DIOS ES LA SOLEDAD DEL DESIERTO


«Carlo Carretto era un zapatero experto. En 1968,
cuando yo era un joven estudiante, pasé unos meses con él en
el Sahara, en Beni-Abbès. Carlo pasaba horas sentado en un
taburete de zapatero […] En 1971, continuando mi propio
viaje espiritual, realicé mis primeros votos de Hermanito del
Evangelio, y desde entonces viví casi siempre en nuestra
fraternidad de Nueva York. Extraña vocación la nuestra, que
te nutre del desierto y después te arroja en un cuartito de la
ciudad […] En Nueva York descubrí otro desierto, otro paisaje
vacío y desolado: el de la soledad. El sufrimiento de la gente de
la calle, de los vagabundos, de los drogadictos, de los enfermos
mentales… Era un nuevo Sahara, el lugar de otra peregrinación
en la nada en la búsqueda del Todo […]
El desierto no es un lugar geográfico, lo remite a
menudo, sino sobre todo una dimensión fundamental de
nuestra vida, la dimensión fundamental de la vida de cada uno
de nosotros. Sin embargo, casi siempre nos negamos a
enfrentar necesariamente este viaje y pasamos las vida
huyendo. Huimos frente al silencio de Dios rellenándolo con
piedad, moralismo y clericalismo hasta sofocarlo. Huimos a la
vista del pobre, deslumbrándonos con teorías, excusas y
pretextos. A menudo somos generosos, pero tenemos
demasiado miedo a la soledad, del silencio, de la pobreza. El
desierto es un mirada de verdad de nuestra vida y, en lugar de
acogerlo y descubrir el Todo por el camino de la nada,
escapamos… ¡El vacío da terror! ¡Mejor huir que abandonarse!
En las Bienaventuranzas, corazón de la enseñanza de
Jesús, la condición de vacío se exalta como manifestación de lo
divino. Quien no posee es bienaventurado… quien se vacía está
pleno… quien tiene sed es fecundo… quien necesidad es
afortunado. La felicidad se encuentra en el extremo opuesto de
donde la buscamos a menudo: ¡qué torpes somos! Es en este
vacío interior del hombre que vive las bienaventuranzas donde
las sandalias del peregrino y las pantuflas del vagabundo se
vuelven una sola cosa. No hay verdadero desierto si no es la
del hombre despojado, desnudo de las Bienaventuranzas.
Vacío, desnudez, pobreza… No se trata de realidades creadas
artificialmente. Están allí, las llevamos dentro, pero no
queremos verlas. La ceguera voluntaria es nuestro pecado más
grande. Es una manera sutil de huir. El desierto de las
Bienaventuranzas nos obliga a ver nuestro vacío, aunque dé
miedo, aunque haga mal; y a veces nos hace muchísimo mal.
Los pobres de este mundo son el paisaje de nuestro paisaje
interior; por eso a menudo evitamos fijar la mirada en ellos.
Porque nos vemos a nosotros mismos. Porque nos
descubrimos hijos de Job, tierra seca, agostada. Y un día
descubrimos que este espacio de vacío (podemos llamarlo
desierto o bienaventuranza, es lo mismo) no es el lugar de
pasaje para llegar a Dios, sino el punto de llegada. El desierto
que creíamos era el camino es, en cambio, el destino final. No
hay una tierra prometida más allá de todas las dunas
superadas. La peregrinación, el exilio… son la patria esperada.
Dios está en el corazón del desierto atravesado, en el corazón
del viaje, del exilio. El Todo no está más allá de las dunas de
la Nada, sino en su centro. El Todo está en la “Nada”. Dios
acampó en el desierto. Dios es el desierto. Dios es la soledad
del desierto. Y el corazón se podrá relajar, descubriendo que en
ese vacío se encuentra la perfecta alegría. La comunión que
buscamos toda la vida no es lo contrario a la soledad. Es sobre
todo la afirmación luminosa de la soledad: soledad descubierta
bajo una luz divina y transformada en abandono. Por esto un
monje del siglo cuarto, que no había visto las películas de
Hollywood, decía que el amor auténtico es hijo del “desierto”.
Y la peregrinación continúa: cada vez más verdadera, cada vez
más exigente, cada vez más interior […] Gracias, Carlo, por
aquellas sandalias. Las necesito todavía. Quién sabe cuánto
debo caminar todavía; estoy al principio. Tenías razón: para
este viaje el hilo de hierro es mejor que la cola de pegar».
GIORGO GONELLA, “Prólogo”
en CARLO CARRETTO, Il deserto nella città.

«Atravesar el desierto»

Carlos de Jesús (Carlos de Foucauld)

«Hay que atravesar el desierto y quedarse allí para recibir la Gracia de Dios; es allí donde nos vaciamos, que expulsamos de nosotros todo lo que no es Dios y que vaciamos por completo esta casita de nuestra alma para dejar todo el lugar solo a Dios.

Es esencial… Es un tiempo de gracia, es un período por el que necesariamente debe pasar toda alma que quiera dar fruto. Necesita este silencio, esta contemplación, este olvido de toda la creación, en medio del cual Dios establece su reino y forma en ella el espíritu interior. Si esta vida interior es cero, puede haber celo, buenas intenciones, mucho trabajo, pero los frutos son cero: es una fuente que quisiera dar santidad a los demás, pero que no puede, no la tiene: nosotros. sólo damos lo que tenemos y es en la soledad, en esta vida, solo con Dios, en este profundo recogimiento del alma que olvida todo lo creado para vivir sola en unión con Dios, que Dios se entrega enteramente a quien se entrega así. enteramente suyo.

Nuestro Señor no lo necesitaba pero quiso darnos un ejemplo. Dad a Dios lo que es de Dios.»

Charles de Foucauld, Meditación / extracto, en: Vivamos juntos una Cuaresma de oración y de compartir (ecr-ge.ch)

Imagen: Amanecer sobre Assekrem, Hoggar / Argelia (vitaminedz.org)

«Es necesario pasar por el desierto» (Carlos de Foucauld)


«Es necesario pasar por el desierto y quedarse allí, para poder recibir así la gracia de Dios: es ahí
donde se expulsa de sí todo lo que no es Dios y se vacía completamente esta pequeña casa de nuestra
alma, para dejar todo el sitio solamente a Dios.
Los hebreos pasaron por el desierto, Moisés vivió allí antes de recibir su misión, San Pablo se ha
preparado, también en el desierto… Es indispensable… Es un tiempo de gracia, es un periodo por el
que toda persona que quiera dar frutos tiene que pasar necesariamente.
Es necesario al hombre este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado, en medio del
cual Dios establece su Reino y forme en nosotros la actitud interior la vida íntima con Dios, la
conversación del hombre con El en la fe, la esperanza y la caridad. Más adelante el hombre producirá
frutos exactamente en la medida en que el hombre interior se haya formado en él.
Si esta vida interior es nula, habrá celo, buenas intenciones, mucho trabajo, pero los frutos serán
nulos. Es algo así como un manantial y quisiera dar santidad a los otros, pero no puedo hacerlo porque
el mismo está seco.
No podemos dar sino aquello que se posee; y desde la fe lo hemos de tener a partir de la soledad,
de esta vida solitaria que es fruto del desierto y debe estar únicamente con Dios en nosotros mismos
es en este recogimiento profundo del hombre que olvida todo lo creado para vivir exclusivamente de
Dios, cuando Dios se da enteramente aquel que se entrega enteramente a Él.
Entreguémonos enteramente a Él y Él se entregará totalmente a nosotros. Y en eso no tengamos
miedo de ser infieles a nuestros hermanos los hombres. Al contrario este es el único medio para
nosotros de poder servir a todos y eficazmente. Fijémonos en San Pablo, San Benito, San Gregorio el
Grande y tantos otros: ¡qué largo tiempo de recogimiento y de silencio han vivido antes de darse a
todos. Subamos más arriba: miremos a San Juan Bautista, contemplamos a nuestro Señor Jesús no tenía necesidad alguna de silencio, pues estaba siempre con el Padre, pero Él ha querido darnos
ejemplo. Demos a Dios aquello que es de Dios».
Carlos de Foucauld en carta al P Jerónimo.

«ALQUIMIAS» de nuestro hno. Juan Álvaro Ricas Peces (CEHCF)

Kasir Ould Bachir Ainur, el guía extraviado, es hombre alentado de espíritus eternos. Estigmas grabados con experiencias transpiran serenos por su piel. Experto en travesías del desierto. Perito en nubes y silencios, frota polvo con estrellas, cegando miradas atónitas de niebla seca, que arruga los gestos y deja la lengua bruñida de fulgores. Diestro en detener la noche y el día para encontrar rutas exactas sin perderse aunque extraviado en una inhóspita pero deslumbrante supervivencia. Llega un grupo de turistas, a veces desconocidos entre sí, y se dejan sumergir en el océano de arena, dispuestos al juego de descubrir, caminando por el corazón del desierto, su propia razón de ser; nomadeando la ruta trazada por el sentido de su vida. Por su destino. Ni siquiera saben que su equipaje no es lo que traen ni lo que se llevan sino el descubrimiento de la magia de aprender a silenciarse en el cuerpo del universo. En el trayecto, hendirán surcos para encontrar la estela de sus certezas. La savia. Porque ningún instante desaparece hasta constatar que nos ha enseñado lo que necesitamos saber. Luego, se evapora sin dejar rastro más allá de nuestra misma averiguación. A través de la arena, se filtra la existencia.

https://www.cuartocentenario.es/paginas/libros/id85-alquimias.html

«El desierto» (Albert Peyriguère)

Talence, 16 de octubre de 1926

«He recibido su carta de Lourdes: me la han enviado de Ghardaya hacia aquí donde estoy obligado a tomar algo de reposo.
Era casi fatal: salí muy cansado hacia el Sahara y en pleno verano: la sacudida fue muy dura y la prudencia me recomendaba replegarme momentáneamente.
Digo «momentáneamente», pues pienso poder volver a finales de diciembre o a principios de enero.
He pasado allá abajo los días más maravillosos de mi vida: fueron los más verdaderos y los más profundos. El buen Dios me ha hecho morder el fruto: guardo el áspero paladar.
Es tan bueno para el alma el desierto: uno se siente tan cerca de Dios, tan cerca de Dios solo, y, por tanto, tan libre, verdadero, liberado de las esclavitudes y de los fingimientos.
Ya os he dicho que en el umbral del desierto, uno deja todos los lazos que no hacen sino estorbar y dispersar la pobre alma. Sólo se lleva aquellas afecciones profundas a las que el corazón, deshecho de todos los demás fardos, se entrega más enteramente. Necesito decirles que su recuerdo fue de aquellos que permanecieron más sólidamente cogidos en mi alma: he rogado mucho por usted y por los suyos.
Ruega un poco por mí: que el buen Dios no me juzgue indigno de la gran vocación que me ha concedido.»

Albert Peyriguère: Siguiendo los caminos de Dios, Barcelona: Ed. Nueva tierra, 1967, p. 126-127.

Las moscas del desierto

Pequeña aportación para el tiempo de desierto de AURELIO SANZ
Sin papeles en el Desierto
Nuestra identificación cívica, sea el documento nacional de identidad, el pasaporte, la tarjeta de identidad o el carné de conducir, llevan nuestra foto y nuestros datos personales. Nos dejan pasar, nos autorizan, nos permiten… sólo con el documento acreditativo. Nos fiamos de nuestros papeles y de los papeles de los demás, cuando éstos están en regla.En el desierto se nos invita a ir sin papeles,  sin programación ni guía, sean pensados o  por escrito. Los papeles nos van a distraer, y, aunque sea la propia Palabra de Dios, este mismo boletín que está en nuestras manos, cualquier “receta” útil para el día de desierto, el libro que esperábamos leer un poco en ese día, etc. son parte de la mochila pesada que nos va a sobrar. Tampoco los papeles o libretas o diarios para escribir, ya que corremos el riesgo de perdernos en nuestros pensamientos y no dejar paso al pensamiento de Dios. Hay que dejar que Dios escriba el camino, lo muestre y nos sitúe en él: si elegimos nosotros, no nos dejamos poseer por su Espíritu. Si creemos que el desierto es rodearnos de seguridades, no entraremos nunca. “A un grupo de sus discípulos que estaban tremendamente ilusionados con una peregrinación que iban a emprender les dijo el Maestro: Llevad con vosotros esta calabaza amarga y aseguraos de que la bañáis en todos los ríos sagrados y la introducís con vosotros en todos los santuarios por los que paséis. Cuando regresaron los discípulos, la amarga calabaza fue cocinada y posteriormente servida como comida sacramental. Es extraño, dijo con toda intención el Maestro después de haberla probado, el agua sagrada y los santuarios no han conseguido endulzarla[1].El desierto no es para pensar; es para llenarte del pensamiento de Dios. Sí que es un tiempo de sensaciones, de sentir lo que Dios siente por ti, por la humanidad y por todo lo creado. Esas sensaciones son las que hay que disfrutar, sin que muten en ideas y sin idealizar la cercanía o lejanía de Dios con conclusiones.No nos revisamos, no nos evaluamos; es Dios quien nos evalúa.La Biblia, el Nuevo Testamento o el Libro de los Salmos, dejémoslos en casa. Seguro que a la vuelta del desierto nos van a sorprender, vamos a gozar con ellos. Si los hacemos compañeros de desierto pueden convertirse en un arma a nuestro favor, un medio para darnos la razón a nosotros mismos, un recurso que nos distraiga de las llamadas de Dios en el silencio y la soledad. No pensemos que sin leer, sin escribir, nos “va a salir mal el día”, que nos vamos a aburrir a ratos… El hastío y el aburrimiento forman parte de la dinámica que Dios nos tiene preparada en el desierto. Éste no es para divertirse ni ocupar un tiempo para rezar; no hay que hablar nada, sólo dejar a Dios hablar, y él se manifestará si le dejamos sitio, si le mostramos nuestro corazón desnudo, de todo ruido, de toda programación, de todo pensamiento. El corazón libre y silenciado será el que escuche; el ocupado y con ruidos volverá del desierto muy descansado y distraído, feliz por un bello día de paseo y contacto con la naturaleza.
A reloj parado                                
El desierto puede durar una jornada, unas horas, semanas y hasta años. “Cuarenta días”, “cuarenta años”, son signos que en la Palabra Dios marca como un tiempo prolongado. Él mismo nos va a invitar a pasar y quedarnos, o a atravesarlo, sin prisas, según nuestra disponibilidad interior.  Es mejor que Dios decida el tiempo pero raramente podremos en la práctica tener esa actitud, ya que lo que normalmente llamamos la “jornada de desierto” o una semana de desierto son espacios dentro de nuestra vida y ocupaciones entregados al Señor y él entregado a nosotros, y resulta un lujo poder disponer de un tiempo ilimitado, siendo realistas y moradores de esta tierra. Por el trabajo, por la salud, por el momento en que vivimos, será preciso establecer cuándo vamos de desierto, dónde y cómo, y dejar que Dios sea quien conduzca, poniéndonos en sus manos. Sabemos que vamos a estar solos, y eso nos asusta: encontrarnos con nosotros mismos puede ser más duro de lo que pensamos. “El desierto manifiesta, en su realidad misma, la señal de aislamiento, no solamente de los hombres, sino de cualquier rastro de presencia y de actividad humana; manifiesta la señal de la aridez, del desasimiento para todos los sentidos, el de la vista como el del oído; manifiesta la señal de una impotencia total del hombre que allí descubre su debilidad, ya que el hombre no puede hacer nada para subsistir por sí mismo en el desierto; en fin, manifiesta la señal de la pobreza, de la austeridad, de la extrema simplicidad. Es Dios quien conduce al desierto, porque el espíritu no puede permanecer en él sino alimentado directamente por Dios[2]. Por eso es bueno entrar en el desierto con “todo el tiempo del mundo”, sin esperar a mañana, sin preguntarnos el porqué sino el para qué. Para qué Dios me ofrece este tiempo de silencio, de búsqueda, de estar a la escucha, sin que me suene el teléfono, sin que sea un reloj quien me indique cuándo voy a comer o cuándo voy a volver. El reloj puede ser un instrumento, pero nunca un dictador.“Es necesario pasar por el desierto y permanecer en él para recibir la gracia de Dios: es en el desierto donde uno se vacía y se desprende de todo lo que no es Dios, y donde se vacía la casita de nuestra alma para dejar todo el sitio a Dios solo[3]. Carlos de Foucauld, en este párrafo de sus Escritos Espirituales, experimenta qué es desprenderse, qué es ponerse en las manos del Padre, qué significa “ha valido la pena”. Cierto que él tenía “todo el tiempo del mundo”, mas nosotros tenemos ese tiempo gratuito si en lo poco o mucho que dediquemos al desierto está el todo, los segundos, minutos y horas que no quedan marcados, la insubordinación a sentirnos programados, vivir el presente como si fuera toda la eternidad, saborear el día y la noche como el regalo mejor de nuestra vida.Presentarnos pobres, vulnerables, inseguros en el desierto, liberados de nuestro traje social del momento, de nuestros papeles profesionales, religiosos o políticos, es darle a Dios todo nuestro ser para que sea él quien lo trabaje y nos dejemos trabajar por él.El tiempo de Jesús en Nazaret, el tiempo del hermano Carlos también allí, el estilo de Nazaret, poseen el preludio del auténtico tiempo de desierto. “Nazaret es, antes de la oración, el largo tiempo de la preparación, de la oración, del sacrificio; el tiempo de la larga soledad, de la purificación, del conocimiento de los hombres, del ejercicio del escondimiento[4]. La calidad de ese tiempo de desierto no consistirá en el concepto de espacio y tiempo invertidos, sino en el amor entregado y el que hemos recibido de Dios. “El hermano Carlos fue fiel a su conciencia[5], él no cesó de buscar “con todo el tiempo del mundo”.
Las moscas del desierto
¿Quién no ha tenido a las moscas como compañeras del tiempo de desierto? Esas moscas incordiantes suelen siempre volver al mismo sitio una y otra vez. Las más grandes son las más ruidosas y las más molestas. Es curioso que, cuando hay alguna herida, acuden pronto no siempre con fines terapéuticos.Las moscas nos persiguen y nos son fieles. Nos recuerdan que tenemos calor, que tenemos hambre, que tenemos paciencia y, a pesar de nuestros aspavientos o manotazos raramente conseguimos acabar con alguna. Nuestras ideas, nuestros anhelos, las frustraciones, las ocasiones perdidas, las últimas noticias, la gente que nos preocupa… enormes moscas que rondan nuestro desierto para hacerlo más humano y veraz. Si observamos estos “animales salvajes”  con una mirada contemplativa, le daremos gracias al Señor porque están ahí y hemos olvidado el repelente de insectos, el matamoscas y el insecticida de estar seguro de uno mismo. Nos incordia nuestra falta de generosidad, de amor desprendido, de escucha, de estar disponible. “Para el Evangelio del Reino, la cumbre del mal es lo que destruye el espacio, la relación de confianza, de justicia y de ternura misericordiosa, en el corazón de nuestras historias. Para el hombre evangélico, lo que destruye la relación de amor no es la muerte, sino el pecado[6].El problema de las moscas no es que nos distraigan, ya que estarán las más de las veces  ahí. El problema es que molestan, y nos recuerdan que también nos gusta hacer ruido, volar, molestar, incordiar… Las moscas del desierto nos enseñarán a ser tolerantes con nosotros mismos y con los demás, a no auto-flagelarnos con mala conciencia, con auto-compasión o con esas miradas al ombligo que tanto nos consuelan. Si sabemos transformar nuestras respuestas en preguntas –respuestas antes que preguntas sobre nosotros mismos, sea nuestro comportamiento o nuestro pasado o futuro, o las respuestas que nos damos para auto-justificarnos- pondremos a nuestro subconsciente en su sitio y dejaremos que éste surja en su momento, fuera del desierto, que ya habrá tiempo para ello. Lo cotidiano es que fluya lo vivido, lo experimentado o aprendido en nuestros razonamientos y conductas, en lo cognitivo y lo conductual, que diría un psicólogo. Todo ello configura el mundo de las emociones y las reacciones ante lo inesperado, con respuestas desde nuestra lógica. Para el desierto, si no deseamos que sea éste una sesión de psicoanálisis con Dios por terapeuta, dejaremos que las moscas se  vayan cuando quieran tal y como han venido, o se queden si les somos atrayentes.
Sale el día nublado
Salir al encuentro de Dios es ponerse en el camino hacia lo desconocido. No sabemos dónde y cuándo lo vamos a encontrar. El contacto humano es un medio mucho más fácil y seguro para ello, especialmente cuando son los últimos, lo preferidos de Jesús, quienes nos muestran su rostro. En la adoración o la celebración está claro que también. Pero en el desierto no hay nadie: sólo uno mismo. Agradeceríamos el buen clima, el sol moderado, el viento como suave brisa, los elementos que nos hacen sentir bien, que son un complemento para la paz. Cuando el día “sale nublado” o “hace mal tiempo” es el momento de confiar, de dejarse llevar. Cuando nos planteamos ¿qué hago yo aquí? ¿Dónde me he metido? ¿Quién me manda a mí venir? ¿A dónde voy yo ahora? Y nos decimos con toda lógica a nosotros mismos “si lo sé no vengo; no entiendo nada, estoy deseando volver…” Ahí es donde hay premio, ahí es donde Dios nos está tocando realmente desde nuestro ser y a nuestro ser, porque no nos transmite miedo alguno, sino que son los nuestros propios los que se manifiestan; no es su falta de motivación, es la desmotivación personal la que nos molesta sentirla como una hija nuestra. “El pueblo de Israel fue llevado al desierto antes de poder entrar en la tierra prometida. El desierto se convirtió en un poder transformador. De la misma forma, todo lo que atravesemos será una fuente de energía para nuestra vida[7].Del desierto podemos salir transformados, con la fe reforzada. Pero tampoco será negativo para nosotros, y ahí es donde tenemos premio, si salimos interpelados, más inseguros de lo que estábamos, con cuestiones por resolver, ya que al desierto no se va para resolver nada ni buscar la solución a los problemas. Si no hemos encontrado a Dios no es porque él juegue al escondite con nosotros y hayamos perdido, es su ausencia la que hemos experimentado como reto para seguir buscando. Cuando nos perdemos en nuestras ideas y proyectos en el silencio, no estamos abiertos al pensamiento y al proyecto de Dios, nos distanciamos de su poder transformador y de Padre. Jesús nos diría, en este caso, que busquemos el Reino de Dios y su justicia, y que todo lo demás se nos dará por añadidura, y que el Reino no está en esta idea o en tal proyecto, sino en la lucha del día a día y en la capacidad transformadora con que nos provee con su Espíritu, desde la nube o desde el sol, desde ese firmamento que vemos y gozamos tantas veces y desde la triste luz que nos llega a través de los nubarrones.
Con papel de regalo
Jesús abre al mismo tiempo los ojos, el cuerpo y el espíritu bajo la acción del Espíritu que desciende sobre él. ¿Debe pensar que ese día una  nueva conciencia de sí mismo se despierta en él, o, más sencillo, que él recibe la confirmación solemne de lo que ya sabía y vivía humildemente, en lo oculto, en Nazaret, en su intimidad cotidiana con Dios?[8] .“En seguida el Espíritu lo empujó al desierto. Allí permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivía entre los animales salvajes y los ángeles le servían[9]. Después de esa experiencia, tal y como viene en los tres sinópticos, Jesús no regresa al desierto, ni a posteriori aconseja a sus discípulos pasar por ahí, ni les marca la condición de una búsqueda de Dios a través de él. Sí que les animará a buscar el Reino y su justicia, a trabajar por él, a transformar el mundo. El desierto fue una llamada del Espíritu para él, para el antiguo Pueblo de Israel, en camino hacia la Tierra Prometida,  y para tantos hombres y mujeres que, como consecuencia del seguimiento de Jesús, de su compromiso por el Reino y como portadores de la Buena Noticia, son llamados también a escuchar a Dios en soledad. Y en el desierto hay muchas maneras de ser “tentado por Satanás”, encarnado en la pereza, la inseguridad, la comodidad; la sensación de pérdida de tiempo; de convivencia con “animales salvajes” ficticios o reales, los miedos, el orgullo, la indiferencia, el aburrimiento, las alternativas a ocupar el tiempo que creemos malgastado; de ser “servido por los ángeles” en la medida en que nuestra fe nos anima a continuar para estar, a dejarnos llevar en confianza por aquél que nos ama, como un gran regalo, envuelto en el papel de la esperanza, de la alegría, de la confianza, de la reconciliación con uno mismo. El papel de la piel de cada uno, a quien Dios  ama tal y como somos, y se nos muestra así en el desierto: papel de regalo. Un tiempo gratuito, entregado no para buscarse a uno mismo, sino para buscar al Señor; un tiempo libre, de todo componente estresante, de cumplimiento, de quedar bien ante los demás o ante la propia conciencia, viviendo lo inesperado, porque esperado es Dios y él nos espera, sintiendo que hoy, más que nunca, somos llamados por él a ser poseídos, cuidados, amados, sin pensar en cuánto me va a costar (el tiempo que podría haber empleado en otra cosa, el descanso que prefiero a ir no sé dónde porque el Espíritu me empuja, sentir que no entiendo nada) a mi persona, a mi ego, a mi trabajo o a mis vacaciones. Vivir en gratuidad este tiempo y vivir la gratuidad con que  Dios me trata y me acompaña…
La noche de desierto
El silencio de la noche nos ayuda a silenciarnos por dentro. Puede ser un buen momento para dejarnos llevar por el Señor en la soledad que supone la no apreciación de los colores, de elementos de la naturaleza, salvo el cosmos, de ruidos domésticos o urbanos. La noche es tiempo de salvación, decimos en el himno de Completas, y esa parte del día puede ser tiempo de desierto, en vela, no como Jesús en Getsemaní, que oraba angustiado, aunque lleno de confianza en el Padre, no como vigilia de oración o adoración nocturna, sino como desierto en la noche, desde que se pone el sol hasta que sale con el amanecer.La experiencia nocturna de desierto incluye tanto o más riesgos de dispersión que durante el día: si estamos en el campo o en la montaña, probablemente hará frío; los ruidos de la noche, inciertos en origen, nos pueden asustar; las sombras, la oscuridad… Si amenaza lluvia o viento fuerte nuestro sentido común nos invita a quedarnos en casa o a cubierto. El sueño, por el cansancio por nuestro ritmo habitual de vida, hará presencia en esas horas. Pero todas esas “moscas” nocturnas nos ayudan a desafiar nuestra comodidad y la hospitalidad de un lugar seguro. Jesús oraba en la noche; el desierto nos anima a escuchar y buscar al Señor, con los mismos planteamientos de un desierto en el día.La noche puede asustar, como asusta el desierto, y ello es parte de las sensaciones que experimentamos en nuestra búsqueda. La noche invita a la contemplación, a la adoración, a escuchar, y es un entorno que nos seduce para saborear los silencios y los sonidos, dejándonos envolver por la oscuridad e interiorizar para que el eco de la voz de Dios sea dueño de nuestra noche y de nuestro ser, sin temor a perderse, “…en el desierto es mucho más fácil orientarse de noche que de día, que los puntos de referencia son infinitamente más numerosos y seguros[10].Cualquier noche, desde su comienzo hasta su final, o un número de horas limitado, es buena para entregarse por el campo, o la montaña, o la orilla de la playa, o el propio desierto como espacio físico a la llamada del Espíritu que nos hace salir de nuestro bienestar, desafiar el frío y la oscuridad y dejarnos llevar por él.En la extensión del desierto, la que Dios nos ofrece, no la que queremos abarcar o delimitar, de día o de noche, el Señor nos invita a ser aprendices de un mundo nuevo a los que no somos maestros de nada.horizontal rule[1]. Anthony de Mello, ¿Quién puede hacer que amanezca?, (Santander 1985, 84)[2]. René Voillaume, Por los caminos del mundo, (Madrid 1964, 214-215)[3].  Carlos de Foucauld, Obras espirituales, (Madrid, 1998, 113)[4]. Carlo Carreto, Cartas del Desierto, (Madrid 1990, 138)[5].  Ion Etxezarreta, Hacia los más abandonados, (Granada 1995, 115)[6].  José Reding, Lueurs d’aurores, (Malonne, 1999, 52)[7]. Willigis Jäger, Adonde nos lleva nuestro anhelo, DDB, Bilbao, 2004, 165[8]. Éloi LECLERC, Dieu plus grand, DDB, París, 1990, 34[9]. Mc 1,12-13[10] Carlo Carreto, Íbid. 189
 

Maestros del Desierto: permanecer con uno mismo

Transitar hoy un camino espiritual pasa necesariamente por una vuelta hacia uno mismo, por aprender a estar uno consigo en una soledad buscada, que no impuesta

Hay muchas personas que rehúyen la soledad, no saben estar solas y, permanentemente, necesitan del contacto de los otros.

José Chamorro (Religióndigital)

Ahondando un poco más en la vivencia que los primeros solitarios tenían sobre el Camino Espiritual (siguiendo lo expuesto en el texto “Maestro del desierto” del 20/3/24) topamos con un segundo aspecto de vital importancia para ellos y que hoy se torna en una conquista plausible, esto es, la capacidad de permanecer consigo mismo o, lo que es lo mismo, el valor de la soledad elegida.Se dice del tiempo en que vivimos que la comunicación está totalmente globalizada. Es cierto que la mayoría de las personas de nuestro “Primer Mundo” tienen móvil que las mantienen en comunicación con cualquier individuo esté donde esté. Si bien es verdad que este alcance y amplitud tiene muchas cosas positivas, también es cierto que, paradójicamente, está dificultando las relaciones más cercanas, aquellas que se dan en el tú a tú. Hemos perdido parte de la capacidad de interacción entre aquellos que tenemos más cerca. Las relaciones se han hecho más virtuales que nunca llevándonos a vivir más hacia fuera que hacia dentro.

El silencio
El silencio

Los Padres del Desierto se cuidaron mucho del estar sólo hacia fuera por lo que buscaban largos periodos en los que cada uno pudiera permanecer consigo mismo. De no ser así, ¿cómo entenderíamos la capacidad que tenían para auto-habitarse y reconocer sus instintos, emociones y, en definitiva, saber lo que les sucedía? 

Transitar hoy un camino espiritual pasa necesariamente por una vuelta hacia uno mismo, por aprender a estar uno consigo en una soledad buscada, que no impuesta. La soledad posibilita un tiempo en el que uno puede reconocerse en lo que es como persona, un periodo de no huida, de no distracción, para lograr permanecer consigo mismo y poder alcanzar el fondo de la propia alma (Tauler) que está habitado por la Presencia de Dios. 

Permanecer en la celda era para el monje la oportunidad para de mantenerse en él y era, por ello mismo, la condición necesaria para el progreso espiritual, pero también para la maduración personal. Pero el hecho de estar allí no implicaba nada, ya que según se nos ha trasmitido del abad Ammonio: «podría darse que uno estuviera sentado en su celda durante cien años sin haber aprendido cómo debe uno sentarse en la celda.» Resulta del todo curioso que en reiteradas ocasiones repitan los Padres que las motivaciones para permanecer en la celda deben ser dos: el conocimiento de uno mismo y el estar dirigidos a Dios, siendo esta última decisiva para evitar que la persona caiga en la tentación que supone el egocentrismo.

Aquellos monjes eran maestros en el arte de la soledad pues vivieron procesos difíciles que les reportaron una lucidez y sabiduría que sigue siendo actual para nosotros. Hay muchas personas que rehúyen la soledad, no saben estar solas y, permanentemente, necesitan del contacto de los otros. Muchos de ellos incluso viven sólo para los ojos de los demás. Quien se mueve desde aquí sin haber logrado previamente reconocer sus motivaciones y el lugar desde donde actúa puede correr el riesgo de perderse en la vida de otras personas sin haber sido capaz de vivir la suya propia.

Los grandes místicos de la historia siempre encontraron una calidez especial en la soledad, un lugar ignoto no sólo de descanso, sino de encuentro con Aquel al que su alma tanto ansiaba. Permanecer en dicha soledad les ofrecía la posibilidad de habitarse y ser habitados por el Dios al que buscaban. Desde esta experiencia, tan decisiva para los que vivimos pendientes del mundo y hasta olvidados de nosotros mismos, escribía Juan de la Cruz: «En soledad vivía, / y en soledad ha puesto ya su nido; / y en soledad la guía / a solas con su querido / también en soledad de amor herido.»

DESIERTO: EXPERIENCIA DE AMOR


El desierto se identifica con lo árido. En la experiencia del trato de
intimidad con Dios, esa circunstancia espiritual les sirve a los orantes que
viven en la soledad y el silencio para no quedarse en la oración afectiva,
consoladora, ni en la súplica interesada que se manifiesta en peticiones de
auxilio, e introduce en su forma de orar la adoración como amistad en el trato
con Dios. Saben que aunque parezca un tiempo perdido, nunca se le ganará al
Señor en generosidad.
El enamorado de Dios ha experimentado que su vida no tiene sentido
sin Él.
Los que habitan en el desierto y los que siente la llamada a la soledad
y al silencio, que han recibido la gracia de escuchar la vocación a ser
enteramente suyos ya estar cerca de Él, recuerdan que el discípulo amado no
sólo se recostó en el pecho de su Maestro y llegó a conocer los sentimientos
más íntimos de su corazón, sino que también estuvo en Getsemani y al pie de
la cruz.
Es muy posible que, en la experiencia de desierto, asalte la
pesadumbre por los propios pecados, aunque se quiere ser fiel al Señor. La
pobreza y la debilidad se imponen muchas veces en la conciencia. En ese
instante, el secreto lo enseñan quienes en esas circunstancias no dudaron en
volver su mirada al Señor, dejándose mirar por Él. El apóstol Pedro, que sintió
la amargura de sus negaciones, por haberse dejado mirar por Jesucristo,
escuchó las preguntas más restauradoras que puede recibir un corazón: «¿Me
amas?». «¿Me quieres?».
En el desierto se forjan los testigos del amor de Dios, los que
confiesan con sus vidas la absolutidad divina. Participar del espíritu del yermo
es gustar el sabor de la pertenencia amorosa a Dios.
ÁNGEL MORENO DE BUENAFUENTE, El Desierto,
lugar de la Palabra,
Vida Nueva 2591, 1-7 diciembre
2007, Pliego. p.30

¿QUÉ BUSCAMOS EN EL DESIERTO?


El autor del presente artículo se pregunta sobre las razones que
motivan la búsqueda de un tiempo de desierto.
SOLO DIOS
Sólo el desierto es totalmente verdadero y, en su simple desnudez, nos
pone, sin huida posible, frente a la sola y última alternativa: Dios o lo que no
es El, la conformidad total al plan de la Redención o la negativa de nuestra
vocación.
En el desierto estamos requeridos para una elección más absoluta y
radical, elección cuyas alternativas están diluidas a lo largo de la vida
ordinaria, dentro de la multiplicidad de acontecimientos cotidianos y por
múltiples compromisos más o menos conscientes.
Vamos al desierto fundamentalmente, para afianzar y madurar en la
opción básica de nuestro ser cristiano: Dios como el Único, el Absoluto. El
desierto se convierte así en un tiempo de revelación de Dios.
Como Israel en le desierto, el cristiano está llamado a demostrar su fe
en el único Señor, a depender sólo de El, a poner en El toda la seguridad. Y
esto como respuesta gratuita al amor gratuito del Señor, que nos invita a
seguirle. Vivimos en el desierto un tiempo de intimidad exigido por la
relación de amor entre el Señor y cada uno de nosotros.
El Absoluto se manifiesta en Cristo Jesús, como amor que atrae a sí
en una comunión íntima y con una alianza perpetua. “Yo lo atraeré y la guiaré
al desierto, donde hablaré a su corazón… Entonces te desposaré conmigo para
siempre… en la benignidad y en el amor”.
MOTIVACIONES SECUNDARIAS O FALSAS
El tiempo de desierto no es en sí un tiempo de auto-análisis ni de
examen de conciencia especial, pero ciertamente este reencuentro con Dios
nos va a descubrir cuál es la gran motivación de nuestra vida enlazada con
otras motivaciones más de nuestro agrado que exigen menos fe en la
realidades invisibles y nos dan más seguridad y facilidad de vivir.
Sin querer decir que las otras motivaciones no sean legítimas, en este
tiempo tomaremos conciencia de que poco a poco ellas acaban por tener un
puesto bastante importante en nuestras vidas, tragándose poco a poco aquella
que era en pleno derecho del Señor.
Progresivamente, a causa del silencio y de la preparación más clara de
la Realidad de Dios, tomaremos conciencia mucho mejor de la corrección que
debe efectuarse en nuestra mirada sobre las cosas, las personas, nuestra propia
vida… e irá imponiéndose en nosotros una jerarquía de valores que había ido
desapareciendo y hacia que Dios no fuera total y suficientemente el centro.
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En el desierto caerán paso a paso las ilusiones que nos impiden ser
conscientes de todo lo que embaraza nuestro corazón. No puede soportar
mucho tiempo caminar a solas por el desierto ni no se tiene un corazón
sencillo y pobre y si todavía espera uno de la vida cualquier cosa que no sea
Dios solo.
Por eso es por lo que las tentaciones de instaurar el Reino de Dios por
otros medios que los empleados por Jesús y de volvernos útiles a los hombres
de otro modo que por la afirmación vital de la trascendencia divina o del amor
divino, sólo serán definitivamente vencidas en el desierto, como lo fueron por
Jesús.
Nuestro mundo está lleno de aspirantes al papel de Dios. Todos
quieren proponerse como criterio absoluto. El poder, la ley, el orden, el
dinero, la propiedad, el mercado, la productividad, el consumo, la libertad, la
ciencia, el partido, el Estado, la Iglesia, la ideología… Cualquier cosa, aunque
sea buena, en la medida en que pretende trascender al hombre y establecerse
por encima de él como tribunal inapelable… se corrompe en ídolo y a menudo
homicida.
El desierto desocupa nuestro corazón de ídolos.
ENCONTRAR EL VERDADERO YO
Es así solamente como puede emerger nuestro verdadero yo, ese “yo
mismo” que es un gran desconocido para cada uno de nosotros.
Siempre que un hombre va a ser seriamente utilizado por Dios, es
conducido al desierto. Allí se realiza el descubrimiento del “yo mismo” real y
es atormentado por los demonios del falso “yo mismo” que tratará
constantemente de ocultar lo real bajo lo superficial. Este tormento, que es al
mismo tiempo un acto importante de descubrirse a sí mismo, solo se puede
realizar en la soledad.
Una gran tarea, que supone siempre una gran tensión y un gran
sufrimiento sólo se puede afrontar si un hombre se enfrenta a su verdadero yo,
si ha descubierto que tiene la valentía de mantenerse leal cuando todo se
ponga contra él, si ha examinado en silencio su propia debilidad, si ha
aceptado estos sufrimientos.
Únicamente vaciándose de sí mismo y aceptándose a sí mismo puede
uno tener esperanza de ser capaz de decir, con algo de verdad: “no se haga mi
voluntad, sino la tuya”.
ACUCIADOS POR LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES
El tiempo de desierto, es también una obra de amor que deriva de
tomar a nuestro cargo pastoralmente, a los hombres con quienes vivimos o
que nos son confiados, para que presentemos a Dios sus angustias y sus
súplicas, en unión con Jesús orando en el desierto.
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Es un mismo espíritu el que debe empujarnos a mezclarnos entre los
hombres o a subir a la montaña solo, frente al Dios que salva, como Jesús o
como Moisés.
Los tiempos de oración, en medio de una vida atropellada, forman
parte, también, como en Jesús, de nuestra misión a favor de los hombres.
Podríamos decir que es como un estado extremo de oración.
Es precisamente en el sentido de esta oración desnuda y solitaria de
aquel que está comprometido por vocación en el misterio de la Redención de
los hombres, donde se sitúa también la llamada sentida para la oración
solitaria en el desierto
Se trata aquí de una verdadera consumación de la vocación apostólica,
suponiendo la muerte de sí mismo y una gran disponibilidad interior por la
caridad de Jesús, de suerte que toda la vida esté como dominada por la
inquietud de la salvación de los hombres.
Es llevar a plenitud la oración de intercesión.
Cuanto más nos acercamos por la adoración y el don de nosotros al
corazón de Dios, más somos empujados por esta misma unión, a desposarnos
con los cuidados y ternuras de nuestro Dios por todos los hombres.
Y he aquí desde el mismo momento que hemos dejado la relación
particular con los hermanos, para encontrar a Dios en el desierto, somos
reenviados hacia ellos por Aquel que está en el corazón del destino de cada
uno.
Adoración e Intercesión, no son vividos aquí como dos tiempos
diferentes sino más bien como dos facetas del mismo movimiento de Amor.
DESDE LA POBREZA Y EL VACIAMIENTO DE NOSOTROS
Para que el desierto sea un camino hacia Dios, debe ser acogido con
espíritu realmente pobre. El desposeimiento interior a que nuestra pobreza
debe conducirnos, es exigido aquí para que el desierto deje de abrumar y
llegue a ser camino de libertad hacia Dios.
El desierto es camino real hacia el vacío de nosotros, en el que se
puede realizar la gran plenitud.
En medio de las contradicciones de la vida, sólo conservaremos la
mirada de fe fija en Dios, si el corazón está consolidado en el desposeimiento
y la pobreza interior.
Y sólo los hombres despojados, los que voluntariamente renuncian a
muchas cosas, a veces hasta a su propio porvenir, son los que pueden hablar
fraternalmente a los otros despojados, los que pueden comprenderlos, los que
pueden ayudarles sin herirlos, los que tienen autoridad para llevarlos hasta la
siempre tierra prometida.
JOSÉ SÁNCHEZ RAMOS