Un espacio de reflexión, serenidad y paz donde pueden brotar palabras de luz
La autora es Julia Crespo Benito, miembro de la Comunidad Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld.
Un espacio donde la calma se convierte en refugio y las palabras brotan desde el silencio fértil.
Un rincón para conectarnos con lo esencial , y dejar que nuestras vidas avanzan hacía la plenitud
Escribir como camino espiritual
La escritura es una vía de autoconocimiento, pero también de comunión : con los otros con lo invisible, con lo eterno. El escritor de luz no busca público, sino presencia. Sabe que si una sola persona encuentra consuelo o claridad en sus palabras, la misión está cumplida. Mis libros
«Desde niño aprendí que la soledad no siempre es ausencia, sino muchas veces presencia. Horas enteras en un pequeño pueblo, sentado en la muralla de mi casa, contemplando la puesta de sol. Allí descubrí que el silencio puede ser escuela»
«Romano Guardini decía que ‘la existencia del hombre alcanza su plenitud cuando se abre a lo eterno’. Y esa apertura ocurre, muchas veces, en el silencio»
«La Biblia nos recuerda que Dios es fiel en la historia… Y aquí quiero detenerme, muchas veces escuchamos que “el tiempo pone las cosas en su sitio”. Pero yo estoy convencido de que no es el tiempo el que lo hace, sino Dios mismo. Dios está en el tiempo, lo habita, lo llena de sentido»
David pasó muchas horas en silencio. Era pastor de ovejas, y en ese silencio fue forjando su corazón, aprendiendo a escuchar, a contemplar, a confiar. Esa vida escondida, aparentemente insignificante, fue la que le preparó para, más tarde, enfrentarse a Goliat y vencerlo no con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de Dios.
Algo parecido descubro en mi propia vida. Desde niño aprendí que la soledad no siempre es ausencia, sino muchas veces presencia. Horas enteras en un pequeño pueblo, sentado en la muralla de mi casa, contemplando la puesta de sol. Allí descubrí que el silencio puede ser escuela: una escuela que enseña a escuchar, a contemplar, a dejar que la naturaleza y el paso del tiempo hablen de Dios.
Hace pocos días, en conversación con una amiga, hablábamos de esa experiencia del silencio. Un silencio que no es vacío, sino espacio donde Dios interpela. Es como abrir una ventana interior y dejar que el Espíritu sople dentro de uno mismo. Y en este camino también Asturias ocupa un lugar muy especial en mi vida. Allí, entre sus verdes montañas, ríos que cantan y acantilados que miran al mar, he sentido la fuerza de la naturaleza y la hondura del silencio. En ese paisaje, que parece tejido por la mano de Dios, descubrí que Él también se hace presente a través de las personas que pone providencialmente a tu lado. Una mujer en particular, llegada en un momento preciso, se convirtió en señal de su cuidado discreto y fiel.
Asturias
Ella es luz serena, belleza que se siente más que se ve. Su alma vibra con paz, bondad y armonía, y su presencia deja una huella silenciosa de calma y admiración.
Romano Guardini decía que “la existencia del hombre alcanza su plenitud cuando se abre a lo eterno”. Y esa apertura ocurre, muchas veces, en el silencio.
No siempre el rostro de Dios llega a través de oraciones o templos. A veces se refleja en la vida sencilla de las personas. Mi bisabuelo, sin ser religioso, me transmitió con su forma de vivir y tratar a los vecinos la presencia de un Dios cercano, humilde, que acompaña sin hacer ruido. Fue un signo, un reflejo silencioso de que Dios actúa también en la sencillez de lo cotidiano.
La vida trae dificultades, momentos en los que todo parece oscuro. Sin embargo, incluso allí se descubre una luz. Recuerdo aquellas palabras tan conocidas: había un hombre que miraba sus huellas en la arena junto a las de Dios; pero en los momentos más difíciles solo veía un par de huellas. Entonces comprendió que no era que Dios lo hubiese abandonado, sino que el Señor lo llevaba en brazos. Esa certeza me acompaña siempre.
La Biblia nos recuerda que Dios es fiel en la historia. El faraón, con toda su fuerza y sus carros de guerra, no pudo detener al pueblo de Israel porque Dios caminaba con ellos y los liberó de la esclavitud. Y así, también en nuestra propia historia, podemos reconocer que Dios nunca deja de estar presente, aun cuando los caminos parecen cerrarse.
Y aquí quiero detenerme: muchas veces escuchamos que “el tiempo pone las cosas en su sitio”. Pero yo estoy convencido de que no es el tiempo el que lo hace, sino Dios mismo. Dios está en el tiempo, lo habita, lo llena de sentido. Él es quien endereza lo torcido, quien acompaña los procesos, quien, poco a poco, va iluminando lo oscuro. Lo que parece casualidad, lo que parece azar o simple espera, en realidad es la acción providente de un Dios vivo y real.
Personas concretas
Dios no se revela solo en los grandes relatos. En mi vida también ha pasado a través de personas concretas, auténticos testigos de su amor.
En el año 1988, en los pasillos del colegio La Salle, en Santiago, me crucé con Ignacio Ellacuría. Fue un instante fugaz: nos miramos a los ojos y me sonrió. Pero en aquella sonrisa, en aquella mirada, descubrí algo que todavía hoy, en 2025, sigo recordando con claridad. Era una mirada tierna, dulce, limpia, de las que hablan las Bienaventuranzas. Una mirada que no juzgaba, que acogía, que transmitía la paz de quien vive arraigado en Dios. Esa experiencia me recuerda siempre aquel canto: “Señor, tú me has mirado a los ojos y has dicho mi nombre”. En esa mirada de Ignacio pude descubrir un destello de la mirada misma de Cristo.
En un momento de tremendo dolor, apareció también Agustín Villamor Herrero, misionero claretiano que pasó largos años en la selva. Su presencia no fue casual: fue providencia. En él descubrí un hombre de Dios, un santo de carne y hueso, capaz de llevar consuelo y de convertirse en bálsamo para un corazón herido.
Providencialmente también llegó a mi vida Juan Cabo Meana, otro misionero que, con su sencillez y entrega, se hizo reflejo de la ternura de Dios. No hacía falta que hablara mucho: su vida misma era palabra, testimonio, evangelio vivo.
Y de muy joven conocí a Paulino Pérez Mendaña, un médico que cumplió las bienaventuranzas con una radicalidad impresionante. Magnánimo, entregado a los más pobres, fue un hombre grande con corazón de niño. En Chiapas, junto a Samuel Ruiz, llegó incluso a ponerse como escudo humano en defensa de los más débiles. Esa imagen lo define: un hombre que se dejó gastar, que se hizo hermano de los más necesitados, que mostró que Dios se hace presente cuando alguien ama de verdad.
Estos hombres, distintos en caminos pero iguales en fe, fueron para mí grandes santos, testimonios vivos de que Dios sigue caminando en medio de su pueblo, de que el Evangelio se sigue encarnando hoy.
Hay momentos en que parece que Dios nos deja solos. Pero esa aparente ausencia es también pedagogía divina. Como un niño que comienza a caminar: necesita caerse, arriesgarse, levantarse, para crecer. Sin embargo, al final del camino siempre está su padre con los brazos abiertos. Dios no nos quiere eternamente niños; nos quiere maduros, adultos en la fe. Y en ese crecimiento descubrimos que su presencia no se impone, pero se deja sentir, se puede experimentar.
Los discípulos proclamaban: “Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado”. Ellos tocaron a Cristo resucitado, pero también nosotros hoy podemos palpar a Dios en la vida: en el silencio, en las personas, en la historia, en las pequeñas huellas que va dejando.
Pablo Picasso decía que “el arte es la mentira que nos permite acercarnos a la verdad”. Y algo así ocurre con la vida espiritual: a veces el dolor, la soledad, incluso la noche oscura, parecen signos de ausencia de Dios. Pero, en lo profundo, descubrimos que son caminos ocultos hacia la verdad de un Dios que nunca abandona.
Hoy sigo sintiendo hambre de Dios, necesidad de su cercanía. Y cada día descubro con más claridad que Dios está presente, real, cercano, acompañando siempre, incluso cuando mis ojos no saben verlo.
«Hay que atravesar el desierto y quedarse allí para recibir la Gracia de Dios; es allí donde nos vaciamos, que expulsamos de nosotros todo lo que no es Dios y que vaciamos por completo esta casita de nuestra alma para dejar todo el lugar solo a Dios.
Es esencial… Es un tiempo de gracia, es un período por el que necesariamente debe pasar toda alma que quiera dar fruto. Necesita este silencio, esta contemplación, este olvido de toda la creación, en medio del cual Dios establece su reino y forma en ella el espíritu interior. Si esta vida interior es cero, puede haber celo, buenas intenciones, mucho trabajo, pero los frutos son cero: es una fuente que quisiera dar santidad a los demás, pero que no puede, no la tiene: nosotros. sólo damos lo que tenemos y es en la soledad, en esta vida, solo con Dios, en este profundo recogimiento del alma que olvida todo lo creado para vivir sola en unión con Dios, que Dios se entrega enteramente a quien se entrega así. enteramente suyo.
Nuestro Señor no lo necesitaba pero quiso darnos un ejemplo. Dad a Dios lo que es de Dios.»
Charles de Foucauld, Meditación / extracto, en: Vivamos juntos una Cuaresma de oración y de compartir (ecr-ge.ch)
Imagen: Amanecer sobre Assekrem, Hoggar / Argelia (vitaminedz.org)
El silencio no es hijo de la superficialidad, sino de vivir desde la conciencia profunda. Pero esto exige un adiestramiento. Él nos ayuda a realizar el camino del silencio que termina en la quietud del corazón. Es lo que nos aporta este artículo. Hace siglos, los Padres del desierto vivían conducidos por este principio de sabiduría: “Fuge, tace, quiesce”:”Huye calla y reposa”. Desde la perspectiva de quienes queremos vivir la contemplación en medio de la vida diaria, creo que podríamos hacer esta traducción de aquel principio sabio: “Huye de la dispersión de la superficialidad, sosiégate, serénate, y serás conducido a la quietud del Espíritu”. Para que el agua del Espíritu que mana dentro de nosotros pueda inundarnos e inundar todo lo que tocamos, necesitamos tener una actitud de sosiego, de serenidad y de quietud, en medio del mundo de relaciones y de acontecimientos en los que vivimos. No es fácil, pero es posible y es imprescindible, si queremos dejar al Espíritu del Padre hacer sus obras en nosotros. Huyo de la dispersión, de la superficialidad. Los grandes regalos que la civilización actual ofrece al hombre, entrañan una gran dificultad para vivir dentro y en reposo profundo. Hay más posibilidades de moverse, existe un diluvio de información, nos llegan medios de presiones masivas, de estímulos de todo tipo en una sociedad rica, pluralista y libre, nuevas comodidades y objetos de todo tipo. El uso indiscriminado de estas realidades está haciéndonos personas llenas de estrés, muy dispersas, personas nerviosas que viven fuera de sí, personas superficiales a caballo de la últimanovedad, personas poco silenciadas, que no viven a tope el presente, disfrutándolo; personas evadidas y desarmónicas. En El arte llamar de amar, Eric Fromm escribe: “Nuestra cultura lleva a una forma difusa y descentrada, que casi no registra paralelo en la historia. Se hacen muchas cosas a la vez… Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo. Esta falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos”. Es tan fuerte esta situación que incluso se percibe en la vida de muchos sacerdotes y en las comunidades religiosas de vida activa, a quienes vemos estresados, sin tiempo para el encuentro personal, cogidos por horas de TV, sin espacios gratuitos y con un clima de parloteo que ,a veces, son para preocupar. Hemos de ser conscientes de esta situación quiénes queremos dejarnos conducir por el Espíritu hacia “el estado del hombre adulto, la madura es de la plenitud de Cristo” (Ef. 4,13). Así superamos positivamente la ambivalencia de la realidad actual en la que debemos vivir. Es necesario vivir desde la profundidad. No es posible que se dé en nosotros un nivel de conciencia mística, viviendo el nivel de conciencia superficial. Es necesario hacer fondo. Vivir desde lo hondo de nosotros, desde dentro, desde “la sustancia del alma”. La vida del Espíritu es una sorprendente revelación de nuestra realidad fundamental y del Dios que vive en lo profundo de nosotros. Esto exige del creyente vivir desde su realidad esencial Viviendo desde la profundidad, nuestra personalidad se armoniza Y cada pieza de nuestro puzle se va colocando en su sitio y aflorando nuestro rostro original. Viviendo en ella, nos relacionamos con las personas desde una actitud de veracidad. Es mi yo verdadero quien sale a acoger al otro con quien me relaciono. Desde la profundidad puedo percibir los acontecimientos en su objetividad y puedo implicarme ycomprometerme con ellos en lo que desde mi verdadera realidad puede aportarles. Desde la profundidad capto las ataduras, las distorsiones que desde mi falso yo están interceptando la relación verdadera con todo cuanto existe. Situo bien las tormentas de superficie que se dan en mí. Por último solo desde la profundidad puedo valorar, puedo vivir en comunión con lo que es el Núcleo Esencial de cuánto existe, puedo ser introducido en el nivel de conciencia cristica para ir siendo unificado a Jesucristo. Sosiégate, serénate. Para poder vivir desde la hondura, es necesario no solo serenar la superficie, si no hacer todo el camino de sosiego que nos introduzca en la quietud del Espíritu. Comencemos por cuidar el lugar donde vivimos. Muchos de los ruidos y de las tensiones que nos rodean son controlables. En tu casa, en el trabajo, en tu vida de relaciones pueden disminuirse los ritmos para ir construyendo un ambiente sereno, relajado, acogedor. Una habitación ordenada, el detalle de una flor, el modo de caminar, tu manera de relacionarte con quienes vives, un tono de música apropiada, la hostilidad en los muebles y en los adornos de tu casa… son medios muy eficaces para vivir en un ambiente sereno y sosegado. Todos tenemos la experiencia de lugares que solo entrar en ellos nos sosiegan y no sitúan dentro de nosotros. Otro paso es el sosiego de la persona. Soltar las tensiones musculares innecesarias, lograr un tono de relajación corporal que mantenga nuestro cuerpo en armonía. Hay que revisar nuestras costumbres en la comida, equilibrar más la tensión y el descanso, hacer un pequeño tiempo diario de ejercicio corporal. El cuerpo es la cara del espíritu, es la expresión sensible de la transcendencia es el templo de la divinidad… y debemos ayudarle para que puede transparentarla. Llegamos así al sosiego psicológico.
Este es la armonía de todas nuestras dificultades. Fruto de ser señores de nuestro ser. De vivir conscientemente cada una de nuestras actividades, de estar aquí y ahora con aquellas dimensiones del ser que ahora necesitamos ejercitar. La serenidad es el fruto de una adecuación del adentro con el afuera, en todo momento. La serenidad no es posible, además, sino en la medida en que nuestro mundo inconsciente vaya estando aclarado y descongestionado. Miedos, ansiedades, conflictos internos, influjos sutiles…todo debe irse limpiando para que haya también una adecuación entre nuestro consciente y nuestro inconsciente. La serenidad es el fruto de esta adecuación. San Juan de la Cruz nos dirá que para que “el entendimiento está dispuesto para la divina unión ha de quedar limpio del todo. Un entendimiento íntimamente sosegado y acallado puesto en la fe”. (2 S. 9,11). Así llegamos al gran sosiego, a la serenidad fundamental, la serenidad del corazón. Es el silencio de las raíces del ser, de donde nace el desorden radical: “Lo que sale del corazón del hombre es lo que contamina al hombre. Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, enviada, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas prevaricaciones salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc. 7,20-23). Por eso Tony de Mello ha dicho que el silencio profundo es “la ausencia del egoísmo”. La persona sosegada del todo es aquella que vive en la paz del corazón. La que domina sus apetencias, la que ha salido de si para vivir en el amor al Otro y a los otros, es la persona libre que tiene todo bajo sus pies, es el indiferente positivo de San Ignacio: “Igual muerte que vida, salud que enfermedad, riqueza que pobreza…”, Es aquel que ve todo solo desde el querer de Dios, es el pobre de corazón. “En esta desnudez halla la persona espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime así abajo porque está en el centro de su humildad”, dice San Juan de la Cruz (1S.13, 13). En este silencio del corazón el que nos capacita para ver a Dios. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Y nos capacita para ver al hermano desde la verdad, para acogerlo en su realidad, sin proyectar sobre él nuestras ilusiones o nuestras frustraciones, nuestras tentaciones del dominio. Este sosiego del corazón nos capacita para amar, un amor adulto y un amor teologal. Hace salir de nosotros la actividad verdadera, ese hacer ya que nos madura y hace crecer el Reino de Dios en la vida humana. Necesidad de adiestramiento. Todo este proceso de sosiego y de serenidad, impulsado en nosotros por el Espíritu, necesita de nuestra colaboración. Hace falta todo un nuevo estilo de ascesis que deje crecer en nosotros la armonía y la unidad a la que somos llamados, en medio de un ambiente consumista y burgués en el que nos toca vivir. Es necesaria una disciplina personal, comunitaria y ambiental. Jesús lo deja claro en el Evangelio: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No os preocupéis de la mañana: el mañana se preocupara de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propia dificultad” (Mt 6, 33-34). “El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33). “Venid a un lugar solitario para descansar un poco. (p. 31). Porque eran tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo para comer” (Mc 6,31) “Si alguno quiere seguir conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16, 24-25). Necesitamos incluso, alguna metodología que nos acompañe durante esta peregrinación hacia el sosiego del corazón, al menos durante las primeras etapas. Las diversas generaciones creyentes han ido ejercitando, en su época, el método popular adecuado que conduciría al sosiego y la serenidad del espíritu. Hoy también se nos ofrece viejos y nuevos métodos para el silencio del ser. Cada uno ha de encontrar el que más le ayude. Urge también encontrar el espacio de soledad y el ritmo de soledad que cada uno necesita para crecer. Jesús armonizaba soledad y servicio. A veces de noche, otras de madrugada. A veces marchando a la montaña, otras internándose en el mar o en el huerto de un amigo. A veces, los pequeños momentos oracionales que cada día realizaba como un buen israelita, a veces la fidelidad a los momentos semanales en la sinagoga o las grandes semanas en las que subía a Jerusalén. La soledad es imprescindible en dimensiones diversas y en equilibrio con la actividad y el tiempo dedicado a las relaciones fraternales. La actividad será motor de crecimiento de nosotros, si encontramos el ritmo adecuado de soledad y de presencia en la vida. “El abad Moisés dijo a el abad Macario: “Yo deseo estar en sosiego y serenidad, pero los hermanos no me dejan”. Él le contesto; “Me parece que tú eres de natural tierno y delicado y no eres capaz de deshacerte de un hermano inoportuno. Si realmente buscas el sosiego de corazón ve al desierto, bien dentro, a Petra, verás cómo allá encontrarás el reposo que buscas”. Así lo hizo y consiguió la paz”. Cada uno según su modo de ser y las circunstancias en las que debe vivir, debe encontrar la medida de soledad que necesita para responder a las exigencias que Dios pone en su corazón. Así entrarás en la quietud del espíritu. El sosiego y la serenidad de toda la persona van introduciéndonos en una activa quietud que en su momento va siendo madurada por el don de la quietud del Espíritu. La verdadera quietud es intensidad de amor.
Es poner en dirección de Dios todas las fuerzas, todas las capacidades, todo el corazón. Es amar sin medida a quien nos ama desmesuradamente. La quietud es como un enraizamiento en Dios; es tenerlo ahí como la única tierra en que hemos sido plantados, en la que crecemos y desde la que fructificamos. Va haciéndose nosotros en la medida que estamos cogidos por el único necesario. “Marta, Marta aún estás cogida por muchas preocupaciones y no te das cuenta que solo una es necesaria. María la ha encontrado y por eso, su quietud y su enraizamiento en la tierra auténtica” (Lc 10, 41-42). Esta quietud es contemplación. Así define la contemplación San Juan de la Cruz: “La atención amorosa a Dios en paz interior y quietud y descanso” (2S. 13,4). Y también: “Es una quietud amorosa y sustancial” (2S. 14,4). Y en el mismo capítulo: “Poniéndose la persona delante de Dios, se pone en acto de noticia confusa, pacífica, amorosa y sosegada, en que está la persona bebiendo sabiduría, amor y sabor” (2S. 14,2). La quietud es la paz de Dios que insufla en el fondo del corazón. La quietud no es inactividad. Lo místicos han actuado, han hecho lo que tenían que hacer, pero desde ese núcleo sagrado y quieto de quien solo busca “la honra y la gloria de Dios”. La quietud tampoco es ausencia de sufrimientos. No hay verdadera quietud sin buena cruz. Pero se puede sufrir mucho y crecer en la quietud. Algunas personas me han dicho: “Estoy sufriendo mucho desde esta situación sin salida, pero hay un núcleo dentro de mí que sigue inalterable, en total paz”. Cuando este don de la quietud va asentándose en la persona de Dios siendo el único Maestro, el guía espiritual del ser humano. Ya no necesita otros medios y maestros que le conduzcan en su claridad oscuridad.
«En soledad vivía y en soledad ha puesto ya su nido, y en soledad la guía a solas su querido, también en soledad de amor herido” (Canción 35) Es la sabiduría de Dios, la única sabiduría del que vive en esta quietud: “Sabiduría de Dios, secreta, escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios cultísima y secretísimamente a la persona, sin ella saber cómo, lo cual algunos llaman “entender no entendiendo” (Canción 39,12). Es el punto final de este largo camino del sosiego y la serenidad. “Hay personas que con sosiego y quietud van aprovechando“, (S. prologo 7). Aventura maravillosa la que hemos descrito. Aventura esencial que va a lograr en nosotros la integración de toda nuestra persona, la fecundidad en su quehacer y el crecer sin cesar en esta tierra teologal del único Dios Pepe SÁNCHEZ RAMOS.
Frente al poder que nos amenaza y envuelve con el ruido, en todas partes y en todo momento, necesitamos entrar en el silencio, para encontrarnos y encontrar el sentido de la historia y el sentido de nuestra propia existencia. Aquí, las palabras de Arturo Pauli toman todo su sentido
«El poder es ruidoso, es una estatua enorme con los pies de barro, un árbol inmenso que esteriliza la superficie que cubre con su sombra, pero no tiene raíces, está desligado del misterio de la historia. Curiosamente los pobres que no tienen secretos, que viven en casas sin puertas y en barrios sin muros de cinta, son los verdaderos clandestinos: la gran amenaza del poder viene de ellos…La multitud silenciosa y silenciada seguirá conservando misteriosamente en la permanente derrota la esperanza de la victoria y aquella vehemencia purificada para siempre del orgullo que Jesús infundía en los pobres haciéndoles príncipes del Reino» ( A. PAULI, El silencio, plenitud de la palabra, Paulinas, Madrid1991).
En una palabra para entrar en el misterio de lo que no se ve, que es más importante que lo que se ve; de lo que no se oye, que es más importante que lo que se oye, hay que ir al silencio donde amanece lo esencial está más allá de lo que se ve y oye.
Cada vez más, sin darnos cuenta, las personas estamos inmersas en una dimensión virtual a causa de mensajes audiovisuales que acompañan nuestra vida de la mañana a la noche. Los más jóvenes, que han nacido ya en esta condición, parecen querer llenar de música y de imágenes cada momento vacío, casi por el miedo de sentir, precisamente, el vacío interior. Algunas personas ya no son capaces de quedarse durante mucho rato en silencio y en soledad. Pero el silencio cuando se hace presente no pasa inadvertido, te llama la atención sin pretenderlo, nos habla sin decir nada, nos interroga sin hacer preguntas, nos sitúa y nos descubre el lugar donde nos encontramos, sin análisis ni cálculos mentales.
El silencio y la palabra definen la identidad de una persona más que los rasgos físicos y su estilo de vida, pues nos muestran a la persona como un ser orgulloso o humilde, ya que en el silencio interior encontramos nuestro centro personal y en el hondón de este centro encontramos al Señor. El silencio, el verdadero silencio nos sitúa más allá de las palabras, en el manantial infinito y silencioso desde donde toma forma toda palabra. Nos sitúa en el mismo silencio de Dios, desde donde brotó la Palabra infinita y amorosa de Dios, Jesús, Hijo de Dios, Palabra eterna del Padre. Como dice san Juan de la Cruz: “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en el silencio ha de ser oída del alma” (JUAN DE LA CRUZ, o. c., Dichos de luz y amor, 99, BAC, Madrid 1994, 166).
Nuestra mente, habitualmente dispersa en una gran diversidad de pensamientos y de ideas, debe ser unificada y llevada de la multiplicidad a la simplicidad, de la diversidad a la sobriedad. Debe ser purificada de toda imagen mental, de todo concepto intelectual, hasta no ser consciente de nada, salvo de la presencia amorosa de Dios invisible e incomprensible. Es así como, entrando en el silencio aprendemos el arte de la oración, que es un camino espiritual que nos une con Dios y no un lugar para reflexionar sobre Dios o sobre nosotros mismos. Recordemos las palabras de san Bernardo: “Toda la fuerza sale del silencio. A través del silencio nos abismamos en el seno del Padre y a la vez resurgimos de Él con su Palabra eterna. Reposar en el abismo de Dios supone curación para los desordenes del mundo, pues la tranquilidad todo lo sosiega” (SAN BERNARDO,Obras completas de San Bernardo III: Sermones litúrgicos, Monjes Cistercienses de España, Sermón 23, 16).
Dios nos da el espíritu de sabiduría para manifestarnos el verdadero conocimiento y nos ilumina nuestros ojos para conocer a que esperanza estamos llamados. El silencio es una música callada que brota en el corazón cuando se callan todos los sonidos de alrededor. El silencio es la melodía de Dios, una presencia amorosa, quieta y luminosa que envuelve a toda la creación. El silencio siempre habla, pero se escucha en silencio. Silencio y quietud es lo mismo que presencia amorosa.
Según Karlfried Graf Dürckheim,
«Hay un conocimiento temporal y un saber intemporal. La ciencia que sirve para dominar el mundo está en continuo desarrollo. Un invento excluye a otro. Lo que se ha descubierto ayer, hoy ya no satisface. Pero el saber de Lao-Tse es una sabiduría tan válida hoy como lo fue en su tiempo. El tesoro de sabiduría de la humanidad tiene que ver con su devenir interior y con su vinculación a lo sobrenatural. Este vivo contenido es independiente de lo espacio-temporal. Las apariencias y contradicciones bajo las que se presenta, que están determinadas por la época y el lugar, la expresan y ocultan a la vez. Y a través de todas las capas externas irradia la vida más allá del espacio-tiempo”(K. G. DÜRCKHEIM, El maestro interior, Mensajero 1992, 23).
El silencio es necesario para encontramos a nosotros mismos y para autodescubrirnos de manera auténtica; nos ayuda a mirar el pasado con ecuanimidad, el presente con realismo y el futuro con esperanza. El silencio nos permite contemplar al dador de la Vida, a los hermanos y a la naturaleza con una nueva mirada, y nos ayuda a proyectarnos, en la realización del plan o la vocación que Dios ha dispuesto para cada uno de nosotros desde siempre.
El escritor y sacerdote Pablo d’Ors (Madrid, 1963) cree que no hay ningún camino “tan radical para el autoconocimiento” como el de sentarse cada día en silencio y en quietud a meditar, es decir, a trabajar la mansedumbre y la aceptación de lo que hay. En un mundo en el que, según el autor de ‘Biografía del silencio’ (Siruela, 2012) y ahora ‘Biografía de la luz’ (Galaxia Gutenberg, 2021) –una relectura del Evangelio–, hemos dejado de creer en la belleza y el bien, y en el que la oscuridad se ha ido apoderando de nosotros en sus diversas formas, necesitamos más que nunca “mirarnos por dentro para cambiar por fuera”. Hablamos con él en una nueva entrega de nuestras ‘entrevistas emocionales’. ¿Dios ha muerto? ¿Dónde está Dios?
D’Ors sostiene que los bienes materiales nos han dado una seguridad ficticia que nos ha ido endureciendo el corazón. “A veces vivimos tan debajo de nosotros mismos que apestamos”, afirma este meditador, que nos anima a huir de lo convencional para no poner en riesgo nuestra singularidad y a reencontrarnos con nuestro yo profundo. “El ego siempre teme ser desplazado por el verdadero yo”, sentencia.
El escritor madrileño acaba de publicar Biografía de la luz (Galaxia Gutenberg), donde hace una relectura mística y una interpretación del Evangelio. “Cristo es un faro para toda la humanidad, no solo para los cristianos. Perderse el patrimonio espiritual del cristianismo solo porque no se es confesionalmente cristiano me parece una triste necedad”, explica el también fundador de Amigos del Desierto, un colectivo integrado por cientos de meditadores de toda España. Sentarse, respirar, acallar los pensamientos, quedarse en silencio con uno mismo, volver al centro, volver a casa… ¿Meditar para derrotar nuestro ego y reencontrarnos con nuestro yo más profundo, con nuestra esencia, meditar para morir y renacer?
No se trata de hacer cosas raras: cruzar las piernas en una postura incómoda, unir el índice y el pulgar, encender barritas de incienso… Todo eso son rituales que pueden ayudar, pero que también pueden distraer de lo esencial. Lo capital es atrevernos a estar sin hacer nada de particular. Porque nos identificamos con lo que hacemos y, cuando no podemos hacer, entramos en crisis, como no podía ser de otra manera. Pero somos mucho más de lo que hacemos. La escuela del ser es aprender a no hacer. Sentarse, respirar, acallar los pensamientos, quedarse en silencio con uno mismo, volver al centro, volver a casa… ¿Meditar para derrotar nuestro ego y reencontrarnos con nuestro yo más profundo, con nuestra esencia, meditar para morir y renacer?
Así es. Lo de morir a uno mismo, si te sientas a meditar con humildad y perseverancia, lo garantizo. Lo de renacer, en cambio, ya veremos. Eso depende de que mueras de verdad. Meditar te cambia. No meditamos porque no queremos cambiar, es así de sencillo. No conozco ningún camino tan radical para el autoconocimiento como el de simplemente sentarse cada día en silencio y en quietud. La cosa es que si no morimos y renacemos constantemente, nos sobrevivimos a nosotros mismos: queda la biología, pero sin biografía.
Lo difícil, escribes en ‘Biografía del silencio’, no es meditar sino querer ponerse a meditar…
No se trata de hacer cosas raras: cruzar las piernas en una postura incómoda, unir el índice y el pulgar, encender barritas de incienso… Todo eso son rituales que pueden ayudar, pero que también pueden distraer de lo esencial. Lo Estamos en manos de nuestros pensamientos y de nuestras distracciones, de la tiranía de nuestra mente. Dicen que tenemos al día unos 60.000 pensamientos, la mayoría negativos. ¿Cómo se empieza a escapar de este control mental, cómo se inicia uno en el camino de la espiritualidad?
Un camino es un horizonte y la tierra que pisamos, las dos cosas: ideal y realidad. Sin el ideal, no somos peregrinos, sino simples vagabundos. Sin realidad, somos meramente utópicos o idealistas. Las personas espirituales mantienen viva la tensión entre el ideal y la realidad. ¿Cómo empezar a caminar? Dando un paso, sólo uno, eso es totalmente posible. Pero un paso orientado hacia el ideal, Dios, la plenitud, como queramos llamarlo. Sin lo concreto, todo lo espiritual es inmensamente oprimente.
Queremos controlarlo todo. Queremos vivir imponiendo nuestros deseos. Vivimos manipulando personas y cosas para nuestra propia satisfacción. En ‘Biografía de la luz’, señalas: “Creemos que estamos en el mundo para cambiarlo, en lugar de disfrutarlo”. Si aceptáramos la vida tal como viene, tal como es, sin poner resistencias, ¿no nos libraríamos de muchos sinsabores diarios? Aceptar la vida como viene no significa santificarla. Significa que sólo puedes cambiarla si la amas como es. El amor incluye tanto la aceptación de lo que hay como el deseo de plenitud. Los sinsabores diarios siempre estarán ahí, no cabe eliminar del todo las contrariedades y dificultades que se nos presentan a cada rato. Pero podemos trabajar (¡y se consigue!) para que esos sinsabores sean menos amargos y, sobre todo, para que no empañen la alegría de estar vivos. Todo esto que estoy diciendo suena teórico sólo si no se vive.
Señalas que hay tres tentaciones que nos alejan del ser: el placer, el poder y el tener. Los tiempos que vivimos están dominados por los apegos, las posesiones, las apariencias, las exhibiciones, la acumulación, la celeridad, el individualismo, los abusos de poder, el hedonismo, la autoafirmación constante… Decimos que esto es vivir, pero parece más bien un autoengaño o una trampa. ¿Qué entenderíamos, desde la meditación, la contemplación y la espiritualidad, por buena vida?
Una buena vida es una vida con amor, la cosa es así de simple. Y amar significa la capacidad de dar y de recibir, las dos cosas. Si nos sentimos amados y amamos, pase lo que pase en nuestra vida estaremos globalmente bien. Pase lo que pase: se derrumbe tu casa, pierdas el trabajo, se te muera tu pareja o tu hijo… La fuerza que da amar y sentirse amado es incomparable, los que lo han probado lo saben. Séneca, en ‘Sobre la brevedad de la vida, el ocio y la felicidad’, dice que no tenemos poco tiempo sino que lo perdemos mucho, y añade: “No recibimos una vida breve sino que la abreviamos”. ¿Nos morimos, a menudo, incluso centenarios, sin haber vivido, sin saber muy bien qué es eso de vivir?
Nuestro miedo a morir es porque no hemos vivido, en efecto. Cuando uno culmina una carrera (la de la vida, por ejemplo), lo propio es descansar, no seguir corriendo. Conviene vivir con la clara consciencia de nuestra caducidad, eso imprime a nuestros días una intensidad y una autenticidad muy necesarias. Ninguna vida es breve o larga, aunque nosotros, desde nuestros parámetros, podamos juzgarlas así. Toda vida, si no la interrumpimos voluntariamente, dura exactamente lo que tiene que durar. Pero ni siquiera la vida es el máximo valor. El máximo valor es el amor, la dignidad, la justicia, la libertad… Podemos entregar la vida por todas estas causas, lo que muestra que estas causas son más altas que la vida misma.
El poeta Alejandro Simón Partal escribe, en su ensayo ‘Las virtudes de lo ausente: fe y felicidad en la poesía española contemporánea’, que el capitalismo salvaje ha rediseñado a Dios y ha pervertido “nuestra capacidad de sosiego y de deseo arrastrándonos al casi manido concepto de lo posthumano”. ¿Hacia dónde vamos?
Conozco a Alejandro, me da muy buena espina. Me parece un tipo honesto, independiente, limpio de corazón, necesario en nuestro tiempo. El capitalismo salvaje, o no tan salvaje, es, efectivamente, la antítesis de Dios. Dios o el dinero, ya lo dice el Evangelio. Yo no sé adónde vamos, no soy un adivino. Pero tengo esperanza, lo que significa que creo que eso hacia donde vamos es globalmente bueno, aunque no lo alcanzaremos, claro, sinpenalidades de todo género. No se puede creer en Dios, como es mi caso, y no creer en la humanidad. Los discursos apocalípticos no ayudan, ayuda la esperanza.
Creemos que somos el centro del universo, que todo gira en torno a nosotros, que la naturaleza está a nuestro servicio. ¿No nos estamos dando demasiada importancia?
Totalmente. Pero el antropocentrismo ha terminado, hay multitud de signos que lo evidencian. Meditamos, quienes meditamos, para darnos cuenta de que, por fortuna, no somos el centro del universo. Pensar que todo gira en torno a nuestro micro-mundo es un flagrante error de perspectiva y, desde luego, una ofensa a la realidad, infinitamente más poliédrica y rica de lo que imaginamos.
En ‘Biografía de la luz’ haces una lectura mística y una interpretación del Evangelio. Ese mensaje de sencillez, de compasión, de amor, esa filosofía de la interioridad que profesa Jesús podría, creamos o no, servirnos de mucha ayuda para esta vida moderna de vacíos y extravíos…
Cristo es un faro para toda la humanidad, no sólo para los cristianos. Perderse el patrimonio espiritual del cristianismo sólo porque no se es confesionalmente cristiano me parece una triste necedad. Leer el Evangelio me sobrecoge, no me deja tranquilo, me obliga a entrar en capas siempre más profundas, me pone en entredicho. Algo de todo esto es lo que he querido compartir en Biografía de la luz. Necesitamos mapas para guiarnos en la vida, y yo he encontrado algunos muy valiosos en los textos sagrados de mi tradición. ¿Dios ha muerto? ¿Dónde está Dios?
Más que en la existencia de Dios, creo en su insistencia. Con mi admirada Simone Weil, os digo: “No os pido que creáis en Dios, pero sí que no creáis en todo lo que no es Dios”. Con eso tenemos tarea suficiente.
El ser humano necesita del diálogo para alcanzar un humanismo pleno. Pero es en el diálogo interior donde se abren las cuestiones últimas de la existencia. ¿Cómo entrar en nuestra esencia mística? Haciendo silencio interior para poder escuchar la voz de Dios que se manifiesta a través de los acontecimientos. José Luis Vázquez Borau presenta 150 perlas escogidas sobre el silencio contemplativo, escritas para meditarlas y saborearlas una a una y reunidas en un libro de cabecera para los momentos diarios de oración, las jornadas de desierto, la semana de retiro o el mes de Nazaret.