
Acabamos de concluir la Semana de Desierto, ese tiempo privilegiado que cada año
nos prepara interiormente para celebrar la fiesta de san Carlos de Foucauld. Son días
de silencio, oración y escucha profunda, en los que la Palabra y la soledad se convierten
en maestras discretas. Además de meditar los textos propuestos para la reflexión diaria,
he tenido la oportunidad de sumergirme en la lectura de un libro que ha sido para mí
una auténtica perla de sabiduría: El joven nabateo y el ermitaño de Petra, de José
Luis Vázquez Borau.
Ambientado en la ciudad de Petra, el libro nos conduce por sus desfiladeros, terrazas
rocosas y monumentos esculpidos en arenisca, transformando este paisaje milenario en
un verdadero símbolo del camino interior. Entre ellos destaca el Camino de las
Tumbas, donde el joven protagonista aprende a “enterrar” los vicios, los apegos y
aquello que impide la libertad del corazón. Solo quien deja morir lo que lo aprisiona
puede avanzar por el camino de las virtudes, un sendero que se recorre paso a paso,
como quien asciende hacia una luz que crece.
El corazón de la obra es el diálogo profundo y sapiencial entre el eremita Mughur y el
joven Siyyagh. Sus conversaciones —hechas de silencios, preguntas, intuiciones y
descubrimientos— evocan la tradición de los Padres del Desierto y nos recuerdan que la
verdadera formación se transmite más por la vida que por las palabras. Mughur, con la
serenidad de quien ha aprendido a escuchar el fondo del alma, acompaña a Siyyagh en
su despertar interior, ayudándolo a mirar de frente sus sombras, sus búsquedas y su
deseo de plenitud. Siyyagh, por su parte, representa a todo buscador: inquieto, abierto,
vulnerable y dispuesto a dejarse transformar.
El paisaje narrativo conecta también con una tradición espiritual más amplia: aquellos
mismos parajes evocan el retiro de tres años que, según la tradición, vivió Pablo de
Tarso antes de iniciar su misión evangelizadora. Como Pablo, también el joven nabateo
descubre que nadie puede anunciar lo que no ha contemplado, ni iluminar si antes no ha
sido iluminado.
En este contexto —tan afín al espíritu de Foucauld y a su llamada al desierto, al despojo
y a la presencia amorosa— la lectura del libro se convirtió para mí en un espejo y una
invitación. Como Siyyagh, también nosotros somos convocados a atravesar nuestros
propios “caminos de tumbas”, a escuchar la voz que sostiene desde dentro y a dejarnos
guiar por aquellos “Mughur” que la Providencia coloca a nuestro lado.
Ha sido, sin duda, una compañía preciosa en esta Semana de Desierto y un modo
hermoso de preparar el corazón para la fiesta de nuestro hermano Carlos de Foucauld.
Hermano Enzo Maria Guardino CEHCF

