
La visión que Carlos de Foucauld tiene de la Sagrada
Familia proviene de su propia experiencia personal: huérfano de
padre y madre, busca intensamente desde su juventud una familia;
sus modelos son en gran parte ideales y con un fuerte componente
de figuras femeninas1. La vida de Nazaret será en cierta manera la
reproducción de “infancia piadosa marcada por la piedad dulce de su
madre”2.
Cuando descubre a Dios, éste se convierte para él en el gran padre maternal3 y la familia se le presenta a través de la concepción
tradicional que de ella transmite la Iglesia. Por tanto, Nazaret se lo
imagina como una familia, constituida por José, María y Jesús,
unidos en amor y comunión. Así cuando en 1899 piensa en fundar los
eremitas del Sagrado Corazón, los describe como una comunidad que
vive una “vida de familia alrededor de la santa Hostia, en la oración,
la penitencia, la soledad y una inmensa caridad, como debía ser la
vida de la Sagrada Familia de Nazaret”4.
Teológicamente la Sagrada Familia le evoca, en primer
lugar, a la Trinidad como comunión de vida y amor que se encuentra
en el origen de la Encarnación: “El Hijo de Dios se ha hecho hombre,
se ha encamado, por este único y mismo amor que conduce a las tres
Personas divinas a querer juntamente en una voluntad única la
Encarnación”5. Esta voluntad única nos desvela a las personas
divinas como inseparables, no sólo en su ser sino también en su
obrar”6.
La vida de María y José, a ejemplo de la Trinidad, no es sino
participación de la misma vida divina a través del Hijo encamado. Es
así como nos la describe:
“María y José, en el embelesamiento, la admiración, llenos de
amor, de un reconocimiento, de una felicidad inefable, son
inundados, abismados, perdidos, en la contemplación dichosa
de su Dios que está en medio de ellos, que se encuentra
como uno más. Su pensamiento no se desprende de ese Dios
bendito que está allí, en María misma, tan cerca de José. Los
días trascurren rápidos como un sueño en esta
contemplación que nadie puede interrumpir (…) El ser
amado está ahí, ellos lo miran con los ojos del espíritu, ellos
no pueden hacer nada más que mirarlo: cuando se ama se
mira aquello que se ama”7.
La Sagrada Familia es para Foucauld el modelo de la vida
contemplativa en la que Jesús es el centro de todo lo que acontece en
torno a él. Reaparece así de nuevo esa absolutez de Dios que se
plasma en su reiterado cristocentrismo y que se sustenta en el
realismo de la encarnación.
Nazaret es como un pequeño monasterio donde María y José
viven retirados del mundo, sumidos en la soledad y en el silencio en
un amor hacia Jesús y hacia los demás; dedicados a la contemplación
de su hijo y al trabajo a semejanza de la regla de san Benito
fundamentada en el ora et labora.
“La vida de María y José se divide pues en dos partes, una
que es más corta consagrada a los trabajos manuales
indispensables para la vida, la más pobre, la más penitente
que jamás ha acontecido, la vida más religiosa que ha
existido sobre la tierra; la otra parte, la más larga,
consagrada a la plegaria y a la oración”8..
María y José se convierten en prototipos de la vida
religiosa9; es en este ambiente familiar en el que crece Jesús. Y es así
como Foucauld nos remite a los ejemplos de la Sagrada Familia: “la
virginidad, la penitencia, la pobreza, el silencio, la soledad, o bien
practicando todas la virtudes que Él (Dios) les ordena”10.
A pesar de todo, no se puede obviar la vida de Nazaret como
abandono a lo cotidiano que cristaliza en la imitación de ese amor
interior con que Jesús vive cada situación y cada instante de su vida
como cumplimiento de la voluntad de Dios. De esta forma lo
ordinario adquiere categoría de divino, porque ha sido asumido en su
finitud y contradicción por el mismo Hijo de Dios, transformándose,
para Foucauld, en medio de unión a los sufrimientos de Jesús y de
imitación de la Sagrada Familia.
Este breve preámbulo nos sirve para reflexionar sobre
aquellas virtudes que forman parte de la vida de Nazaret: la
abyección, la pobreza, el trabajo manual, la penitencia y la oración.
Estas, practicadas por Jesús, no tienen como objeto su desarrollo
moral, imposible en un ser perfecto por naturaleza, sino que
manifiestan las maneras de hacer de Dios del hombre Jesús. De esta
forma las virtudes adquieren un valor cristológico y adquieren su
sentido pleno cuando se realizan “sólo y en vista de Dios”11, en
palabras de Foucauld. En las listas que hace de las virtudes llega a
citar hasta quince o más virtudes:
“Me parece, Dios mío, que esta vida que vos habéis pasado
en Nazaret y que contiene la perfección de todas las virtudes
comprende particularmente quince que vos tenéis o que vos
queréis que yo tenga (…) Yo voy a examinar una tras otra
estas virtudes, Dios mío, pidiéndoos cómo hace falta
practicarlas: son 1ª en todo, actuar en vista de Dios sólo, 2ª
fe, 3ª esperanza, 4ª caridad, 5ª coraje, 6ª humildad, 7ª
veracidad, 8ª oración, 9ª obediencia, 10ª castidad, 11ª
pobreza, 12ª abyección, 13ª trabajo manual, 14ª penitencia,
15ª retiro»12.
Lo importante no será la cantidad, sino el esfuerzo de
configurarse Jesús el hombre perfecto, para santificarse y salvarse,
uniéndose a sus trabajos y sacrificios para la redención del mundo.
Pasamos, pues, a describir las virtudes más significativas de Nazaret.
La Abyección
Es la virtud más emblemática de Nazaret y la que marca de
manera singular la trayectoria espiritual de Carlos de Foucauld.
Aplicada a Jesús, adquiere su sentido más elocuente, como expresa
Dominic Salin, en cuanto ideal de toda su vida:
“Un nombre lo resume (el ideal de su vida), un nombre al
que Carlos se aficiona, un nombre anticuado, tomado de la
lengua espiritual del siglo XVII: la abyección. En todo, Carlos
ha buscado la abyección. En el siglo XVII, el nombre
significaba abajamiento. En tiempos de Carlos, tenía su
sentido moderno, fuertemente connotado como de
repugnancia, vergüenza, de infamia. Jesús ha ocupado el
último lugar, y no es cuestión de colocarlo en otra parte13”.
El descubrimiento de la abyección del Verbo humanizado
consiste en su abajamiento (Flp 2,6-8), en la visión de Cristo que ha
escogido humildemente ser en todo semejante a los hombres desde el
momento de la encarnación, buscando ocupar el último lugar14. La
abyección evoca, pues, ese descenso del Hijo de Dios que iniciándose
en Nazaret se transforma en dinamismo de todo su acontecer hasta
su muerte en cruz.
Para nuestro autor es en la vida oculta donde esta abyección
se pone más expresamente de manifiesto como él mismo expresa a
Jesús: “descendiste con ellos (sus padres), para vivir su vida, la vida
de pobres obreros, viviendo de su trabajo; su vida fue como su
pobreza y su fatiga; eran oscuros, y viviste a la sombra de su
oscuridad”15.
La abyección se convierte así en signo concurrente de la
Encarnación y consecuentemente en distintivo del ser y del obrar de
Dios en su Hijo. Presupone, pues, una concepción de Dios y también
una forma de ver y situarse en el mundo: «viendo el mundo desde las alturas de la divinidad, todo es
igual a sus ojos: lo grande, lo pequeño… y como viene sobre
la tierra para rescatamos… Él pretende darnos desde su
entrada en el mundo y durante toda su vida esta lección
[…], de desprendimiento completo de la estima de los
hombres16”.
De esta manera la abyección nos remite a la kénosis de Dios
que, para nuestro autor, no constituye solo un término teológico,
sino práctico y experiencial, porque Cristo en su vida concreta y
limitada lo llena de contenido. Escribe: “descendido al más degradado de entre los pobres obreros,
naciendo en una gruta, en un establo…; vos seréis, el día en
que prediquéis…, calumniado, despreciado sin reputación,
observado como un impostor. Vos descendéis al fin «al
rango de los perversos» en el calvario […] ¡Vos encontráis
el medio de descender aún más durante vuestra vida por
vuestra pobreza, por vuestra abyección creciente, por las
humillaciones por delante de las cuales vais vos!17”.
La abyección, en cuanto vivida por el Hijo de Dios, se
transforma en virtud eminentemente cristológica. Esto quiere decir
que debe ser irremediablemente imitada, para constituirnos en fiel
imagen de Jesús18. Carlos de Foucauld intenta hacer suya esta
existencia humilde y despreciada de Jesús, haciendo “todo aquello
que yo habría hecho (dice Jesús), todo lo que he hecho: no hagas
nada más que el bien entregándote a los trabajos más viles […]
escondido con cuidado frente a todo aquello que te pueda elevar a los
ojos del prójimo”19 viviendo en medio de los hombres oculto, pero
perdido en Dios, y abandonado en soledad y banalidad porque, en
sus palabras, “el anonadamiento es el medio más poderoso que
tenemos para unirnos a Dios y hacer el bien a las almas”20.
La pobreza
La pobreza está presente en todas las listas de virtudes
propuestas por Carlos de Foucauld. Aparece junto con la caridad y la
obediencia como plasmación de los tres votos de religión a los que se
consagra en época de monje trapense y que conservará a lo largo de
su vida. En primer momento, pues, la atribución de esta virtud a
Jesús es más bien un reflejo de los consejos evangélicos aplicado a
Aquél que constituye el modelo único21. En este mismo sentido cabe
considerar la pobreza de la casa de Nazaret no como una descripción
real de lo que acontece en una vida sencilla en la que
paradójicamente los padres de Jesús viven dignamente de su trabajo.
Expresa René Voillaume:
“pero Jesús realiza esta simplicidad de dominio en el ámbito
de la pobreza de un humilde artesano. No se deben olvidar
los treinta años de Nazaret son estos, sobre todo, los que
indican el nivel de vida divinamente escogido por Cristo,
esto es aquél de un modesto obrero, en una condición a igual
distancia de la miseria y de la prosperidad […] El artesano
palestino tenía lo necesario para vivir, pero sin deseos
ficticios para satisfacer y la extrema simplicidad de la época
no distanciaba al hombre de su verdadero destino le permitía
ser plenamente sí mismo ante su creador22”.
Así en los inicios la extrema pobreza de Nazaret es más bien
una proyección subjetiva de cariz más ascético. Con el tiempo esta
virtud va tomando una perspectiva más espiritual sin abandonar
nunca esa pobreza material tan genuina en los místicos en su
contemplación e imitación de Cristo23. Se puede, pues, decir que “en
la pobreza hay un elemento material y uno espiritual”, por decirlo de
alguna manera, “un cuerpo y un alma”24.
Que Cristo viva la pobreza en ciertos períodos de su
existencia, reviste un carácter de total miseria, como es en el caso de
su nacimiento y de su muerte. Además en este punto se trata de una
pobreza no buscada, que en el fondo obedece al plan de Dios sobre su
Hijo:
“En vuestra vida mortal, vos habéis hecho de ella vuestra
compañera fiel […] Vos habéis escogido por padres pobres
obreros… Vos habéis nacido en una gruta que servía de
establo […] sobre el calvario vos habéis sido despojado de
vuestros vestidos […] Vos habéis muerto desnudo, y vos
habéis sido sepultado por caridad por los extranjeros25”.
Jesús es el verdadero pobre, el que nace en la pobreza
completa y perfecta; y lo escandaloso, y a la vez elocuente, es que es
la pobreza de Dios. La pobreza aparece ligada a la abyección en
cuanto desposesión de uno mismo y expresión de la caridad de Dios
y del amor por los pobres26.
Jesús fue pobre como Dios podía y debía serlo, y esto no le
lleva a una relación de desprecio hacia las criaturas, tampoco hacia
las cosas sencillas, naturalmente buenas, útiles y necesarias para el
hombre, se sirve de ellas en la medida en que son necesarias. Es aquí
cuando la pobreza se vincula a la libertad sobre cualquier bien, en
una vida de gran sobriedad en el proceso.
Es así, pues, como la pobreza se transforma en actitud
humana y espiritual ante Dios, en medio de los hombres y en el
mundo. Se puede hablar así de la pobreza del espíritu que Cristo ha
proclamado en las Bienaventuranzas (Lc 6,20s; cf Mt 5,3s). José
María González comenta que las bienaventuranzas en Mateo se
refieren a los inspirados, es decir a los pobres en el sentido material
de la palabra, pero al mismo tiempo inspirados, es decir, dirigidos
por el Espíritu que no cualquier pobreza es creadora por lo que tiene
de carencia27. Foucauld expresa esta misma pobreza de espíritu
como: “no dejando ningún apego a todo lo que es pasajero, vacía
totalmente el corazón y entrega todo entero, en toda su plenitud,
para Dios sólo; Dios lo llena entonces, y reina solo en él, y coloca
por debajo de él, en vista de por él, el amor por todos los hombres
sus hijos”28.
Dos son las dimensiones que comporta la pobreza según
nuestro autor. La primera es la que se expresa como apertura plena a
Dios que, con su gracia en lo íntimo del alma, libera a ésta de
cualquier apego humano convirtiéndose en escucha silenciosa y total
donación a Dios. La segunda es que la pobreza de Jesús va unida a la
opción de Jesús de compartir la vida de los pobres, hasta llegar a
identificarse con ellos mismos:
“No despreciemos a los pobres, a los pequeños, a los obreros:
no solamente estos son nuestros hermanos en Dios, sino
también estos son aquellos que imitan perfectamente a Jesús
en su vida exterior: ellos representan para nosotros
perfectamente Jesús el Obrero de Nazaret29”.
Es en este contexto donde la pobreza material y espiritual se
complementan mutuamente: es difícil vivir materialmente pobre si
no se es así espiritualmente, y, al mismo tiempo, es indispensable la
manifestación externa de la pobreza como signo de adhesión a Jesús
que vivió con el trabajo de sus manos, y también compartió la vida
de privaciones y de fatiga de los pobres que vivían cerca de él (Mt
8,20; cf Le 9,58). Esta es, pues, la pobreza que Carlos de Foucauld
quiere para los que se unan a su proyecto de vida:
“Ellos tomarán, en esto como en todo, modelo de Él: Él fue
pobre en Nazaret […]; pero lo poco que Él tenía, sus pocos
óbolos, su pan cotidiano, su humilde techo. Esto les
pertenece a «aquellos que le piden» con un inefable
desapego y una inefable caridad30”.
JORDI DÍAZ MOIX, Jesús de Nazaret, hermano
universal. Espiritualidad de los misterios de la vida de
Cristo en Carlos de Foucauld, Extracto de la
disertación para doctorado (Roma 2011) 144-153.
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1 Su familia próxima se reduce a dos figuras femeninas, su hermana Marie
de Foucauld y su prima Marie Moitssier. Con la primera mantiene una
correspondencia que es inédita. Con la Sra. Bondy mantiene una abundante
correspondencia. María se casó en 1873 con el conde de Olivier de Bondy.
Su influencia fue la más importante en los tiempos de infancia y juventud de
Carlos de Foucauld.
2 Cf. R. BAZIN, Charles de Foucauld. Exploratore del Marocco Eremita en el
Sahara, 18: “Su infancia fue piadosa… La Sra. de Foucauld apenas vivió
para enseñarles a rezar”.
3 La espiritualidad siempre comporta una relación afectiva con Dios. Cf.
CH.A. BERNARD, Teologia Spirituale, 203s.
4 Cf. J.L. VÁZQUEZ BORAU, Volver a Nazaret, 113.
5 CARLOS DE FOUCAULD, Crier l´Evangile. retraites en Terre Sante, (Paris
1974) 2000 2
6 DZ 421.
7 CARLOS DE FOUCAULD, Lecture du Saint Évangile-St. Matthieu (Paris 1976)26.
8 Ibid., 29
9 Ibid., 32.
10 Ibid., 32
11 Cf. CARLOS DE FOUCAULD, La dernière place. Retraites en Terre Sainte
1897-19009 (Paris 2002 ), 118-203.
12 Ibid., 115.
13 “D’Ignace de Loyola à Charles de Foucauld”, Christus 200, (Paris 2003),475.
14 Cf. O.C., LDP, 51.
15 Ibid., 54.
16 Ibid., 51.
17 CARLOS DE FOUCAULD, La bonté de Dieu. Méditations sur les Saints
Évangiles (Paris 1996) 221.
18 Cf. CARLOS DE FOUCAULD, Petit frère de Jésus. Méditations (1897-1900)
(Paris 1976, 2003 2), 105.
19 O.c. LDP, 184.
20 Cf. J.M. SUESCUN, Carlos de Foucauld en el Sahara, entre los Tuareg, 167.
21 Cf. J. L. VÁZQUEZ BORAU, Consejos evangélicos o directorio de Carlos de
Foucauld, (Madrid 2005) 44-41.
22 Cf. R. VOILLAUME, Come loro. Nell cuore delle masse, 248.
23 Paradigma de ello es san Francisco de Asis, cf. CH.A. BERNARD, Il Dio dei
Mistici, 114-117
24 Cf. R. VOILLAUME, Come loro. Nell cuore delle masse, 240.
25 O.c., LDP, 173.
26 Cf. CARLOS DE FOUCAULD, Méditations sur les psaumes (Paris 2002), 356.
27 Cf. La Iglesia en la intemperie, 172-175.
28 O.c., LPD, 220.
29 O.c., BD, 215.
30 RD, 227.
