Así era Palestina en el siglo XIX antes de que llegara el colonialismo y el conflicto

Aunque desde principios del siglo XX y sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, Palestina ha vivido sumida en una espiral de violencia, muerte y destrucción -y desde el 7 de octubre de 2023 incluso de genocidio-, históricamente no siempre fue así. Antes de convertirse en el objeto de deseo del movimiento sionista-israelí para establecer allí la patria judía, Palestina tuvo un milenio de existencia, funcionando de forma más o menos autónoma, dentro del Sultanato otomano,  y caracterizada por la diversidad, convivencia intercomunitaria y la tolerancia religiosa. En The Conversation, un profesor de historia detalla como era Palestina en el siglo XIX antes de que empezara el conflicto que desde hace 80 años desangra la región.


Gaza, la ciudad vieja. Un dibujo de Henry Baker Tristram a partir de una fotografía de 1857 de Francis Frith.
British Library

Jorge Ramos TolosaUniversitat de València

Llevamos más de 20 meses presenciando en directo cómo Israel comete un genocidio –definido así por académicos judíos israelíes como Raz Segal, Omer Bartov, Amos Goldberg, Lee Mordechai, Daniel Blatman o Shmuel Lederman, además de figuras de las Naciones Unidas y otros expertos internacionales–.

Es la última fase de una historia contemporánea de colonialismo de asentamiento sionista-israelí y de descolonización palestina que se inició entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Generaciones enteras nacieron y desaparecieron con esta problemática internacional como telón de fondo.

Pero no siempre fue así. La violencia, la muerte y la destrucción no tienen que entenderse como el núcleo inexorable de la vida en Palestina.

El inicio se remonta a las últimas décadas del siglo XIX, cuando surgió el movimiento sionista, un nacionalismo colonialista creado por una minoría de judíos europeos asquenazíes que hablaba en nombre del judaísmo pero que no lo representaba.

Influido por otros nacionalismos de la época, el sionismo era sin embargo un “nacionalismo sin territorio”, por lo que tomó la vía del colonialismo de asentamiento. Por un tiempo, el movimiento sionista manejó diversos territorios para establecer la “patria” colonial judía, y el lugar finalmente escogido fue Palestina.

Pero aquel no era un territorio vacío ni “una tierra sin pueblo” como esgrimía el movimiento sionista; ya tenía habitantes. ¿Y cómo era entonces la vida en Palestina?

En el siglo XIX

A finales del siglo XIX, Palestina formaba parte del Sultanato otomano y contaba con aproximadamente un 3-4 % de población judía, un 10-11 % de población cristiana y un 85-86 % de población musulmana –en su mayoría sunni–. Todas estas comunidades hablaban árabe y habían convivido durante más de un milenio en una Palestina caracterizada por la diversidad.

Mapa de Palestina en 1830 que muestra las subdivisiones otomanas.

Mapa de Palestina en 1830 que muestra las subdivisiones otomanas, hecho por Sidney Hall.
David Rumsey Map Collection/Wikimedia Commons

Después de vivir su apogeo entre el final de la Edad Media y el principio de la época moderna, en el siglo XIX el Sultanato entró en su etapa de decadencia final. Se independizaron numerosos territorios y el régimen sufrió la derrota en diversos enfrentamientos bélicos.

Por aquel entonces, el territorio al que nos referimos no constituía una estructura política diferenciada y se conocía como Siria meridional, Tierra Santa o, de forma cada vez más habitual, como Filistin/Falastin (Palestina), una denominación utilizada desde el siglo V a. e. c.. La Franja de Gaza, por ejemplo, no existía como tal, y no lo haría hasta la después de la Nakba –“catástrofe”– de 1948, la expulsión de casi dos tercios de la población palestina indígena, unos habitantes que se convirtieron en refugiados. Unas 200 000 personas se refugiaron en la Franja.

En la Palestina de finales del siglo XIX, prácticamente la totalidad de sus habitantes eran árabes (según el criterio identitario lingüístico-cultural) y tenían una adscripción religiosa heterogénea. Eran básicamente rurales, tenían un estilo de vida tradicionalmente bastante autónomo respecto al poder estatal y estaban organizados en torno a la familia y el clan (hamula).

Un jeque (sheikh), que solía ser el líder del hamula más fuerte, representaba a su clan y a otros cercanos ante instancias superiores. Aplicaba las medidas políticas que venían desde arriba y tenía la atribución para recaudar impuestos, pero también era esencial su labor para dirimir disputas y reconciliar a las familias.

De lo rural a la urbe

Las leyes de propiedad del suelo establecidas durante el siglo XIX alteraron ciertos regímenes de propiedad y explotación de la tierra, formalizando títulos individuales de propiedad legal o estableciendo numerosos latifundios. Aparecieron las primeras bolsas de trabajo asalariado en el sector agrícola y la propiedad privada empezó a convertirse en un privilegio.

Dos hombres hablan sentados en unas rocas con una ciudad al fondo.

Fotografía coloreada de los alrededores de Jerusalén de finales del siglo XIX, hecha por Bonfils.
National Photo Collection of Israel

Numerosos campesinos (fellahin) y pequeños comerciantes urbanos tuvieron que vender sus derechos de propiedad a terratenientes o a familias pudientes de las ciudades. Muchas de estas descubrieron que gracias a la especulación podrían obtener beneficios cómodamente, algo de lo que se aprovecharían posteriormente los compradores sionistas.

De todos modos, durante la segunda mitad del siglo XIX la vida comunal continuó teniendo una importancia fundamental en la población palestina. En este contexto, a pesar de intentar ser proscrito, el sistema musha de rotación voluntaria de cultivos colectivos pervivió, haciendo que toda la comunidad se beneficiase de las tierras más fértiles cuando llegaba su turno y fortaleciendo el sentimiento de colectividad.

Con el mandato británico posterior a la Primera Guerra Mundial, este método comunitario agrícola sería definitivamente abolido.

La internacionalización palestina

En estas y otras tierras de propiedad diversa se cultivaba sobre todo el olivo, cereales, árboles frutales y el algodón en la zona septentrional. Palestina estaba inserta en los circuitos comerciales transnacionales y tenía una notable interacción económica con el extranjero. A lo largo del siglo XIX, aumentó la exportación de productos como cereales, sésamo, aceite de oliva, tabaco y algodón. Pero fue especialmente el comercio de naranjas de la zona de Jaffa el que más se expandió.

También había otros centros industriales y económicos significativos: la manufactura de madera de olivo en Belén, la industria textil en Gaza y de vidrio en Hebrón, el núcleo ferroviario, industrial y portuario de Haifa o todo lo relacionado con el mundo de la cultura, la comunicación y la exportación de cítricos en Jaffa.

En las últimas décadas del siglo XIX, las exportaciones e importaciones crecieron exponencialmente y Palestina se fue constituyendo como un lugar de acceso a los mercados del Levante mediterráneo.

De esta manera, la zona no era únicamente sinónimo de Tierra Santa. Para que la interacción económica pudiese desarrollarse, fueron básicas las nuevas redes de comunicación: las carreteras y ferrocarriles unieron las ciudades más importantes de la zona con los territorios colindantes y con Europa. Anteriormente ya se habían establecido rutas navales regulares entre sus puertos y el Viejo Continente.

Fotografía en blanco y negro de una vía del tren adentrándose en el mar.

En la milenaria ciudad palestina de Jaffa, la vía del tren se adentraba en el mar Mediterráneo para conectar mejor el comercio.
Historical Railway Images/Flickr

También comenzaron a llegar viajes organizados desde Marsella o Trieste, iniciando sus actividades agencias de viajes como Cook & Hijos, que transportaban turistas y peregrinos a Palestina. Del mismo modo, varias compañías internacionales cubrían el servicio postal.

La educación palestina

Las reformas otomanas decimonónicas reestructuraron el sistema escolar público siguiendo el modelo francés. Sin embargo, aunque se consiguió aumentar la escolarización elemental, su impacto quedó limitado por el hecho de que la lengua docente fuese el turco. En los últimos años del Imperio otomano, en torno al 34 % de los niños y el 12 % de las niñas en edad escolar estaban matriculados en centros de enseñanza primaria.

Para ir al instituto los jóvenes debían desplazarse a Damasco, mientras que para acceder a la universidad debían acudir a Estambul. Las distancias y las limitaciones en el acceso restringieron enormemente las posibilidades de recibir educación superior.


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La movilidad social se vio, no obstante, afectada. Algunos miembros de las elites locales llegaron a la burocracia imperial y emergió una pequeña clase media urbana en contacto con las elites tradicionales.

Además, el estudio en las mismas escuelas por parte de cristianos, judíos y musulmanes pudo contribuir a que compartiesen perspectivas comunes sobre el mundo que les rodeaba.

Tolerancia religiosa

El territorio se caracterizaba por la pluralidad y la tolerancia en la esfera religiosa. No había problemas de acceso a los Santos Lugares de las tres religiones monoteístas. Sólo la llegada del colonialismo de asentamiento sionista empezó a alterar esta situación.

Picado de una calle en una ciudad con gente paseando y una puerta antigua al fondo.

Fotografía de la Puerta de Jaffa, en Jerusalén, hecha por Félix Bonfils alrededor de 1870.
Metropolitan Museum of Art

Entre 1850 y 1880, alrededor de medio millón de personas vivían en Palestina, un territorio de unos 27 000 kilómetros cuadrados. Como destacamos al inicio, convivían la mayoría musulmana con las minorías cristiana y judías. El sistema otomano otorgaba un considerable grado de autonomía a las religiones que no eran la oficial islámica: les concedía reconocimiento estatal, representación y potestad para dirimir sobre asuntos relacionados con el culto, la justicia religiosa, la educación o el estatus individual.

En Palestina estaban arraigadas interpretaciones populares de las tres religiones mayoritarias. Como en muchos otros lugares del Mediterráneo, no era infrecuente la creencia en malos espíritus (jinn, en árabe) o en el mal de ojo, del que los árabes-palestinos, independientemente de su religión, se solían proteger con la figura de la conocida como mano de Fátima o de Miriam.

Por otro lado, la relación entre las autoridades religiosas y los creyentes era frecuentemente bidireccional. La población interactuaba con los representantes religiosos e incluso dialogaba con ellos sobre las interpretaciones de los textos sagrados.

Litigios e igualdad social

En los ámbitos rurales, a pesar de estar subordinadas a un régimen patriarcal y al modelo de domesticidad, gran parte de las mujeres palestinas participaban en las tareas agrícolas, educativas y en decisiones que concernían a sus vidas. Conformaban un sujeto diverso, cambiante y con capacidad de agencia que desmitificaba la imagen de mujer pasiva y sumisa del “Tercer Mundo” –y sobre todo musulmana– que aún hoy predomina en numerosas perspectivas orientalistas, racistas y patriarcales del Norte Global.

Fotografía de dos mujeres con cestos en la cabeza.

Mujeres de Siloé, fotografía de Félix Bonfils alrededor de 1870.
Getty Center

Como ejemplo de la variabilidad y la diversidad, puede decirse que, generalmente, en los pueblos y en los barrios populares de las ciudades, las mujeres musulmanas no llevaron velo hasta que estos lugares empezaron a ser visitados recurrentemente por extranjeros o hasta que los colonos sionistas europeos empezaron a ser numerosos. En las clases pudientes el fenómeno llegó a ser el opuesto; aunque el velo era la norma, conforme se acercaba el final del siglo XIX las excepciones comenzaron a ser cada vez más habituales.

En la Palestina urbana, las estructuras patriarcales podían llegar a ser más livianas, sobre todo en las familias de notables. La vida cotidiana de la mayoría de las mujeres dependía más de la clase social o del ámbito en el que vivían que de si pertenecían a una religión o a otra. En algunos aspectos, las fronteras entre las personas eran más bien difusas en Palestina.

Es decir, hasta la llegada del colonialismo de asentamiento sionista y el desarrollo de su movimiento político nacional-colonial, no existía ningún enfrentamiento intercomunitario entre los distintos grupos de Palestina. Fuese cual fuese su religión, todas las personas compartían la tierra, se comunicaban en árabe y interactuaban de manera diversa con un mundo cada vez más acelerado y cambiante por la llegada de la época industrial.

De hecho, el territorio no solo no vivió la oleada judeófoba que estuvo presente en distintos ámbitos europeos en el mismo periodo ni se sucedieron episodios violentos como los pogromos del Este de Europa o del sur de la Rusia zarista, sino que las diversas comunidades que residían en Palestina cooperaron en varias esferas socio-económicas.

Por tanto, es necesario recordar que no estamos ante un “conflicto” religioso ni milenario, sino contemporáneo y colonial. En medio del horror del genocidio actual, también cabe conocer el pasado anterior a la llegada sionista y cómo durante siglos la convivencia intercomunitaria marcó la vida en Palestina. El futuro sólo puede pasar por el fin del genocidio y del colonialismo y por el que todas las personas, sean judías, cristianas, musulmanas o ateas, tengan los mismos derechos.

Jorge Ramos Tolosa, Profesor e investigador de Historia Moderna y Contemporánea, Universitat de València

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Carlos de Foucauld en Tierra santa

https://cmc-terrasanta.org/es/media/terra-santa-news/27253/charles-de-foucauld-en-terra-santa

En Nazaret, se celebró una misa de acción de gracias en la Basílica de la Anunciación con motivo de la canonización de Carlos de Foucauld. Un momento de celebración para toda la Iglesia pero sobre todo para la comunidad local. Para la ocasión, se llevaron a cabo diversas iniciativas de oración ante el Santísimo Sacramento, tal y como lo hacía este hombre de Dios. P. GIOVANNI MARCO LOPONTE, jc Hermanitos de Jesús Caritas Es realmente hermoso que hoy nos reunimos para celebrar a un santo enamorado de Jesús y que trató de imitarlo y gracias a eso se ha convertido en hermano de todos. Charles de Foucauld vivió durante tres años en Nazaret a la sombra del convento de las Clarisas. Realizó pequeños trabajos de jardinería y creó objetos para los peregrinos que comenzaban a llegar a Tierra Santa. Madre MARIA FELIPA RUIZ ORTEGA, osc Abadesa del Convento de las Clarisas – Nazaret Las Clarisas lo acogieron para ayudarle. La Madre Michelle, en ese momento abadesa del Monasterio, le ofreció un pequeño lugar donde construyó una “casa”, una pequeña choza y donde se reunía en oración en busca de la verdad. A la entrada del convento, la abadesa nos muestra el pequeño museo con algunos objetos pertenecientes al santo: el crucifijo regalado por la Madre Abadesa, un icono realizado por él y restos de su cabaña. Un hombre de esencialidad pero también un ejemplo de fraternidad Universal. Mons. PIERBATTISTA PIZZABALLA Patriarca latino de Jerusalén La suya no era una fraternidad genérica, basada solo en los buenos sentimientos, sino una fraternidad basada precisamente en su amor a Cristo, que abría la perspectiva de un encuentro hacia toda persona, independientemente de su pertenencia religiosa o étnica. . En la comunidad de Charles de Foucauld en Nazaret todo habla de la sencillez de una vida dedicada a la oración ya hacer el bien a los demás. Durmió poco, rezó mucho y caminó mucho por estas tierras. P. GIOVANNI MARCO LOPONTE, jc Hermanitos de Jesús Caritas Con el tiempo, mes tras mes, descubrió que este deseo de la vida de Jesús en Nazaret, una vida escondida, de silencio, de contemplación junto a los pobres, los últimos y los abandonados, podía vivirlo en cualquier lugar y así decidí vivir en medio de aquella gente que consideraba más abandonada. Los años en Tierra Santa marcan un antes y un después, un punto de inflexión, no solo por las páginas del Evangelio que le hablaban, sino también por la maduración de la vocación sacerdotal. Precisamente en el tiempo que vivió en Jerusalén, en el monasterio de las Clarisas. Madre MARIA CHIARA BOSCO, osc Abadesa del Convento de las Clarisas – Jerusalén Estamos en el locutorio, en el Monasterio de las Clarisas de Jerusalén. Es uno de los lugares más queridos por Charles de Foucauld que conservamos, porque en un principio fue originalmente la capilla temporal de la primera fundación que el P. Charles conoció cuando llegó a Jerusalén. Y durante los 3 años de su estancia en Nazaret fue 4 veces a Jerusalén. Madre MARIA CHIARA BOSCO, osc Abadesa del Convento de las Clarisas – Jerusalén Su presencia está muy ligada a la figura de nuestra Madre fundadora del Monasterio de Nazaret y Jerusalén, Madre Isabel del Calvario, que quiso conocerlo, porque desde Nazaret llegaba la noticia de que Tenían un huésped, un nuevo personaje en la hospedería que era muy sencillo, modesto, humilde pero a la vez decían que «era un santo». La Madre quería conocerlo. «¡Tenemos un Santo en la casa!»: Estas palabras salieron del corazón y de la boca de la Madre Isabel del Calvario, dirigiéndose a la comunidad después de reunirse con él por primera vez en la sala. Madre MARIA CHIARA BOSCO, osc Abadesa del Convento de las Clarisas – Jerusalén En estos cinco meses más o menos que vivió en Jerusalén, decimos que maduró en Charles esta orientación, la decisión de ser sacerdote sobre la que escribió que “no se sentía digno” . Con motivo de la canonización de Charles de Foucauld, la Kehilla de Jerusalén y las Hermanitas de Jesús organizaron una vigilia de oración en el monasterio de las Clarisas de Jerusalén, seguida de una exposición de objetos realizados por él durante su estancia en el monasterio. Charles de Foucauld dejó un gran legado de manuscritos: más allá de las cartas, más de doce mil páginas de notas, bocetos y dibujos, billetes y otros numerosos objetos… Fueron años de gracia hasta su silenciosa desaparición en el escondite del desierto africano.