De Ignacio de Loyola a Carlos de Foucauld

Las siguientes consideraciones toman como punto de partida las numerosas similitudes que se observan entre la figura de Charles de Foucauld y la de Ignacio de Loyola. Lo que comenzó como un juego de comparación ha resultado fructífero en la comprensión de lo que los historiadores llaman “espiritualidad moderna”. Si estamos de acuerdo con ellos, de hecho, en que los tiempos modernos comienzan con el Renacimiento, nos vemos llevados a considerar a Ignacio y Carlos como figuras emblemáticas de esta modernidad. Situadas en los dos extremos de esta modernidad, estas figuras, por la tensión que generan sus semejanzas y sobre todo sus diferencias, arrojan luz sobre las evoluciones que operan la conciencia espiritual moderna y la imagen de Dios que se esboza en nuestros contemporáneos.

Huérfanos precoces (de su madre en particular), Iñigo y Charles son conversos. Se convirtieron alrededor de los 30 años. Aristócratas, habían llevado la existencia sin escrúpulos de muchos caballeros de su tiempo. Las armas y el gusto de las mujeres (gusto romántico) habían ocupado un gran lugar en su vida. Sobre todo, estaban habitados por un gran deseo de brillar. Este deseo había tomado forma de dandismo en ambos. Sobre todo, había adoptado la forma de un gusto por la acción, por la acción brillante, por la aventura. Si Charles había dejado el ejército, fue por decepción: la vida en el cuartel lo aburría. Si había insistido en volver al ejército durante unos meses y en un rango inferior al suyo, era para participar en una expedición punitiva a Argelia; allí se había distinguido por su valentía, que había sorprendido a sus camaradas. Esta aventura fue solo un preludio. La operación de Mascara, escribe, “me dio un gran gusto por los viajes, por los que siempre me sentí atraído. Renuncié en 1882 para satisfacer libremente este deseo de aventura ”(21 de febrero de 1892 en Duveyrier). De hecho, se lanzó luego, solo, a la aventura extraordinariamente arriesgada de reconocer Marruecos; aventura cuyos reportajes le valieron fama y reconocimiento en el mundo científico. Iñigo, por su parte, cuando la ciudad de Pamplona se abrió a los enemigos y la ciudadela sólo tuvo que rendirse, galvanizó a la guarnición y los persuadió de luchar hasta el final, hasta la famosa bala de cañón. Sentido del honor, gusto por los logros, voluntad de hierro: estos rasgos marcarán sin duda el futuro de estos dos hombres tras su conversión, en otros registros y en formas invertidas, claro.
Su conversión: ambos se sintieron abrumados por el descubrimiento del evangelio y de Jesús.

Ignacio de Loyola y Carlos de Foucauld

Deseo de Dios

Entrar en uno mismo para llegar al centro de nuestra vitalidad es caminar hacia la fuente de la existencia que nos sacia de esas búsquedas incesantes, a la que, por fortuna, todos tenemos acceso si lo deseamos con todo nuestro ser

LUIS ORLANDO PÉREZ JIMÉNEZNOV 01, 2018DeseoespiritualidadIgnacio de Loyola  

Ignacio de Loyola experimentó en el proceso de reconstrucción de sí mismo.

¿Vacío de todo? ¿Sin rumbo ni fuerzas para saber a dónde ir? En la vida existen momentos en que necesitamos confirmar el camino que hemos elegido o, por el contario, es tiempo de comenzar una nueva etapa en el trabajo, en la vida familiar o con los amigos. Sin embargo, cuando el horizonte no es claro y no se sabe muy bien por dónde comenzar el proceso de elección o de confirmación, pedirle a Dios que nos dé deseos de Él puede ser el ancla que necesitamos para comenzar.

Para comprender lo que significa tener a Dios como polo a tierra, empezaré con la historia de vida de Carlos de Foucauld. Él —un soldado en la Tercera República Francesa—, cansado de las fiestas y viajes, con serias dudas sobre el sentido de la vida, sentado en una iglesia, sin creer, sintió un profundo deseo: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. El deseo de conocer el fundamento de su vida salía de su ser como un grito silencioso. Ese deseo lo empujó a comenzar un nuevo estilo de vida. 

Tener a Dios como centro de la vida es una intuición que también Ignacio de Loyola experimentó en el proceso de reconstrucción de sí mismo. Cuando se hallaba devastado ante la incertidumbre de su salud y con un futuro profesional sin claridad, Ignacio tuvo el deseo de parecerse a dos de los grandes paradigmas del cristianismo de la época: Francisco de Asís y Domingo de Guzmán. Con ese deseo inicial en su interior, emprendió también un viaje hacia lo más profundo de su vida.

Entrar en uno mismo para llegar al centro de nuestra vitalidad es caminar hacia la fuente de la existencia que nos sacia de esas búsquedas incesantes, a la que, por fortuna, todos los seres humanos podemos tener acceso si lo deseamos con todo nuestro ser. Se puede decir que todo es cuestión de desear. Algunas pistas que Ignacio descubre en su proceso de búsqueda son las siguientes:

Pedirle a Dios lo que deseo. Pedir es un acto de humildad, es reconocer que no me basto a mí mismo, que soy incapaz de encontrar eso que busco. Pedir asumiendo la pobreza propia de no saber a dónde ir es un primer paso. Reconocer las limitaciones y la fragilidad de uno mismo puede ayudar a caer en la cuenta de eso que necesitamos.

Tener testigos de mi deseo. Los testigos nos recuerdan que sólo es posible caminar con el soporte de los otros. La vida del espíritu —si es real— no es un asunto personal, sino que se comparte con los demás. Sin los otros, testigos y maestros, buscar a Dios puede entrañar el peligro de perderse en una búsqueda de la propia vanidad, camuflada de nobles intereses.

“Desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio y prudente de este mundo” (EE 147). Tanto Carlos como Ignacio, una vez que reconocen en ellos el deseo de Dios con todas sus fuerzas, experimentan que todo lo demás es relativo. El deseo de Dios es —en definitiva— la absoluta incertidumbre de ser guiados por el amor que nos hace experimentarnos plenos y hermanos de los demás.