
Mensaje vivido
Todo lo que el Padre Peyriguère ha escrito, todo lo
que ha dicho, refleja su vida. Más allá de las complicaciones
de frases abstractas y mal puntuadas, o de alguna coquetería
de escritor, nos confía su vida profunda. «Una palabra,
afirma Péguy, no es la misma en un escritor que en otro.
Uno se la arranca del vientre; el otro la saca del bolsillo de
su abrigo». El P. Peyriguère pertenece a la categoría de los
primeros. Su mensaje impreso o hablado es la clave de su
vida, la explicación de sus actitudes y de sus actividades, la
razón de ser de sus treinta años de presencia en El-Kbab.
Sus palabras están llenas de oración, grávidas de
experiencia. Han sido repetidas incansablemente al pie del
altar. Han brotado un día como luz que disipa la noche de la
duda, o como respuesta a punzantes preguntas. Han sido
dichas para un amigo en quien ardía la misma mística: «Es su
alma la que sentimos latir con el mismo ideal que la nuestra»
(…).
El mismo nos previene: «Cada día, mientras me
queda tiempo y fuerzas, escribo algunas páginas: quisiera
encerrar en ellas lo que mi pobre alma ha vivido y orado
en esas ardientes adoraciones solitarias de mis noches, que
son para mí la porción escogida de mi vocación
misionera… todo lo que me ha sostenido, todo aquello para
lo que me he conservado firme, para lo que he dado, o
creído que daba, a mi pobre vida un poco de grandeza y
un poco de belleza… todo lo que me ha hecho sentir que
valía magníficamente la pena de ser vivida» (1939) … El
P. Peyriguère, como él mismo escribía de su amigo de
Tazert, es el hombre de una idea. «De ese modo se explican
su personalidad y su vida.»
Su predicación o sus artículos le proporcionan la
ocasión de repetir su idea y desarrollarla, de entusiasmarse
con ella y afirmarla a propósito de todo. Semejante sesgo de
espíritu, muy sintético, hace difícil una publicación
sistemática de sus escritos, clasificados por materias y
subdivididos en secciones.
En esta primera recopilación hemos reunido los
textos más conocidos del Padre, los más frecuentemente
citados: aquellos en los que seguramente se ha mostrado
más a sí mismo1.
El hombre de una idea
El Padre Peyriguère no puede conformarse con el
empirismo, y menos aún con el romanticismo. Por otra
parte, ¿podía parecer romántica después de seis meses la
situación que él mismo escogiera? Elegir el ser «quien
siembra y no recoge» es aceptar «una vocación de roturador
con sus prolongados esfuerzos y sus largas esperas al
umbral de una cosecha que no se verá nunca». Hacer de esta
vocación un pequeño negocio, con algunos ingresos y todo,
es cosa que el Padre Peyriguère no hubiera soportado. Para
llevar durante treinta años la vida que hizo, ha tenido
necesidad de «grandes horizontes teológicos». Algunas
técnicas apostólicas inventadas de un día a otro no hubieran
podido saciar su sed de un «gran sueño».
Rechaza sobre todo cualquier ruptura entre los
gestos de la vida cotidiana y una espiritualidad vivida al
margen. La doctrina cristiana no consiste simplemente en
un refugio donde poder descansar de vez en cuando de una
austera vocación. Quiere fundar sólidamente sobre el
dogma todo lo que constituye su vida. Ninguna sima entre
los humildes trabajos diarios y la síntesis intelectual,
ninguna ruptura entre el dispensario y la capilla, ninguna
oposición entre acción y contemplación. Dentro, una sola
aspiración debe unificarlo todo. El Padre Peyriguère es
doctrina hasta la punta de los dedos.
Días y días vuelven las preguntas esenciales: ¿qué
hago aquí? ¿Para qué sirve esto? ¿No sería yo más eficaz
de otra manera? ¿Por qué esconder mis talentos? ¿Qué es
lo esencial de mi misión aquí? «Seguir creyendo en el
propio ideal, a pesar de las incomprensiones, a pesar de las
dudas surgidas del fondo de uno mismo… Todas las
energías de su alma se recogieron y fueron concentradas en
justificar su vocación… a sus propios ojos, para poder
justificarla a los ojos de los demás». Lo que el Padre
Peyriguère escribe de su amigo lo ha confiado
frecuentemente: «El mío es un sueño loco: ante todo me es
necesario no dejar de creer en él».
La angustia y las tentaciones del explorador se
revelan en estas otras líneas estremecedoras, en las que nos
habla de sí mismo: «¿No ha equivocado su vida? ¿Qué hace
ahí…? Un hombre activo, un realizador, ante todo… pero
¿una acción superficial, o una acción profunda? ¡Se siente
“activo” delante del Tabernáculo! La acción del mismo Dios
ejercida en él y para él… El peso enorme que hay que
levantar: almas que hay que ganar, arrancarlas al pecado y a
ellas mismas. Es necesario un redentor, no un redentor
humano. Llenarse de Dios para que Dios mismo actúe en él…
y después, la Comunión de los Santos…»
En otros ministerios más tradicionales, el contacto
con los fieles, gracias a los sacramentos, a la enseñanza, a
los círculos de estudios, aporta ciertas satisfacciones al
sacerdote. La influencia espiritual se derrama en una
influencia humana, y el sacerdote, sabiéndose todo él
«instrumento», «palpa» la gracia y admira las maravillas de
Dios en las almas; además, no está aislado: lo rodea una
comunión cristiana. Pero el explorador está solo: jamás
agrupará a militantes alrededor de sí, nunca podrá
maravillarse de la acción de Dios visiblemente instalada;
celebrará siempre en su soledad la misa… Entonces se mide
la importancia de saber por qué está allí y qué es lo que en
ese lugar se hace. Y el darse razones fundadas en la doctrina
más profunda y más sólida.
Añadamos que son muchos los sacerdotes y los seglares
que se sienten llevados a dirigirle las mismas preguntas que el
Padre Peyriguère se hace a sí mismo. Viven en ambientes
profundamente descristianizados u hostiles al cristianismo y
en los que parece imposible todo apostolado directo: es «la
broza de las almas». Son necesarios los «desbrozadores»,
especialistas de la pre-misión2. Y estos se preguntan: ¿qué
puede hacerse, en el respeto absoluto a las personas, pero
también con el corazón poseído por esa voluntad redentora
que anima a Cristo: «he venido a traer fuego a la, tierra y qué
he de querer, sino que arda»? La respuesta que se ha dado el
Padre Peyriguère trasciende a su misma persona. En su vida
y sus escritos, muchos apóstoles descubrirán el mensaje que
esperan.
Un guía: Carlos de Foucauld
¿Quién ha abierto al Padre Peyriguère esas
perspectivas teológicas y espirituales que constituyen el
armazón de su vida? El Padre de Foucauld. Digo bien, «el
Padre» y no su obra. Más aún que por sus escritos, el
ermitaño de Tamanrasset es un desbrozador de caminos, un
genial iniciador. «El documento esencial es su vida». Aunque
no lo ha conocido personalmente, el Padre Peyriguère se
adhiere a la persona del Padre de Foucauld más que a sus
manuscritos. Temperamento intuitivo, no analiza
detenidamente los textos, sino que aprehende de ellos lo
esencial. Así, a pesar de la escasa documentación de que
dispone hacia 1930, destaca los rasgos originales de la
fisonomía del pequeño hermano universal: ante todo, es un
misionero. Quiere ser un misionero en todos sus pasos y en
toda su vida: «La espiritualidad del Padre de Foucauld y su
fórmula misionera lo es todo. Para él no se da por separado,
de una parte, su vida de piedad personal y, de la otra, su
actividad misionera. No separa y, por lo tanto, no distingue.
Por el mero hecho de vivir su espiritualidad, es y se siente
misionero».
El Padre de Foucauld por entero y toda su vida es
mucho más que un determinado reglamento o un proyecto
de asociación: «Desde hace años, el Padre de Foucauld,
fundador de una orden, no está en mis horizontes. Para mí,
toda su talla procede de haber sido el iniciador de un
movimiento misional y de un movimiento espiritual»
(1952). Es el capitán de los «desbrozadores»: «En algunos
casos, el apostolado tropieza con tales obstáculos que
necesario realizar una división del trabajo y que la tarea
premisionera posea sus méritos y sus especialistas». El
Padre de Foucauld es, bien puede decirse así, el «inventor»
de ese trabajo pre-misional.
Nazaret
Si existe una palabra que simbolice esa invención
foucauldiana, es la de Nazaret. Pero a condición de que se la
entienda bien y que no se le estreche. No soñemos,
efectivamente, con una pequeña imitación individual de un
determinado estilo de vida oculta. Nazaret es mucho más que
todo eso.
Volvamos a colocarlo en el dinamismo del misterio
de la Encarnación y en los amplios horizontes de los
Padres de la Iglesia: «A partir del significado y de la
interpretación misionera de la vida oculta de Cristo y en
relación con el punto de vista de los Padres de la Iglesia
acerca de las edades de Cristo, el Padre de Foucauld ha
pensado, expresado y vivido su problemática premisionera».
El Cristo místico en acción
Cristo Jesús, cuya carrera terrena e histórica
concluye en la Ascensión, se prolonga místicamente en
sus miembros. «La Iglesia, dice Bossuet, es Jesucristo
difundido y comunicado». Desde Ascensión y Pentecostés,
Cristo continúa en su Cuerpo místico, verdadera
prolongación de la Encarnación a través del tiempo y del
espacio. Por su muerte y su resurrección, Cristo Jesús ha
salvado al mundo una vez por todas; pero la salvación se
realiza en sus miembros actualmente. El Cristo místico está
siempre en acción.
Conscientes de estas realidades, leamos otra vez este
texto clave del Padre Peyriguère: «Como el Cristo
Redentor histórico, el Cristo Redentor místico ha querido
tener sus diversas edades, ya en la manera en que viene a
las almas y subsiste momentáneamente en ellas, ya en la
manera en que se propone y se da por el Apóstol… La
Iglesia, que es Cristo, tiene también sus edades en la
conquista de las almas, sea para llegarse a ellas, sea para
hacerlas suyas, es decir, de Cristo. Por ciertas razones, a
veces insuperables, en determinados ambientes y razas no
puede ejercer sus actividades redentoras visibles… Para
poder ser Cristo salvador en medio de los hombres, pide al
pre-misionero que se dé a ella, a fin de que por su medio la
Iglesia misma sea el Cristo de la vida oculta…»
Durante treinta años en Nazaret, Cristo Jesús ha
salvado a las almas guardando silencio, negándose a todas
las manifestaciones exteriores que más tarde constituirán
su vida pública, predicación y milagros. «Durante treinta
años en Nazaret, fue salvador simplemente callando, pero
estando presente en medio de un mundo». De la misma
manera, el Cristo místico, en sus desbrozadores, salva en
silencio. En el reducido puñado de cristianos de tal
ambiente o de tal pueblo, en el mundo obrero o en tierra
del islam, Cristo sigue viviendo el misterio de Nazaret. Por
sus cristianos, sacerdotes o laicos, salva invisiblemente y
se manifiesta en silencio. Muestra su grandeza moral y su
bondad, pero no habla. «Predicar el Evangelio en silencio»,
«Clamar el Evangelio durante toda la vida», estas
consignas del Padre de Foucauld, alcanzan todas sus
resonancias en las más amplias perspectivas doctrinales. La
pre-misión prolonga en el tiempo y multiplica en el espacio el
misterio de Nazaret.
Vivir de esperanza
Qué impulso de esperanza brota de esta certeza, que
sostiene la oscura labor cotidiana del apóstol. Nazaret, que
sigue escondiendo su testimonio en medio de un pueblo, es
ya la levadura estremecida en la masa, es el grano de trigo
que brilla en lo secreto de la tierra. «Sembrar sin recoger es
sembrar igualmente… Vivir a nuestro amado Cristo, incluso
sin hablar con él, es igualmente hablarle.»
Toda la inmensa masa humana fermenta bajo las
preparaciones históricas: el islam, como un Antiguo
Testamento, la encamina hacia el Encuentro. Y para la
comunidad cristiana en tierra musulmana, es el tiempo de
Nazaret… «El Cristo místico, que es la Iglesia, debía tener
su etapa de vida oculta… Treinta años de vida escondida, de
los treinta y tres de su existencia histórica… ¿qué representa
eso comparativamente en los largos siglos de su destino
místico?»
Vivido en tal nivel, el cristianismo ya no se parece en
nada a un mínimo asunto individual. Cada uno de nosotros,
según la expresión de Cesáreo de Arlés, al que el Padre
Peyriguère gusta tanto citar, «cada uno de nosotros,
conservando sus proporciones visibles, se ha hecho mayor
que sí mismo». La luz así proyectada sobre nuestra vida
cotidiana la transfigura. «Es tan bueno ver su propia pobre
vida hecha de estas pequeñas cosas que la asemejan a la vida
de nuestro Cristo en Nazaret y a la de la Virgen y san José.
Ser carpintero, cocinero, jardinero, enfermero, barrer la
propia casa, repasar los manteles del altar, hacer la comida:
¡qué grande es todo esto!» (1933). Sí, es grande, puesto que
Cristo Jesús asume en nosotros toda esa vida.
Así, a través del universo, el Cristo místico está en
estado de Nazaret. En este cristiano o en aquella comunidad,
vive su vida oculta, no sólo en las avanzadillas visibles de la
Iglesia, sino ya en el extremo del crecimiento que la lleva, a
través de los siglos, hacia su estatura perfecta. «Ser el
primogénito de todos aquellos que nacerán en los siglos.»
La cruz y la eucaristía
Pero Nazaret no es un camino fácil. La asimilación a un
ambiente, el ocultamiento silencioso, la renuncia a las eficacias
visibles, constituyen día a día un duro sacrificio para el apóstol.
La sombra de la cruz se perfila sobre Nazaret. Invisiblemente
se opera la redención. «Cumplo en mi carne lo que falta a la
pasión de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia». Y la ley del
grano de trigo es que muera.
En la montaña, bajo las hierbas verdes, se oculta la
pequeña fuente. Buscad la fuente secreta tras la vida
ordinaria de Nazaret. Encontraréis la Eucaristía. Porque a
los pies del sagrario y del altar nos conducirá el Padre
Peyriguère, como el Padre de Foucauld. La Eucaristía
alimentará las más hondas actitudes del apóstol.
Contemplando la Hostia, se impregnará de Nazaret: Dios
convertido en uno de nosotros y que salva en silencio… «Por
la Eucaristía se le dice todo al pre-misionero, se le da todo,
de esta vocación; todo se le da a la Iglesia: todo lo que ella
puede esperar de parte de aquel a quien, para ganar las almas
para Cristo, ha enviado a sus últimos confines».
MICHEL LAFON, “Mística de una
vocación”, en ALBERT PERYGUÈRE, El
Tiempo de Nazaret. Mística de una vocación
(Barcelona 1967) 12-20.
1 Michel Lafon hace alusión al libro ALBERT PEYRIGUÈRE, El tiempo deNazaret. Mística de una vocación (Barcelona 1967). Hacer notar que el P.Peyriguère escribía con frecuencia con seudónimos tales como Paul Hector,Jean Vasco, Maurus y otros).
2 En la actualidad no es frecuente el uso del vocablo premisión. Se habla más
de preevangelización.







