El martirio de los jesuitas de la UCA: La Iglesia que molesta desde la experiencia de Jesús de Nazaret

Los mártires de la UCA
Los mártires de la UCA Claudia Munaiz

«Ignacio Ellacuría, Nacho Martín-Baró, Segundo Montes, Armando López, Joaquín López, Juan Ramón Moreno, Elba y Celina Ramos, gracias por vuestro testimonio, seguís vivos junto a nosotros y nos seguís ayudando como pueblo y como creyentes»

«No queremos que en El Salvador, ni en ninguna parte se mate a nadie, cristiano o no, pero la gran pregunta en cualquier parte del mundo, es cómo estamos haciendo los cristianos que ya no somos molestos, qué hacemos para que no seamos molestos para casi nadie, qué hacen nuestras comunidades cristianas, de parte de quién estamos los que celebramos la Eucaristía cada domingo»

«Hoy los jesuitas seguirían siendo molestos y volverían sin duda a ser asesinados, por decir y vivir lo que dijeron, y lo único que decían era que todos tenemos derecho a vivir, y a vivir dignamente, que nadie tiene derecho a aprovecharse del otro, especialmente del pobre»

Javier Sánchez. Párroco de Navalcarnero

Siempre que llega un aniversario tan importante para mí como este, el del martirio de los jesuitas de la UCA, lo que me sale es decir: ¡de nuevo ha pasado un año! ¡Parece que fue ayer cuando celebrábamos el anterior! Pero me pongo a escribir y a pensar como si fuera ayer, porque además, por desgracia, miro alrededor y descubro que las circunstancias van siendo las mismas que el año anterior, y las del anterior….

Y las del mismo día que sucedió el acontecimiento que celebramos. Y digo, celebramos, porque ciertamente para mí cada año es una celebración nueva, porque es una celebración, de vida, de evangelio y de felicidad, como también diría el papa Francisco. Cada aniversario es una llamada también por eso a cuestionarme y a preguntarme cómo vivo yo también esa misma felicidad, cómo voy pasando mi vida desde el encuentro con Jesús y con los hermanos, y sobre todo cómo voy “pasando la vida”, disfrutando de ella y haciendo que otros disfruten.

Un año más, 36, celebramos este acontecimiento, desde la alegría y desde la esperanza. Desde la alegría de tener con nosotros a personas que han dado la vida precisamente por eso; por hacer felices a los demás, y desde la esperanza de saber que sus vidas entregadas, como la de Jesús, como la de Monseñor Romero, como la de Rutilio Grande, o la de Gerardi, no han sido en vano, sino que han abierto una senda nueva de humanidad, de esperanza y por tanto de evangelio.

La muerte de los jesuitas y nuestras dos amigas, en la UCA fue una muerte de alguna manera “anunciada», porque lo que decían y lo que hacían les llevó a eso. Lo que decían y hacían era molesto para los poderes del momento, su vida era una vida que no gustaba a muchos, y por eso los mataron, no podían vivir. Su vida molesta, atrevida, contestataria y crítica fue la causa de su asesinato y de su martirio. En el fondo, como la de Jesús de Nazaret, su muerte fue consecuencia de su vida. Ellos no querían morir, querían vivir y dar vida otros, querían decirnos que todos tenemos derecho a esa misma vida y a esa misma dignidad; pero algunos piensan que la vida “solo es para ellos”, y por eso algunos sobran.

Aniversario de los mártires de la UCA
Aniversario de los mártires de la UCA RD

Y decía que por desgracia las causas que dieron muerte a los jesuitas, a Celina y a Elba, son las mismas que siguen dando muerte a millones de seres humanos. Porque las causas son la pobreza, el poder y el dinero, y eso es lo que sigue matando a muchas personas en el mundo. El  genocidio y exterminio de Gaza continúa porque los poderosos quieren el dinero; en Ucrania sigue la guerra, porque quieren arrebatar los derechos de las personas; en casi todos los países de África se sigue expoliando a los débiles y a los pobres, en América Latina solo se mira el dinero y el que no lo tiene no cuenta…

En lugar de protestar porque en algunas ocasiones se la persigue, nuestra Iglesia debería preguntarse justamente lo contrario:  por qué no siempre se la persigue, por qué no es molesta

Los jesuitas eran molestos, y por eso no “tenían derecho a vivir”. Pero quizás por eso la Iglesia tenía que preguntarse cuál es su actitud; en lugar de protestar porque en algunas ocasiones se la persigue, nuestra Iglesia debería preguntarse justamente lo contrario:  por qué no siempre se la persigue, por qué no es molesta. Ya lo decía Jacques Gaillot “Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada”, entendiendo como servicio la defensa de los pobres y los humildes, el lavar los pies a aquellos a los que nadie quiere lavárselos y no cuentan. Pero por desgracia, no es siempre así, la Iglesia no solo no sirve a los pobres, sin que sigue siendo “servil de los ricos”, y por eso quizás no es molesta, su mensaje y sobre todo su testimonio, no causa dificultad a nadie.

De ahí que el martirio de los jesuitas, de Celina y de Elba se pueda considerar un martirio político, es decir un martirio no que favoreciera a un partido político concreto, sino un martirio que “tomaba partido” por un grupo concreto de personas, es decir que tomaba partido por los pobres, por los desheredados, por los que nadie quiere. Un martirio que iba claramente en contra de los que “fabricaban la muerte”, que eran, son y serán siempre los ricos, los que creen que tienen derecho a vivir a consta de los pobres. Los que criticaba fuertemente el libro de Amós y que leíamos en la liturgia del domingo XXVI del tiempo ordinario: “Ay de aquellos que se sienten seguros en Sion; confiados en la montaña de Samaría! Se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes”(Amós 6, 1a).

Recuerdo a los mártires de la UCA
Recuerdo a los mártires de la UCA

O cuando el mismo profeta Amós seguía diciendo: “Escuchad esto, los que pisoteáis al pobre y elimináis a los humildes del país diciendo: “¿Cuando pasará la luna nueva, para vender el grano, y el sábado para abrir los sacos de cereal – reduciendo el peso y aumentado el precio, y modificando las balanzas con engaño- para comprar al indigente por plata y al pobre por un par de sandalias, para vender hasta el salvado del grano?”.

Quizás al escuchar estas palabras algunos dirían que “el profeta Amós era comunista o el precursor de Carlos Marx”, como tantas veces se dijo de los jesuitas, de Monseñor Romero, de Rutilio Grande o incluso del mismo papa Francisco. Pero no, no son palabras de Carlos Marx, sino del profeta Amós, y cuando hemos proclamado esas palabras en nuestras eucaristías, al final hemos dicho “Palabra de Dios”, porque hemos reconocido que en esas palabras nos hablaba y nos habla el mismo Dios.

Era tan molesta su actitud y su testimonio que estaban abocados a su martirio, y es lo que también reconocía la propia compañía de Jesús en su XXXII Congregación General: “No trabajaremos en la promoción de la justicia sin que paguemos un precio” (C.G. XXXII, D4, N.46). Ellos pagaron un precio demasiado caro, pagaron el precio con su propia vida.

Se sigue persiguiendo como antaño a los que critican la “violencia de la pobreza”, porque es la violencia que el actual presidente, Nayib Bukele, sigue sin querer atajar

En el pequeño país centroamericano, en la Tierra Santa de Monseñor Romero y de los mártires de la UCA, sin embargo sigue existiendo la injusticia, la pobreza y el asesinato por hambre de millones de personas. Y se sigue persiguiendo como antaño a los que critican la “violencia de la pobreza”, porque es la violencia que el actual presidente, Nayib Bukele, sigue sin querer atajar: la pobreza y desigualdad que hace que varios millones de salvadoreños tengan que estar fuera de su país y otros millones tengan que malvivir en El Salvador. La violencia de la pobreza que favorece el que los pobres y desvalidos estén en las cárceles, mientras los ricos están “en lechos de marfil”, que decía el profeta.

¿Y la Iglesia, mientras qué? ¿Qué está haciendo la Iglesia salvadoreña? ¿Es molesta y perseguida como lo fueron los jesuitas, Monseñor Romero o Rutilio Grande? Parece que tiene poco que decir, y no es que nadie quiera que se mate a nadie, ni tampoco a los cristianos, pero cuando le preguntaron a Monseñor Romero en una ocasión si no estaba preocupado porque mataran a sus sacerdotes, cuando estaba la represión de antes de la guerra, sus palabras fueron muy claras: “Si no mataran a los sacerdotes, sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo”.

No queremos que en El Salvador, ni en ninguna parte se mate a nadie, cristiano o no , pero la gran pregunta en cualquier parte del mundo, es cómo estamos haciendo los cristianos que ya no somos molestos, qué hacemos para que no seamos molestos para casi nadie, qué hacen nuestras comunidades cristianas, de parte de quién estamos los que celebramos la Eucaristía cada domingo. Son preguntas, que yo, como cura, me hago cada día, son preguntas que nos tienen que llevar a un “verdadero y auténtico examen de conciencia” que nos haga tomar una postura real y militante a favor de las minorías pobres, necesitadas y machacadas.

Martires UCA
Martires UCA

Jesús de Nazaret no murió, lo asesinaron, los jesuitas, Celina y Elba no murieron, fueron asesinados, Monseñor Romero no murió, fue asesinado… los miles de palestinos que han seguido ayudando en los hospitales y lo siguen haciendo en el genocidio de Gaza, no han muerto, los han asesinado vilmente, y las bombas y las balas que los han asesinado, no han ido contra terroristas o contra “comunistas”, sino contra aquellos que defendían las causas de los “sin voz”. Detrás del extermino de los terroristas en Gaza, se ha exterminado al pueblo pobre y desamparado, porque los 70.000 asesinados en Gaza no eran precisamente terroristas, como no lo eran los más de 20.000 niños asesinados y mutilados.

Hoy los jesuitas seguirían siendo molestos y volverían sin duda a ser asesinados, por decir y vivir lo que dijeron, y lo único que decían era que todos tenemos derecho a vivir, y a vivir dignamente, que nadie tiene derecho a aprovecharse del otro, especialmente del pobre, y que lo más cruel en este mundo es enfrentarse al caído para expoliarle y maltratarle. Los jesuitas hoy, como tantos mártires salvadoreños y de todo el mundo, nos siguen haciendo la misma pregunta que hizo Dios a Caín: “¿Dónde está tu hermano?» , ¿qué has hecho con él? “Tuve hambre, tuve sed, estuve enfermo o en la cárcel y no me asististeis” (Mateo 25).

Su buscar la justicia y la dignidad para todos los salvadoreños se sigue ansiando allí, precisamente porque no existe, porque lo que sigue primando allí es la terrible desigualdad

Pero la causa de los jesuitas, Celina y Elba, sigue abierta en la actualidad, sigue abierto su proyecto de vida, sigue abierto por lo que ellos lucharon y dieron la vida. Su buscar la justicia y la dignidad para todos los salvadoreños se sigue ansiando allí, precisamente porque no existe, porque lo que sigue primando allí es la terrible desigualdad entre ricos y pobres, lo sigue sucediendo en  El Salvador, es que los pobres son cada vez más pobres y los ricos son cada vez más ricos.

“Han matado a toda mi familia”, dijo nada más enterarse de la noticia el teólogo Jon Sobrino, porque para él esa era su familia, junto los pobres y desheredados de El Salvador. La familia jesuítica y las dos mujeres que los cuidaban fueron asesinados por el poder opresor que no aguanta que alguien les critique ni les diga que todos somos iguales. El libro de Moltmann, “El Dios crucificado”, fue el que cayó a los pies del cadáver de Ignacio Ellacuría, cubierto de sangre, porque era el mismo Jesús crucificado el que volvía a ser de nuevo crucificado en aquellos hombres y mujeres cuyo único delito era predicar la fraternidad y la igualdad entre todos.

Los jesuitas habían sido solidarios con los crucificados salvadoreños, les habían defendido, habían hecho de la teología la justificación de su propia fe, pero una fe encarnada y que efectivamente era molesta para los ricos. Tanto se solidarizaron con ellos, tanto les defendieron, tanto fueron su voz que murieron como ellos: asesinados y crucificados. Y junto a ellos “el pueblo crucificado” salvadoreño, del que tanto habla también Jon Sobrino.

Reliquias de Romero y Ellacuría
Reliquias de Romero y Ellacuría

Ignacio Ellacuría afirmaba: “El problema radical de los derechos humanos es el de la lucha de la vida en contra de la muerte”, unos derechos que significan reconocer al otro como persona, y como tal con los mismos derechos que tiene cualquier ser humano, sea cual sea su posición o condición social.

Para Monseñor Romero, “el gran mal de El Salvador es la riqueza, la propiedad privada”, una riqueza que subyuga a los pobres, aun todavía, una pobreza que se convierte en la auténtica y radical violencia que existía entonces y que sigue existiendo ahora. La violencia no es solo la de las pandillas, es la del pobrerío hambriento que sigue gritando justicia. Y eso no desde una simple ideología, sino desde Dios, desde su palabra, desde su proyecto para todas las personas “Dios no ha hecho la muerte, sino la vida”, que también decía el obispo asesinado.

Hace apenas dos meses nos dejó también el que era provincial de los jesuitas en aquel momento, José María Tojeira, un hombre entregado hasta el final al pueblo. Y con él se nos fue también lo que significó aquel día cruento para él: el encuentro con sus hermanos asesinados. Fue Francisco Estrada el que se asomó donde estaba aseándose el padre Tojeira y le comunicó lo sucedido: “Chema, acaba de llegar Obdulio (el marido de Elba) y dice que han asesinado a los jesuitas de la UCA y también a su mujer y a su hija”. Y cuando los periodistas entrevistaron al padre Tojeira y a Monseñor Rivera y Damas y le preguntaron “Arzobispo, ¿quién mató a los padres jesuitas?, y él les contesto: los mató el mismo odio que mató a Monseñor Romero”.

Y así fue, el mismo odio que siguió matando a Monseñor ese mismo día, porque la fotografía suya que se encuentra ahora en el centro Monseñor Romero, estaba también cubierta a balazos, como si los propios asesinos del ejército (sí, porque fue el ejército pagado por la derecha rica del país y de los Estados Unidos, los que los mataron a ellos y a Monseñor ), hubieran “vuelto a matar en la foto a Monseñor Romero”, porque descubrieron que Monseñor no estaba muerto, sino que seguía vivo entre su pueblo y entre su pobrerío.

Último adiós al jesuita José María Tojeira
Último adiós al jesuita José María Tojeira

Ese mismo odio que mató a miles de salvadoreños antes de la guerra con una cruel represión, que los siguió matando durante la guerra, y que ahora en una falsa paz los siguió matando, primero por las pandillas callejeras, y ahora por “el orden violento establecido” del nuevo presidente Nayib Bukele, que simplemente ha sustituido la violencia callejera por la violencia institucional impuesta por él mismo. Pero sin llegar a hacer caso a la auténtica violencia que asuela el pequeño país centroamericano desde hace años: LA VIOLENCIA DE LA POBREZA Y DE LA INJUSTICIA.

Un año más seguimos recordando sus asesinatos, y lo seguimos haciendo con esperanza, mirando hacia adelante, y sobre todo con una profunda alegría, porque podemos honrar a unos hermanos y hermanas nuestras que dieron la vida por el evangelio, dieron la vida porque los salvadoreños y salvadoreñas fueran más felices. Su vida, no ha sido en vano, como la de Jesús, “Si el grano de trigo cae en tierra y muere da mucho fruto” (Juan 12,24). Y así fue y es el grano de trigo de los mártires jesuitas, de Celina y de Elba. Es un grano que sigue dando fruto en medio de la tierra santa y del pueblo de El Salvador.

Ellos fueron Iglesia molesta, ellos fueron Iglesia que estorbaba, ojalá que la Iglesia siempre sea molesta, que siempre estorbe, ojalá que la Iglesia en cualquier parte del mundo siga anunciando con su vida el evangelio, siga anunciando que todos somos hermanos, que Dios nos quiere a todos por ser hijos de Él y que por eso todos tenemos derecho a vivir con dignidad. Ojalá que la Iglesia “nunca se case con nadie”, sino que siga siendo fiel al Espíritu de Jesús. Ojalá que la Iglesia salvadoreña y la del mundo entero siga siendo voz para los sin voz, y semilla de algo nuevo.

El asesinato de los jesuitas, de Elba y de Celina nos invita un año más a tomar partido, ¿de parte de quién estamos los cristianos? ¿de los que asesinan en Gaza? ¿De los que oprimen en las cárceles de El Salvador?

El asesinato de los jesuitas, de Elba y de Celina nos invita un año más a tomar partido, ¿de parte de quién estamos los cristianos? ¿de los que asesinan en Gaza? ¿De los que oprimen en las cárceles de El Salvador? ¿De los que bombardean en Ucrania? ¿De los que expolian a los pueblos de Africa, América latina y Asia? No todo vale, no podemos hacer “componendas”, sino que como Iglesia tenemos también que pronunciarnos y condenar la injusticia en cualquier parte. Estamos llamados a ser molestos por seguir a alguien que fue molesto, y que por eso lo crucificaron.

Ignacio Ellacuría, Nacho Martín-Baró, Segundo Montes, Armando López, Joaquín López, Juan Ramón Moreno, Elba y Celina Ramos, gracias por vuestro testimonio, seguís vivos junto a nosotros y nos seguís ayudando como pueblo y como creyentes. Ayudadnos a pronunciarnos cada día a favor de la justicia social y la dignidad para todos. Jesús resucitado os tiene vivos junto a él y abrazados para siempre. Vuestra vida sigue siendo antorcha y luz para todos nosotros. Gracias por hablarnos de un Dios Padre-Madre que nos quiere a todos. Seguiremos celebrando año tras año vuestro aniversario, pero no como un recuerdo de muerte, sino como un recuerdo y esperanza de vida y futuro. Seguiremos unidos a vuestro proyecto, que es el de Jesús de Nazaret. Seguiremos haciendo nuestras vuestras esperanzas, y el Dios crucificado y resucitado seguirá siempre en nuestro pueblo salvadoreño, entre nuestra gente.

Monseñor Romero: el obispo canonizado por el pueblo y por la Iglesia

Monseñor Óscar Romero
Monseñor Óscar Romero

Sus asesinos, a sueldo y auspiciados por el ejército salvadoreño y americano, fueron los que aceleraron su proceso de canonización; sin duda consiguieron algo diferente a lo que pretendían: el ejército salvadoreño y el partido Arena pretendían “eliminar» definitivamente al “obispo del pueblo”, pero consiguieron justo lo contrario, que su asesinato fuera el comienzo de una presencia distinta de Monseñor en medio de su pueblo

«Quizás hoy no haya pasado esto, porque ante el genocidio de Gaza no se han oído muchas voces de obispos que lo denunciaran, probablemente la misma Iglesia en todo este proceso genocida no ha sido molesta, y por eso “ningún obispo ha sobrado”, porque todos han cumplido las normas establecidas»

Gracias, Monseñor Romero, gracias por seguir vivo, gracias por ser el santo que dio la vida por el pueblo, gracias en definitiva por tu modelo de vida y de actuar. Queremos que sigas siendo nuestra voz, queremos que nos sigan ayudando a ser nosotros también “voz de los sin voz”

Javier Sánchez, capellán de la cárcel de Navalcarnero

El 14 de octubre se cumplen ya siete años de la canonización de Monseñor Romero, obispo asesinado en El Salvador mientras celebraba la Eucaristía, un 24 de marzo de 1980. Monseñor fue canonizado ese día por el papa Francisco, pero había sido canonizado antes por el pueblo. Desde el mismo instante de su asesinato, Monseñor Romero fue San Romero de América en el mismo momento de que la bala asesina le quitó la vida. Sus asesinos, a sueldo y auspiciados por el ejército salvadoreño y americano, fueron los que aceleraron su proceso de canonización, sin duda consiguieron algo diferente a lo que pretendían: el ejército salvadoreño y el partido Arena del mayor D’Abuisson pretendían “eliminar» definitivamente al “obispo del pueblo”, pero consiguieron justo lo contrario, que su asesinato fuera el comienzo de una presencia distinta de Monseñor en medio de su pueblo, de su gente, y de su “pobrerío”.

La bala fatídica no consiguió callar su voz, sino que la aumentó. Aún recuerdo la fotografía de Monseñor en la entrada de la UCA, en el centro Monseñor Romero de San Salvador; en esa foto aparecen las balas de los asesinos de los jesuitas, nueve años después. No consiguieron acabar con él, y nueve años después, tras la matanza de los hermanos jesuitas, también cosieron a balazos la imagen del obispo. Hicieron realidad las palabras que el  mismo Monseñor había dicho poco antes de ser asesinado: “Si me matan, resucitaré en el pueblo”. Ese pueblo fue el que el santificó, nada más ser asesinado, y el que lo mantiene vivo y resucitado junto a él.

Pero si eso es cierto, es también cierto que el 14 de octubre de 2018 Monseñor Romero fue declarado santo por la Iglesia oficial. Y lo hizo alguien que a mí siempre me recuerda y me recordará a Monseñor: el papa Francisco. Un papa no al uso, sino un papa que ha sabido saltar las mismas barreras que saltó Monseñor. Un papa tan al servicio del pueblo y de la Iglesia de Jesús, que, como me decía siempre “me critican por todo”. Me hubiera gustado ver cómo fue el encuentro entre Romero y Francisco, cuando falleció, me hubiera gustado ver su abrazo fraterno, al lado del Padre. Habría pagado por contemplar como los dos santos se abrazaban y se fundían en ese amor especial ya sin límites, y resucitado totalmente. Hicieron una fiesta en el cielo delante del Dios de la vida que ellos habían predicado y testimoniado. Francisco tuvo la valentía de canonizar oficialmente al “perseguido” Monseñor Romero, y lo hizo sin duda porque ambos coincidían en ver en el pueblo pobre, humilde y necesitado, el rostro del mismo Jesús crucificado y a la vez resucitado. A los ocho años de su canonización Romero y Francisco ya están juntos para siempre, disfrutando de una eternidad merecida e intercediendo de manera especial por el pueblo sencillo y humilde.

La memoria de Monseñor Romero
La memoria de Monseñor Romero

En aquella mañana del 14 de octubre de 2018, Roma estaba especialmente de fiesta; Roma estaba especialmente “salvadoreña”: eran miles de salvadoreños y salvadoreñas , miles de personas nacidas en la “Tierra Santa de El Salvador” (y otros muchos que nos sentimos unidos a ellos), los que se encontraban allí. Cuando se pronunció el nombre de Monseñor Romero y se bajó el lienzo que cubría al gran retrato de él, en la fachada de la basílica de San Pedro, un aplauso estremecedor lleno de muchas lágrimas lleno toda la plaza, fue un aplauso de vida, de agradecimiento y lleno de emoción. Allí pudimos contemplarlo muchos, y pudimos vibrar en aquel momento que tanto habíamos deseado desde hacía años. Sin duda, el griterío  y la expectación fue similar al momento en el que cayó asesinado Monseñor, al pie del altar de la capilla del Hospitalito de San Salvador; en aquel momento de tristeza, incluso de rabia contenida, de llanto sin consuelo, en este otro momento de emoción y de descubrir que por fin la Iglesia, a la que tanto amó y sirvió Monseñor Romero, le reconocía el título que ya le había conseguido el pueblo, y que el otro santo de América latina, Monseñor Pedro Casaldáliga, al día siguiente le otorgó: “San Romero de América, pastor y mártir nuestro: ¡nadie hará callar tu última homilía!”.

El Papa. Francisco conservaba un trozo de la ropa de Romero y Rutilio
El Papa. Francisco conservaba un trozo de la ropa de Romero y Rutilio

Esa última homilía que le costó definitivamente la vida, fue la puntilla sin duda, donde el obispo llamaba desde el mandato a parar la represión y a la insurrección militar del ejército. Una homilía donde desde la valentía que siempre le caracterizó, Monseñor Romero hacia suyo el mandato evangélico de ponerse de parte del pobre, del marginado, del que nadie quiere. Una homilía que le costó de manera casi irrevocable  el asesinato, como le costó al mismo Jesús de Nazaret. Ambos asesinatos, el de Jesús de Nazaret, el de Romero y el de tantos miles de salvadoreños y salvadoreñas, como los jesuitas de la UCA, que han hecho del pequeño país centroamericano una Tierra especialmente Santa, por ser tierra de mártires. Una tierra santa similar a la tierra de Gaza, donde los judíos, sin hacer caso de su historia, han llevado a cabo el genocidio mayor de los últimos años. Gaza es también “Tierra Santa”, como lo es El Salvador, y como son muchos países de nuestro mundo, donde la vida de los pobres no tiene valor y es crucificada a diario. En Gaza los crucificados siguen gritando justicia, siguen diciéndonos a todos los países del mundo que cómo hemos sido capaces de asistir impasibles, durante más de dos años, a semejante monstruosidad. Los crucificados de Gaza, como los de El Salvador en su día ( y también hoy desde la dictadura del actual presidente, que encarcela a cualquiera y además en condiciones infrahumanas, que ha sustituido la violencia callejera por la violencia institucional auspiciada por él mismo) nos siguen gritando, como los miles de crucificados de muchos países de Africa, América Latina, Asía y ·”la martirizada Ucrania”, a la que también se refería el papa Francisco.

“En nombre de Dios y de este martirizado pueblos os suplico, os ruego, OS ORDENO: cese la represión”. Está claro que alguien que se atreve a hablar así al ejército, no podía seguir vivo, parece que la muerte Monseñor se la ganó un poco “a pulso”, no buscó la muerte, pero sin duda que iba en el lote de lo que decía, como también iba en el lote de Jesús de Nazaret. Dice el Evangelio, en muchos de sus versículos, que después de que Jesús hablaba o actuaba, muchos querían despeñarlo e incluso en un momento concreto, decidieron darlo muerte. Es lo que hizo el mayor Roberto D´Aubuisson : decidió dar muerte a Monseñor Romero porque le estorbaba, porque personas como él son molestas para un régimen dictatorial y corrupto como lo era el suyo. Monseñor avisó del baño de sangre que podría suceder si las cosas seguían así, pero una vez más los poderosos no le hicieron caso, y su asesinato fue sin duda el preludio de una cruel guerra civil que asoló el país y de la que aún quedan cicatrices tanto en la estructura de país, como en la propia gente que sufrió todo aquello.

Rogelio y monseñor Romero
Rogelio y monseñor Romero

Por fin fue canonizado en aquella mañana, donde Roma se tiño de América latina, y de salvadoreños, y fue canonizado sobre todo por su vida, porque el auténtico milagro de Romero fue su misma vida, no había que esperar que por su causa fuera “curado alguien” físicamente, sino que su vida ejemplar fue el auténtico milagro y la auténtica cura para el pueblo martirizado. Es lo que el propio papa Francisco reconoció: la vida de Monseñor es  milagro delante de Dios , delante del pueblo y delante de la Iglesia, y por eso es modelo para todos los cristianos. El papa “venido del fin del mundo” tuvo la osadía de proclamarlo “santo oficial”, y no le importó que le volvieran a criticar. Tanto Francisco como Romero fueron tachados de “comunistas”, porque el delito y el “ comunismo” de ambos fue decir que Dios es Padre-Madre de todos, que nos quiere a todos por igual y que solo quiere que todos podamos vivir, no malvivir; que el Dios del evangelio que nos muestra Jesús de Nazaret, quiere que todos sus hijos e hijas podamos ser siempre felices.

El único pecado de ambos fue el proclamar la igualdad para todos y la misericordia de un Dios ante el cual todos podemos estar, seamos del país que seamos y vivíamos como vivamos.  Una misericordia que, en palabras de Francisco, supone “asumir las miserias del otro como las nuestras propias”, es decir descubrir que todos tenemos debilidades, flaquezas y sufrimientos pero que en la Iglesia, como también decía siempre Francisco,  cabemos “todos, todos, todos”. Esa Iglesia misericordiosa y acogedora que ha proclamado Francisco y por la que Monseñor Romero dio la vida. Un Monseñor que no fue entendido por esa  misma Iglesia, incluso que fue asesinado por personas que asistían a la misa dominical, pero que por mucho que fueran a misa y “cumplieran el precepto”, no habían leído el evangelio “ni por el forro”.

Esa Iglesia que casi llegó a afirmar que el asesinato de Romero estaba justificado porque había perdido la fe y no proclamaba ya el evangelio, sino una pura política, una política que le llevó a dar la vida por los más débiles. En la homilía del funeral del también asesinado Rutilio Grande, tres años antes de Romero y preludio de su asesinato, con la catedral de San Salvador llena de fieles, y con toda la cúpula del ejército salvadoreño, Romero llega a dirigirse a los asesinos con las palabras de “hermanos asesinos”, sin importarle que estén allí, reconociendo su crueldad pero a la vez llamándolos a la conversión, y a la fraternidad evangélica, como el mismo Jesús de Nazaret hace desde la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Estolas bordadas por las campesinas del Salvador
Estolas bordadas por las campesinas del Salvador Javier Sánchez, capellán de la cárcel de Navalcarnero

Quizás hoy no haya pasado esto, porque ante el genocidio de Gaza no se han oído muchas voces de obispos que lo denunciaran, probablemente la misma Iglesia en todo este proceso genocida no ha sido molesta, y por eso “ningún obispo ha sobrado”, porque todos han cumplido las normas establecidas. Han hablado de la paz , pero de manera “un tanto angelical”, tan angelical que no ha molestado a nadie del estado judío que ha provocado y llevado a cabo este exterminio. Nuestros obispos y nuestra iglesia no ha sido molesta, y por eso no ha estorbado en ningún momento. Ha tenido que ser el pueblo el que ha resultado molesto yendo en barcos hacia allí, y ese pueblo es el que ha sido humillado y maltratado.

Han pasado ya 7 años desde aquella mañana en que se canonizó oficialmente a Monseñor Romero, y nuestro obispo sigue estando presente como siempre quiso estar: al lado del pueblo, junto a su pobrerío, denunciando y siendo “voz de los sin voz”. Y nosotros seguimos echando de menos sus palabras, sus paseos por los cantones de El Salvador, su cercanía en cada una de las casas de allí, pero seguimos sintiendo su presencia viva cada vez que descubrimos su rostro y de Jesús en cada uno de los crucificados que se nos presentan: en cada inmigrante que busca un lugar para poder vivir, en cada encarcelado que sigue pidiendo que no se le quite su dignidad, en cada persona tirada en la calle sin hogar, en cada gazatí que hemos visto en recientes imágenes… Ahí nos sigue hablando Monseñor y el Jesús del Evangelio. Sigue siendo la voz para ellos y también nos dice que ahora cuenta con todos nosotros, para que como cristianos podamos nosotros también “llegar a ser molestos”. Si no lo somos, quizás no hemos entendido nada del evangelio de Jesús.

Óscar Romero
Óscar Romero

Siete años canonizado por la Iglesia y cuarenta y cinco por el pueblo, Romero sigue siendo “pastor y mártir nuestro”, en palabras también de Pedro Casaldáliga. Sigue siendo antorcha de vida para el todavía martirizado país de El Salvador, sigue viviendo en la Tierra Santa por la que ofreció su vida, y sigue ahora disfrutando, junto con el papa Francisco, toda la eternidad. Francisco tenía en el hall de Santa Marta, donde ha vivido siempre, una reliquia que  contenía la sotana machada de sangre de aquel genocidio que los poderosos llevaron a cabo contra él; seguramente ahora tendrán los dos una reliquia de los asesinados en el genocidio de Gaza. A ellos dos les pedimos que sigan intercediendo por el pueblo salvadoreño y por todo el mundo, pero también por toda nuestra Iglesia, para que nunca sea insensible a las humillaciones de los pobres.

Gracias, Monseñor Romero, gracias por seguir vivo, gracias por ser el santo que dio la vida por el pueblo, gracias en definitiva por tu modelo de vida y de actuar. Queremos que sigas siendo nuestra voz, queremos que nos sigan ayudando a ser nosotros también “voz de los sin voz”. Tu pueblo y nuestra Iglesia te siguen necesitando, tu santidad nos hace reconocer que ser santo no significa ser bueno, sino vivir desde el Evangelio y dar testimonio de él. Date un paseo con Francisco, abrazaros, y que de ese abrazo fraternal pueda surgir una Iglesia nueva misericordiosa y acogedora, una Tierra Santa Salvadoreña nueva y un nuevo mundo, donde todos podamos vivir como hermanos, reconociendo que Dios nos quiere a todos por ser Padre-Madre de todos.

San Oscar Arnulfo Romero

Como un hermano herido por tanta muerte hermana, tú sabías llorar, solo, en el Huerto.

“Mucho me temo, mis queridos hermanos y amigos, que muy pronto la Biblia y el Evangelio no podrán entrar por nuestras fronteras. Nos llegarán las pastas nada más, porque todas sus páginas son subversivas. ¡Subversivas contra el pecado, naturalmente!.. Yo me temo que si Jesús entrara por la frontera, allá por Chalatenango, no lo dejarían pasar.. Al hombre-Dios, al prototipo de hombre, lo acusarían de revoltoso, de judío extranjero, de enredador con ideas exóticas y extrañas… Lo volverían a crucificar” (Beato Rutilio Grande S.I., Sermón de Apopa, 13 de febrero 1977)

Veinte días después de pronunciar esta homilía, el 12 de marzo de 1977, el padre Grande moría acribillado a balazos junto a dos campesinos cuando volvía de celebrar Misa. Fundador de las Comunidades de Base (CEB), el jesuita salvadoreño había denunciado la persecución y la represión que vivían en aquellos años su pueblo y su Iglesia. Era un gran amigo del arzobispo Romero, quien tras velar toda la noche su cuerpo confesó: “Esa noche recibí desde el Cielo una fortaleza particular”. Fue la que le impulsó a tomar, aun a costa de morir, el lugar que dejaba Grande: el del buen pastor del Evangelio que defiende su rebaño.

Y supiste beber el doble cáliz del altar y del pueblo

Oscar Arnulfo Romero nació en 1917 en Ciudad Barrios (El Salvador). De familia humilde y segundo de ocho hermanos, después de la escuela estudia para carpintero; pero más que carpintero quiere ser sacerdote, así que a los trece años ingresa al Seminario menor claretiano de San Miguel y en 1937 pasa al Seminario de San José de la Montaña de San Salvador, dirigido por jesuitas. Ese mismo año, se traslada a Roma para estudiar teología en la Pontificia Universidad Gregoriana; allí conocerá a monseñor Giovanni Battista Montini, el futuro papa Pablo VI. El día de su ordenación sacerdotal, 4 de abril de 1942, escribe en su diario: “Deseo ser una hostia para mi diócesis”. Casi una profecía de cuál iba a ser su destino.

Regresa a El Salvador, a causa de la Segunda Guerra Mundial, en 1943, siendo nombrado párroco de Anamorós y, sucesivamente, de San Miguel. En 1968 es elegido secretario de la Conferencia Episcopal; dos años después, Pablo VI lo designa obispo auxiliar de San Salvador y, en 1974, obispo de Santiago de María. En 1977 lo llama para suceder al arzobispo metropolitano de San Salvador, Luis Chavez González, portavoz de una pastoral social muy intensa. Su nombramiento suscita perplejidad, pues la índole contemplativa de Romero no parecía la más adecuada para enfrentar la dramática situación de un país que en aquella década vive una guerra civil entre las fuerzas armadas y diversos grupos insurgentes a causa de la falta de libertades, la gigantesca brecha entre ricos y pobres y la posesión de la tierra en manos de pocas familias. Se teme que el compromiso de la archidiócesis con los pobres se atenúe.

Nada más lejos de lo que pasaría. Tras el asesinato de Rutilio Grande, ese hombre pacífico pero no sumiso que es el nuevo arzobispo siente una responsabilidad pública. Su anuncio del Evangelio es también denuncia de la situación de su grey: crea inmediatamente una comisión para la defensa de los derechos humanos y se hace voz de los que no la tienen. Llama a la reconciliación acompañada de la justicia, pero no justifica la violencia revolucionaria como respuesta a la institucional, y apela con fuerza a soluciones negociadas. Las madres de los desaparecidos, los campesinos, los expropiados, son su rebaño. “Con este pueblo no cuesta ser un buen pastor”, dice, y sus homilías son cada vez más multitudinarias. A los que le reprochan que está haciendo política responde: “Lo que busco no es política. Si por necesidad del momento estoy iluminando la política de mi patria es porque soy pastor, y es a partir del Evangelio, que es una luz que tiene que iluminar las calles del país”.

Los tres años de la vida de Romero como arzobispo de la capital salvadoreña son su calvario y el culmen de su misión. Los asesinatos de campesinos, sacerdotes y catequistas arrecian, la opción preferencial del arzobispo por los pobres pasa por ser una forma de agitación social, se boicotea la transmisión de sus homilías por la radio diocesana, que en un solo año sufre diez atentados con bombas. Mientras se estrecha el cerco en torno a su persona, algunos sectores de la jerarquía eclesiástica lo marginan o lo abandonan a su suerte.

No obstante, su labor comienza a ser reconocida en el ámbito internacional, tanto que en 1979 es candidato al Premio Nobel de la Paz, y en febrero de 1980 la Universidad Católica de Lovaina le otorga el doctorado honoris causa por su defensa de los derechos humanos. Allí Romero pronuncia el discurso que será considerado como su testamento: “Entre nosotros -dice- siguen siendo verdad las terribles palabras de los profetas de Israel. Existen entre nosotros los que venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus palacios; los que aplastan a los pobres; los que hacen que se acerque un reino de violencia, acostados en camas de marfil; los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo hasta ocupar todo el sitio y quedarse solos en el país […] Es, pues, un hecho claro que nuestra Iglesia ha sido perseguida en los tres últimos años. Pero lo más importante es observar por qué ha sido perseguida. No se ha perseguido a cualquier sacerdote ni atacado cualquier institución. Se ha perseguido y atacado aquella parte de la Iglesia que se ha puesto del lado del pueblo pobre y ha salido en su defensa. Y de nuevo encontramos aquí la clave para comprender la persecución a la Iglesia: los pobres”.

El 23 de marzo de 1980, Domingo de Ramos, pronuncia en la catedral de San Salvador el sermón que ha pasado a la historia como “La homilía de fuego”. Después de una nueva oleada de asesinatos que deja en una semana 43 cadáveres, lanza desde el altar un llamamiento a los hombres del ejército. “Ante una orden de matar que dé un hombre -afirma- debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: No matar… Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios… Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado….En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!”

Al día siguiente, un descapotable rojo se para enfrente de la capilla del Hospital de la Divina Providencia donde el arzobispo está celebrando Misa. De la ventanilla trasera asoma un rifle, pero los fieles, que miran al altar, no pueden verlo. “Que este Cuerpo inmolado y esta Sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar conceptos de justicia y de paz a nuestro pueblo”, dice terminando su última homilía. El disparo, cuentan los presentes, sonó como una bomba. Romero cayó a tierra con el corazón atravesado, mientras el automóvil se daba a la fuga. Tres décadas después de su muerte se supo que los Escuadrones de la Muerte habían pagado a su asesino 114 dólares.

San Romero de América, pastor y mártir nuestro

En los años terribles que siguieron a su muerte, la memoria de su sacrificio dio un sentido al dolor de las familias que perdían a sus hijos en el conflicto. Su pueblo lo proclamó inmediatamente mártir, acudiendo en masa a rezar sobre su tumba en la catedral.
“Sobre dos pilares apoyaba Monseñor Romero su esperanza: un pilar histórico que era su conocimiento del pueblo al que atribuía una capacidad de encontrar salidas a las dificultades más graves, y un pilar trascendente que era su persuasión de que últimamente Dios era un Dios de vida y no de muerte, que lo último de la realidad es el bien y no el mal… Con Romero, Dios pasó por El Salvador”, afirmaba el jesuita Ignacio Ellacuría, víctima a su vez en 1989, de la violencia que se cebó contra una Iglesia comprometida con los últimos.
El Papa Francisco, declarándolo mártir por odio a la fe, lo proclama beato en febrero de 2015 tras un largo proceso que, como recordaba el postulador de su causa, el arzobispo Vincenzo Paglia, “conoció no pocas dificultades tanto por la oposición al pensamiento y acción pastoral del arzobispo como por la situación conflictiva que se había creado en torno a su figura”. Romero se convirtió en el primero de la larga lista de nuevos mártires contemporáneos, venerado también por la Iglesia Anglicana.
Su canonización tuvo lugar el 14 de octubre de 2018 en la Plaza de San Pedro. Dirigiéndose a un grupo de peregrinos salvadoreños llegados a Roma para la ceremonia, el Papa Francisco dijo: “Quisiera añadir algo que quizás pasamos de largo. El martirio de Mons. Romero no fue puntual en el momento de su muerte, fue un martirio-testimonio, sufrimiento anterior, persecución anterior, hasta su muerte. Pero también posterior, porque una vez muerto –yo era sacerdote joven y fui testigo de eso– fue difamado, calumniado, ensuciado, o sea que su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado. No hablo de oídas, he escuchado esas cosas. O sea que es lindo verlo también así: un hombre que sigue siendo mártir. Bueno, ahora creo que ya casi nadie se atreve pero después de haber dado su vida siguió dándola dejándose azotar por todas esas incomprensiones y calumnias”.

¿En qué consiste la religión? (Mns. Oscar Romero)

 La religión no consiste en mucho rezar

Hay un criterio para saber si Dios está cerca de nosotros o está lejos: todo aquél que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda esa carne que sufre, tiene cerca a Dios. «Clamarás al Señor y te escuchará».

La religión no consiste en mucho rezar. La religión consiste en esa garantía de tener a mi Dios cerca de mí porque le hago el bien a mis hermanos. La garantía de mi oración no es el mucho decir palabras, la garantía de mi plegaria está muy fácil de conocer: ¿cómo me porto con el pobre? Porque allí está Dios.

(Homilía 5 de febrero de 1978, III p. 189) 

«Oscar Romero y los mártires de ayer y de hoy» – Piccoli Fratelli di Jesus Caritas

Oscar Romero y los mártires de ayer y de hoy

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El pasado 28 de diciembre el Patriarca de la Iglesia Católica Armenia, Karekin II, en su carta encíclica, denunció el “genocidio contra el pueblo armenio” realizado por los turcos del imperio Otomano a partir del 1894 y tocando el fondo de la violencia entre el 1915 y 1916. Inicia con este caso la tremenda lista de genocidios y delitos contra la humanidad que ensangrentaron nuestro planeta durante todo el siglo XX. Actualmente, el reconocimiento oficial del martirio de Mons. Oscar Romero, después de un largo y delicado proceso, nos obliga a reflexionar sobre algunos temas que tocan la conciencia cristiana y no solo.

A propósito del genocidio de los armenios contamos también con el testimonio personal del hermano Marie-Alberic (hoy el Beato Carlos de Foucauld) que vivía entonces en el monasterio de Akbés (Siria): “Ha habido en toda Armenia, y también muy cerca de aquí, tremendos masacres; pero creo que nosotros realmente nunca estuvimos en peligro. Siendo europeos pasamos tranquilamente en medio de la tempestad, pero para los armenios fue terrible… Se habla de cienmil víctimas asesinadas tranquilamente, ejecuciones, ciudades y pueblos incendiados: los sobrevivientes son más desafortunados que los muertos, porque para ellos todo es miseria y despojo de todo; no tienen como defenderse, no hay dónde refugiarse y protegerse de este tremendo frío; no hay víveres, ningún tipo de medios, enemigos por todas partes, y nadie que ayude a esta pobre gente… Todo esto es muy doloroso” (carta a Marie de Bondy, 19-02-1896).

El hecho de la desaparición de la mitad y tal vez de dos tercios de la población armenia ha sido completamente retirado de parte del gobierno turco (de las escuelas y todas las instituciones) que aun hoy se opone a cualquier tipo de reconocimiento oficial de un acontecimiento que es parte constitutiva para la autocomprensión de los armenios como pueblo y como nación. Pero el próximo 23 de abril el Patriarca Karkin II reconocerá oficialmente como mártires a todas las víctimas y el 24 de abril será proclamada la jornada de la memoria… Querer ocultar, o incluso negar, un genocidio no sucede solo en Turquía sino casi en todos los paises que han vivido esas cosas. Es exactamente lo que está sucediendo en los países centroamericanos: El Salvador (de Oscar Romero) y Guatemala (de Juan Gerardi). Sabemos muy bien cómo en estos últimos años ha habido un plan escandaloso y homicida “desde lo alto” para hacer callar todo y negar el genocidio de las poblaciones indígenas durante la década de los 80s. Y todo par evitar que el ex dictador Rios Montt y quienes como él o con él paguen las consecuencias de sus propios actos.

A menudo, por estos lugares, nos da la impresión que sea muy fácil hablar de la “barbarie” de las poblaciones, que viven lejos de nosotros, que reconocer las propias culpas, las del pasado y las del presente. Pero no podemos olvidar que el siglo XX es “hijo” del Iluminismo, es decir el movimiento intelectual que abarcó todos las areas de la cultura europea y que exaltó a la razón poniendo al hombre al centro de sus reflexiones. In esa visión del mundo (o cosmología como prefieren algunos) el progreso de la historia coincidía con la liberación de todos los mitos del pasado y sobre todo de la religión, es decir liberarse de Dios. Las lineas que siguen son del profesor Clemente Sparaco que nos ayudan a profundizar nuestro tema: “En Europa, el continente de la razón y de la civilización, lo irracional triunfó y la cultura perdió. En Auschwitz (campo de exterminio creado por los Nazi) murieron la confianza y la auto exaltación del hombre, la fe en el progreso y en la historia. Por otro lado, el genocidio de los Judíos no puede ser interpretado como un puro y simple retorno de la barbarie al centro de una Europa que había alcanzado altos niveles de fineza cultural. La barbarie que retorna lo hace, de hecho, en las formas y en los modelos de la ciencia y de la técnica. El exterminio de los Judíos no ha sido fruto de una violencia ciega e impulsiva, sino fue calculado científicamente y experimentado con atención y lucidez.

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Volviendo al caso Romero, del que mucho se ha hablado y escrito, aunque no se ha dicho todo estando aun en vida varios de los protagonistas del conflicto cruento de los años 70-80s. Muchos se preguntan –y también lo hacía quien escribe– acerca del motivo o las causas que impedían el reconocimiento del martirio del Arzobispo de San Salvador asesinado mientras celebraba la Eucaristía. Creo haber obtenido una buena respuesta de parte del autor italiano Alberto Vitali que en su libro “Oscar Romero. Pastore di agnelli e lupi” (Pastor de ovejas y lobos) presenta ese tema complejo y delicado, más o menos en estos términos: cuando quienes persiguen a los cristianos son los “enemigos de la fe”, normalmente miembros de otras religiones, o personas que se inspiran a ideologías ateas, la Iglesia no duda un solo momento en declarar mártires de Cristo a sus propios miembros; pero cuando quien pronuncia la sentencia de muerte de un cristiano, de un obispo como Oscar Romero –y como Juan Gerardi– son los mismos que ocupan la primera fila durante las celebraciones de la Eucaristía o para el canto del Te Deum, las cosas se complican…y no poco. A este problema se refería también el gesuita y teólogo della liberación Jon Sobrino, sobreviviente del masacre de los Gesuitas de la UCA, cuando afirmaba que habría sido ridículo para algunas personas, hoy constituidas en autoridad, tener que ocupar las primeras filas, posiblemente en la basílica de San Pedro, y aplaudir a la beatificación de Aquel que durante su vida habían odiado y después eliminado físicamente.

El tema es amplio y las preguntas sobran, pero una cosa es cierta: el hombre alejándose de Dios ha perdido el sentido, no reconoce ya a la persona y tampoco que la vida es sagrada. Sea que hablemos de los Armenios, de los Judíos, de los pueblos latinoamericanos y africanos, y hoy de aquellos que viven en el Medio Oriente, nada sucede “en nombre de Dios”, sino al contrario todo puede suceder cuando se actúa como si Dios no existiera. Pero final de cuentas vencerá siempre la verdad.

Oswaldo Curuchich jc