Por Yvonne Demers Nunca había oído hablar de Charles de Foucauld antes de unirme a una fraternidad de Jesús. Caritas a finales de los cincuenta. Mi deseo de unirme a un grupo fue motivado por la convicción que es necesario, para crecer en la fe, tener un lugar para la expresión y el compartir de esta fe, un lugar para vivirlo en la oración y la fraternidad, un lugar que invita al compromiso. En cada una de nuestras reuniones mensuales, tenemos una hora de estudio de la vida de Charles, su escritos y su espiritualidad. Inmediatamente fui seducido por los diferentes caminos de la espiritualidad. especialmente foucauldiana, la oración de abandono, la espiritualidad de Nazaret, la oración de contemplación, los tiempos del desierto y la dimensión de la fraternidad universal aplicable particularmente en las relaciones con nuestros hermanos y hermanas de fe musulmana. Cerca de la jubilación, habiendo tenido una vida profesional (como agente pastoral) bastante activo y público, el testimonio de Charles me llevó a poner toda la cuestión en perspectiva del “hacer”, de la eficiencia y la rentabilidad para entrar en la dinámica del ser, del “estar con », de confianza en la fuerza del amor del Espíritu, de actuar en actitud de siervo cualquiera que ponga su destino y su vida completamente en manos de una persona amorosa y misericordioso. ¡Qué luminoso y tranquilizador fue para mí este camino! En una Iglesia que cuestiona su marginación cada vez más acentuada, en relación a la no recepción del mensaje evangélico y a todos los esfuerzos realizados para renovar las estructuras y el modo de intervención, se refieren al servicio «desinteresado» del discípulo fiel, cualquiera que sea su función en el ministerio pastoral, era un recordatorio que es el Espíritu quien anima y conduce a la Iglesia y que es el primer evangelizador. Carlos de Foucauld me recordaba que lo primero es el amor que se nutre en el encuentro personal y intimidad con Jesucristo. En la Eucaristía, por supuesto, pero también en el encuentro y el servicio de el otro principalmente de los más pequeños y más distantes. En esto, no hay servicio pequeño. Nazaret, la vida humilde de la vida cotidiana, es uno de los lugares donde se actualiza el encuentro y el servicio y esto es accesible y dado a todos. No hay necesidad de competencia teológica y pastoral; todo puede ser discípulos y testigos. Relevancia para nuestro mundo Un mundo donde la competencia, la rentabilidad, la eficiencia, el poder, el éxito y la fama son valorado y promovido es un mundo que engendra muchos «desclasados» y excluidos. Carlos de Foucauld viene a traer un mensaje de sabiduría para contrarrestar el vacío y la desilusión resultantes. Viene a sembrar esperanza en los corazones de los marginados y abandonados. La radicalidad de su elección de vida y su interpretación literal del evangelio puede ofender y desanimar a muchas personas, pero las intuiciones fuente son caminos de vida y liberación para muchos otros. Hay un campo donde su vida también puede ser muy esclarecedora para nuestro mundo actual, es la relación que él ha tenido con los musulmanes. Sabemos hasta qué punto éstos, en nuestras sociedades occidentales, son objeto prejuicios, comentarios racistas y xenófobos, desconfianza y rechazo. Carlos de Foucauld eligió domarlos, conocerlos mejor, acogerlos y servirlos como prójimo y hermano, respetarlos en su cultura y en su fe, siendo críticos con ciertos comportamientos Su testimonio nos anima a hacer lo mismo, a entrar en un diálogo de vida y de acción, conocerlos mejor y romper las barreras de los prejuicios y la desconfianza.
Toda nuestra vida, por más callada que sea, la vida de Nazaret, la vida del desierto, tanto como la vida pública, deben ser una predicación del evangelio mediante el ejemplo; toda nuestra existencia, todo nuestro ser debe gritar el Evangelio sobre los tejados; toda nuestra persona tiene que respirar Jesús, todos nuestros actos, toda nuestra vida, deben gritar que pertenecemos a Jesús, deben presentar la imagen de la vida evangélica, todo nuestro ser debe ser una predicación viva, un reflejo de Jesús, algo que grite “Jesús”, que haga ver a Jesús, que resplandezca como imagen de Jesús.»
El discípulo de Jesús, el testigo del Evangelio, la persona habitada por el Espíritu, ha hecho de Dios su absoluto, gracias a una experiencia personal y transformadora de su vida. De ahí que sea una persona abierta, acogedora, clarividente, reconciliada con las cosas, con los demás y con el mismo, libre de todo aquello que hace inhumano a nuestro mundo y a nuestra vida. Así, ver desde la fe, es vivir en una actitud contemplativa. Es buscar siempre lo esencial de las cosas y no perderse en la superficialidad de los detalles, sintonizando con el fondo de las situaciones y de las personas.
Ser testigo no es evadirse del mundo, sino esforzarse en descubrir su sentido para transformarlo. El testigo es un ser dividido entre el tiempo y la eternidad. Su experiencia de la resurrección de Cristo le ilumina la realidad para buscar constantemente la eternidad a través del tiempo. Su búsqueda no es trascendente, en el sentido de que es extrínseca al tiempo y al espacio, sino que es una esperanza y una búsqueda de más ser, cuya plenitud no puede reducirse únicamente, como lo ha hecho el marxismo o el existencialismo ateo, a la suma de esfuerzos prometéicos. La persona no es libre cuando se deja llevar por el capricho o por el humor. Tiene que regirse por leyes y normas racionales. Pero, tampoco sería libre si estas normas se le imponen desde fuera. Debe fijárselas ella misma, pero partiendo de la libertad y no del capricho. La libertad constituye una tarea. No tenemos necesidad de Dios para conceder permisos o imponer prohibiciones, pero sólo el reconocimiento de nuestra condición de criaturas puede fundamentar el deber de realizar racionalmente la libertad, siendo Dios el fundamento último de la misma.
La libertad de elección compromete directamente a la persona, que tiene que decidirse libremente en un sentido o en otro. Destruirá su libertad si se deja llevar por los caprichos del azar. Lo único que puede dar sentido a su elección es decidirse por la libertad. Nosotros elegimos lo que queremos ser, el proyecto de nuestra forma constitutiva. Se trata de elegir una jerarquía de valores, un orden de preferencias, que, a nuestro parecer, garantiza mejor la libertad. En esto consiste la opción fundamental de nuestra libertad. Por esto, nuestras acciones vienen determinadas por nuestras opciones.
El ser humano, al sentirse religado a Dios, no debe absolutizarse ni como individuo ni como sociedad, situando a las personas y a las cosas, los acontecimientos y los proyectos en su debido lugar, dentro de una perspectiva adecuada y justa. Pero esta fe no anula la responsabilidad personal, sino que la fundamenta y reclama. La libertad implica, de un lado, dependencia total, dado que el ser humano recibe la facultad de la libre elección como un don, y de otro, independencia total, dado que, al elegir, la persona no tiene más posibilidad que la libertad.
La libertad interior del testigo, le proporciona espíritu ante las realidades personales y sociales que le rodean y por esto mismo es capaz de decir «no». El testigo es un personaje incómodo, insobornable, y, al mismo tiempo, lleno de bondad, mansedumbre y autenticidad, que le impiden convertirse en un intransigente y francotirador. El testigo, el pobre de Dios, el que no posee nada como propio, se presenta ante los otros como hermano. Es portador de Paz, Reconciliación y Fraternidad con todos y la misma naturaleza. Su estilo de vida radical, movido por el Espíritu de Jesús, brota del amor y le lleva a tener una predilección por los más pobres. Es solidario con ellos, renuncia a toda posesión innecesaria, denuncia la riqueza opresora y lucha contra la miseria.
El testigo comparte con sus hermanos más desfavorecidos cuanto es y cuanto tiene. Se solidariza con los grupos marginados, reconociéndolos en su más grande dignidad, la de ser hijos de Dios. Ser testigo es optar personal y políticamente por el Reino de Dios. Esto lleva, incluso, a luchar por el cambio de las estructuras de la colectividad en todo aquello que causan, justifican o colaboran con la injusticia. Frente al mal, el testigo no debe resignarse, porque la fuerza del amor, que supera escatológicamente el sufrimiento y la muerte, está operando ya por todas partes, y, por tanto, se debe dar testimonio de esta presencia, configurando un futuro de justicia y paz.
El motivo último de la actuación del testigo es realizar la voluntad de Dios. Jesús no basaba la justicia evangélica ni en una ‘ética formal del deber’, ni en una ‘ética material de los valores’ Para él, sólo la obediencia a Dios da sentido a la acción. Esto no quiere decir que el testigo prescinda de las leyes o de las adquisiciones de las ciencias humanas. Las asume, las atraviesa, pero va más allá. Para el testigo, Dios es el Padre universal, por eso relativiza el poder y no acepta cualquier idolatría que, en la sociedad, quiera ocupar el lugar absoluto de Dios. Lo único sagrado para él, por ser la imagen viva de Dios, es el ser humano.
El Reino de Dios es una buena noticia para los pobres: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios«1. No se trata de la pobreza, sino de los pobres reales, no porque sean más virtuosos o piadosos, sino porque son pobres y sufren la injusticia. La llegada del Reino de Dios es el centro del Evangelio de Jesús. La vuelta de Cristo (Parusía) será la plenitud del Reino. Por eso, la Parusía será la realización definitiva de la justicia y el ejercicio pleno de la soberanía de Dios, que generará la fraternidad universal. La Parusía del Señor, tal como la presenta el Nuevo Testamento, es, sobre todo, una llamada a perseverar en la esperanza del Reino de Dios, a no abandonar la solidaridad con los crucificados de la tierra. La Parusía es para los testigos consuelo y esperanza en medio de las dificultades y persecuciones: «Estad siempre alegres en el Señor. El Señor está cerca«2. El anuncio del Reino de Dios, por parte de Jesús, no está disociado de la realidad de este mundo, sino que la penetra en todas sus dimensiones. La dedicación al ser humano constituye la manifestación sensible de la llegada del Reino de Dios. La superación de la pobreza, el hambre y el sufrimiento en este mundo guardan relación con el reinado y reino de Dios. La justicia liberadora de Dios somete la praxis vital de las personas a una instancia crítica. El amor salvífico de Dios, que es universal, no admite barreras, sectarismos, ni idolatrías.
El testigo cristiano rompe los límites de los nacionalismos estrechos y construye la fraternidad humana en medio de un mundo de lucha de intereses. Cree en la comunión y no en el enfrentamiento. En contraste con los valores promovidos por el sistema social o religioso imperantes, el testigo cristiano afirma y vive las bienaventuranzas como los valores más hondos de la persona. El testigo mira el mundo como Jesús lo miró. Y, como mira con amor, sufre y llora como Jesús lloró. Llora porque hace suyo el destino de los demás. No rechaza a nadie. No se retira ni se impone. No se cansa ni se amarga, porque ama con la misma fuerza que movía a Jesús. Los testigos de Jesús prefieren sufrir que ocasionar dolor a los otros. Conservan la comunión cuando otros la rompen. Renuncian a imponerse y soportan silenciosamente el odio y la injusticia.
Para el tiempo en que el Reino de Dios ha irrumpido pero no ha llegado a la plenitud, las exigencias del ‘Sermón de la Montaña’ constituyen una antítesis ante cualquier orden jurídico-normativo. Las exigencias de Jesús tienen la función de criterios. Sirven como elementos clarificadores para la conciencia moral en orden al Reino y procuran la libertad interior en el uso del derecho. El objetivo es conseguir el hombre nuevo a imagen de Jesús. Por tanto, estas exigencias morales son para todos, pues nadie está excluido del reino de Dios. Lo que Jesús pide a todos es someterse y confiarse a Dios. Se trata de ponerse sin reservas a su servicio, negándose a sí mismo, tomando la propia cruz y siguiéndole. Esta opción fundamental por el Reino y la soberanía de Dios, que es en última instancia la fe, no es sólo una exigencia, sino también y sobre todo, un don: respuesta del hombre a la acción de Dios que lo capacita para responder. La fe en la acción salvífica de Dios por medio de Jesucristo constituye el fundamento y el sentido de la realización ética de la libertad. Se trata de una vida que brota de la opción por Dios. La fe da un horizonte de sentido que determina la acción moral.
El criterio último del testigo es Jesús crucificado, que es el Cristo vivo. Cristo es el valor supremo de la ética cristiana. La tarea moral del testigo consiste en ir labrando día a día, con esfuerzo lento y laborioso, esa imagen de Cristo que se le ha esculpido por la fe y el bautismo. El testigo no se mueve por ideas o principios. Es la misma persona de Jesús, su Espíritu, el que lo lleva a dar testimonio en el mundo de los valores del Reino de Dios. Con la renovación y transformación interior, el testigo es y llegará a ser un día en plenitud otro Cristo. No es el testigo quien fundamenta a la verdad, sino que es la verdad quien fundamenta al testigo. Es el Espíritu quien da testimonio en nosotros. El testigo progresa en la verdad, participando en ella y dando testimonio de ella hasta el martirio si fuera necesario. Pero en la vida cristina no es habitual ir hasta la persecución física y menos hasta el martirio. La persecución es habitualmente más sutil, más psicológica. Son las contradicciones que nos vienen a causa de Cristo y del Evangelio, y que vienen a veces de personas y sectores que uno no espera. Urge extinguir la voz del que une la denuncia al testimonio. La historia es testigo de los atropellos cometidos a las personas, creyentes o no, que han levantado su voz en defensa de los más desfavorecidos, hasta entregar su vida en servicio de la comunidad humana.
Jesús de Nazaret, el testigo del Padre, el sencillo y humilde de corazón, fue tan molesto, que decidieron acallar para siempre su voz y acabar con su presencia. Jesús trató de apagar la mecha de los conflictos no con las armas de la fuerza que se impone, sino con las armas morales de la verdad, la autenticidad y el amor; fuerzas espirituales más molestas aún para los enemigos, porque los alcanzan en su interioridad, llegando al fondo de su ser. Jesús fue un radical. Planteó la conversión a Dios, el cambio de vida y las actitudes éticas y religiosas desde su raíz, estableciendo su Evangelio como único absoluto. El testigo cristiano que intenta vivir con radicalidad el Evangelio de Jesús, sin quererlo, crea conflictos en su entorno. La vida evangélica no deja indiferente. Sin acusar a nadie, deja al descubierto las intenciones. Así, el testigo puede encontrarse con la soledad y la incomprensión: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. He venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra, y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual«3. «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin se salvará«4. La razón última de la ética del testigo es realizar la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias.
Jesús proclama bienaventurados a los testigos que sufren, no sólo a causa de su nombre, sino también cuando sufren por una causa justa, pues escondido en ella late el rostro de Aquel que espera reconocimiento y gratitud. Sufrir persecución por causa de Jesús y reaccionar ante los perseguidores con crispación y agresividad destructiva, es estar en discordancia con el Evangelio. Supone querer defender la causa de Jesús con las mismas actitudes antievangélicas que se están combatiendo. Jesús murió perdonando y amando a sus torturadores. El martirio es el testimonio de la fe consagrado por el testimonio de la sangre.
Acercándonos cada vez más al Centenario de la muerte del Padre de Foucauld advertimos un incremento de interés por su espiritualidad. Son muchos aquellos que aun no conocen al Hermano Carlos de Jesús, otros en cambio desean profundizar algunos de los aspectos más originales de la vida del Ermitaño de Nazareth, del «monje, sacerdote, misionero y sacristán» como él mismo se definía cuando vivía en el desierto de Sahara. Quiero mencionar aquí solamente la actividad que realizamos el pasado fin de semana en la región Marche: «Los treinta años de Jesús en Nazareth. La intuición de Carlos de Foucauld y su actualidad en la Iglesia de hoy», un retiro espiritual organizado por don Enrico Brancozzi, sacerdote amigo de la diócesis de Fermo. Acepté con mucho gusto su invitación a presentar la espiritualidad del Hermano Carlos porque hablar de él significa siempre hablar de Jesús, en una palabra significa evangelizar. La actividad fue también una buena ocasión para prepararnos a vivir la solemnidad de Pentecostés, pues la Iglesia misionera nace exactamente con la venida del Espíritu Santo. Aunque, recordando una de las intuiciones más originales de Carlos de Jesús, ya el misterio de la Visitación de María a Isabel encierra el mensaje y la vocación para todos los bautizados: ¡Llevar a Jesús y pesentarlo a los demás!
La actualidad de un tema, en general, depende ya del hecho que se hable de ello, y en particular por la necesidad para la Iglesia de hoy de una sincera y profunda renovación espiritual que se alcanzará solamente si cada uno de los bautizados hará conciencia que todo inicia con un encuentro personal con Jesús de Nazareth, encuentro que se transforma en la exigencia de una conversión cotidiana – en el sentido que le da San Benito de Nursia– como la capacidad de «converger» (de aquí la conversión), adherir a la persona de Jesús. El mensaje del Padre de Foucauld que al inicio se presenta como una «espiritualidad fácilmente abordable», si se toma en serio, lentamente se convierte en una invitación constante a la radicalismo evangélico: Jesús al centro de la propia vida, pero no únicamente Jesucristo profesado en el credo, sino Jesús el Cristo vivo y dinámico que encontramos en las calles y en la vida presente. Carlos de Foucauld consideraba a Jesús en primer lugar como Hermano y, por eso mismo, hermano es cada hombre. De Foucauld va más allá: «todas las personas forman parte de la materia de la Iglesia –próxima o distante–; cada hombre forma parte –en modo próximo o remoto– del Cuerpo de Cristo; de consecuencia todo aquello que se hace a una persona, buena o malvada, cristiana o no, se hace a una parte del Cuerpo de Cristo, es decir al mismo Jesús: de eso resulta que, como Nuestro Señor lo ha dicho, “todo aquello que hagamos a uno de los más pequeños, es a Él que lo hacemos… y todo aquello que se niega o se omite de hacer en favor de uno de los más pequeños, no se hace a Él” (Mt 25)».
Pienso que sea fácil imaginar que este tipo de afirmaciones crean necesariamente buenos debates – ¡menos mal!– porque se tocan temas que forman parte de nuestra vida cotidiana (en Italia el tema de los prófugos que siguen llegando cada día es muy delicado). Pero parte de la actualidad de la espiritualidad que estamos tratando es que nos pide, a la luz del Evangelio, ir más allá de nuestras convicciones personales, de superar lo que es lógico y posiblemente ir más allá de la disciplina y del dogma. Menciono, a propósito de la actualidad del mensaje, la reciente publicación del libro del Arzobispo de Perusia, el cardenal Gualtiero Bassetti, La gioia della carità (El gozo de la caridad), en el que dedica un capítulo al beato Carlos de Foucauld: «Un testigo desde las periferías». Hablando de los dramas que amenazan al hombre de hoy, el cardenal creado por el Papa Francisco, sostiene que la vida de Carlos de Jesús es una «carta abierta al mondo de hoy», y concluye: «En este trágico vacío existencial, en este abismo vacío de caridad, se pone la herencia de Carlos de Foucauld y el espíritu de una Iglesia acogedora y misionera. Una Iglesia que representa aquella mano en la cual poder apoyarse. Una mano que se traduce en una ayuda fraternal, humilde, dulce, apasionada, caritativa y totalmente gratuita».
«El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo –dijo el Papa en la homilía de Pentecostés–. El estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo. En el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido –como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas–, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés personal, entre otras cosas. En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Gal 5, 22)».
La misión en la Iglesia es sentir un amor apasionado por la persona de Jesús y al mismo tiempo un amor profundo hacia las personas. Cuando Jesús dice “vayan” están ya presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia. Todos somos llamados a anunciar el Evangelio, empezando con nuestro ejemplo de vida.