sido declarada. En seguida tuvo repercusiones en el corazón de África. De Argelia, le llegaron noticias de que los guerrilleros marroquíes incrementaban sus ataques a lo largo de toda la frontera; en Tripolitania se desencadenó un caos; del oasis de Kufra, en Cirenaica, centro principal de la gran confraternidad de los senusi3, la instigación a la rebeldía fue serpenteando entre los tuareg hasta llegar al Hoggar.En su eremitorio, Carlos de Foucauld se estaba consumiendo: desnutrición, escorbuto, fiebre, respiración penosa. «Señor, hágase tu voluntad y no la mía» era siempre su oración, la misma que su madre había pronunciado en el lecho de muerte hacía tantos años en Estrasburgo; la que él estaba viviendo desde el momento de su conversión.El alto mando francés no se sentía tranquilo sabiendo que estaba en Tamanrasset, solo en su eremitorio indefenso, que en cualquier momento podía ser aplastado por una oleada de odio senusi.La orden que llegó a Carlos fue de que se retirase a Fort Motilinsky, a unos cincuenta kilómetros al este.La negativa fue firme: no abandonaría jamás la altiplanice de Tamanrasset, donde vivían sus haratinos y donde los tuareg sabían que lo encontrarían siempre.Puesto que se le mandaba refugiarse en un fortín, él construiría uno allí en Tamanrasset, dentro del cual también sus amigos haratinos y tuareg encontrarían defensa en caso de peligro.Con la ayuda de aquellos, levantó un verdadero fuerte. Los franceses lo proveyeron de armas, él llevó el altar, el cáliz, el sagrario, la custodia, las vestiduras y sus manuscritos. Dejó el eremitorio por la fortaleza; decidió y seguir viviendo en ésta la vida de Nazaret que había vivido en el eremitorio.Las sombras de la noche -como ya hemos dicho- cayeron frías aquella tarde del uno de diciembre de 1916 sobre las gargantas de los montes del Hoggar, sobre los bastiones del fortín de Tamanrasset. Después alguien llamó a la puerta.«¿Quién es?».«El correo», contestó la voz bien conocida del haratino El Madani.Carlos abrió la puerta. Diez, veinte, sesenta manos salieron de la oscuridad, le agarraron brutalmente, le arrojaron a tierra, de rodillas; luego le ataron las manos a los tobillos, por la espalda, y pusieron ligaduras en torno a todo su cuerpo.Eran una treintena las sombras de los senusi que veía junto al foso que rodeaba los muros; gente de la tribu de Ajjer, en su mayoría, que habían llegado a escondidas, a través de las gargantas de los montes de Hoggar, en completo silencio. Al cabo de algún tiempo vio venir algunos otros, de la dirección en que estaba la aldea haratina: habían ido a buscar a Paul Embarek a su cabaña. También Paul era prisionero; pero Carlos notó que no tenía amarradas las manos.Última foto conocida del P. FoucauldDurante media hora -¿o fue una eternidad?- los contempló ir y venir al fortín, sacando fuera cuanto podían robar, armas y objetos sagrados, y destrozar todo aquello que no podían transportar. Uno solo de los senusi no tomaba parte en la razzia, permanecía inmóvil, a dos pasos de Carlos: un muchacho que había crecido demasiado deprisa.«Tú cuida de él, Sermi Ag Tohra», le habían dicho. La boca del fusil le apuntaba constantemente, y estaba como alucinado.«Piensa que morirás mártir, despojado de todo, tendido en tierra…, irreconocible, cubierto de sangre… muerto con violencia…» ¿Cuándo había escrito Carlos estas palabras? Y también: «Vivir cada instante como si debiese morir mártir esta noche… Prepararse sin cesar para el martirio y para recibirlo sin un gesto de defensa, como el Cordero divino…».De repente, uno gritó alarma. En el instante de silencio que siguió, llegó hasta los oídos de Carlos un caminar de camellos. Eran los meharistas que, ignorantes de cuanto sucedía, iban a recoger el correo.Los senusi temieron quién sabe qué ataque. Lanzando alaridos, dispararon a locas contra el peligro desconocido. Sermi Ag Tohra, muchacho crecido demasiado pronto, perdió la cabeza. Quizá Carlos hizo un movimiento y él creyó que quería escapar. Quizá, simplemente, el miedo le cegó; pero no tanto que le quitase la puntería. Apretó el gatillo.Carlos de Foucauld, hermanito de Jesús, se desplomó lentamente dentro de las ligaduras. El proyectil le penetró por el oído derecho y fue a salir por el ojo izquierdo; luego se incrustó en la pared de ladrillos rojos, a la izquierda de la puerta del fortín. |

Anónimo
Hay que reconocerlo: el beato Carlos de Foucauld, es una de las figuras de santidad que no son baladíes. Desde el joven oficial despreocupado y adinerado hasta el ermitaño solitario del Sahara, su carrera no te deja indiferente. Como san Pablo, san Agustín, el buen ladrón y tantos otros cuyo camino de vida no es realmente muy … ¡lineal!
Charles de Foucauld, hermano universal
Al principio, todo empieza muy mal: en la mediocridad, el rechazo de cualquier valor moral o la exaltación de una libertad personal que muy rápidamente se convierte en sumisión a los bienes de este mundo. Luego es el encuentro con el Señor, Dios de amor y misericordia, y la conmoción. El hombre ha regresado definitivamente y decide seguir a Cristo, finalmente tan excesivamente como en su vida pasada.
Por supuesto, la gracia de Dios ha trabajado profundamente en estos hombres durante mucho tiempo y ciertamente sería injustificado reducir su vida en este momento, este preciso momento en que todo cambió. ¡Pero hacen que la santidad sea alcanzable y nos simpatiza! Porque si ellos, que empezaron tan mal, acabaron tan bien, a fortiori los cristianos que, gracias a Dios, más o menos han «aguantado» hasta entonces, ¡tienen toda su oportunidad! En definitiva, una santidad que empieza tan mal y acaba tan bien sólo puede animarnos: ¡en verdad, nada es imposible para Dios!
Amistad con Dios
El padre de Foucauld es todo al mismo tiempo: soldado, geógrafo, trapense, lingüista, ermitaño, sacerdote … Ejemplar, cercano y accesible, su mensaje no es menos inimitable para muchos. ¿Será esta la razón por la que él mismo no logró, durante su vida, reunir a los hermanos para unirse a la orden religiosa que deseaba fundar? Pero todos tenemos un camino hacia la santidad que descubrir y cultivar, un poco como la partitura de un instrumento en un conjunto sinfónico. En este sentido, la vida de Carlos de Foucauld tiene algo que decirnos: nos transporta de la mezquindad de nuestra mediocridad diaria al despojo del desierto y a la verdadera amistad con Dios. Este es sin duda el secreto de la santidad de este hombre beatificado el 13 de noviembre de 2005 por el Papa Benedicto XVI.
Hermano con todo, para todos
El «Hermano Carlos» – así quería que le llamasen – estaba muy interesado en promover diferentes culturas. Quería ser un puente entre los hombres, a pesar de todas las ambigüedades de las situaciones. Las muchas horas en las que estuvo inmerso en la oración y la adoración lo hicieron ansioso por llegar a los más lejanos y los más pobres; enriquecieron misteriosamente sus días dando la bienvenida a todos como un hermano. En esto, fue muy innovador y todavía tenemos que explorar su intuición. ¡Todo hombre es hermano de hombre ya que tiene a Dios por padre!
Fertilidad
Desde su muerte en la más absoluta indigencia, asesinado por saqueadores en una oscura noche de diciembre de 1916, de esta intuición han nacido familias religiosas de hombres y mujeres. Son “hermanitos” y “hermanitas”, repartidos por el mundo en los rincones más recónditos, a veces en los entornos menos frecuentados, en las zonas urbanas menos cotizadas. Estos hijos espirituales del “hermano universal” eligen como prioridad las poblaciones más abandonadas, a veces al límite de lo posible. Miles de sacerdotes y laicos también han descubierto a través de su mensaje una forma de vivir el Evangelio quizás de manera más sencilla, en el compartir fraterno, la preocupación por los pequeños y la adoración silenciosa. Finalmente, son todos aquellos que, sin pertenecer a su familia espiritual y sin compartir su vocación de sacerdote y ermitaño, han descubierto la grandeza de esta personalidad y su dimensión espiritual.
El Beato Carlos nos invita a salir de nuestra desgana, nuestras fronteras tranquilizadoras, nuestro pequeño consuelo espiritual, para asumir los muchos desafíos que enfrentó sin siempre tener éxito. A nosotros nos toca continuar el camino trazado y dejarnos llevar hasta el extremo del abandono, como la exigente oración que compuso: «… estoy dispuesto a todo, acepto todo [… ], porque Tú eres mi Padre ”

El asesinato del padre Charles de Foucauld en diciembre de 1916 sigue siendo el acontecimiento más conocido de la guerra que sacudió el Sahara en ese momento. Una guerra en la que el conflicto mundial que luego desgarraba al resto del mundo no era ajeno. Pero, a diferencia de lo que ocurría en Europa, se trataba de una guerra en la que el enemigo de las tropas coloniales francesas, los tuareg, era tan impredecible como esquivo.
Es a mediados del año 1915 cuando se anuncian los primeros disturbios que pondrán a sangre y fuego al desierto africano. Los camelleros franceses acaban de completar la conquista del Sahara y están lejos de haberlo explorado por completo. Además, su dominación es todavía muy frágil y es muy rápidamente maltratada por un movimiento de revuelta fomentado desde el desierto de Libia por los turcos (aliados de los alemanes) y un movimiento religioso musulmán poco inclinado a las concesiones: los Sénoussis. Sin embargo, las dos partes son adversarias porque los Sénoussis buscan librar a Libia del dominio de los turcos. Pero, para la ocasión, llegarán a un entendimiento entre musulmanes contra las empresas coloniales de italianos y franceses.
Fue el sur de Túnez el que recibió el primer impacto del conflicto durante el verano de 1915. En ese momento, las poblaciones saharianas de Libia expulsaron a los italianos de parte de Tripolitania y Fezzan. Los puestos franceses en el sur de Túnez se encuentran entonces en primera línea. Después de haber reunido parte de las tropas italianas derrotadas, sufrieron violentos ataques de los que no salieron sin dificultad.
Estos primeros pases de armas, si bien no fueron todos victoriosos para los atacantes, sin embargo envalentonaron a sus compañías y les valieron muchos mítines. Como la pólvora, el movimiento se extendió por todo el Sahara y, uno tras otro, con raras excepciones, las tribus tuareg discreparon.
En marzo de 1916, el puesto francés de Djanet, manzana de la discordia durante mucho tiempo entre los franceses, los turcos y los tuareg, cayó después de diecisiete días de asedio. No resistió el fuego de los cañones que los tuareg arrebataron a los italianos de Fezzan. Dos meses más tarde, el lugar fue tomado por un fuerte destacamento francés, pero no se pudo dejar allí una guarnición. El lugar, en el límite de las posesiones francesas del Sahara, es demasiado difícil de abastecer. Para ello, es necesario recorrer cientos de kilómetros de pistas, cada desvío de las cuales está expuesto a las emboscadas de los tuareg. Y ese es un tipo de ataque en el que sobresalen los nómadas. Con un puñado de luchadores decididos, experimentados en la ayuda, socavan los vínculos que los franceses intentan mantener entre sus puestos. Los convoyes de suministros son atacados y saqueados regularmente a pesar de la escolta que los acompaña. Por tanto, Fort-Polignac iba a ser abandonado el 23 de diciembre de 1916, por no poder abastecerlo de víveres y municiones. La guarnición, privada de alimentos frescos, estaba plagada de escorbuto al final de su resistencia .
El abandono de Djanet y Fort-Polignac marca una retirada significativa de las tropas francesas bajo la presión de los nómadas disidentes. Y los destacamentos de camellos son impotentes para contrarrestar la acción de los tuareg. A pesar de una determinación inquebrantable y un buen dominio de la guerra de guerrillas en el desierto, son muy pocos para controlar todo el Sahara. Luchan contra un enemigo habilidoso, que debe ser rastreado durante cientos de kilómetros en las regiones más áridas del desierto africano.
Los enfrentamientos se multiplicaron durante el año 1916 en todo el territorio sahariano en poder de los franceses. La disidencia ganó la región de Tombuctú en abril de 1916 y el Aire a finales de año. Así, en diciembre de 1916, fue el turno del puesto de Agades de ser asediado por varios cientos de tuareg bien armados. El correo, contra todas las expectativas, resistió ochenta y dos días antes de ser entregado por una fuerte columna de relevo de Zinder. Sin embargo, el asunto costó la pérdida de varios destacamentos atrapados en emboscadas alrededor de Agadès.

Lyautey, entonces ministro de Guerra, está conmovido por estas turbulencias en una región que le es querida. Conoce a un hombre capaz de ponerle fin: el general Laperrine, principal protagonista en la conquista de esta parte ingrata del imperio colonial. A principios de 1917, el ministro retiró a Laperrine del frente franco-alemán para encomendarle la tarea de restablecer la supremacía francesa sobre las dunas del desierto africano. Con su conocimiento del terreno y el apoyo de un importante jefe nómada, Moussa ag Amastane, el general meharist logró traer la paz a este territorio que ejerció una verdadera fascinación en él. Poco antes de que su carrera lo dejara a un lado, murió allí en 1920, durante la primera travesía aérea del Sahara.
Es en este contexto de guerra de guerrillas, en el punto álgido del tumulto que se produce el asesinato del padre Charles de Foucauld. El monje se instaló en Tamanrasset en 1905. El lugar era entonces solo un pueblo miserable donde vivían algunos siervos que los tuareg utilizaban para cultivar escasos jardines. De Foucauld ocupa una casa de adobe * que a veces abandona por su ermita de Assekrem en el corazón de las montañas Hoggar. Sin embargo, desde el inicio de las hostilidades, ha sido consciente del peligro que lo amenaza y nunca abandona Tamanrasset. Su actitud más pacífica no puede, de hecho, hacer que la gente olvide que es francés y cristiano, cualidades odiadas por los rebeldes. Lo ignoró mucho menos porque estaba muy consciente de la situación y mantuvo a sus amigos, los oficiales camelleros, en lo que aprendió a través de sus relaciones privilegiadas con los nativos. Pero se niega a replegarse a Fort Motylinski, a cincuenta kilómetros de Tamanrasset, como lo solicitaron las autoridades militares.
Sin embargo, ante la insistencia de los oficiales que lo visitan regularmente, aceptó la protección de un pequeño fuerte de veinte por veinte metros que se construyó cerca del pueblo para su seguridad. La construcción, realizada por consejo suyo, es casi inexpugnable en caso de ataque con los medios convencionales que se utilizan en el Sahara. Aparte de la artimaña … Y, desde junio de 1916, el ermitaño de Hoggar vive en esta residencia totalmente militar donde se han almacenado algunas armas y comida.
El 1 de diciembre, al caer la noche, llaman a la puerta del fuerte.
Quien esta ahí ? pregunta el padre con sospecha.
Le responde una voz conocida. Es el de un «haratine» (como se llama a los esclavos negros al servicio de los tuareg) que el religioso ya ha tenido la oportunidad de conocer.
– Es El Madani, abre, traerá el correo
De Foucauld pronosticó por unos momentos: esta no es la fecha habitual de la carta. Pero su interlocutor es convincente y no inspira sospechas. Además, el religioso acaba entreabrir la puerta y cae en la trampa. ¡El Madani no está solo! Una treintena de tuareg lo acompañaron y lo utilizaron para abrir el fuerte. ¿Qué querían de Charles de Foucauld? ¿Deshacerse de un personaje icónico? ¿Tomarlo como rehén? ¿Eliminar una fuente de información para los franceses? No lo sabemos, pero parece que el objetivo no era destruir su vida.
El religioso es sacado brutalmente de su casa y arrojado al suelo. No hizo un gesto de defensa, ni una palabra de rebelión, y cayó de rodillas en oración ante la amenaza del cañón de un fusil mientras el fuerte y la aldea eran saqueados. Desafortunadamente, el nómada que sujeta al prisionero bajo su arma no tiene la misma fuerza de carácter que él. Está nervioso y asustado por el tiroteo que estalló repentinamente a unos cientos de metros de distancia entre sus acólitos y dos camelleros de Fort Motylinski. Presa del pánico, descarga su rifle sobre el hombre arrodillado frente a él y bajo su custodia. La bala atraviesa la cabeza de Charles de Foucauld, que se hunde contra una pared manteniendo su actitud de oración. Una patrulla francesa lo enterró dos días después en una zanja que defendía el fuerte.

La Mort de Charles De FOUCAULD
ÉCRIT PAR DANIEL GRÉVOZ. ASSOCIE A LA CATEGORIE AUTRES PERSONNAGES REMARQUABLES

Film sobre Carlos de Foucauld.
La explicación está en francés, pero a partir del minuto 8:02 se pueden ver escenas del film, que es el único que se ha hecho sobre Carlos de Foucauld


Querido amigo, hermano mío:
A los seis años quedé huérfano de padre y de madre. A los veinte llegó el turno de marchar a mi abuelo. A medida que avanzaba la vida, el vacío crecía a mi alrededor. Pero el abandono, el rechazo y el fracaso no tendrían la última palabra: yo soy la prueba de ello. ¡La vida no termina a losveinte años!
Tengo dinero, mucho. Organizo fiestas grandiosas y hago correr el vino como una fuente. Por eso me llaman “el grande”. Sin embargo, incluso en medio de estas fiestas siento un inmenso vacío. Estoy a un palmo de la desesperación. ¿Te gustan las fiestas, dices? ¡No te falta razón! ¡Pero prueba a ahondar en aquello que colma de verdad el corazón del ser humano!
Al observar a los musulmanes rezar se ha despertado en mí el sentido de la trascendencia. No encontramos la fe por nosotros solos, sino que brota por la gracia de Dios en contacto con los demás, por los caminos más inesperados.
Mis dudas me persiguieron mucho tiempo y mi angustia existencial fue duradera. Me decía: “Dios mío, si existes, permite que te conozca”. Quise plantearle unas preguntas a un sacerdote, que me pidió por primera vez que me confesara. Este fue el punto de partida de mi conversión: hay que usar gestos propios de la fe para encontrar la fe. Tú también, has de arrodillarte si quieres vivir de pie.
Mi destino patina. Convertido a los veintiocho años, me piden esperar tres años antes de convertirme en religioso. Lo intento en la abadía trapense de Ardèche, pero busco una vida más radical. Parto hacia Siria. Luego hacia Tierra Santa. Me convierto en jardinero de las clarisas de Nazaret, pero me encuentran poco capacitado para esos trabajos.
Duermo en un cobertizo para herramientas, sobre un banco con una piedra por almohada. Me digo que haría bien haciéndome sacerdote. Me gustaría llevar a Cristo a Marruecos, y finalmente me instalo en Argelia. Ya ves, la santidad no es lineal, ni fácil… Quiero ser el hermano mayor de los que dudan, vacilan, titubean.
Mi gran intuición es la de asumir el último lugar, como el de Jesús de Nazaret durante sus treinta años de silencio y trabajo: “No puedo atravesar la vida en primera clase cuando Aquel a quien amo la atravesó en la última”.
Muchos de nuestros contemporáneos, numerosas personas vulnerables en particular, este último lugar lo viven de forma forzada. En mi caso, a imagen de mi Maestro, lo he escogido. Tomé la alocada decisión de ser el último de mi promoción militar en Saint-Cyr, ¡pero incluso ahí fracasé! Descubrí que este desafío ganaba en nobleza si era en un sentido espiritual.
A pesar de mis peregrinaciones a Tierra Santa y al Magreb, la abadía sigue siendo una madre para mí, y el obispo de Viviers, un padre. Vivo completamente centrado en la Eucaristía: “¡Es Jesús, todo es Jesús!”. Que tu vida esté unida a una comunidad religiosa y a una parroquia, a una diócesis, a amigos felices con los que celebrar juntos.
“Quiero habituar a todos estos habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a mirarme como su hermano, el hermano universal”. Los nativos comienzan a saber que los pobres tienen un hermano. Sueño con una pequeña fraternidad “de oración y de hospitalidad que irradie una piedad tal que todo el lugar se sienta iluminado y animado por ella”.
Pero no sueñes con un gran éxito. No esperes levantar un ejército, sino buscar la transformación de la noche soplando las humildes brasas, capaces de iluminar y calentar todo nuestro valle de lágrimas.
He escrito una regla de fraternidad, pero no recibí ni una vocación. Soy consciente de que celebro la misa todos los días en Tamanrasset desde hace diez años, pero nunca he conseguido un solo converso. Desde el punto de vista humano, es un fracaso total.
No obstante, cien años después de mi muerte veo, desde el cielo, centenares de religiosos, miles de laicos por el mundo que viven según yo vivía, en la escuela del último lugar.
Ya ves, no hay que aspirar a ser la hiedra impaciente ni la parra silvestre conquistadora, sino más bien el tranquilo roble, el humilde tilo, y más aún el grano de trigo, que si “no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Jn 12: 24)
La amistad tiene un precio: ¡la Vida! Morí asesinado hace 100 años. Una realidad para la que estaba listo: “Vive hoy como si debieras morir mártir esta misa noche”, había escrito. Dejo tras de mí un pequeño fuerte en la arena, la sotana blanca manchada del color del sagrado corazón que ostentaba, algunas cartas… Dejo sobre todo mi último lugar, el que tanto amé. Y algunos amigos por el mundo. ¿Y tú?
Por Pierre Durieux
© DR Comparte Aleteia Francés | Dic 13, 2016

Sin compañeros. Extranjero y cristiano en el corazón del Sahara. La guerra de 1914 deja sentir su influencia en Argelia. El 1 de diciembre de 1916, traicionado por uno de los que él había ayudado, es apresado por una banda de senusistas. Mientras se dedican al saqueo, un muchacho le vigila y, nervioso al creer que llegan soldados, le da muerte de un disparo en la cabeza. Su cuerpo queda tendido en la arena del desierto como un grano de trigo que muere para dar fruto. Han pasado cien años.
Del Sahara a los Monegros
Hablamos del beato Carlos de Foucauld con Antonio Ramos, un sacerdote diocesano de Zaragoza, miembro de la fraternidad sacerdotal ‘Iesus Caritas’, que conoció al hermano Carlos en el seminario, leyendo ‘En el corazón de las masas’, del padre Voillaume. Años antes, los hermanos de Jesús se habían establecido en Farlete, Argelia estaba a punto de dejar de ser colonia francesa, y los Monegros se parecían al Sahara. “Ahora, la ciudad se parece al desierto más que nunca”, por eso, afirma que “la de Foucauld es una espiritualidad para nuestro tiempo: las grandes ciudades son el gran desierto; sociedades que esconden la tendencias suicidas o las justifican; gente desprovista de cualquier apoyo, hasta de la fe”.
Algo así le sucedía al joven Carlos de Foucauld, que no tiene reparos en contar cómo era su vida: “A los 17 años era todo egoísmo, todo deseo de mal, estaba como enloquecido. Jamás creo haber estado en tan lamentable estado espiritual. Vivía como se puede vivir cuando se ha extinguido la última chispa de la fe”.
Cambio radical
No fue hasta los 28 años cuando cambió su vida: una prima le hizo conocer al padre Huvelin, que le recomendó confesarse y comulgar para despejar sus dudas: “En cuanto creí que Dios existía, no pude hacer otra cosa que vivir sólo para Él. ¡Dios es tan grande! Hay tanta diferencia entre Dios y todo aquello que no lo es”.
Inmediatamente quiso ser religioso pero su confesor le mandó esperar tres años y le mandó peregrinar a Tierra Santa. Se hace monje en 1890 y, tras vivir siete años en la Trapa de Cheikhlé en el Imperio Otomano, buscando más pobreza y más soledad se va a Nazaret, donde sirve como mandadero de las carmelitas. El obispo de Viviers le ordena sacerdote e inmediatamente se marcha a Béni Abbès, en el Sahara argelino, donde combatió lo que él denominó la ‘monstruosidad de la esclavitud’. Allí espera la ocasión para entrar a evangelizar Marruecos.
¿Por qué tanto cambio? Antonio Ramos, admirado, lo atribuye a su capacidad de evolucionar según va descubriendo: “de no querer ser sacerdote, porque le parecía demasiada dignidad, a serlo para servir mejor a la gente. De querer ser fundador, a vivir la soledad y no fundar nada”.

Apostolado de la bondad
“Si me preguntan por qué soy manso y bueno, debo decir: porque soy el servidor de alguien mucho más bueno que yo”, así condensa el hermano Carlos su misión en Tamanrasset, entre los tuaregs. Monje de clausura-misionero, amigo de todos, estudioso de las costumbres autóctonas, reza mucho, come poco -un puñado de dátiles o de cebada- y duerme menos -tres horas-, escribe el primer diccionario tuareg-francés y, además de repartir limosna, escucha y aconseja.
Deseo de eucaristía
En esta situación, su alma es la eucaristía. Lo cree y lo escribe: “¿Hace algún bien mi presencia aquí? Si la mía no lo hace, la presencia del Santísimo Sacramento lo hace ciertamente y mucho. Jesús no puede estar en un lugar sin irradiar”. Para Ramos, “su fe en la presencia real era el detonante: la misa, siempre que pudo; el sagrario, mientras se lo permitieron; horas y horas de oración; el deseo de eucaristía, siempre. Ahí se prueba su aguante y obediencia”.
(José Antonio Calvo – Iglesia en Aragón)


MIGUEL MÁRQUEZ
REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 64 (2005), 387-422
Salamanca
1. EL 1 DE DICIEMBRE DE 1916
Desde hace dos años Europa vive enzarzada en la primera gran guerra de este siglo XX 1. Sus ecos habían llegado al corazón de África. Los lugares defendidos por los franceses están en peligro y todo occidental amenazado 2. Los radicales musulmanes siembran el pánico a lo largo de toda la frontera de Argelia. Desde Tripolitania, los senusi organizan la guerra santa. Mientras tanto, termina el día en Tamanrasset, el 1 de diciembre de 1916, y Carlos de Foucauld, protegido en su fortín, después de haber escrito al viejo amigo general Laperrine y a su hermana María de Blic, ahora, sentado ante una caja que le servía de mesa, a la luz anémica de una vela, terminaba de escribir a su prima María de Bondy palabras que definen toda una vida:
1 El 3 de agosto de 1914 Alemania había declarado la guerra a Francia, invadido Bélgica y atacado Lieja. La noticia llega a Tamanrasset el 3 de sep- tiembre de ese mismo año.
2 Los Senusi, de la tribu de Ajjer, serán los que den muerte a Carlos. Habían sido fundados por Mohammed Ibn Ali es-Senoussi, en el siglo XIX. Tenían como misión librar al oriente árabe de la influencia extranjera y exter- minar a los cristianos. Y constituirán un peligro para las posiciones francesas. Están apoyados por Turquía y Alemania. Cf. SERGIO C. LORIT, Carlos de Fou- cauld. La llamada del desierto, Madrid, Ciudad Nueva, 1986, p. 142, nota 3; JAVIER M. SUESCUN, Carlos de Foucauld en el Sahara, entre los tuareg, Bilbao, DDB, 1994, p. 68.
«...nuestro anonadamiento es el medio más poderoso que tenemos para unirnos a Jesús y hacer bien a las almas. Es lo que San Juan de la Cruz repite casi a cada línea. Cuando se puede sufrir y amar se puede mucho, se puede lo más que es posible en este mundo» 3. Caía la noche fría cuando oyó llamar a la puerta del fortín. Atravesó el patio y, asomado al corredor oscuro, gritó: —«¿Quién es?» —«El correo», respondió desde fuera la voz bien conocida de El Madani, un haratino al que Carlos había dado de comer muchas veces. Carlos enfiló corredor adelante, para abrir la puerta… Al hacerlo, fiado de que le traía el correo, se lanzaron sobre él. Todo sucedió en media hora… De rodillas, atado con los codos detrás de la espalda, era custodiado por un joven tuareg, Sermi Ag Tohra, de quince años. Alguien gritó: «vienen los árabes» (los mi- litares del fuerte Motylisnki), se creó un momento de confusión, y sonó una descarga. «El tuareg que estaba al lado del morabito le puso el cañón de su fusil junto a la cabeza e hizo fuego. El morabito ni se movió, ni gritó. Yo no le creía herido. Sólo minutos después vi correr la sangre, y que todo el cuerpo del morabito, inclinándose lentamente, caía hacia un lado. Estaba muerto» 4. Años atrás, estando en Nazaret, en las clarisas, a los pocos meses de haber llegado allí para vivir la vida escondida y silenciosa, escribía proféticamente, un 6 de junio de 1897, palabras de un dramatismo lamentablemente certero: «Piensa que debes morir mártir, des- pojado de todo, extendido en tierra, desnudo, desfigurado, cubierto de sangre y de heridas, violenta y dolorosamente muerto…, y desea que eso sea hoy» 5.
3 Ib., p. 120; ANTOINE CHATELARD, Carlos de Foucauld. El camino de Ta- manrasset, Madrid, San Pablo, 2003, p. 271; también puede verse la cita de esta carta en J. F. SIX, Carlos de Foucauld. Itinerario Espiritual, Barcelona, Herder, 1988 (4.ª ed.), p. 304, y la fuente en la que se apoya: G. GORRÉE, Sur les traces du père de Foucauld, París, La Colombe, 1953, p. 291.
4 Testimonio de primera mano de un testigo de excepción, Paul Embarek, que durante mucho tiempo fue su compañero y ayudante, pero al que tuvo que despedir en alguna ocasión por su comportamiento no ejemplar. Cuando Paul desaparecía, o cuando lo despidió en 1906, Carlos no podía decir la Eucaristía, y esto era un sufrimiento especial para el enamorado de Cristo Eucaristía. Había vuelto a contar con los servicios de Paul en 1914. Lo van a buscar los senusi al poblado y lo traen al fortín, lo sientan cerca del «morabito» y observa todo lo que pasa. El testimonio completo, detallado, son dos páginas y está recogido en BAZIN, o.c., pp. 388-389.
La muerte del Carlos de Foucauld es el final lógico de una vida entregada, abandonada en manos de Dios, expuesta hasta el extre mo. Es la muerte que le asemeja de forma definitiva a su Maestro, al que siempre quiso parecerse en todo. Se cumple otra vez la his toria de los que aman hasta dar la vida, porque nunca se protegieron tanto que estuvieran a salvo. Al fin sólo queda la confianza, el abandono en manos del Padre 6: «Padre mío, me pongo en tus manos; Padre mío me abandono a ti, me confío a ti; Padre, Padre mío, haz de mí lo que quieras; sea lo que sea, te doy las gracias; te agradezco todo, estoy dispuesto a todo; lo acepto todo; te agradezco todo; con tal que tu voluntad se cumpla en mí, Dios mío; con tal que tu voluntad se cumpla en todas tus criaturas, en todos tus hijos, en todos aquellos que tu corazón ama, no deseo nada más, Dios mío; en tus manos entrego mi alma; te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo, me entrego en tus manos con infinita confianza, pues tú eres mi Padre» 7.
5 CARLOS DE FOUCAULD, Escritos Espirituales, Madrid, Studium, 1964 (2.ª ed.), p. 127. El texto continúa: «Para que yo te haga esta gracia infinita, sé fiel en las vigilias y llevando la Cruz. Considera que esta muerte es a la que debe conducir toda tu vida: ve por esto la poca importancia que tienen tantas cosas. Piensa a menudo en esta clase de muerte para prepararte y para juzgar las cosas en su verdadero valor». Ib., pp. 127-128.
6 Nos sobrecoge el testimonio reciente de la muerte del Hermano Roger de Taizé, asesinado el 16 de agosto pasado por una mujer perturbada. Al día si- guiente, en Colonia, delante de muchos jóvenes, el arzobispo de Pamplona, monseñor Fernando Sebastián comparaba la muerte del Hermano Roger con la de Carlos de Foucauld. Dos hombres que se entregaron por un sueño de paz y reconciliación y que mueren violentamente, sin hacer ruido. Cuando se lleva- ban al Hermano Roger, el hermano que dirigía los cantos entonó: «Bonum est confidere: Es bueno confiar en el Señor». Queda el abandono y la confianza, en toda ocasión. Ese es el mensaje de los dos hermanos universales Carlos de Foucauld y Roger de Taizé.
2. ITINERARIO VITAL DE UN AVENTURERO
Resaltaremos algunos hitos fundamentales en el recorrido de su agitada vida; giros fundamentales, desconcertantes incluso para los más allegados, como su director y amigo el abate Huvelin, o su familia, especialmente su prima María de Bondy y su hermana, María de Blic. Son estos giros, esta «inconstancia» (vista desde fuera), la que requiere un análisis por nuestra parte que llegue a comprender la raíz y la posible lógica de tal movilidad.
Señalaremos los principales lugares en los que recorre un cami no interior, que es el que nos interesa desentrañar… La obra que despierta el interés por Carlos de Foucauld sale a la luz pocos años después de su muerte, en 1921. Tiene el mérito de haber dado a conocer al mundo a un hombre escondido en las entrañas más recónditas de África. Se trata de la vida que escribe Bazin, escrita en un estilo hagiográfico y ampuloso, canonizando y moralizando, omitiendo datos escabrosos y adelantando, al contar los excesos, la santidad posterior, como pasando demasiado rápido y con vergüenza sobre las etapas menos edificantes; resulta ingenua en algunos momentos, pero aporta datos de primera mano, está escrita con mucha admiración, y logró su propósito de dar a conocer y lanzar la figura de Carlos al mundo entero. A partir de la obra de Bazin, las biografías y los escritos acerca de su espiritualidad se multiplicarán de año en año 8.
7 Es la más famosa oración de Carlos de Foucauld que rezan (algo recor- tada) todas las noches los Hermanitos de Jesús antes de acostarse. La escribe Carlos a propósito del versículo de Lucas 23,46: «Padre mío, a tus manos en- comiendo mi espíritu». CARLOS DE FOUCAULD, Escritos Espirituales, p. 32.
8 Perteneciente a la Academia Francesa, RENÉ BAZIN contaba con la con- fianza del hermano Carlos. Éste había escrito a Massignon el 11 de abril de 1916: «El señor René Bazin, sus pensamientos, están en gran armonía con los míos». La biografía sale en 1921, cinco años después de la muerte de Foucauld. Los Escritos Espirituales, publicados también por BAZIN, aunque muy escasos,
La vida y la evolución espiritual de Carlos de Foucauld no pueden ser fácilmente descritas de forma lineal, al modo biográfico cronológico, como tradicionalmente se podía entender. Su vida está constituyen una riqueza grande. A partir de la biografía de BAZIN, como hemos dicho, no es fácil abarcar la bibliografía acerca de Carlos de Foucauld. Resal- tamos la exhaustiva bibliografía de J. F. Six, muy completa hasta la fecha de su publicación, en 1958. 25 páginas muy pedagógicamente organizadas: en Carlos de Foucauld. Itinerario Espiritual, Barcelona, Herder, 1988 (4.ª ed.) (primera edición francesa de 1958), pp. 337-361.
En adelante se puede consultar la bibliografía de una buena obra reciente, escrita por un conocedor de la figura de Carlos y hermanito de Jesús (vive en Tamanrasset desde 1945), que, además de los principales escritos en fran- cés, aporta las biografías y escritos publicados en castellano: ANTOINE CHATE– LARD, Carlos de Foucauld. El camino de Tamanrasset, Madrid, San Pablo, 2003, pp. 333-338.
A continuación me permito presentar unida la bibliografía que hace de base al presente artículo en lo referente a la biografía y escritos de Carlos de Fou- cauld, y que aparecerán citados, en su mayoría:
BIOGRAFÍA Y ESPIRITUALIDAD
RENATO BAZIN, Carlos de Foucauld, Madrid, Editorial Voluntad, 1926 (del original francés: Charles de Foucauld, explorateur du Maroc, ermite du Saha- ra, Paris, Plon, 1921); RENÉ VOILLAUME, En el corazón de las masas, Madrid, Studium, 1968 (6.ª ed.) (primera edición francesa: París, Cerf, 1950); MIGUEL CARROUGES, Carlos de Foucauld. Explorador místico, Madrid-Buenos Aires, Studium, 1957; JEAN FRANÇOIS SIX, Carlos de Foucauld. Itinerario Espiritual, Barcelona, Herder 1988 (4.ª ed.) (edición original francesa, París, Seuil, 1958); JEAN FRANÇOIS SIX, «Foucauld (Charles de), 1858-1916», en Dictionaire de Spiritualité, 5 (París, 1964) 729-741; SERGIO C. LORIT, Carlos de Foucauld. La llamada del desierto, Madrid, Ciudad Nueva, 1986 (obra original italiana de 1964); ROGER QUESNEL, Carlos de Foucauld. Las etapas de una búsqueda, Bilbao, Mensajero, 1967; LUIGI BORRIELLO, Sulle orme di Gesù di Nazaret. Evoluzione Interiore e Doctrina Spirituale di Carlo de Foucauld, Napoli, Edi- zione Dehoniane, 1980; LUIGI BORRIELLO, El mensaje espiritual de Carlos de Foucauld, Santander, Sal Terrae, 1981; JAVIER M. SUESCUN, Carlos de Foucauld en el Sahara, entre los tuareg, Bilbao, Desclee de Brouwer, 1994; JOSÉ LUIS VÁZQUEZ BORAU, Carlos de Foucauld y la espiritualidad de Nazaret, Madrid, BAC, 2001; ANTOINE CHATELARD, Carlos de Foucauld. El camino de Tamanras- set, Madrid, San Pablo, 2003.
ESCRITOS
HERMANO CARLOS DE JESÚS, Directorio, Barcelona, Herder, 1963 (versión original francesa de 1961, París, Seuil); CARLOS DE FOUCAULD, Escritos Espiri- tuales, Madrid, Studium, 1964 (prefacio de René Bazin); CHARLES DE FOUCAULD, Contemplación. Textos inéditos, Salamanca, Sígueme, 1969; CHARLES DE FOU– CAULD, Escritos Espirituales, I, Salamanca, Sígueme, 1981.
llena de cambios de rumbo, de saltos inesperados y su personali- dad, vista en la distancia, es una constante interpelación. De haber vivido a su lado, nos habría espantado en muchos momentos, por la dureza, la imprevisibilidad y la radicalidad, todo ello revestido y tejido, no obstante, de un humanismo claro, sin embargo, su inter- pelación más incisiva se refiere a la fuerza interior que le movía, a la fuente de la que nacía una vitalidad tan ardiente. La pregunta por quién o qué movía sus pasos nos trasladará al secreto de su vida y de su muerte.
Dios es el artesano que, con materiales diversos, reciclando nuestros desperfectos y deshechos rehace la historia y la conduce. Nada queda fuera de esta tarea de reconstrucción, de segundo naci- miento: nuestro pecado, nuestros errores forman parte misteriosa del entramado que hará de base a un nuevo proyecto. Al fin, la pregunta clave no se refiere a la intachabilidad de nuestra vida, sino al amor, no a la perfección sino a la aceptación de su voluntad en el presente, a la fe en que Él es capaz de rehacer y regalar nuevamente la vida. La pregunta de Jesús a Pedro se hace crucial y única: «¿Me amas?» El amor será el que vertebre y saque a luz nuevamente a aquel que estaba perdido y vacío, y le devuelva la posibilidad de una historia de amor apasionado y fecundo, otorgando sentido, incluso a las pérdidas pasadas, haciendo de él un hombre integrado 9.
Leemos su historia:
2.1. Infancia y primera juventud
Carlos Eugenio de Foucauld de Pontbriand nacía el 15 de septiembre de 1858, en Estrasburgo, hijo de María Isabel Beau- det de Morlet y de Francisco Eduardo de Foucauld, vizconde de Foucauld.
9 BOFF ha planteado esta concepción de la vida como integración, al hablar de la santidad, en la cual, el hombre más santo es el más integrado, no el más perfecto. LEONARDO BOFF, San Francisco de Asís. Ternura y Vigor, el capí- tulo 5: San Francisco: La integración de lo negativo de la vida —el santo:
¿un hombre perfecto o un hombre integrado?—, Santander, Sal Terrae, 1982, pp. 185-215. Un capítulo interesante que plantea el cambio de paradigma en la concepción de la santidad.
Su madre infundió en los niños una piedad sincera, hecha de gestos más que de palabras; este influjo de su madre nunca se le borrará. El recuerdo que Carlos tiene de su infancia no es triste, a pesar de perder muy temprano a sus padres, en un mismo año. Su madre muere el 13 de marzo de 1864, a los treinta y cuatro años de edad y su padre el 9 de agosto del mismo año. Su hermana, María, y él quedan bajo la tutela de su abuelo materno, el coronel de Ingenieros retirado Carlos Gabriel de Morlet, que tenía sesenta y siete años. El abuelo tenía debilidad por el nieto: cariñoso, vivo, laborioso y re- suelto. A causa de la guerra de 1870, con la derrota de Francia, como tantos otros viven el exilio, y se trasladan al oeste de Francia y luego a Suiza: se establecen en Nancy en 1870. Carlos recuerda de esta época su Primera Comunión. Su prima, María Moitessier, que será figura clave en la evolución interior de Carlos, le regala Élévations sur les Mystères, meditaciones sobre el evangelio, que le influirá más adelante. Va a la escuela Episcopal de San Arbogat, dirigida por sacerdotes de la diócesis de Estrasburgo, y más tarde asiste al Instituto, donde empieza a perder el orden, el trabajo regular y la fe.
Con el título de bachiller, el abuelo quería que Carlos entrase en la Escuela Politécnica, pero él se fue a lo más fácil, quería entrar en la Academia de Oficiales de Saint Cyr, porque las oposiciones no tenían tanta dificultad. Se traslada a París. Los exámenes a la Escuela Militar tienen lugar en 1876. Entra con la nota más baja, a punto de ser rechazado por su obesidad precoz. Toda esta época es el «descenso hacia la muerte». Aparte de perder la práctica religiosa, va perdiendo el sentido de la vida. En la preparación para las Escuelas Superiores de París, con los jesui- tas, le despiden por actitud inadecuada y mala conducta. Lo único que le sostiene es el cariño de su abuelo: «A los diecisiete años yo era todo egoísmo, vanidad, impiedad, malos deseos; estaba como enloquecido… En cuan- to a holgazanería, llegó a tal punto que hube de ser despedido (…) hice padecer lo indecible a mi pobre abuelo, negándome al trabajo… De la fe no quedaba huella en mi alma» 10.
2.2. Carrera militar
Este período de la vida de Carlos está marcado por una pérdida decisiva: su abuelo muere el 3 de febrero de 1878. El dolor con que vive esta ruptura es mucho mayor que el que experimenta de niño a la muerte de sus padres. Años más tarde sigue vivo el dolor por la partida del abuelo que con tanta ternura le trató.
Las seguridades y las comodidades de las que se vio rodeado no aseguraron un lugar firme y ahondan el vacío que se va creando dentro de él. Un creciente sentimiento de soledad que le acompaña en adelante; soledad amarga y dura en este momento, y que más adelante será la base de su búsqueda interior: «…es duro estar solo; y sin embargo es a eso a lo que estoy condenado por necesidad. Entonces tú serás todavía feliz y estarás tranquilo con tu familia (…) yo no lo soy y proba- blemente no lo seré nunca» 11.
Se revela aquí un cierto instinto de apego y una valoración en cierto modo absorbente de la amistad. Este apego y afán de poseer se ve acrecentado, unido a su libertad económica. Más adelante, cuando se enfrente a la vaciedad y futilidad de las cosas, y descubra la sencillez de la vida en Marruecos y la «riqueza» de las personas por sí mismas, irá recibiendo duros golpes de atención que van preparando el salto. Por el momento, en la Academia, el vacío y la noche que se asientan en él no hacen sino acrecentar su espíritu caprichoso. Un poso de tristeza y aburrimiento que no consiguen ahuyentar las fiestas y la buena vida.
En esta época de Saint Cyr, comparte habitación y fiestas con Antonio de Vallombrosa, más tarde marqués de Morés (que morirá también asesinado en África). Era raro el día en que uno de los dos no era arrestado, como testimonia el general Laperrine.
10 Carta a un amigo, del 24 de febrero de 1893, citada en BAZIN, o.c., p. 14.
11 Ib., pp. 70-71.
Al salir de la Escuela de Caballería se traslada a Pont-à-Mous- son, donde no mejoró su actitud.
En el año 1880 el Regimiento 4.º de Húsares, del que era tenien- te, es destinado a Argelia, pasando a ser el 4.º de Cazadores de África. Se establece en Setif. Le reprochan que viva maritalmente con una joven francesa y, a pesar de las advertencias, se niega a romper su ritmo de vida. Carlos abandona a sus compañeros, rompe con su carrera y pide el retiro temporal del ejército. Se marcha a Evian.
Por este tiempo sucede un hecho que variará determinantemente el resto de su vida: la Insurrección de Bou-Amama, en el Sud Ora- nés, el año 1881. Su antiguo regimiento es reclamado para la lucha. A Carlos de Foucauld algo se le remueve por dentro y le sacude violentamente el pensamiento de que sus compañeros están arries- gándose en la guerra mientras él permanece tranquilo en Evian. El teniente Foucauld escribe al Ministerio del Ejército pidiendo unirse a sus compañeros y aceptando las condiciones que se le impongan. Es muy revelador el testimonio del general Laperrine, que for- maba parte de la expedición y que tanto aparecerá posteriormente en la vida de Carlos en África, y que fue siempre un gran amigo:
«Entre los peligros y las privaciones de las tropas expedi- cionarias, este literato alegre se reveló como un soldado y como jefe; soportando gozoso durísimas pruebas, exponiendo su vida, e interesándose con abnegación por sus hombres» 12.
Los árabes le impresionaron vivamente. Decide estudiarlos me- jor; se propone hacer un viaje por el sur. Pide permiso para ello y le es denegado. Y, como en tantas otras ocasiones, Carlos, que antes del permiso ya tiene tomada la decisión, presenta su dimisión, nos dice él mismo: «para satisfacer libremente ese deseo de aventuras»; regresa a Argel y se dispone a preparar todo lo necesario para el viaje por Marruecos.
12 LAPERRINE, Les étapes de la conversión d’un housard, citado en BAZIN,
o.c., p. 23.
2.3. Explorador en Marruecos
El lenguaje del placer va dejando lugar al del deseo y el atractivo. Algo ha cambiado sustancialmente en este hombre en su paso por África, que ha desenterrado el coraje y la capacidad del sacrificio por un ideal. Ha surgido un reto, un desafío que le pone en vilo y le lanza a la empresa convocando todas las fuerzas malgastadas y dispersas antaño. Quiere hacer algo nuevo, algo que los demás no han hecho, y lo quiere hacer aún siendo consciente del riesgo claro que supone. Viaja a Argel, donde se encuentra en junio de 1882, para preparar la expedición, y trabaja 16 horas diarias entre libros, para ser lo más eficaz en sus pasos. Esta aventura se presenta como una clara respues- ta a un vacío prolongado de sentido y de interés. ¿Encontrará Carlos aquello que le devuelva un norte, un motivo por el que luchar?
Lo que es cierto es que la misma preparación del viaje ya había logrado sacar de él un valor y tenacidad extraordinarios y una vo- luntad decidida de llegar hasta el final, cueste lo que cueste. La divisa de la familia Foucauld era «Nunca hacia atrás»: «Cuando se parte anunciando que se va a hacer algo, no se debe regresar sin haberlo hecho…» 13
«El viaje, desde la salida de Argel hasta la vuelta a tierra fran cesa, duró once meses y trece días, o sea, desde el 10 de junio de 1883 hasta el 23 de mayo de 1884. Después de haber intentado en vano penetrar en Marruecos por el Oeste, como todos los judíos de Nemours le disuadiesen de aventurarse en el Rif, se embarcó para Tánger y por allí entró en tierra salvaje. Los viajeros van montados sobre mulas, llevando escaso equipaje. Encamínanse hacia el Sur, al principio con algunos rodeos, para visitar, por ejemplo, la fértil comarca de Sesguen, donde hasta entonces sólo había entrado un cristiano, a quien nunca se vio volver. Andan casi todo el día» 14.
Para hacer este viaje ocultando su condición de cristiano, pasan- do lo más desapercibido posible, Carlos sólo tenía dos opciones de disfraz: el traje árabe y el judío. Entonces los judíos eran comercian- tes a los que se toleraba. Carlos se disfrazará de judío, y será durante
13 SUESCUN, o.c., p. 9; CHATELARD, o.c., p. 30.
14 BAZIN, o.c., p. 40.
La brújula, el barómetro, el sextante fueron sus compañeros… Mientras iba de camino «llevaba un cuadernito de cinco centímetros cuadrados escondido en el hueco de la mano izquierda, y en la derecha un lápiz de dos centímetros» 15, con el que apuntaba todas las incidencias del camino y las mediciones. Luego, en lugar a sal- vo, iba pacientemente pasando las notas tomadas en cuadernos más grandes. Un ingente trabajo hecho con la paciencia infinita de un artesano concienzudo.
Más adelante haría de nuevo un viaje a Marruecos, en 1885, para completar datos. El 14 de septiembre de 1885 embarca en Port Vendres para Argel y el 23 enero de 1886 llega a Niza 16. Terminamos este apartado de la exploración de Marruecos con el documento más significativo, de Duveyrier, por el que se con- cedía a Carlos de Foucauld la medalla de oro de la Sociedad Geo- gráfica Francesa. Tuvo lugar en la sesión del 24 de abril de 1885. Carlos no estaba presente. El texto no sólo reconoce los logros en el campo de la geografía, sino el valor y el sacrificio en las condi- ciones en que tales descubrimientos fueron hechos:
«Lo ha llevado a cabo sin ayuda del gobierno, a su costa, y haciendo junto con el sacrificio de su porvenir en la carrera militar otro sacrificio mayor aún, si es posible. Se ha resigna- do a viajar bajo el disfraz de judío entre poblaciones que consideran al judío como un ser útil, pero inferior. Asumiendo valientemente este papel, ha renunciado absolutamente a su bienestar, y sin tienda, sin lecho, casi sin equipaje ha trabaja- do durante once meses en medio de pueblos que, habien- do desenmascarado más de una vez al actor, lo han colocado en dos o tres ocasiones frente al castigo que merecía, es decir, la muerte (…) En once meses, un hombre solo, el vizconde de
15 BAZIN, o.c., p. 36.
16 Ib., pp. 48 y 51.
Foucauld ha doblado, por lo menos, la extensión de los itine- rarios hasta el presente más cuidadosamente delineados sobre Marruecos. Ha perfeccionado los 689 kilómetros de sus pre- decesores y les ha añadido otros 2.250. En cuanto a la geogra- fía astronómica, ha determinado 45 longitudes y 40 latitudes, y cuando contábamos por unas cuantas docenas las altitudes conocidas, él nos aporta 3.000. Gracias a M. de Foucauld se abre, cual podéis comprender, una nueva era, y no sabe uno qué admirar más: si los resultados, tan hermosos como útiles, o el sacrificio, el valor y la abnegación a cuyas expensas los ha obtenido este joven oficial francés» 17.
2.4. El año que cambió su vida: 1886
El descubrimiento de los lugares y de la geografía de Marruecos no parece tan decisivo como el descubrimiento del alma de sus pobla- dores. Carlos de Foucauld hará un viaje sorprendente exteriormente, lleno de peligros, pero, desde el día en que nació en él el deseo irre- frenable de emprenderlo, otro viaje ha ido abriéndose paso en él, un auténtico descubrimiento también de su propia geografía interior: un hallazgo más desconcertante y transformador, que tuvo su origen al sur de Marruecos, en la zaoüia 18 de Tisint. Las dificultades, la sole- dad, el peligro de muerte influyeron, pero lo que más le marcó fue la fe de hombres que vivían en continua presencia de Dios 19.
En este estado lo encuentra el año 1886 en París, año decisivo en el que convergen tantos caminos, tantos vacíos y decepciones, y
17 Ib., pp. 42-43; el texto más amplio de la presentación de Duveyrier en CHATELARD, o.c., p. 30.
18 «Una zaoüia es la sede de una confraternidad religiosa musulmana. En ella se juntan los fieles para orar en común. En ella acogen a los peregrinos y practican la antigua hospitalidad con los pobres y los peregrinos», MIGUEL CA– RROUGES, Carlos de Foucauld, explorador místico, Madrid-Buenos Aires, Stu- dium, 1957, p. 139. Carlos buscará establecer en África una zaoüia cristiana de oración y hospitalidad.
19 A. CHATELARD, o.c., p. 31. «La vista de esta fe, de estas almas viviendo en continua presencia de Dios me hizo entrever algo más grande y más autén- tico que las ocupaciones mundanas». Carta a Henry de Castries, 8 de julio de 1901.
que le inclinan, bajo la atenta mirada de personas cercanas muy queridas a un cuestionamiento de su rechazo de la fe. Si había per- sonas inteligentes que él admiraba y que vivían tan intensamente la fe, tal vez aquella religión no fuera tan absurda. Comienza a repetir durante largas horas la oración que recomendará a sus amigos: «Dios mío, si existís, haced que yo os conozca». Aun sin fe, va a las iglesias a rezar al Dios al que pregunta si existe 20.
Después de un viaje por el sur de Argelia, que emprende en julio de 1885 y termina el mismo año, para revisar y contrastar sus notas sobre Marruecos, vuelve a Francia a principios de 1886. Allí se reencuentra con la bondad y la fe de su prima: «…poco a poco llegué a decirme que la fe de un alma tan grande, la que yo veía cada día muy cerca de mí en tan her- mosas inteligencias, en mi familia misma, quizá no era tan incompatible con el sentido común como me había parecido hasta entonces. Era a finales de 1886. Experimenté entonces una profunda necesidad de recogimiento. Me pregunté enton- ces en lo más profundo de mi alma si realmente la verdad quizá era conocida por los hombres… Entonces hice una ex- traña oración: pedía al Dios en el que aún no creía, que si existía se me diese a conocer… Pocos meses después de este gran cambio pensé entrar en un convento, pero tanto el señor Huvelin como mi familia me empujaban al matrimonio… Dejé pasar el tiempo» 21.
En carta a Henry de Castries afirma cómo comienza a sentirse atraído a ir a la iglesia: «…empecé a ir a la iglesia sin tener fe, y no me hallaba bien más que allí, repitiendo durante largas horas esta extraña oración: “Dios mío, si existís, haced que yo os conozca”» 22.
20 Cf. Carta a Henry de Castries del 14 de agosto de 1901.
21 Carta a Henri Duveyrier, 21 de febrero de 1892, relatando su conversión de 1886. Cf. CHATELARD, pp. 34-35.
22 Carta a Henry de Castries, 14 de agosto de 1901: «Me vino la idea de que era menester estudiar esta religión, donde acaso se encontraba la verdad de que yo desesperaba, y me dije que era mejor tomar lecciones de religión
A fines de 1887 y principios de 1888 aparecen en las librerías Itinerarios en Marruecos y Reconocimiento de Marruecos, con gran aceptación por parte del público. Hace un viaje para conocer Tierra Santa; en 1888, a mediados de diciembre, llega a Jerusalén, y al año siguiente regresa a París. El 20 de octubre está en el monasterio trapense de Nuestra Señora de las Nieves para un retiro de una semana. Decide ingresar trapense.
2.5. La Trapa más pobre
En el año 1890 entra en la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves, luego se traslada a la de Akbés en Siria, por deseo de mayor pobreza. Toma el nombre de hermano María Alberico. Hace su profesión reli- giosa en Akbés el día de la Candelaria, un 2 de febrero de 1892. Carlos cuenta su propia vida de forma somera a Duveyrier, en un documento único, que ya hemos citado, aclarándole los motivos por los que ha entrado en la Trapa, ya que Duveyrier le expresa su extrañeza y la incomprensión total de los votos que acaba de pro- nunciar. El valor de esta carta es que está dirigida a un no creyente y con toda paciencia y profundidad le hace un recorrido por su vida y las razones que le han llevado a esta decisión 23.
No busca en la Trapa estar en paz de forma egoísta, aunque, sin buscarla, la ha encontrado. Y apunta una motivación fundamental- mente cristológica: quiere llevar una vida lo más parecida posible a la de Jesús en la tierra. Él fue un pobre artesano, despreciado, humilde y trabajador, y especialmente los tres últimos años le tocó vivir el rechazo, la ingratitud y la persecución, hasta morir en la cruz.
católica, como había tomado de árabe. Como había buscado un buen “thaleb” que me enseñara el árabe, busqué un sacerdote instruido que me informara sobre la religión católica (…) Dios terminó la obra de mi conversión, que tan poderosamente había empezado por esta gracia interior tan fuerte que me im- pulsaba casi irresistiblemente a la Iglesia».
23 CHATELARD, o.c., en un anexo al final del libro transcribe completa la carta de Carlos de Foucauld a Henri Duveyrier, del 21 de febrero de 1892. Carlos acababa de hacer sus votos el 2 de febrero, en Akbés, Siria. Un docu- mento excepcional en primera persona que hay que leer. Su estancia en la Trapa se prolonga de 1890 a 1896. Desde muy temprano, en la Trapa, han nacido en él deseos de crear en torno a sí un grupo de compañeros con los que vivir las inquietudes de vida que le van quemando dentro, al estilo de Na- zaret. Este deseo le acompañará toda la vida, y tan sólo se verá cumplido años después de su muerte. Este principio de Congrega- ción que comienza a plantearse tiene por objeto «llevar la misma vida de Nuestro Señor en la forma más exacta posible, viviendo exclusivamente del trabajo de las propias manos, sin aceptar nin- guna donación, ni espontánea, ni solicitada, y siguiendo al pie de la letra todos los consejos del Divino Maestro, sin poseer nada, dando a todo el que pida, no reclamando nada, privándose de todo lo posible…; agregar a este trabajo mucha oración…; no formar más que grupos reducidos…; diseminarse sobre todo en los lugares y países donde no es conocido y amado Nuestro Señor Je- sucristo» 24.
La fama de Carlos había crecido entre sus hermanos y entre los superiores. Algunos llegaban a pensar en él como posible futuro superior. Piensan que estudie teología para proponerle que se ordene sacerdote. Él hace ver a Huvelin sus inquietudes: «¡Si me hablan de estudios manifestaré que estoy gus- tosísimo de seguir metido hasta el cuello en las mieses y en los bosques, y que siento repugnancia extrema de cuanto pueda alejarme de este último lugar que vine buscando, de este abatimiento, en que deseo hundirme cada día más, a ejem- plo de Nuestro Señor (…); y después, en último extremo, obedeceré» 25.
Al poco tiempo de esta carta, meses después de la profesión, llega la orden de comenzar la teología. Va creciendo la inquietud interior, invitándole a la soledad, a más pobreza, a ir más allá. Huvelin le dice (29 de enero de 1894) que estudie la teología hasta el diaconado, que practique las virtudes, sobre todo la humil- dad, y que ya se verá más adelante. Le da largas. Y afirma algo que
24 VÁZQUEZ BORAU, o.c., p. 15. Citando una carta del 4 de octubre de 1893.
25 Carta escrita a Huvelin, citada en BAZIN, pp. 91-92.
repite en otras ocasiones: «Por otra parte, no has sido hecho en absoluto para dirigir a los demás» 26.
El tiempo corre al igual que crecen las inquietudes y anhelos de Carlos, se acercan los cinco años que darían paso a la profesión so- lemne. Expresa su deseo de partir. Es el 15 de junio de 1896 (fecha de la carta) cuando Huvelin consiente con pena que deje la Trapa: «Esperaba yo, amado hijo, que hubiera hallado usted en la Trapa lo que buscaba; que hubiera hallado pobreza, humildad y obediencia bastantes para poder imitar a Nuestro Señor en su vida de Nazaret. Pensaba que, al entrar allí, hubiera podido decir: Haec requies mea in saeculum saeculi! Mucho siento que así no haya sido. Hay un impulso muy fuerte hacia otro ideal, y poco a poco, por la fuerza de ese movimiento, es usted empujado a salir de ese marco donde se halla fuera de su lugar» 27. Por ahora, le aconseja que viva a las puertas de un convento en Cafarnaún o Nazaret 28.
2.6. Nazaret: meta soñada
a) Un sueño cumplido
Después de pasar por Roma, obtenida la dispensa necesaria por parte de los superiores de la Orden, emprende el camino a Tierra Santa. Cuando desembarca en Jaffa tiene treinta y ocho años. Ahora ya no será el vizconde de Foucauld, ni el teniente Foucauld, ni el hermano María Alberico, a partir de este momento se convierte en el hermano Carlos de Jesús. Ha renunciado a formar parte de una gran Orden religiosa, para hacerse más insignificante, para ir a un lugar más escondido, más último.
26 Carta de Huvelin, 29 de enero de 1894. Citada en VÁZQUEZ BORAU, o.c., pp. 15-16.
27 BAZIN, o.c., p. 98.
28 Cf. CHATELARD, p. 121.
Vivirá en una cabaña de tablas utilizada para trastos, rechazando la casita del jardinero. Será recadero de las monjas, ayudará en la sacristía, dado que no tenía gran destreza para la albañilería u otros oficios manuales. Poco a poco las monjas le dejan más tiempo para sus reflexiones y oración. Carlos vive feliz en Nazaret, a imitación de Cristo, su deseo de vida escondida largamente soñada. Más adelante, cuando le nazca el deseo de ser sacerdote, para mejor servir, lo justificará con el ejemplo humilde de nuestro Señor, y el sacerdocio será la forma más adecuada de parecerse a Jesús. En Nazaret tampoco pasa desapercibido a sus convecinos. En 1898 va a Jerusalén a ver a la abadesa de aquel monasterio de clarisas, la fundadora, Madre Isabel del Calvario, que será figura clave en la aceptación por parte de Carlos de la ordenación sacer- dotal. A pesar de que había dicho: «ser sacerdote: eso es ponerme de manifiesto, y yo he nacido para la vida oculta» 29, va cediendo, de modo que, pese a la insistencia de Huvelin para que permanezca en Nazaret, a primeros de 1900 se presenta en Francia, a fin de preparar todo lo necesario para la ordenación. Al mismo tiempo se pregunta dónde podría ejercer el ministerio sin perder su vocación eremítica.
b) Las tentaciones de Nazaret
Resulta interesante leer este período a la luz de lo que Chatelard llama las tentaciones de Nazaret. Cuáles serían estas tentaciones:
1. Ir a pedir limosna: con el fin de echar una mano a las cla- risas que lo necesitaban realmente y, a pesar de que ellas no se lo habían pedido, él se plantea ir fuera a pedir para ellas. Huvelin le desaconseja salir de Nazaret.
2. Volver a la Trapa: es una tentación que Carlos llama de orgullo, tentación de hacer bien a las almas, piensa que tal vez en Akbés podría haber sido superior en poco tiempo y haber podido ayudar a los religiosos y a los pueblos del contorno. Siente la ten- tación de «hacer algo», de «trabajar», de «resultados». Es funda-
29 BAZIN, o.c., p. 144.
mentalmente cuestión de «eficacia», y, a pesar de que se da cuenta de que es tentación, no obstante ahí está el peligro. De hecho reco- noce que no tiene lo que se necesita para ser Superior 30. Huvelin insiste en que permanezca en Nazaret.
3. La tentación de la visibilidad (los peligros de Jerusalén): Llama Chatelard «peligros de Jerusalén» a la tentación que surge precisamente en contacto con la abadesa de aquel lugar, la Madre Isabel, que va a ser la figura clave que influirá en la aceptación por parte de Carlos de ser ordenado sacerdote. Ella tenía ganas de co- nocerle para comprobar la veracidad de las cosas que decían de él, convenciéndose de que tiene delante de sí a una persona extraordi- naria. Ella le invita a recibir compañeros. Carlos se anima a escribir dos nuevas reglas.
Mientras tanto, la voz de Huvelin sigue en la misma dirección, escribiendo palabras llenas de sabiduría, en las que trata de ahuyen- tar este afán de eficacia que ha sobrevenido a Carlos: «Sí, silencio, sí, el silencio de Nazaret, se está bien en Nazaret para obedecer en silencio. ¿Y el bien que hay que hacer? Se hace el bien por lo que se es, mucho más que por lo que se dice… se hace el bien siendo de Dios, para Dios. ¡Sí la estabilidad, sí esto ibi! Quedarse allí, recoger estiércol, dejar que penetren, que crezcan y se afiancen en el alma las gracias de Dios, defenderse de la agitación del continuo volver a empezar. Es cierto que somos y seremos siempre principian- tes, pero al menos siempre en la misma dirección y en el mismo sentido» 31.
Vuelve a Nazaret y agradece a Huvelin que le haya defendido de estas tentaciones de inconstancia.
30 «Ya veo que es una tentación: no tengo nada de lo que se necesita para ser Superior, ni autoridad, ni firmeza, seguridad de juicio, ni experiencia, ni ciencia, ni perspicacia, ni nada de nada (…) en mi caseta de tablas, a los pies del sagrario de las Clarisas, en mis jornadas de trabajo y mis noches de oración, tengo precisamente lo que buscaba y deseaba desde hace ocho años, de tal modo que resulta visible que Dios me había preparado este lugar (…) Pero la tentación existe». Carta a Huvelin de 16 de enero de 1898, citada en CHATE– LARD, o.c., p. 89.
31 Carta de Huvelin, 18 de julio de 1899, citada en CHATELARD, o.c., p. 100.
4. Mejor en otra parte: Carlos vive mal con la popularidad, y no lleva bien el ser conocido. Tampoco siente que su trabajo sea tan útil a las monjas. Surge, en este contexto, pensar en servir a los demás, en romper los muros ideológicos de su concepción monás- tica y servir a los enfermos en un hospital. Admite tener menos oración; juzga que ganará su alma si es por servir a los demás.
5. Triunfo del genio propio, ¿desobediencia?: Este es uno de los capítulos más contradictorios de su vida. Pretende comprar el monte de las Bienaventuranzas, y acaba implicando económicamen- te a su familia. El impulso que siente es tan grande que llega a afirmar que es mayor que el que tuvo por explorar Marruecos, o por entrar en la Trapa y más incluso que el deseo de fundar una Con- gregación. Esta seguridad nos resulta sensiblemente desproporciona- da, pero Carlos no duda de que sea voluntad de Dios 32. Sin embargo su director afirma lo contrario: «No creo que esa idea de sacerdote ermitaño venga de Dios» 33.
La respuesta de Huvelin a este proyecto es un no categórico y otra vez: «¡Quédese en Nazaret!», pero Carlos de Foucauld se pre- senta en París el 17 de agosto para preparar su ordenación. Cena y duerme en casa del abate Huvelin, que sólo puede justificar la ac- titud irrefrenable del ermitaño de Nazaret por «algo muy fuerte que le empuja». Y reconoce que lo único que puede hacer por él es admirarlo y quererlo, como reconociendo en la trayectoria de su dirigido un destino misterioso, todavía escondido, pero que le arras- tra con una fuerza irresistible.
En este momento ya se plantea dónde podrá ejercer el ministe- rio, y se pregunta por qué no en Argelia. Las fechas de estos últimos años son las siguientes: el 5 de marzo de 1897 había llegado a Nazaret como un pobre desconocido. Allí había permanecido hasta el 1900. Viaja a París y luego a Nuestra Señora de las Nieves el 29 de septiembre, para prepararse al diacona- do y al sacerdocio. El 9 de junio de 1901 tiene lugar la ordenación sacerdotal en la capilla del Seminario de Viviers, por Monseñor Mon- téty, arzobispo de Béryte, con la presencia de Monseñor Bonnet.
32 Carta a Huvelin del 30 de marzo de 1900.
33 Carta del 20 de mayo de 1899, en CHATELARD, p. 111.
2.7. Beni Abbés: un ermitaño abierto a todos
Las voces interiores que le susurran convertirse en un apóstol, le hacen plantearse la ausencia de sacerdotes en Marruecos y Argelia. Este «abandono» se convierte nuevamente en un desafío para el intrépido buscador de retos aparentemente imposibles. Pide al obispo del Sahara, desde Nuestra Señora de las Nieves, el permiso necesario para emprender su actividad, con el deseo de hacer bien a las almas, acompañar a los soldados, evitar que sus almas se pierdan y santificar a los pueblos infieles, poniendo en medio de ellos a Jesús en el Santísimo Sacramento 34.
En 1898 había escrito la Regla, en la que se refiere a sus com- pañeros como ermitaños del Sagrado Corazón; ahora, en 1901, cam- bia ermitaños por hermanitos. La soledad de los ermitaños da paso a la idea de hermandad y fraternidad. Quiere seguir siendo monje, pero hermano de Jesús y de los hombres. No se conforma con estar sólo con Jesús, a solas con él, quiere hacer lo que a él le agrada, y lo que él más quiere es la salvación de los hombres. Como conse- cuencia lógica, la forma de salvarlos es yéndose a vivir con ellos, estando en medio de ellos, en sus mismas condiciones de vida, sien- do su hermano y su amigo. ¿Dónde hay más necesidad, más penuria, más abandono? Allí le gustaría estar. El 28 de octubre de 1901, al caer la tarde de un día abrasador, vio Carlos las primeras palmeras de Beni-Abbés. Aquí estará hasta el año 1903. En 1904 se dedica a viajar por el sur. La capilla que construye la dedica al Sagrado Corazón de Jesús; la vivienda se llama «La Fraternidad del Sagrado Corazón de Je- sús». Está empeñado en ser y aparecer entre ellos como hermano universal. Las gentes llaman a la casa de Carlos «La fraternidad» (Jaua, en árabe). Sin embargo, en Beni Abbés como en Tamanrasset, le conocerán como el marabout 35.
34 Cf. BAZIN, pp. 158-159.
35 «Esta palabra francesa, de origen árabe, sirve entre los musulmanes para designar a los letrados en religión y a los hombres de Dios. La palabra francesa retraducida al árabe como “marabú” designa únicamente a los sacerdotes y religiosos cristianos y, en femenino, a las religiosas. La etimología de la pala-
Construye una pared alrededor del patio y cerca el terreno; había decidido vivir enclaustrado y no salir de esos límites sin un motivo importante.
Veremos que estas exigencias cambiarán con el tiempo. Era un sacerdote solitario, perdido en un oasis del Sahara, abandonado en la confianza en Dios, pensando en una familia de Hermanos del Sagrado Corazón, misioneros que no predicarían el evangelio, sino a través de la oración, la caridad y la pobreza. Una de sus preocupaciones y actividades en esta época fue la liberación de esclavos, tal como hizo con José y con Pablo Embarek (testigo principal de su muerte). Hizo lo posible porque la abolición de tal práctica fuera una realidad. Sin embargo, su deseo de llegar donde sentía que más falta hacía, le empuja más al sur, entre los tuareg. Pide permiso a Mon- señor Guerin, prefecto Apostólico del Sahara, permiso que le es concedido. También dan su beneplácito Huvelin y las autoridades militares. Allí vivirá sin enclaustrarse.
2.8. Tamanrasset: entre los tuareg
A Tamanrasset llega el 11 de agosto de 1905. Elige este lugar, el poblado de los cien fuegos, la principal tribu, en plena montaña, apartado de los centros importantes. Quiere hacer todo lo posible por ayudar a los pueblos de estas comarcas, olvidándose de sí mismo, y visitar a las pequeñas colo- nias de agricultores del Hoggar para hacerse cercano. Moussa, el amenokal de los tuareg del Hoggar 36, está contento de que Carlos se instale aquí; él está también en la base de la elec- ción de este lugar.
bra evoca la idea de “atar juntos”, vincular a una persona o a un lugar, como en francés “religieux”. El hermano Carlos se complacía en este apelativo, que él mismo utilizaba. La palabra no tenía aún el sentido peyorativo que tomará más tarde en África, como hechicero, brujo, con el verbo marabouter». CHATE– LARD, o.c., pp. 151-152.
36 «La confederación del Hoggar, lo mismo que las demás confederaciones tuareg, era gobernada por un jefe electo, el amenokal, elegido entre los nobles. El amenokal de los Hoggar era Moussa ag Amastane, sucesor de dos jefes ene-
La presencia de Carlos en Tamanrasset fue interrumpida en distintas ocasiones por viajes a Argel, a Francia, a Asekrem. Al comienzo de su estancia en Tamanrasset ha tenido que des- pedir a Paul Embarek, su catecúmeno. Sin él no puede decir misa. Se da cuenta de que no viene la gente de los alrededores, les cuesta romper el hielo. Y se propone visitarlos él, aprovechando la llegada de Motylinsli, con el que estudia las historias de la gente y su mane- ra de expresarse. El material recopilado formará la obra Textes toua- regs en prose 37. Este trabajo será la base de sus posteriores estudios de la lengua y de los diccionarios tuareg.
El año 1908 está marcado por la enfermedad. Permanece clava- do en el lecho, sin poder moverse, y tiene la sensación de que se acaba, que el fin se acerca. Entrega su alma, su espíritu, su vida a la Sagrada Familia… La enfermedad que tiene es escorbuto, produ- cida por falta de alimentación adecuada; está anémico. A fuerza de dar a los demás se había ido descuidando a sí mismo. A la mala alimentación se une el exceso de trabajo. En el 1910 pierde la cercanía de su amigo el general Laperrine, que se va a Francia y mueren tres amigos fundamentales: monseñor Guérin, en Ghardaïa; Lacroix, en Argel, y el P. Huvelin, en París 38. Dedica interminables horas a la redacción del diccionario de la lengua tuareg (tamahac). Desea adelantar el trabajo para estar más con la gente y dedicarse a la oración y a la lectura de autores espirituales. Una parte importante del año 1911 (7 de julio al 15 de diciem- bre) la pasa en la ermita del Asekrem, a cuatro días de camello desde Tamanrasset, donde se han trasladado numerosos tuareg nó- madas buscando superar el hambre, y donde Carlos vive una soledad muy querida.
migos de los franceses, más hábil que sus predecesores y más inteligente tam- bién, Moussa entró en negociaciones con los jefes militares de los oasis, antes aún de haber sido elegido amenokal. A principios de 1904 sellaba un tratado de amistad con Francia y se hacía proclamar jefe de los tuareg Hoggar en In- Salah, obteniendo el perdón para el antiguo amenokal, Attisi, que se había retirado hacia el sudeste, a la región de los tuareg Azdjers», ibídem, p. 41.
37 CARLOS DE FOUCAULD-A. DE CALASSANTI-MOTYLINSKI, Textes touaregs en prose (dialecto de l’Ahaggar), Argel, Carbonnel, 1922. Edición reciente en Aix-en-Provence, Edisud, 1984. Citado en CHATELARD, o.c., p. 245.
38 CHATELARD, o.c., p. 249.
Hacia el 1913 el frío de las gentes se ha disipado. Se ha conver- tido en referencia importante para los franceses y los tuareg de la región. Cuida la amistad con ellos. Ha logrado también su deseo de fundar una Cofradía, la «Unión de oraciones para la Evangelización de los Pueblos», que reúne a 49 miembros. Este fue uno de los cometidos de su última estancia en Francia, en 1911.
Los últimos años en Tamanrasset son de un trabajo durísimo, mantiene el ritmo de 10,45 horas diarias. El 24 de junio de 1915 termina el diccionario tuareg-francés, con 2.028 páginas. A pesar de que le insisten en que se traslade de lugar por la inseguridad creciente en la zona, decide permanecer en Tamanras- set. No obstante, se determina hacer un fortín para almacén y gra- nero, posible lugar de refugio de las gentes del lugar, capaz de resistir el asedio. En la construcción colabora la gente del pueblo.
Tres días antes del 1 de diciembre de 1916 termina las poesías tuareg. Carlos ha definido su misión como misionero aislado en una carta dirigida a René Bazin, en la que sueña con el día en que la población sea amiga y confiada, y un poco preparada para recibir el cristianismo: «Mi vida consiste en estar en relación lo más posible con cuanto me rodea y prestar todos los servicios que puedo. A medida que se establece la intimidad, siempre o casi siempre a solas, hablo brevemente del buen Dios…» (16 de julio de 1916) 39.
3. EL MENSAJE DE UN EXPLORADOR DE DIOS
La espiritualidad de Carlos de Foucauld está íntimamente ligada a su propia biografía, de modo que el impacto de su personalidad deja en la penumbra sus escritos. Aun teniendo de él muchos manuscritos: comentarios bíblicos, reflexiones, notas sobre la vida de Nazaret, so- bre la oración, el proyecto de vida de la fraternidad soñada, etc., es su vida la que ejerce mayor atractivo. Algunos han comparado a Carlos
39 Citado en VÁZQUEZ BORAU, o.c., p. 59.
de Foucauld con Francisco de Asís, también lo hace Six en su Itine- rario Espiritual con Teresa del Niño Jesús. Dos figuras que marcan una renovación-revolución en la manera de entender la espiritualidad cristiana de su tiempo: son tres palabras nuevas.
3.1. Imitar a Cristo
«El evangelio me enseñó que el “Primer mandamiento” consiste en amar a Dios con todo mi corazón, y que hacía falta encerrarlo todo en el amor; todos saben que el amor tiene por efecto la imitación… No me sentía destinado a la imitación de la vida pública en la predicación: por tanto, debía imitar la vida escondida del humilde obrero de Nazaret…» 40
Aparecen aquí algunos de los elementos claves de su espiritua- lidad: amar a Dios con todo el corazón; la imitación; la vida escon- dida del humilde obrero de Nazaret. Voillaume afirma que en estas líneas está contenida «admirablemente no sólo la vocación del Padre (Foucauld), sino la idea matriz de su espiritualidad» 41.
En el artículo primero de sus Consejos, dentro del Directorio de la unión de los hermanos y hermanas del Sagrado Corazón de Je- sús 42, expresa de forma clara su idea de la imitación de Jesús pro- puesta a sus seguidores:
«Los hermanos y hermanas del Sagrado Corazón de Jesús tomarán como regla preguntarse en todas las cosas qué pen- saría, diría, haría Jesús en su lugar, y hacerlo. Harán conti- nuos esfuerzos para hacerse más y más semejantes a nuestro Señor Jesús, tomando como modelo su vida de Nazaret, que nos da ejemplos para todos los estados. La medida de la imi- tación es la del amor. “Si alguno quiere servirme, sígame”» 43.
40 Carta a H. de Castries, 14 de abril de 1901. Citada en R. VOILLAUME, En el corazón de las masas, Madrid, Studium, 1968 (6.ª ed.), p. 113.
41 Ibídem.
42 CARLOS DE FOUCAULD, Directorio, Barcelona, Herder, 1963.
43 Ib., pp. 43-44.
La persona de Jesús, no es tan sólo un recuerdo, un sentimiento,
«Jesús es un ser vivo cuyas huellas quiere seguir apasionadamen- te» 44, no sólo interiormente. Aquí está el radicalismo y la peculiar llamada que experimenta Carlos, «quiere también una conformidad exterior de estado de vida» 45. Digamos que en el exceso de la amis- tad se halla el querer parecerse en todo, exigencia de un amor tam- bién profundamente humano, como fue la vida de Carlos: nada es- tática, siempre mordiendo el polvo de los caminos y del desierto, siempre queriendo vivir enraizado en el corazón de Jesús y llegar al corazón de sus gentes.
Pero lo cierto es que esta imitación tan material que le lleva incluso a querer vivir físicamente en la ciudad de Nazaret, tal como vivió Él, es una particularidad interesante de la vida de Carlos de Foucauld 46. Esta material imitación de las condiciones de vida de Jesús, tal como él las entendía, va, a lo largo de la vida de Carlos, siendo entendida más como una conformidad interior, de corazón, de alma. Con el tiempo relativizará algunos aspectos que fueron esenciales en épocas pasadas. Esto mismo es lo que le lleva a dejar Nazaret, sintiendo que Nazaret es cualquier lugar 47.
A la humildad de la vida escondida de Jesús, Carlos une un deseo permanente de abyección, que, no estando presente en la vida de Nazaret, encuentra su raíz en el Crucificado por amor. La vida de Nazaret fue pobre, dura, humilde, laboriosa, pero no abyecta. Esta palabra nos provoca cierta sospecha de exageración, cuando insiste
44 VOILLAUME, p. 119.
45 Ibídem.
46 Leer el comentario de VOILLAUME acerca de la necesidad para todo cris- tiano de ser «otro Cristo». Esta vocación tan minuciosamente próxima a las condiciones materiales de Jesús es algo propio de algunos, entre ellos Carlos de Foucauld, cf. o.c., nota a pie de página, p. 119. Y obedece a una etapa con- creta de la evolución de Carlos, que resulta, para algunos, expresión de un amor imperfecto aún, como él mismo reconoce al partir de Nazaret. Cf. Ib., p. 122.
47 «In de Foucauld tutto conduce all’imitazione pratica di Gesù Cristo po- vero e sofferente. Questa imitazione deve farsi nell’amore, perchè Gesù Cristo stesso è povero e sofferente per amore, e l’imitazione perfecta vuole non so- lamente la similitudine dell’azione esteriore, ma soprattutto la conformità in- tima del sentimento», H. MONIER-VINARD, «La spiritualité du P. de Foucaud», en Revue d’Ascetique et de Mystique, 9 (1928), p. 408. Citado en BORRIELLO, tesis citada, pp. 270-271.
en buscar humillaciones, desprecios, oprobios, descalificaciones, ridiculizaciones, etc., que podrían incluso parecer poco humilde al que las persigue. Ciertamente, no es entendible este afán si no es desde la clave de un amor loco, apasionado por Jesús 48.
Todo lo que supone la abyección requiere, por la historia pasa- da, un discernimiento de raíz, que en el caso de Carlos va siendo clarificado y curado de exageración 49.
Está claro que las vidas más provocadoras y removedoras, aqué- llas que han pronunciado una palabra que merece ser retomada y que suscita novedad, han sido las de personajes nada condescendien- tes con la moda, nada esclavos de su imagen pública, hombres y mujeres ridículos y locos en cuanto extraños a los protocolos de lo comercial y prudente.
3.2. Nazaret: Deseo apasionado por la vida escondida y el último lugar
Al principio, el anhelo por vivir la vida de Nazaret le lleva a la misma ciudad donde vivió Jesús. Pero Nazaret se convierte más que en un lugar físico, en su proyecto de vida. Dejando el lugar, siente la llamada a vivir en cualquier sitio la vida de Nazaret: con- templativo en medio de los hombres, viviendo como ellos, no ais- lado. Su celda estará abierta a todos; será, en adelante, un eremita peculiar en medio de un pueblo no cristiano al que Carlos no predi- ca nunca. Su apostolado principal es la presencia amigable, orante,
48 Nos resultan curiosas algunas escenas de las que fueron testigos los habitantes de Nazaret: «vestido con una chilaba a rayas, llena de remiendos, hecha jirones, recogiendo las basuras en las calles de Nazaret, objeto de las risas de todos los chiquillos, encontrando su alegría en las burlas y en las piedras que le tiraban…». O aquella ocasión en que cuando un predicador, que estaba de paso en las clarisas terminó de comer, pensando que Carlos tendría hambre voraz, le dijo «siéntate y come bien, por lo menos esta vez…», LORIT, o.c., pp. 87-88.
49 Creo muy recomendables dos obras clarificadoras a este respecto, para entender el fenómeno del rigorismo, la ascesis y la libertad: ANSELM GRÜN, Portarse bien con uno mismo, Salamanca, Sígueme, 2001: sobre el rigor y la misericordia; y A. GRÜN, No te hagas daño a ti mismo, Salamanca, Sígueme, 2002: sobre la libertad interior y la maduración a través de las heridas.
hospitalaria, pobre, sacrificada. Ha acudido al desierto no para huir, todo lo contrario, se planta en medio de un territorio inhóspito, lleno de peligros y de penurias, con las armas de la confianza, el ardor de su corazón y la terquedad de un espíritu dispuesto a llegar al final.
Nazaret es pobreza de alma y disponibilidad a Jesús y como Jesús. Deseando gustosamente ocupar el último lugar, para entrar así en el corazón de lo humano sin poder, sin prepotencia, como uno de tantos.
Las notas fundamentales de la vida de Nazaret, que permanecen en el tiempo y en el proceso de Carlos de Foucauld, podríamos recogerlas en cuatro puntos 50:
1. º Vida escondida de humildad, pobreza, oración y mortifi- cación.
2. º Deseo ardiente de cooperar a la obra de la salvación del Redentor por la entrega en el amor. Esta vinculación a la obra re- dentora la centra en la vivencia eucarística.
3. º Su trato cercano, fraternal, amistoso con todos, lleno de gestos sencillos, entre ellos como uno de tantos, sin alardes. Tal como viviría la familia de Nazaret en contacto con sus vecinos.
4. º A pesar de reflejar tantas veces el anhelo de vivir del tra- bajo de sus manos, las circunstancias no se lo permitieron. Vivió siempre de lo que le enviaba su familia. Habría sido difícil mante- nerse de otro modo en Beni-Abbés y en Tamanrasset.
3.3. Hermano universal: una caridad sin medida ni fronteras. Un canto a la amistad
Se hace prójimo de los que están más lejos de toda presencia cristiana. Cuando más adelante no puede ir a Marruecos, se inclinará por bajar al sur y vivir entre los tuareg:
50 Cf. VOILLAUME, o.c., p. 132; cf. también las características de la Congre- gación que quiere fundar, llevando lo más fielmente la vida humilde de Jesús: trabajar con sus manos, no vivir de limosnas, no tener propiedad alguna, repar- tirlo todo, vivir al día, etc., en SIX, o.c., pp. 119-120.
«Yo no estoy aquí para convertir a los tuareg, sino para tratar de comprenderlos» 51.
Los árabes pusieron a Carlos el sobrenombre de «hermano uni- versal»:
«Compartamos, compartamos, compartamos todo con ellos (los pobres) y démosles la mejor parte, y si no hay bastante para los dos, démosles todo. Es a Jesús a quien se lo damos (…) y si después de haberlo dado todo, para él, a él en sus miembros, morimos de hambre, bendita suerte (…). Y si, sin llegar a morir, cayésemos enfermos por la necesidad, por haber dado demasiado a Jesús en sus miembros, ¡bendita, dichosa enfermedad! Seríamos felices, favorecidos, privilegiados, qué gracia de Dios, qué dicha, estar enfermos por ese motivo» 52.
Carlos está preocupado por hacerse próximo a ellos y ganarse su confianza 53. Se da cuenta de que tiene que alejarse de los soldados para que no le identifiquen con la presencia impuesta del país coloni- zador. Ha de hacerse pequeño y accesible, indefenso, uno de ellos, para que le admitan en confianza. Vemos que en gran medida logrará este cometido; especialmente durante la enfermedad de 1908, que lo deja sin poder moverse y teniendo que ser atendido. Aquellos a los que quería servir le sirvieron, le cuidaron. Tendrá que pasar por la impotencia de verse al límite, sin fuerzas, aceptando la hospitalidad y el cariño de los otros. Esa hospitalidad que le conmovió desde el pri- mer momento en los meses de la exploración de Marruecos.
51 L. LEHURAUX, Au Sahara avec le Père Charles de Foucauld, Paris,
St. Paul, 1946, p. 115. Citado en CHATELARD, o.c., p. 268.
52 De una meditación en Nazaret. Citado en CHATELARD, o.c., p. 256.
53 «Vamos de manantial en manantial, a los lugares de pastos más frecuen- tados por los nómadas, nos instalamos allí entre ellos, pasando varios días con ellos, tratando de familiarizarlos con nosotros, de crear confianza y amistad… Los indígenas nos reciben bien; pero no es sincero; ceden a la necesidad.
¿Cuánto tiempo necesitarán para tener los sentimientos que simulan? Quizá no los tengan nunca (…). ¿Sabrán distinguir entre los soldados y los sacerdotes, ver en nosotros, servidores de Dios, ministros de paz y de caridad, hermanos universales? No lo sé. Si hago lo que debo, Jesús repartirá gracias más abun- dantes y ellos comprenderán», BAZIN, o.c., p. 265.
Nos enseña Carlos que la verdadera evangelización no nace como una imposición desde arriba, como ofrecimiento de segurida- des incuestionables, como ayuda compasiva que llega desde el lado de los que ostentan el poder. La verdadera evangelización consiste en lograr entrar en el alma de las gentes y escuchar ahí quieto, hacerse hermano de todos, para compartir de igual a igual las rique- zas de las que cada uno es portador. Carlos no puede dejar de ha- cerse presente como aquél que está cautivado por Jesús de Nazaret, y todo lo que su vida irradia y tiene de fuerza es un reflejo de su Bien Amado Jesús. Situándose a su nivel, tendrá acceso al corazón de estas gentes y aunque no lleguen a abrazar la fe, sin embargo, sabrán que Jesús estuvo entre ellos y su presencia era amor, no recelo, sonrisa, no juicio, mano tendida, no amenaza.
El mejor pasaporte de Carlos de Foucauld fue siempre su cordia- lidad y su fidelidad en la amistad. Era un hombre cariñoso y cercano, al que las gentes se podían aproximar para charlar y ser escuchados. Su apostolado era el de la bondad y la amistad. Al médico que llega enviado al Hoggar, Rober Herisson, le recomienda «ser humano, ca- riñoso, estar siempre alegre. Hay que reír siempre, incluso para decir las cosas más simples. Yo, ya ves, me río siempre y enseño mis feos dientes. La risa pone de buen humor a tu interlocutor, acerca a los hombres, permite comprenderse mejor y alegra un corazón sombrío. Cuando estés entre los tuareg, has de sonreír siempre» 54.
Una parte importante de sus escritos son las cartas. La principal destinataria es su prima María de Bondy, que recibe, entre 1889 y 1916, setecientas treinta y ocho cartas, y su hermana, María de Blic, trescientas cincuenta y ocho, entre 1872 y 1916. Las cartas a Henry de Castries, por ejemplo, o la carta a Duveyrier explicándole las razones de haber entrado trapense, son cartas llenas de humanidad y cariño.
Cuando Suescun escribe su biografía sobre Carlos, viaja al Hoggar y entrevista a una viejecilla tuareg que conoció a Foucauld y a Moussa, el amenokal. Dice de Carlos que «era un hombre de paz, amigo de los pobres y amigo de todos. Era muy cariñoso» 55.
54 Citado en JAVIER M. SUESCUN, o.c., p. 81.
55 Ib., p. 80.
Una relación que conmueve es precisamente la que mantiene con el amenokal, aún hoy tenido entre los tuareg como un gran jefe y guerrero, hombre piadoso. Hay dos cartas de Moussa que reflejan la fuerza de la amistad que les unía en lo humano y también en lo espiritual. Carlos se convirtió en consejero y compañero espiritual del jefe tuareg.
Cuando Moussa vuelve de Francia, en 1910, donde ha permane- cido varios días enviado por Laperrine y Foucauld para que conozca el país, escribe al Hermano Carlos, nada más llegar a Argel y co- mienza así la carta:
«Desde Argel para el Hoggar, día 20 de septiembre de 1910.
Al honorable, al excelente, a nuestro amigo y querido entre todos, señor marabut Abed Aïsa (servidor de Jesús), el sultán Moussa ben Mastane te saluda y te desea la gracia de Dios y su bendición.
¿Cómo vas? Si tú deseas tener noticias nuestras, como nosotros deseamos las vuestras, te diré que estamos bien, gra- cias a Dios, y que no tenemos más que buenas noticias que darte. Acabamos de llegar de París, después de un feliz viaje. Las autoridades de París han estado muy atentas con nosotros. He visto a tu hermana y he visto también a tu cuñado. He visitado sus jardines y sus casas. ¡Y tú, tú estás en Tamanras-
set como el pobre!
A mi llegada te comentaré todas las noticias en detalle.
Ouani ben Lammiz y Soughi ben Chitach te saludan (dos nobles que acompañaron al amenokal).
Saludos» 56.
La carta es importante por la impresión que causa en el jefe tuareg el contraste entre el nivel de vida de la familia y la elección que ha hecho Carlos de vivir en la extrema pobreza y desprotec- ción de Tamanrasset. Cuando Moussa visita los lugares familiares entiende mejor el valor de la presencia de Carlos entre los hombres del desierto. Crece la admiración y el respeto por el Marabut del
56 Ib., p. 75.
Corazón Rojo en el alma del jefe de los tuareg. La carta es revela- dora, además, de la amistad entrañable y sincera que les unirá hasta el final. El hermano Carlos supo cuidar sus amistades a base de de- dicación y verdadero respeto.
Cuando el 13 de diciembre de 1906 informan a Moussa de que su amigo, el marabut, ha sido asesinado, con la herida aún sangrante y las lágrimas en los ojos, escribe a María de Blic una carta llena de desgarro:
«Alabanza al Dios único.
A la señoría de nuestra amiga María, hermana de Carlos, nuestro marabut que las traidoras y engañadoras gentes de Adjjer han asesinado, de parte de Moussa Ag Amastane, jefe de los tuareg del Hoggar.
Que la salud esté con nuestra desolada amiga María. Desde que he sabido de la muerte de nuestro amigo, vues-
tro hermano Carlos, mis ojos se han cerrado; todo es oscuri- dad para mí; he llorado y he derramado muchas lágrimas. Estoy sumido en un gran duelo. Su muerte me ha llenado de pena.
Estoy lejos del lugar donde los traidores y cínicos ladro- nes le han matado, es decir, ellos le han matado en el Hoggar y yo me encuentro en Adrar, pero si a Dios le place, matare- mos a las personas que han matado al marabut hasta que hayamos cumplido nuestra venganza.
Salude de mi parte a vuestras hijas, a vuestro marido y a todos sus amigos, y dígales que Carlos, el marabut, no sólo ha muerto para vosotros, sino también para todos nosotros. Que Dios le conceda su misericordia y que un día nos encontremos con él en el Paraíso. 20 de diciembre de 1335 del calendario musulmán; 13 de diciembre de 1916» 57.
Lo que seguro nunca aprobaría Carlos sería el tono de venganza que expresa Moussa.
57 LORIT, o.c., pp. 76-77.
3.4. Pasión por Jesús Eucaristía
Mientras estaba en la Trapa de Akbés, la vida eucarística se convierte en el centro. Cuando piensa en la Fraternidad que sueña iniciar, la adoración del Santísimo ocupa lugar fundamental, porque encarna la presencia de Jesús escondido. La presencia de Jesús es el secreto de esta vida de Nazaret, alimentarse de Él sostiene este tra- bajo invisible, cotidiano.
En sintonía con el anonadamiento de Cristo, también en la Eu- caristía, se pide al creyente, al discípulo, vivir desposeído, humilde, obediente, pobre, etc. Conforme a la actitud que emana de este misterio de abajamiento y abyección.
En Tamanrasset, al igual que en Beni-Abbés, pasaba largas horas en adoración eucarística. Vive con Jesús un diálogo permanente de amigo a amigo, que dura en la noche y en las largas marchas por el desierto. La Eucaristía es el principal alimento de su vida contem- plativa.
También en su devoción eucarística se ha dado un proceso, una evolución. Ahora ya no considera tan esencial para sus Fraternida- des la adoración perpetua. De hecho, por la fuerza de los aconteci- mientos, los primeros años de vida en Tamanrasset no pudo contar con la reserva eucarística. Su devoción eucarística se vio depurada en su amor a Jesús, y más volcada y unificada en la caridad. Es señal de madurez. El ermitaño que adora, se hace hermano univer- sal, que acoge y venera al Dios que vive en el corazón de cada criatura, sin negar la riqueza incalculable del Sacramento 58.
3.5. Fecundidad del fracaso 59
La vida de este buscador del último lugar estuvo marcada por la cruz y el fracaso.
Si leyéramos su vida en términos de obras eficaces, tal vez nos llevaríamos una gran decepción. A menos de un siglo de su muerte,
58 Cf. VOILLAUME, o.c., p. 131.
59 Para este tema del fracaso o la infecundidad, véase el capítulo de CHA– TELARD, «La fuerza en la debilidad», o.c., pp. 255-272; y SIX, «La victoria eter- na del Amado», o.c., pp. 309-315.
lo que nos impacta de este aventurero es la fuerza de su entrega, la pasión de su amor por Cristo y por el último lugar, más que el resultado de sus empresas. De hecho, no puede ser considerado un autor brillante de obras espirituales, ni fundador en vida de ninguna congregación, ningún compañero que le durase más de unos meses, no convirtió muchos infieles, como Francisco Javier. Todo lo que Carlos es y hace «da la impresión constante de algo inacabado» 60. La sensación que da el relato de su vida es el de una lógica conmovedoramente fecunda en la infecundidad. Hay algo de él que nos atrae poderosamente en el corazón de su improductividad (al menos improductividad en lo que se refiere a frutos misioneros
palpables).
Ciertamente, la vida de Carlos estuvo llena de paradojas y du- das: el deseo de clausura y la disponibilidad a los cercanos, el tra- bajo manual y la amistad, la teología y la sencillez, el sacerdocio y la pobreza-humildad, etc. Pero fue dejando que las circunstancias le fueran marcando caminos, le deshicieran sus proyectos, incluso después de haber luchado por ellos vivamente contra viento y ma- rea. Ciertamente, como reconoce J. F. Six, al final de sus días, el rostro de Carlos parece «burilado por el viento de arena. Su alma ha sido largamente trabajada por Dios, gastada por Él» 61.
Pero la lectura de su vida desde el prisma de la infecundidad no es sólo nuestra lectura, Carlos mismo siente en algunos momentos esta sequedad y oscuridad que a los creyentes del siglo XXI no nos es desconocida: «sequedad y tinieblas. Todo me es penoso: sagrada comunión, rezos, oración, todo, todo, hasta decir a Jesús que le amo… Tengo que agarrarme a la vida de fe. ¡Si por lo menos sintiera que Jesús me ama! Pero no me lo dice jamás» 62. Nos recuerdan mucho el camino final de Teresa del Niño Jesús las palabras que Carlos escribe: «Estoy tan frío que no me atrevo a decir que amo, sino que quisiera amar» 63.
60 SIX, o.c., p. 309.
61 Ib., p. 310.
62 Ib., p. 311. Es cierto que hemos elegido un momento puntual de su vida, en Nazaret, con las Clarisas, pero la mayor frecuencia de sus expresiones es de un emocionado reconocimiento de la Presencia de Dios.
63 Ib.
4. LA FAMILIA QUE CARLOS NO CONOCIÓ 64
Carlos de Foucauld no tuvo seguidores en vida, aunque lo deseó ardientemente. Tan sólo la «Unión de oraciones para la evangeliza- ción de los pueblos» o «Unión Sodalidad Carlos de Foucauld». Fue Luis Massignon el que recogió el testigo de esta Unión creada por Carlos en su vida (Viviers, 1909), y que a su muerte contaba con 49 miembros, incluido él mismo. El coordinador, desde 1960, ha sido el sacerdote J. F. Six.
En 1933 René Voillaume inició el primer grupo de Hermanitos de Jesús. También en 1933 comenzó un grupo de mujeres Herma- nitas del Sagrado Corazón, dedicadas más a la contemplación. En 1939 nacían las primeras Hermanitas de Jesús, con la hermanita Magdeleine de Jesús 65. A partir de ellos son miles los miembros pertenecientes a familias sacerdotales, religiosas, seculares y asocia- ciones que viven bajo la inspiración de la vida y el espíritu de Carlos de Foucauld.
5. UN PROVOCADOR QUE INTERPELA
Carlos de Foucauld fue un nómada toda su vida (aunque él re- comendara a Moussa que favorezca la permanencia, la vida seden- taria, para afianzarse como pueblo) 66 y la clave de su movilidad hay
64 Para todos estos datos, consultar las dos páginas principales de la familia de Carlos de Foucauld, en España y Francia: www.charlesdefoucauld.org y www.carlosdefoucauld.org.
65 Se puede leer la historia de la fundación de las hermanitas de Jesús a través de los diarios de la hermanita Magdeleine, llenos de vibrantes aventuras de fe, en Desde el Sahara al mundo entero. La historia de las hermanitas de Jesús tras las huellas del hermano Carlos de Foucauld, Madrid, Ciudad Nueva, 1985.
66 Cuando Bazin escribe la biografía tiene el privilegio de contar con los manuscritos originales, todo el material de primera mano e, incluso, los papeles que quedaron esparcidos y revueltos por el suelo a la muerte de Carlos. Entre esos papeles, un documento muy valioso y curioso, un cuaderno de notas ín- timas, que llevaban este epígrafe: «Lo que he de decir a Moussa y Cartas escritas a Moussa». Entre esas notas había indicaciones tan simples y sencillas, que no me resisto a señalar: rodearse de personas honradas; no conservar bribones a su lado (…) Reducir sus gastos. Hacerse pequeño (…) No pedir ni
que buscarla en su ardiente deseo de parecerse a Jesús, de ocupar el último lugar junto a los «últimos», los más pobres de entre los pobres y en una fuerza poderosa que lo arrastraba más allá de lo aparentemente sensato o prudente.
Ambos ejes vitales (imitación de Jesús y ardiente caridad) harán de él un hombre en permanente estado de vigilia, disponible para cruzar terrenos inexplorados en busca de miserables o desprotegidos a quienes hacerse cercano, en medio de los cuales vivir. Esta movi- lidad también hacía de la puerta de su morada destino de peregrina- ción en busca de pan, consuelo, libertad.
Nuestra cultura religiosa no soporta fácilmente este desarraigo que supone estar pronto para partir. Pese a la aparente fragilidad de nuestras instituciones actuales, pese a los radicales y profundos cambios de nuestro tiempo y la canonización cultural del fragmento y de lo efímero, de la belleza epidérmica, del disfrute instantáneo, sin embargo, no es la nuestra una cultura que acepte positivamente el reto de la movilidad interior. Crece en nosotros el pánico a «po- nernos en camino», a quedarnos sin nada, a fiarnos de Otro, a ex- plorar nuevas formas de hacernos cercanos al «otro», para conquis- tar de esa forma la única posible paz duradera: «hacerse todo a todos», «hacerse uno con los más pobres».
Crece la amenaza de fundamentalismos (de todos los signos, políticos y religiosos) que arraigan a la persona en verdades incues- tionables, evitando la incertidumbre del pensamiento propio y el vaivén de lo inseguro. Afirmando con cincel sagrado lo que divide frente a lo que une, nombrando lo diferente como lo erróneo, lo de fuera como lo peligroso, creciendo la dificultad para el diálogo y la empatía. Todo acercamiento al «otro» está bajo sospecha de traición de lo «propio y auténtico».
Nuestro tiempo es tiempo de paradojas y contradicciones pues- tas al descubierto cuando se nos acerca la figura desamparada y sin
aceptar regalos (…) Cuando se encuentra cerca de algún oficial, ir con fre- cuencia a verlo enteramente solo, pues muchas cosas se tratan mejor cara a cara (…) Jamás mentir a nadie (…) Jamás alabar a nadie en su presencia; la adulación es una bajeza propia de los thalebs árabes; no ser lento y perezoso; saber aprovechar el tiempo». Pues bien, el tercero de estos consejos es «Fa- vorecer la vida sedentaria». Para consultar el contenido de esos papeles encon- trados por el suelo, cf. R. BAZIN, o.c., pp. 291-296.
brillo del amigo de los tuareg, ahondando el drama de nuestro ale- jamiento de los más míseros. En su vida retorna el reto de la mística, el riesgo de creer en un Dios que ha fascinado a muchos que lo dejaron todo y se perdieron en territorios lejanos con la sola brújula ardiente de Su mirada. Retorna el reto del acercamiento entre los pueblos y, por tanto, la distancia creciente, abismal en muchos ca- sos, y dolida del Sur, de los de Abajo, de los más míseros, también la distancia del mundo árabe respecto a occidente, dramática y cruel- mente presente a través de un nefasto embajador: el terrorismo is- lámico.
Son muchas las palabras que nos sugiere la mirada de Carlos, el marabut de las manos caídas, indefenso de palabras grandes, armado de gestos silenciosos que no convirtieron a muchos, pero fueron misteriosa semilla depositada como un sueño del mañana en la tierra común de todos, hasta que la humanidad despierte de su división y su desgarro.
La fecha prevista para la beatificación de Carlos de Foucauld era el 15 de mayo de 2005, día de Pentecostés. En esos días murió Juan Pablo II y fue elegido Papa Joseph Ratzinger: Benedicto XVI. La fecha de su beatificación será el próximo 13 de noviembre de este 2005, en la Basílica de San Pedro 67.
Carlos de Jesús descansa silencioso en El Golea, junto a la igle- sia de los Padres Blancos, sin hacer ruido, tal como vivió. Las letras de la inscripción de la losa están algo gastadas, pero los vientos del desierto no borrarán la memoria del amigo de los tuareg. El desierto mantiene erguida la memoria de los que han sabido vivir y marchar- se entregando la vida. Nunca borrará sus huellas.
67 Cuando se publica este artículo, dicha beatificación ya se ha producido (n. ed.).

Charles de Foucauld, el hombre que escogió la soledad del Sáhara para estar más cerca de Dios y de los tuaregs, había renunciado a toda ambición de poder terreno. No le faltaron antes prestigio e influencia en los círculos diplomáticos y militares franceses, y sus orígenes sociales le hubieran ayudado para forjarse una carrera eclesiástica. Su renuncia venía del convencimiento de que la humildad es inseparable de la fe, pues ser creyente es incompatible con el orgullo y el deseo de la estima de los hombres. De ahí su afirmación de que para creer es necesario humillarse. Con todo, no se limitó a seguir los pasos de otros cristianos, en los que primaba la meditación y el estudio. Estos aspectos no faltaron en la existencia de Foucauld, aunque habrían resultado incompletos sin el amor a Dios y al prójimo, sin la armonía entre la vida activa y la contemplativa. Sobre este particular, escribió: «Cuánto más se ama, mejor se reza».
Charles de Foucauld (1858-1916) nació en Estrasburgo (Francia) y murió en Argelia.
Foucauld descubrió en la vida escondida de Jesús en Nazaret un modelo para conjugar la acción y la contemplación. Uno de los episodios más trascendentales de su biografía es su estancia en la ciudad de Jesús entre 1897 y 1900. Se trata de un período en el que aún no era sacerdote y muy probablemente hubiera deseado permanecer allí el resto de su vida. Contemplar similares cielos y paisajes a los que acompañaron a Jesús niño, adolescente y joven podía considerarse una especie de paraíso particular. Luego estaba su jornada diaria, donde compatibilizaba el trabajo manual al servicio de una comunidad de clarisas con las prácticas de piedad: Misa, rosario, liturgia de las horas… Tampoco faltaban en esta agenda largos períodos de meditación personal para ahondar en los evangelios y anotar cuidadosamente todas las mociones que llegaban a su espíritu.
No es exagerado afirmar que Nazaret podía haber sido el Tabor de Charles de Foucauld, e incluso pasó por su cabeza en aquella época construir una cabaña en otro monte de Galilea, el de las bienaventuranzas, para dedicarse a la contemplación. Diecinueve siglos atrás Pedro ya había querido hacer tres cabañas en el Tabor. Se estaba tan bien allí, con Jesús, Moisés y Elías, que el apóstol se olvidó de sí mismo. Una voz le devolvió a su realidad: «Este es mi Hijo el amado: escuchadle» (Mc 9, 7). Esta invitación a seguir la voluntad de Jesús también la escuchó Foucauld, de un modo más sosegado y paulatino, en su cabaña de madera junto al convento de las clarisas de Nazaret. Había llegado allí para imitar la vida escondida y pobre de Jesús, para trabajar por el día y orar largamente durante la noche. Vive momentos de una intensa paz, en los que exclama: «Dios mío, todo se calla, todo duerme, estoy aquí a tus pies».

El eremitorio de Foucauld en Nazaret.
La oración de la noche se nutre de la lectura de los evangelios. Pasajes breves, o como mucho medio capítulo, a modo de gotas de agua que van cavando la roca de su entendimiento. Las gotas son las palabras y los ejemplos de Jesús que deben impregnar toda vida cristiana. Las anotaciones de Foucauld abarcan los cuatro evangelios, pero el que algunas enseñanzas de Jesús solamente aparezcan en algún evangelio en concreto, también le sugiere algo. Un ejemplo, el de esta cita, repetida a menudo en sus escritos: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños a mi me lo hicisteis» (Mt 25, 41). Aquí hay todo un programa de vida que llevará a Charles de Foucauld a dejar su particular Tabor, aunque no lo hará para caer en el activismo de las obras que dejan poco tiempo para la espiritualidad. Tendrá siempre muy claro que a Dios se le glorifica verdaderamente no porque lo que se hace sino por lo que se es. Quien ha leído con frecuencia a grandes autores espirituales que comentan el Evangelio, como San Juan de la Cruz, aprende que la auténtica sabiduría reside en el amor.
Foucauld pretende «ser el amigo de todos, buenos y malos, el hermano universal». No precisará de vibrantes y eruditas predicaciones, aunque sea capaz de hacerlas. Su forma de anunciar el Evangelio, al que ha abierto su entendimiento en el silencio de la noche, será, sobre todo, la amistad y la cercanía con las personas. La vida de Foucauld es un luminoso ejemplo de que la caridad consiste, más que en dar, en compartir: sufrimientos, desgracias, esperanzas, alegrías… Los años de contemplación en Nazaret marcarán para el ermitaño del Sáhara una escuela del aprendizaje de saber vivir con otras personas.
¿A qué aspira Foucauld en su soledad de Nazaret? A ser alguien que conoce, ama, imita y sirve más y mejor a Jesús. Medita con frecuencia el Evangelio de Mateo, y allí encontrará una de las directrices con la que guiará su vida: «Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33). Quien practica esto, no tiene por qué inquietarse acerca de si es preferible la vida activa o la contemplativa. Escribe en un comentario a este pasaje: «Busquemos solo a Dios, su bien, su gloria, su servicio; y nuestro bien y el del prójimo se nos dará por añadidura».
Publicado en Alfa y Omega.