EL CAMINO DE LA ESPERANZA


Cristo es nuestra esperanza en la plenitud de este
término. Cuando, a instancias ardientes de la fe, nos toca con
el sacramento, lo imposible se realiza, la impureza
desaparece, la violencia se convierte en mansedumbre; la
locura, en bienaventuranza; la muerte, en vida.
Con Jesús empieza a correr de nuevo la caridad por
las venas exangües del hombre egoísta y encerrado en su
horrible caverna helada.
Desde el día en que nuestra vida se cruza con la suya,
todo está hecho. Él se pone junto a nosotros en todos los
«pasos» que debemos hacer, y se convierte Él mismo en
nuestro «paso», la Pascua que continúa. Pero esto es fácil de
decir y difícil de realizar, porque depende mucho de nuestra
fe. Y sin fe …
Hay almas que permanecen en las marismas del mar
Rojo durante toda la vida, rehusando creer en el paso;
encerrados en su impotencia, no pueden creer en el poder
de Dios. Bastaría alargar la mano para agarrarse a los juncos
de la orilla, pero se quedan como paralizados por la
incredulidad y no alargan la mano.
Es la fe la que hace que se dispare el milagro del paso
y la misma omnipotencia de Dios está bloqueada por la
incredulidad del hombre. ¡Qué drama continuo!
Por algo dirá Jesús: «¡Si tuvierais fe como un granito de
mostaza!», y llenará su Evangelio de esta queja dolorosa:
«¡Hombres de poca fe!» (Mt 8,26).
Sí, ¡es difícil tener fe y es difícil caminar en la
esperanza! Por algo el Exodo durará cuarenta años y verá a
este pueblo de Dios sumergido en su impotencia para
realizar su acto de amor al Altísimo, verá a este pueblo de
Dios andar errante y despavorido por el desierto, víctima de
sus contradicciones y de sus temores.
«Pero ¿es que mi mano se ha acortado y se ha hecho incapaz
de ayudarte?», repetirá continuamente el Señor.
Y no se lo dirá sólo a los que se encuentran
inmovilizados ante el primer paso de la fe, ante el paso del
pecado a la gracia. Se lo dirá también a quien ha pasado el
mar Rojo, a quien ha tenido su «paso» clamoroso, a quien
ha gustado la alegría de la liberación, a quien, volviéndose
hacia atrás, ha visto a «caballo y caballero precipitarse en el mar»
(Ex 15,1) como una masa de plomo.
El recuerdo de aquel paso parece como desvanecido.
Ante la necesidad de hacer otro acto de fe, otro acto de
esperanza, vuelve el miedo, falta la esperanza.
Se queda el hombre a dos pasos de Cristo y no se
deja tocar por Él.
Y si la fe no brota, si nuestra esperanza no nos
sostiene, tampoco Jesús puede realizar nuestro paso.
Cuarenta años durará esta historia y es la historia
de nuestras contradicciones.
Pero, ¿por qué tanta resistencia a creer? ¿Por qué
este miedo a confiar en El?
«Arrójate en el vacío y cree en Mí, que lo lleno todo».
Me parece que los motivos son sobre todo dos:

  1. Hemos perdido la infancia espiritual. Para creer, para
    ser ricos de esperanza, hay que ser pequeños, pequeños
    como niños en brazos del padre. En cambio, nos hemos
    hecho «grandes» y «astutos», y hemos aprendido a
    juzgar a Dios con el metro de nuestra impotencia radical.
    Dirá Jesús: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no
    entraréis» (Mt 18,3). Y ésta es una verdadera amenaza.
    Por esto la infancia espiritual es el secreto más completo
    para lograr dar el salto. Quien es capaz de hacerse
    pequeño, será capaz de crecer y esperar y su vida será
    sencilla, rectilínea, plena.
    Ante Dios debemos hacemos pequeños, pequeños
    lo más posible.
    Pequeños como David, que cree absolutamente
    que no puede ser vencido por Goliat; pequeños como
    José, que no discute nunca las órdenes del Ángel;
    pequeños como María, que acepta con sencillez los
    desposorios entre ella y Dios, la increíble concepción en
    su seno de Jesús.
    «¡Bienaventurada tú que has creido!» (Lc 1,45), y en estas
    palabras se resumirá toda la grandeza de María.
    Y también la nuestra, si supiéramos creer y
    esperar.
    No hay prueba, no hay otro examen.
    Mirar un poco de pan sobre el altar y decir: «Ahí
    está Cristo», es fe pura. Ver y catalogar todos los pecados
    enormes del Pueblo de Dios y de sus jefes y continuar
    dejándose conducir por el misterio de la Iglesia y de su
    infalibilidad es un duro escollo; sentir que nuestro
    cuerpo se va pudriendo y pensar en su resurrección es un
    tremendo examen final de nuestra vida.
    Y lo supera quien es pequeño y no trata los
    misterios de Dios como si fueran monedas de su bolsillo.
  2. Otra dificultad en el camino de la esperanza: nuestra
    impotencia para hacer el acto de fe que hará realidad el
    paso se debe a que miramos atrás.
    Se vuelve con el pensamiento a Egipto …, se piensa
    en el pasado.
    «Como a virgen joven te he atraído al desierto para hablar a
    tu corazón», dirá Oseas.
    En cambio, tú, «fiándote de tu belleza y valiéndote de tu
    fama, te diste a fornicar y te ofreciste a todo transeúnte…, Preferiste
    los egipcios a Mí» (Ez 16,15),
    Aquí está la dificultad para ir adelante. Queremos
    hacer nuestra experiencia …, no nos fiamos demasiado de
    Dios.
    Además, sus gustos no son nuestros gustos;
    preferimos «la carne» al «maná», aunque sobre los senderos
    de la concupiscencia mueran de indigestión cien mil de los
    más fuertes (Núm 11).
    Nuestro gusto es sensual: vendemos nuestra
    primogenitura por un plato de lentejas; pedimos a Dios,
    como Salomón, que nos dé la sabiduría, y nos revolcamos
    en la lujuria; trabajamos para llegar a ser jefes y guías de
    pueblos, y después entregamos nuestra alma para adquirir
    una viña (1 Re 21,1-29).
    Es siempre la misma historia, que al final sólo
    tendrá el mérito de demostramos que no somos mejores
    que los demás y que también nosotros hemos querido
    beber el agua que envenenó a nuestros padres y volver a
    escuchar la música que traicionó a nuestros progenitores.
    Pero los designios de Dios sobre nosotros eran muy
    distintos; era muy distinta la aventura a la que estábamos
    invitados: «Me he desposado contigo en un matrimonio de amor. Te
    he hecho mía».
    Son palabras de Dios y dicen la alteza de su
    llamada, la plenitud de su amor a nosotros.
    ¡Oh, si esta «virgen joven», de que habla Oseas para
    representar nuestra alma, pusiera su mano en la mano de
    Dios y, ligera como una gacela y libre como una alondra,
    se dejara conducir como una amante por su amado!
    Atravesaría el desierto en un soplo: su soledad se
    convertiría en espacio ideal para este amor infinito, celda
    de unión vital y gozosa, lugar de delicias de la inenarrable
    aventura de amor, nuestro amor con el Absoluto, con el
    Eterno, con el Verdadero, con el Bien, ¡los desposorios de
    nuestra alma con Dios!
    ¿Y en cambio?
    La traición, el adulterio, el andar continuamente
    entre el sí y el no, el hacerse continuamente ídolos, el
    pactar con el mal, llevan a la pobre alma a los límites de
    su resistencia. A veces parece precisamente que ha llegado
    el fin y nos abandonamos a nosotros mismos sobre las
    orillas saladas del cenegal de la desesperación.
    Se diría que la esperanza se ha apagado y que no
    puede existir más que el infierno para acoger nuestros
    delirios de locos.
    Pero he aquí que del abismo mismo de la miseria
    humana surge una fuerza que se creía agotada,
    terminada.
    Con frecuencia, ¿no parece debida al mero
    instinto de supervivencia más que a un acto consciente
    personal?
    ¡Es un hilo de esperanza!
    Y se reanuda la marcha hacia la Tierra
    Prometida.
    CARLO CARRETTO, Lo que importa es amar
    (Madrid 1974)

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