El silencio, la quietud del Espíritu


El silencio no es hijo de la superficialidad, sino de vivir desde la conciencia profunda. Pero esto exige un adiestramiento. Él nos ayuda a realizar el camino del silencio que termina en la quietud del corazón. Es lo que nos aporta este artículo.
Hace siglos, los Padres del desierto vivían conducidos por este principio de sabiduría: “Fuge, tace, quiesce”:”Huye calla y reposa”. Desde la perspectiva de quienes queremos vivir la contemplación en
medio de la vida diaria, creo que podríamos hacer esta traducción de aquel principio sabio: “Huye de la dispersión de la superficialidad, sosiégate, serénate, y serás conducido a la quietud del Espíritu”.
Para que el agua del Espíritu que mana dentro de nosotros pueda inundarnos e inundar todo lo que tocamos, necesitamos tener una actitud de sosiego, de serenidad y de quietud, en medio del mundo de
relaciones y de acontecimientos en los que vivimos. No es fácil, pero es posible y es imprescindible, si queremos dejar al Espíritu del Padre hacer sus obras en nosotros.
Huyo de la dispersión, de la superficialidad.
Los grandes regalos que la civilización actual ofrece al hombre, entrañan una gran dificultad para vivir dentro y en reposo profundo. Hay más posibilidades de moverse, existe un diluvio de información,
nos llegan medios de presiones masivas, de estímulos de todo tipo en una sociedad rica, pluralista y libre, nuevas comodidades y objetos de todo tipo.
El uso indiscriminado de estas realidades está haciéndonos personas llenas de estrés, muy dispersas, personas nerviosas que viven fuera de sí, personas superficiales a caballo de la últimanovedad, personas poco silenciadas, que no viven a tope el presente, disfrutándolo; personas evadidas y desarmónicas. En El arte llamar de amar, Eric Fromm escribe: “Nuestra cultura lleva a una forma difusa y descentrada, que casi no registra paralelo en la historia. Se hacen muchas cosas a la vez… Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo. Esta falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos”.
Es tan fuerte esta situación que incluso se percibe en la vida de muchos sacerdotes y en las comunidades religiosas de vida activa, a quienes vemos estresados, sin tiempo para el encuentro personal,
cogidos por horas de TV, sin espacios gratuitos y con un clima de parloteo que ,a veces, son para preocupar.
Hemos de ser conscientes de esta situación quiénes queremos dejarnos conducir por el Espíritu hacia “el estado del hombre adulto, la madura es de la plenitud de Cristo” (Ef. 4,13). Así superamos positivamente la ambivalencia de la realidad actual en la que debemos vivir.
Es necesario vivir desde la profundidad.
No es posible que se dé en nosotros un nivel de conciencia mística, viviendo el nivel de conciencia superficial. Es necesario hacer fondo. Vivir desde lo hondo de nosotros, desde dentro, desde “la sustancia
del alma”. La vida del Espíritu es una sorprendente revelación de nuestra realidad fundamental y del Dios que vive en lo profundo de nosotros. Esto exige del creyente vivir desde su realidad esencial Viviendo desde la profundidad, nuestra personalidad se armoniza Y cada pieza de nuestro puzle se va colocando en su sitio y aflorando nuestro rostro original.
Viviendo en ella, nos relacionamos con las personas desde una actitud de veracidad. Es mi yo verdadero quien sale a acoger al otro con quien me relaciono. Desde la profundidad puedo percibir los
acontecimientos en su objetividad y puedo implicarme ycomprometerme con ellos en lo que desde mi verdadera realidad puede aportarles.
Desde la profundidad capto las ataduras, las distorsiones que desde mi falso yo están interceptando la relación verdadera con todo cuanto existe. Situo bien las tormentas de superficie que se dan en mí.
Por último solo desde la profundidad puedo valorar, puedo vivir en comunión con lo que es el Núcleo Esencial de cuánto existe, puedo ser introducido en el nivel de conciencia cristica para ir siendo unificado a Jesucristo.
Sosiégate, serénate.
Para poder vivir desde la hondura, es necesario no solo serenar la superficie, si no hacer todo el camino de sosiego que nos introduzca en la quietud del Espíritu.
Comencemos por cuidar el lugar donde vivimos. Muchos de los ruidos y de las tensiones que nos rodean son controlables. En tu casa, en el trabajo, en tu vida de relaciones pueden disminuirse los ritmos
para ir construyendo un ambiente sereno, relajado, acogedor.
Una habitación ordenada, el detalle de una flor, el modo de caminar, tu manera de relacionarte con quienes vives, un tono de música apropiada, la hostilidad en los muebles y en los adornos de tu casa…
son medios muy eficaces para vivir en un ambiente sereno y sosegado. Todos tenemos la experiencia de lugares que solo entrar en ellos nos sosiegan y no sitúan dentro de nosotros.
Otro paso es el sosiego de la persona. Soltar las tensiones musculares innecesarias, lograr un tono de relajación corporal que mantenga nuestro cuerpo en armonía. Hay que revisar nuestras costumbres en la comida, equilibrar más la tensión y el descanso, hacer un pequeño tiempo diario de ejercicio corporal. El cuerpo es la cara del espíritu, es la expresión sensible de la transcendencia es el templo de la divinidad… y debemos ayudarle para que puede transparentarla.
Llegamos así al sosiego psicológico.

Este es la armonía de todas nuestras dificultades. Fruto de ser señores de nuestro ser. De vivir
conscientemente cada una de nuestras actividades, de estar aquí y ahora con aquellas dimensiones del ser que ahora necesitamos ejercitar. La serenidad es el fruto de una adecuación del adentro con el
afuera, en todo momento. La serenidad no es posible, además, sino en la medida en que
nuestro mundo inconsciente vaya estando aclarado y descongestionado. Miedos, ansiedades, conflictos internos, influjos sutiles…todo debe irse limpiando para que haya también una adecuación entre nuestro consciente y nuestro inconsciente. La serenidad es el fruto de esta adecuación.
San Juan de la Cruz nos dirá que para que “el entendimiento está dispuesto para la divina unión ha de quedar limpio del todo. Un entendimiento íntimamente sosegado y acallado puesto en la fe”. (2 S. 9,11).
Así llegamos al gran sosiego, a la serenidad fundamental, la serenidad del corazón. Es el silencio de las raíces del ser, de donde nace el desorden radical: “Lo que sale del corazón del hombre es lo que contamina al hombre. Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, enviada, injuria,
insolencia, insensatez. Todas estas prevaricaciones salen de dentro y contaminan al hombre
” (Mc. 7,20-23). Por eso Tony de Mello ha dicho que el silencio profundo es “la ausencia del egoísmo”.
La persona sosegada del todo es aquella que vive en la paz del corazón. La que domina sus apetencias, la que ha salido de si para vivir en el amor al Otro y a los otros, es la persona libre que tiene todo
bajo sus pies, es el indiferente positivo de San Ignacio: “Igual muerte que vida, salud que enfermedad, riqueza que pobreza…”, Es aquel que ve todo solo desde el querer de Dios, es el pobre de corazón.
“En esta desnudez halla la persona espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime así abajo porque está en el centro de su humildad”, dice San Juan de la Cruz (1S.13, 13). En este silencio del corazón el que nos capacita para ver a Dios. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Y nos capacita para ver al hermano desde la verdad, para acogerlo en su realidad, sin proyectar sobre él nuestras ilusiones o nuestras frustraciones, nuestras tentaciones del dominio. Este sosiego del corazón nos capacita para amar, un amor adulto y un amor teologal. Hace salir de nosotros la actividad verdadera, ese hacer ya que nos madura y hace crecer el Reino de Dios en la vida humana.
Necesidad de adiestramiento.
Todo este proceso de sosiego y de serenidad, impulsado en nosotros por el Espíritu, necesita de nuestra colaboración. Hace falta todo un nuevo estilo de ascesis que deje crecer en nosotros la armonía y la unidad a la que somos llamados, en medio de un ambiente consumista y burgués en el que nos toca vivir.
Es necesaria una disciplina personal, comunitaria y ambiental. Jesús lo deja claro en el Evangelio: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No os preocupéis de la mañana: el mañana se preocupara de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propia dificultad” (Mt 6, 33-34). “El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33). “Venid a un lugar solitario para descansar un poco. (p. 31). Porque eran tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo para comer” (Mc 6,31) “Si alguno quiere seguir conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16, 24-25).
Necesitamos incluso, alguna metodología que nos acompañe durante esta peregrinación hacia el sosiego del corazón, al menos durante las primeras etapas. Las diversas generaciones creyentes han ido ejercitando, en su época, el método popular adecuado que conduciría al sosiego y la serenidad del espíritu.
Hoy también se nos ofrece viejos y nuevos métodos para el silencio del ser. Cada uno ha de encontrar el que más le ayude. Urge también encontrar el espacio de soledad y el ritmo de soledad que cada uno
necesita para crecer. Jesús armonizaba soledad y servicio. A veces de noche, otras de madrugada. A veces marchando a la montaña, otras internándose en el mar o en el huerto de un amigo. A veces, los
pequeños momentos oracionales que cada día realizaba como un buen israelita, a veces la fidelidad a los momentos semanales en la sinagoga o las grandes semanas en las que subía a Jerusalén. La soledad es imprescindible en dimensiones diversas y en equilibrio con la actividad y el tiempo dedicado a las relaciones fraternales. La actividad será motor de crecimiento de nosotros, si encontramos el
ritmo adecuado de soledad y de presencia en la vida.
“El abad Moisés dijo a el abad Macario: “Yo deseo estar en sosiego y serenidad, pero los hermanos no me dejan”. Él le contesto; “Me parece que tú eres de natural tierno y delicado y no eres capaz de deshacerte
de un hermano inoportuno. Si realmente buscas el sosiego de corazón ve al desierto, bien dentro, a Petra, verás cómo allá encontrarás el reposo que buscas”. Así lo hizo y consiguió la paz
”.
Cada uno según su modo de ser y las circunstancias en las que debe vivir, debe encontrar la medida de soledad que necesita para responder a las exigencias que Dios pone en su corazón.
Así entrarás en la quietud del espíritu.
El sosiego y la serenidad de toda la persona van introduciéndonos en una activa quietud que en su momento va siendo madurada por el don de la quietud del Espíritu.
La verdadera quietud es intensidad de amor.

Es poner en dirección de Dios todas las fuerzas, todas las capacidades, todo el corazón. Es amar sin medida a quien nos ama desmesuradamente. La quietud es como un enraizamiento en Dios; es tenerlo ahí como la única tierra en que hemos sido plantados, en la que crecemos y desde la que fructificamos. Va haciéndose nosotros en la medida que estamos cogidos por el único necesario. “Marta, Marta aún
estás cogida por muchas preocupaciones y no te das cuenta que solo una es necesaria. María la ha encontrado y por eso, su quietud y su enraizamiento en la tierra auténtica
” (Lc 10, 41-42).
Esta quietud es contemplación. Así define la contemplación San Juan de la Cruz: “La atención amorosa a Dios en paz interior y quietud y descanso” (2S. 13,4). Y también: “Es una quietud amorosa y sustancial” (2S. 14,4). Y en el mismo capítulo: “Poniéndose la persona delante de Dios, se pone en acto de noticia confusa, pacífica, amorosa y sosegada, en que está la persona bebiendo sabiduría, amor y sabor
(2S. 14,2).
La quietud es la paz de Dios que insufla en el fondo del corazón. La quietud no es inactividad. Lo místicos han actuado, han hecho lo que tenían que hacer, pero desde ese núcleo sagrado y quieto de
quien solo busca “la honra y la gloria de Dios”.
La quietud tampoco es ausencia de sufrimientos. No hay verdadera quietud sin buena cruz. Pero se puede sufrir mucho y crecer en la quietud. Algunas personas me han dicho: “Estoy sufriendo mucho
desde esta situación sin salida, pero hay un núcleo dentro de mí que sigue inalterable, en total paz”.
Cuando este don de la quietud va asentándose en la persona de Dios siendo el único Maestro, el guía espiritual del ser humano. Ya no necesita otros medios y maestros que le conduzcan en su claridad
oscuridad.

«En soledad vivía
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido
” (Canción 35)
Es la sabiduría de Dios, la única sabiduría del que vive en esta quietud: “Sabiduría de Dios, secreta, escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en
silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios cultísima y secretísimamente a la persona, sin ella saber cómo, lo cual algunos llaman “entender no entendiendo
” (Canción 39,12).
Es el punto final de este largo camino del sosiego y la serenidad. “Hay personas que con sosiego y quietud van aprovechando“, (S. prologo 7).
Aventura maravillosa la que hemos descrito. Aventura esencial que va a lograr en nosotros la integración de toda nuestra persona, la fecundidad en su quehacer y el crecer sin cesar en esta tierra teologal
del único Dios
Pepe SÁNCHEZ RAMOS.

https://www.carlosdefoucauld.es/pdf/Boletin-083.pdf#page=24

Nazaret en la vida pastoral de Jesús

Pepe Sánchez Ramos

Algunas veces hemos oído preguntar: ¿Es posible, para un seglar comprometido, vivir el misterio de Nazaret? ¿Es posible vivir desde Nazaret a un sacerdote diocesano? ¿Qué aporta Nazaret para la vida activa? Quisiera que esta lectura de algunos textos del Evangelio de Lucas ayude a la respuesta. Os ofrezco, hoy, parte de esa respuesta. Y os la ofrezco especialmente a los amigos seglares y a los sacerdotes diocesanos de las Fraternidades.

A veces hemos mirado Nazaret como contraposición de la Vida Apostólica. Como si Nazaret no fuera, en sí mismo, apostólico y como si los años en los que Jesús camina por Palestina no llevaran en su entraña la experiencia nuclear de Nazaret.

Jesús es apóstol en sus 33 años. Aunque en cada etapa exprese su acción pastoral, con acentos distintos. Las ramas son el árbol; el tronco es el árbol; las raíces son el árbol. Todo forma una unidad inseparable. En cada parte está el árbol integral.

En Nazaret, Jesús salva testimoniando, gritando con su propia vida la gran experiencia que más tarde va a explicar de palabra. Pero en su vida misionera permanece Nazaret. Son dos dimensiones entrelazadas. Por los caminos polvorientos es el Nazareno que vive una gran experiencia, que descubre su experiencia, que invita a incorporarse a esa experiencia de Dios y de la vida. Por los caminos de Galilea, camina el Testigo del Amor del Padre, testigo silenciado, que vive y explica la acogida gratuita de Dios al hombre. Por aquellos caminos, Jesús sigue ofreciendo la Buena Noticia, a través de una comunicación sencilla, coloquial, viva, directa con cada persona o con la multitud.

La vida de Jesús es una sinfonía, en dos tiempos: un tiempo largo, el de Nazaret; un tiempo breve, el de itinerante. Pero la melodía dominante se encuentra en los dos tiempos, aunque el colorido musical sea distinto en cada uno.

Por eso, para penetrar su experiencia de Nazaret, nada mejor que repasar su vida itinerante y descubrir las líneas de fuerza que Jesús anuncia. Ellas son la experiencia acumulada en sus años silenciosos y testimoniales. Y, para entender bien su vida activa, necesitamos tener, como telón de fondo, los elementos nucleares de Nazaret.

Quitad a la enseñanza la experiencia y se convierte en ideología. Quitad a la oración la relación filial y amistosa con el Padre, y aparecerá un «cumplidor» de sus obligaciones religiosas. Quitad a las palabras su dimensión de silencio y se convierten en palabrería… Jesús es un Maestro, lleno de sabiduría, porque es un experimentado; es un contemplativo, porque tiene la experiencia de ser amado por el Padre; es un apóstol, porque le urge comunicar lo que a Él se le está dando; es un humano, porque está entroncado directamente con la vida…

Todo esto es la dimensión de Nazaret, en la vida itinerante de Jesús. Lo vamos a ver a través de algunos textos del Evangelio de Lucas.

«Tengo que estar en lo que es de mi Padre» (Lc. 2, 49).

Son las primeras palabras de Jesús que nos ofrece el evangelista. Jesús es una naturaleza humana, transida de divinidad. Y va creciendo en la conciencia de que es habitado. Se descubre Hijo del único Padre. Y vive en unas relaciones crecientes con el Padre. Hasta llegar a vivir en unidad: «El Padre y Yo somos una sola cosa» (Jn. 10,29).

El Padre es su verdadero educador: «Un hijo no puede hacer nada por sí, tiene que vérselo hacer al padre. Así, cualquier cosa que éste haga, también el hijo la hace igual, porque el padre quiere al hijo y le enseña todo lo que él hace»(Jn.5, 19-20).

En Nazaret, Jesús vive colgado de la palabra del Padre, orientado por su querer. Nazaret es la experiencia en la que la Voluntad de Dios es el centro y !a guía de la vida cotidiana. Donde no hay otro conductor que el Espíritu del Padre.

¿No define Jesús este aspecto de Nazaret con la alabanza que hace de su Maestra María: «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen»?

Y así va a continuar en su vida pastoral: «Yo no puedo hacer nada por mí» (Jn. 5, 30). «Mi alimento es hacer el designio del que me envió y llevar a cabo su obra» (Jn. 4, 34). «Yo no he hablado en nombre mío, no; el Padre, que me envió, me ha encargado lo que tenía que decir y que hablar y yo sé que este encargo suyo es vida eterna; por eso, lo que hablo, lo hablo tal y como me lo ha dicho el Padre» (Jn. 12, 49-50).

Jesús descubre a sus oyentes, lo que es su experiencia esencial filial y nos indica cuál es el eje de la vida creyente y de la actividad pastoral. Jesús  hablará poco, pero sus palabras serán palabras de Dios; caminará en un espacio bien pequeño, pero sus pasos son los pasos de Dios; hará pocas cosas y sencillas, pero serán gestos de Dios que tendrán una repercusión única en la historia humana.

«Jesús iba adelantando en saber, en madurez y en gracia» (Lc 2, 52)

A lo largo de su vida en Nazaret, Jesús va descubriendo qué es ser hombre, y va creciendo como humano en todas sus dimensiones. En este tiempo se autocomprende como el Hijo del Hombre, es decir, el hombre poseído plenamente por el Espíritu de Dios (Lc. 3, 21-22). Y es que el hombre no es pleno, sino en referencia al Espíritu de Dios.

Jesús vive una vida plenamente humana, en libertad, en verdad, en amor. Es un hombre armónico. Es hombre verdadero y el verdadero hombre.

Quienes lo tratan, lo ven como un hombre «lleno de autoridad» (Mc. 2, 10), de fuerza (Lc. 6, 19), de sabiduría (Mc. 1, 27), de veracidad (Lc. 20, 21)… Es el hombre pleno soñado por e! Creador.

Pilatos, sin saber mucho lo que decía, así lo presenta a la multitud: «He ahí al HOMBRE» (Jn. 19, 5). Y así es. El crecimiento en madurez de que habla Lucas ha llegado a plenitud. Por primera vez en la historia está apareciendo lo que es y significa ser hombre. Los soldados al despojar a Jesús de la falsa dignidad real, propia del mundo, han dejado al descubierto la verdadera realeza de Jesús, su dignidad esencial. El vaciamiento que vive de todo aquello que los hombres creemos imprescindible para ser hombres hace que podamos descubrir en Él al verdadero hombre.

El misterio del hombre, su autocomprensión, sólo queda esclarecida en el misterio del Verbo Encarnado: «Cristo manifiesta plenamente el hombre, al propio hombre» (L.G. 22).

La presencia del Espíritu en el hombre no destruye, sino plenifica. Desmonta, sí, el falso «ego». Desmonta nuestros desajustes mentales, afectivos, operativos… Pero hace emerger nuestro verdadero rostro original y termina en la cumbre mística, siendo el sujeto de nuestras actuaciones cotidianas.

Nazaret es el camino de la maduración en lo humano, desde su perspectiva esencial. Nazaret es la valoración de lo humano, de todo lo humano.

«Enviado a proclamar el año favorable del Señor» (Lc. 4,16-30)

En Nazaret, Jesús ha ido comprendiendo su misión. Se ha ido descubriendo como el Mesías, enviado por el Padre, en bien de la humanidad. Y eso que era difícil caer en la cuenta del verdadero mesianismo en aquel ambiente nazareno. «Pero, ¿de Nazaret puede salir algo bueno?», pregunta Natanael, desconfiando de los mesianismos procedentes de Galilea.

Tampoco se ve Jesús situado en el horizonte del Antiguo Testamento, como lo ve Felipe: «Hemos encontrado al descrito por Moisés en la Ley y por los Profetas: es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret» (Jn. 1,45-46).

Jesús trae un anuncio de gracia universal y comienza proclamándolo en Nazaret, «donde se había criado», ante sus vecinos:

«Me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos, y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año favorable del Señor».

Jesús supera la mentalidad estrecha de sus vecinos. ¡EI Padre ama y regala la salvación a todos los hombres! ¡Ofrece su gracia para todos! «Ya no hay judíos y paganos, hombres y mujeres, esclavos y libres»… Todos son amados, a todos se les regala la entrada para el banquete de bodas…

Sus vecinos se resisten, «extrañados del discurso sobre la gracia que salía de sus labios». Pero «¿no es este el hijo de José?». Pues no le ha salido a «su padre», no ha asumido las ideas y comportamientos del padre. ¡Cómo va a ser igual, ante Dios, el Centurión que uno de nosotros!

Ha sufrido mucho Jesús, en sus años de Nazaret, al ver la estrechez de sus vecinos. Una vez más, les quiere ayudar y les anuncia con claridad la Buena Noticia, de que Dios ama a todos, es Padre de todos y no tiene acepción de personas, cuando alguien acoge su gran regalo de amor.

Jesús seguirá descubriéndonos al Padre del hijo pródigo, al pastor de la oveja perdida, al médico de los enfermos…

La clave de toda la pastoral de Jesús es la de ayudar a caer en cuenta del amor gratuito del Padre Dios. Su vida, sus gestos y sus palabras son un grito en favor del amor universal de Dios.

Nazaret es experiencia del amor del Padre «que hace salir el sol, cada día, para buenos y para malos».

«Danos, hoy, nuestro pan de cada día» (Lc. 11,3).

En Nazaret, Jesús ha aprendido a vivir el hoy, el cada día. En ese ambiente rural y sencillo pesa lo cotidiano, absorbe lo actual. El hoy es ya eternidad.

Vivimos agobiados por el mañana o el ayer. Nazaret es vivir el hoy, atentamente, entregadamente, amorosamente.

Es verdad que un hoy, en referencia al ayer y al mañana, porque somos historia, pero sin que ellos bloqueen el hoy, o nos evadan de él.

Jesús acoge a esta mujer concreta que ha venido a sacar agua del pozo, a este enfermo que está en la camilla o que le toca… Jesús desenmascara actitudes bien concretas.

Nazaret es la realidad concreta, a la que debemos responder muy concretamente. Nazaret es la experiencia del hoy concreto en el que se transparenta lo que Dios Padre quiere hoy para mí.

«Cada día trae su preocupación», «no os agobiéis», «no andéis preocupados»… La preocupación impide que la semilla nazca (Lc. 8, 14); por lo preocupada que está, Marta no está viviendo bien su encuentro con Jesús (Lc. 10, 41).

«No tengáis miedo». Si lo cabellos de vuestra cabeza están contados por el Padre que os ama,.. No temáis ni siquiera a la muerte. Que sólo os dé temor el no amar.

¿A qué se parece el Reino de Dios? (Lc. 13,18)

A un grano de mostaza, a un puñado de levadura, a una semilla…

La pequenez, la sencillez, lo no aparente son los instrumentos del Reino. Jesús renuncia a la imagen del «cedro frondoso» de Ezequiel 17, 22, indicando que el Reino de Dios no tendrá el esplendor humano esperado por el judaismo. Por eso la semilla se planta en el «huerto»  -lugar de los pobres y pequeños-, no en el «monte alto y macizo», signo de la grandeza que impresiona y asusta.

El Reino que anuncia Jesús se anuncia por caminos pastorales distintos de los del judaismo y del paganismo.

Jesús valora las «pasividades», tanto o más que las «actividades», en orden al crecimiento del Reino. Porque transforma tanto la «pasividad activa» como la «actividad». Y hasta más. Aunque en nuestros ambientes de eficacismo no lo creamos.

Sus treinta años en Nazaret son años de «pasividad», en cuanto al «hacer» apostólico; son años de gran silencio. Pero son tan redentores, tan eficaces y fecundos como los tres de caminante.

El silencio, los tiempos de oración, los días retirados de la tarea… son Nazaret. La vida conscientemente anónima, lo cotidiano… son Nazaret. La enfermedad desconcertante, la incapacidad que nos margina del mundo activo, ancianidad… son Nazaret. La oblación silenciosa de un claustro, la renuncia por el Reino a determinadas capacidades humanas… son Nazaret.

Jesús difunde el Reino, a través de medios muy vulnerables, pero cargados de calidad divina. Lo que importa es la calidad divina, en cada una de nuestras etapas, no, la grandeza de los medios.

Nazaret, a veces, va al comienzo; otras, va al final. Pero siempre ha de dar su toque, en todas las etapas de la actividad y en los medios que usamos en cada una de ellas.

¿QUÉ BUSCAMOS EN EL DESIERTO?


El autor del presente artículo se pregunta sobre las razones que
motivan la búsqueda de un tiempo de desierto.
SOLO DIOS
Sólo el desierto es totalmente verdadero y, en su simple desnudez, nos
pone, sin huida posible, frente a la sola y última alternativa: Dios o lo que no
es El, la conformidad total al plan de la Redención o la negativa de nuestra
vocación.
En el desierto estamos requeridos para una elección más absoluta y
radical, elección cuyas alternativas están diluidas a lo largo de la vida
ordinaria, dentro de la multiplicidad de acontecimientos cotidianos y por
múltiples compromisos más o menos conscientes.
Vamos al desierto fundamentalmente, para afianzar y madurar en la
opción básica de nuestro ser cristiano: Dios como el Único, el Absoluto. El
desierto se convierte así en un tiempo de revelación de Dios.
Como Israel en le desierto, el cristiano está llamado a demostrar su fe
en el único Señor, a depender sólo de El, a poner en El toda la seguridad. Y
esto como respuesta gratuita al amor gratuito del Señor, que nos invita a
seguirle. Vivimos en el desierto un tiempo de intimidad exigido por la
relación de amor entre el Señor y cada uno de nosotros.
El Absoluto se manifiesta en Cristo Jesús, como amor que atrae a sí
en una comunión íntima y con una alianza perpetua. “Yo lo atraeré y la guiaré
al desierto, donde hablaré a su corazón… Entonces te desposaré conmigo para
siempre… en la benignidad y en el amor”.
MOTIVACIONES SECUNDARIAS O FALSAS
El tiempo de desierto no es en sí un tiempo de auto-análisis ni de
examen de conciencia especial, pero ciertamente este reencuentro con Dios
nos va a descubrir cuál es la gran motivación de nuestra vida enlazada con
otras motivaciones más de nuestro agrado que exigen menos fe en la
realidades invisibles y nos dan más seguridad y facilidad de vivir.
Sin querer decir que las otras motivaciones no sean legítimas, en este
tiempo tomaremos conciencia de que poco a poco ellas acaban por tener un
puesto bastante importante en nuestras vidas, tragándose poco a poco aquella
que era en pleno derecho del Señor.
Progresivamente, a causa del silencio y de la preparación más clara de
la Realidad de Dios, tomaremos conciencia mucho mejor de la corrección que
debe efectuarse en nuestra mirada sobre las cosas, las personas, nuestra propia
vida… e irá imponiéndose en nosotros una jerarquía de valores que había ido
desapareciendo y hacia que Dios no fuera total y suficientemente el centro.
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En el desierto caerán paso a paso las ilusiones que nos impiden ser
conscientes de todo lo que embaraza nuestro corazón. No puede soportar
mucho tiempo caminar a solas por el desierto ni no se tiene un corazón
sencillo y pobre y si todavía espera uno de la vida cualquier cosa que no sea
Dios solo.
Por eso es por lo que las tentaciones de instaurar el Reino de Dios por
otros medios que los empleados por Jesús y de volvernos útiles a los hombres
de otro modo que por la afirmación vital de la trascendencia divina o del amor
divino, sólo serán definitivamente vencidas en el desierto, como lo fueron por
Jesús.
Nuestro mundo está lleno de aspirantes al papel de Dios. Todos
quieren proponerse como criterio absoluto. El poder, la ley, el orden, el
dinero, la propiedad, el mercado, la productividad, el consumo, la libertad, la
ciencia, el partido, el Estado, la Iglesia, la ideología… Cualquier cosa, aunque
sea buena, en la medida en que pretende trascender al hombre y establecerse
por encima de él como tribunal inapelable… se corrompe en ídolo y a menudo
homicida.
El desierto desocupa nuestro corazón de ídolos.
ENCONTRAR EL VERDADERO YO
Es así solamente como puede emerger nuestro verdadero yo, ese “yo
mismo” que es un gran desconocido para cada uno de nosotros.
Siempre que un hombre va a ser seriamente utilizado por Dios, es
conducido al desierto. Allí se realiza el descubrimiento del “yo mismo” real y
es atormentado por los demonios del falso “yo mismo” que tratará
constantemente de ocultar lo real bajo lo superficial. Este tormento, que es al
mismo tiempo un acto importante de descubrirse a sí mismo, solo se puede
realizar en la soledad.
Una gran tarea, que supone siempre una gran tensión y un gran
sufrimiento sólo se puede afrontar si un hombre se enfrenta a su verdadero yo,
si ha descubierto que tiene la valentía de mantenerse leal cuando todo se
ponga contra él, si ha examinado en silencio su propia debilidad, si ha
aceptado estos sufrimientos.
Únicamente vaciándose de sí mismo y aceptándose a sí mismo puede
uno tener esperanza de ser capaz de decir, con algo de verdad: “no se haga mi
voluntad, sino la tuya”.
ACUCIADOS POR LA SALVACIÓN DE LOS HOMBRES
El tiempo de desierto, es también una obra de amor que deriva de
tomar a nuestro cargo pastoralmente, a los hombres con quienes vivimos o
que nos son confiados, para que presentemos a Dios sus angustias y sus
súplicas, en unión con Jesús orando en el desierto.
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Es un mismo espíritu el que debe empujarnos a mezclarnos entre los
hombres o a subir a la montaña solo, frente al Dios que salva, como Jesús o
como Moisés.
Los tiempos de oración, en medio de una vida atropellada, forman
parte, también, como en Jesús, de nuestra misión a favor de los hombres.
Podríamos decir que es como un estado extremo de oración.
Es precisamente en el sentido de esta oración desnuda y solitaria de
aquel que está comprometido por vocación en el misterio de la Redención de
los hombres, donde se sitúa también la llamada sentida para la oración
solitaria en el desierto
Se trata aquí de una verdadera consumación de la vocación apostólica,
suponiendo la muerte de sí mismo y una gran disponibilidad interior por la
caridad de Jesús, de suerte que toda la vida esté como dominada por la
inquietud de la salvación de los hombres.
Es llevar a plenitud la oración de intercesión.
Cuanto más nos acercamos por la adoración y el don de nosotros al
corazón de Dios, más somos empujados por esta misma unión, a desposarnos
con los cuidados y ternuras de nuestro Dios por todos los hombres.
Y he aquí desde el mismo momento que hemos dejado la relación
particular con los hermanos, para encontrar a Dios en el desierto, somos
reenviados hacia ellos por Aquel que está en el corazón del destino de cada
uno.
Adoración e Intercesión, no son vividos aquí como dos tiempos
diferentes sino más bien como dos facetas del mismo movimiento de Amor.
DESDE LA POBREZA Y EL VACIAMIENTO DE NOSOTROS
Para que el desierto sea un camino hacia Dios, debe ser acogido con
espíritu realmente pobre. El desposeimiento interior a que nuestra pobreza
debe conducirnos, es exigido aquí para que el desierto deje de abrumar y
llegue a ser camino de libertad hacia Dios.
El desierto es camino real hacia el vacío de nosotros, en el que se
puede realizar la gran plenitud.
En medio de las contradicciones de la vida, sólo conservaremos la
mirada de fe fija en Dios, si el corazón está consolidado en el desposeimiento
y la pobreza interior.
Y sólo los hombres despojados, los que voluntariamente renuncian a
muchas cosas, a veces hasta a su propio porvenir, son los que pueden hablar
fraternalmente a los otros despojados, los que pueden comprenderlos, los que
pueden ayudarles sin herirlos, los que tienen autoridad para llevarlos hasta la
siempre tierra prometida.
JOSÉ SÁNCHEZ RAMOS

Introducción al día del Desierto

Desierto de la Paz (Murcia)

 Aurelio Sanz

El desierto es un lugar, un espacio. Es el tiempo que, en gratuidad, nos da el Señor; no un tiempo que le damos como ofrenda. Estamos acostumbrados a realizar un día de desierto mensualmente, pero también es una situación en la vida que puede durar no sólo un día, sino semanas o meses. 

Es bueno empezar el desierto haciendo silencio interior, eliminando los ruidos internos, aunque éstos nos sorprendan una y otra vez a lo largo de la jornada. Debemos vaciarnos, desnudando el corazón ante Dios, presentándonos ante él vacíos, para que sea él y sólo él quien nos llene. Los discípulos de Emaús no van de camino haciendo desierto: están llenos de ruidos interiores. Sólo cuando saben escuchar a Jesús lo reconocen.

Para silenciarnos puede ayudar comenzar repitiendo alguna jaculatoria, bien de la Biblia (“Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, “Habla, Señor, que tu siervo escucha”, “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”…) o alguna expresión personal.

Es importante el silencio externo: que los sonidos de la naturaleza sean un espacio contemplativo, así como la luz solar, la luna, las estrellas, el frío o el calor, el campo, la montaña, el mar, las plantas. Son espacios contemplativos, pero no objeto de nuestra poesía o admiración. Sólo en el silencio podremos escuchar a Dios: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. El desierto es búsqueda, no huída: buscar y dejarnos llevar por él, abandonarnos en nuestro guía.

El hermano Carlos vive en el desierto porque su vida es una continua búsqueda; un discípulo de Emaús cuyo acompañante estaba muy lejos. Carlos de FOUCAULD sabe escuchar a Dios y de él vive permanentemente enamorado. El desierto no es adoración, sino búsqueda y escucha. Por eso, el hermano Carlos hará de la Adoración el momento de encuentro amoroso con Jesús, el bien amado, y el espacio perfecto de unión con él.

Quien hace verdadero desierto no pretende hacer una terapia, ni reforzar su autoestima, ni un día de excursión, ni una manera de estar en paz consigo mismo o con la naturaleza.  Podemos regresar del desierto más preocupados o inquietos que al ir a él. “Cuando Dios habla, nos quedamos mudos” (José SÁNCHEZ RAMOS). Poco a nada podemos decir: sólo contemplar, sentirnos queridos por él.

En el desierto dejamos de “mirarnos el ombligo”, para no caer en la actitud del fariseo: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres…”. El desierto es el lugar donde Dios nos enseña a valorarnos más, a valorar mucho más a los demás cuando de nuevo nos encontramos con ellos. El verdadero fruto del desierto se nota en la vida, cuando ésta se hace problema, cuando es gozo y alegría, como las pequeñas semillas que están en la tierra o en la arena del desierto y que generan plantas verdes, hermosas, cuando llueve.

En el desierto podemos encontrar mucha paz o mucho desasosiego: encontrarnos con nuestra realidad nos puede dar miedo, y tenemos el riesgo de convertir el desierto en una evasión. Sólo si sabemos apreciar el amor de Dios, que nos escucha, perderemos los miedos y estaremos pisando tierra. “Nada te turbe, nada te espante. Dios no se muda, todo se pasa. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta” (Teresa de Jesús). Y así se fortalece nuestra esperanza.

El desierto no es el lugar para escribir nuestras memorias, ni nuestros pensamientos, aunque éstos estén cargados de fe y de buenos sentimientos. Tampoco para leer, ni la Biblia, ni textos de espiritualidad. Tampoco para rezar, ni el rosario ni la Liturgia de las Horas. Es tiempo gratuito para el Señor, sólo para él, no para nosotros mismos. Leer, rezar, escribir, podemos hacerlo en otros momentos. Un buen desierto nos ayudará después a preparar una buena Revisión de Vida o a tomar decisiones que antes no teníamos claras.

En el desierto saboreamos la presencia de Dios fuera de la Eucaristía y del factor humano: su cercanía, hasta su abrazo. Sólo eso, en actitud de escucha y de búsqueda, es lo importante. Así es como el Señor nos habla, con el lenguaje del Dios Amor que mira a sus hijos con ternura, sin malas  miradas ni recriminaciones o reproches.

También saboreamos lo material, nuestros cuerpos, lo que nos rodea, la comida o el agua que llevamos o encontramos como un gran regalo. Hasta el momento de comer debe ser un acto contemplativo, sintiendo que el alimento es naturaleza hecha por Dios que nos nutre. “En esa naranja, en esa manzana, está el mundo” (José SÁNCHEZ RAMOS). Y el agua, obra de Dios que nos calma la sed, nos refresca y nos purifica. Por eso es bueno comer y beber muy despacio. Hay que llevar lo necesario, ni mucho ni poco, para no preocuparnos si va a faltarnos, para que no nos provoque ansiedad la falta de agua si hace mucho calor.

Al desierto no vamos a mortificarnos ni inmolarnos, ni a encontrar nuestro bienestar. No es unas pequeñas vacaciones. Vamos a buscar a Dios, a escuchar su voz, a gozar de su presencia. Todo ello nos hará estar después más cerca de los demás. 

                                                Buen desierto, hermanos.

JOSE SANCHEZ RAMOS discípulo de Carlos de Foucauld

Desierto de la Paz (Murcia)

José SÁNCHEZ RAMOS, sacerdote secular, consiliario de la HOAC y del Movimiento Rural Cristiano, Vicario Pastoral, fundador de la Casa de Oración del Desierto de la Paz (Murcia), miembro activo de la Fraternidad Sacerdotal «Iesus Caritas»y director de la revista del mismo nombre, colaborador en publicaciones periódicas, ha vivido sirviendo a la Iglesia y al mundo mediante una viva conciencia profética y una clara actitud dialogante. José SÁNCHEZ RAMOS, sacerdote secular, consiliario de la HOAC y del Movimiento Rural Cristiano, Vicario Pastoral, fundador de la Casa de Oración del Desierto de la Paz (Murcia), miembro activo de la Fraternidad Sacerdotal «Iesus Caritas»y director de la revista del mismo nombre, colaborador en publicaciones periódicas, ha vivido sirviendo a la Iglesia y al mundo mediante una viva conciencia profética y una clara actitud dialogante.

JOSÉ SÁNCHEZ RAMOS

EN ESTA WEB: https://antoniolopezbaeza.com/jose-sanchez-ramos/ SE PUEDEN ESCUCHAR CHARLAS DE JOSÉ SANCHEZ RAMOS

Estas charlas han sido recopiladas por Juan Cánovas.  Gracias a él podemos recuperar la memoria de Pepe y disfrutarlas”.


CONTEMPLACION Y PRESENCIA: TESTIGOS EN EL CORAZON DEL MUNDOJOSE SANCHEZ RAMOS

Este libro, manual de sabiduría cristiana, ha nacido de la larga experiencia contemplativa de su autor, así como de su intensa labor de acompañamiento espiritual a personas y grupos de muy variada índole durante muchos años. Conjugando la inagotable veta de la mística de san Juan de la Cruz, con el carisma tan actual del Hermano Carlos de Foucauld, nos conduce a redescubrir la fragancia del evangelio de Jesús, y con él la urgencia de un cristianismo encarnado y testimonial en el corazón de nuestro mundo.

Desierto de la Paz (Murcia)

LA CASA DE ORACIÓN DEL MONTE EN MURCIA

La Casa de Oración Desierto de la Paz, en la Sierra de la Fuensanta, en Murcia, a doce kilómetros de la ciudad, está abierta para quienes desean pasar en ella jornadas, momentos, tiempos, de silencio y contemplación, con austeridad y recogimiento.

Tras la muerte de Pepe SÁNCHEZ RAMOS, su fundador y alma, existe en la actualidad  una asociación –la Asociación Desierto de la Paz- con una junta directiva, compuesta en su mayoría por personas de las fraternidades del hermano Carlos en Murcia y Cartagena, que coordina el uso de la misma y que intenta continuar el estilo para la que fue creada.

“El marco general: una casa de campesinos, básicamente adecuada para nuestra vida. Queremos mantener su sencillez y austeridad. También un estilo de provisionalidad que ayude a no quedar atrapados o establecidos. Un modo de vivir que estimule la creatividad desde los elementos imprescindibles.

Situada en medio de la naturaleza. Con los mil regalos que ella nos ofrece. Con los estímulos positivos que de ella recibimos en orden a volver a encontrar nuestras raíces. Déjate enseñar por ella.

Nacida desde la experiencia cristiana e inspirada en la Sabiduría de Jesús de Nazaret, Palabra definitiva del Padre a la humanidad. Pero abierta a toda persona que busca su plena armonización desde el camino interior.

Pensada como una escuela viva de contemplación, donde aprender a escuchar, a mirar y a vivir desde el corazón. Lugar donde experimentar la Bondad y la Amistad incomparable de nuestro Padre en nuestra historia personal y concreta y en la historia actual de la humanidad.

La primera Casa de Oración cristiana fue la Casa de Nazaret. En ella Jesús iba creciendo en madurez, en sabiduría y en la experiencia de ser amado. En ella, Jesús fue descubriendo los valores esenciales de la vida humana”. (Pepe SÁNCHEZ RAMOS)

La casa, junto con las ermitas donde se puede permanecer en estancias prolongadas, el zendo, los servicios comunes, el entorno del monte y del  desierto cercano al mismo, son un medio y espacio de búsqueda y encuentro con Dios, de interiorización, de experiencia de silencio, de soledad, de vida de oración, de trabajo manual y de vida fraternal en el respeto mutuo entre las personas que la usan.

Os invitamos desde nuestra asociación a conocer el Desierto de la Paz y poder crecer por dentro como Jesús crecía a la escucha de la voluntad del Padre.

En la normativa interior se especifica el modo de “pasar por ella” y aprovechar el regalo de Dios que sale al encuentro.

                                                                                  Aurelio SANZ,

                                                                       fraternidad sacerdotal de Murcia