Ayer, Obispo de Puyo; hoy, hermanito Frumencio

El hermanito Frumen
El hermanito Frumen

«¿Por qué en la Iglesia, ya desde el siglo IV con Gregorio de Nacianzo y hoy con Frumencio, un presbítero o un obispo que quiere vivir el Evangelio, contemplar y ser hermano entre hermanos, se siente incómodo en las estructuras eclesiásticas y renuncia para poder vivir al estilo de Jesús?»

«¿Y por qué tantos obispos, en todos estos siglos y ahora, siguen creyendo que pueden estar a nombre de Jesús mientras viven en “palacios” y lejos de la gente, dejándose llamar con títulos extraños al Evangelio y tan del protocolo de los poderes de este mundo, rodeándose de solemnidad y extraños a la cercanía y oficiando en ceremonias que más bien son un culto a su personalidad, muy hieráticos y poco fraternos?»

«¿No habría que esculcar estas biografías de Gregorio y Frumencio y otros como ellos, para escoger los candidatos al ministerio ordenado en la Iglesia? ¿Qué está pasando en los seminarios que nos siguen dando clérigos pero no hermanos, funcionarios de lo sagrado pero no mistagogos?»

«¿Por qué, si tendría que ser todo lo contrario, los modos de ejercer el ministerio ordenado nos alejan de la práctica jesuánica? ¡Necesitamos obispos que salgan corriendo cuando les llamemos “monseñor”!.

 Jairo Alberto Franco Uribe

Hace ya un año y algunos meses que llegué a trabajar al Vicariato Apostólico de Puyo, en la parroquia de Canelos, en la Amazonía ecuatoriana.  El primer día, con mi maleta todavía sin deshacer, vi en la sala de la casa de la misión los cuadros de los vicarios apostólicos de esta jurisdicción y me llamó la atención el segundo de ellos, el del obispo Frumencio Escudero Arenas, un hombre joven y que, según la información debajo de su foto, estuvo pocos años como pastor de esta Iglesia, de noviembre de 1992 a julio de 1998, sólo seis años. 

Poco después, averigüé el porqué de esta brevedad y me dijeron que había renunciado a ser el obispo para vivir simplemente como “hermano” y entre los pobres, que a los dos años de consagrado había presentado su renuncia y que se la aceptaron solo cuatro años después, y que ahora vivía en un barrio de Lima con los hermanos de Carlos de Foucauld

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Gregorio Nacianceno

Al seguir investigando sobre él, leyendo los escritos que dejó, recordé a Gregorio de Nacianzo, padre de la Iglesia del siglo IV;  es que él y Frumencio tienen en común actitudes y convicciones con respecto al ministerio ordenado: Gregorio, de joven, quería dedicarse a la vida monástica y a escrutar las escrituras y soñaba hacerlo en el desierto, junto a otros amigos; también Frumencio, desde muy temprano, sintió el llamado a la contemplación y a vivir como hermano entre los pobres; Gregorio nunca buscó el sacerdocio, fue ordenado presbítero a la fuerza, en un “acto de tiranía”, como el mismo lo expresa, y por su propio padre, el obispo de Nacianzo, que lo quería como su estrecho colaborador;  Frumencio vino a la misión de Puyo como laico misionero, buscaba solo ser hermano, y el obispo Tomás Rosero Gross, que lo quería como a un hijo, le insistió para que recibiera la ordenación; Frumencio no tuvo escapatoria y dio su sí movido por la muerte de un sacerdote joven y por las lágrimas del obispo; los dos, el capadocio y el burgalés terminaron aceptando el presbiterado no porque lo ambicionaran sino por el pueblo de Dios que les pedía su servicio. 

Y los dos de marras también vivieron de modo similar su llamado al episcopado y su servicio como obispos; Gregorio, que huía siempre del ejercicio de la autoridad, accedió rogado por su amigo Basilio, metropolitano de Cesarea, que lo proponía como su sufragáneo en Sásima; sin embargo,  ya obispo, nunca llegó a su sede; después, fue llamado a presidir el patriarcado de Constantinopla y asintió obligado por las circunstancias de la Iglesia y la gente que se lo pedía; allí estuvo solo tres años y, apenas pudo, renunció para volver entre los suyos a una vida simple y en contemplación; sus años al frente de esa Iglesia fueron muy provechosos, baste decir que en uno de ellos, 381, se dio el Concilio de Constantinopla en el que ejerció un rol decisivo. 

También Frumencio, al morir el obispo Tomás, quien había presentado su “terna” de episcopables con su solo nombre, fue rogado varias veces, y por dos nuncios, para que aceptara liderar en el Vicariato Apostólico de Puyo; no quería y terminó haciéndolo por el bien de la Iglesia, y a sólo dos años en el servicio, presentó su renuncia, que le fue aceptada cuatro años después; tiempo bien fecundo y en el que llevó adelante muchas obras de evangelización en este oriente ecuatoriano; la razón de su renuncia era que quería  dedicarse a la contemplación, quería ser hermano.  Gregorio y Frumencio, escribieron acerca de las motivaciones para renunciar a cargos eclesiásticos, en muchas de ellas coinciden ambos, el primero escribió “Sobre la Fuga” y el segundo “Me dejé seducir”.

Frumen Escudero
Frumen Escudero

Cuando hace poco llegué a Lima para el IV Congreso de Teología Latinoamericana y caribeña, lo primero que hice fue buscar al obispo Frumencio, me habían dado su contacto y lo llamé para proponerle mi visita:

– Aló, buenos días, respondió a mi llamada. – Monseñor Frumencio, soy Jairo Alberto y vengo del Vicariato de Puyo… – No me llames “monseñor” porque salgo corriendo, dijo con bondad. Me quedé sin saber cómo dirigirme a él; – ¿Puedo ir a verlo?, le propuse ya sin ningún vocativo. – Sí, claro, te invito a comer.  Y me explicó como llegar a su barrio, Huascar de Santa Anita. Cuando le di la dirección al taxista me dijo que era un lugar complicado y que algunos de sus colegas preferían no ir por allá.   Frumencio y su hermano Daniel, sí que quieren vivir allí y estar allí como Jesús en Nazaret y entre nosotros, como un vecino más y entre los pobres: «Llegamos- dice Frumencio- con el hermano Daniel a “hacernos vecinos” de Huáscar: ¡Desde hace años, somos huascarinos!   Cuando las fiestas de nuestros vecinos no nos dejan dormir, siempre pienso lo mismo: “Somos vecinos de Huáscar porque queremos serlo, desde una opción totalmente libre”.  ¡No llegamos a Huáscar con el afán de un trabajo pastoral!  ¡llegamos con el afán de ser vecinos, hacernos amigos y darnos».

La casa de los  hermanos me llamó la atención, algo así como esa en la que Jesús, Dios con nosotros, pasó con su gente tantos años; Frumencio también nos describe su vivienda y la vida entregada de sus habitantes: «Vivir en una casa de familia como cualquier otro vecino, trabajar para el sustento diario, particularmente en un trabajo manual, mantener las buenas relaciones con quienes nos encontramos, compartir las situaciones y preocupaciones de la vida cotidiana de la gente pueden ser ese marco, que nos ayude a vivir “en nuestro Nazaret”, dándonos en amistad y fraternidad. Es una pequeña casa que en nada se parece a esos grandes edificios civiles o religiosos, que pueden alejar a los más pobres porque dan la “imagen” de poder y de tener.  ¡Nuestra casa, como la de nuestros vecinos, está en proceso de ser terminada!  Cuando observo estos barrios de la Ciudad de Lima, siempre pienso lo mismo: ¡Parece que ha habido un terremoto y que se está en reconstrucción.  ¡La puerta está siempre abierta y tenemos unas sillas de plástico, que esperan a nuestros vecinos, una mesa para compartir y una pequeña capilla donde “quien nos sedujo” está siempre presente».

Frumen Escudero
Frumen Escudero

Y allá, en esa casa, sentado a la mesa, se me encendía el corazón mientras Frumencio repartía la comida, una deliciosa pasta que él mismo había preparado; el “hermanito”, como muchos lo llaman, me hablaba de sus años de misión, de su ministerio de obispo, de su renuncia; me explicaba:

«Mi vocación en la Iglesia no es otra que la de ser hermano… Los nombres de dignidad inspiran y exigen respeto, pero el nombre de hermano solamente comunica sencillez, bondad y caridad.  Es el nombre que Jesús escogió cuando quiso expresar con una sola palabra su inmensa bondad y amor.  ¡Me gusta que me llamen hermano y me traten como hermano! Francamente, cuando me trataban de “monseñor y excelencia” me sentía y siento un poco incómodo: ¡No busco otra cosa que ser hermano! ¡desde todas mis debilidades y limitaciones busco darme y entregarme como hermano, hermano de todos, hijo del mismo Padre e hijo de la Iglesia de Jesús de Nazaret».

Y de su episcopado cuenta«¡Fueron unos años de “entrega” en el servicio episcopal, vividos con “paz interior”, sin duda alguna, pero, con la “esperanza” de que se aceptara la solicitud de renuncia al servicio episcopal: ¡Casi seis años de espera!». 

Frumencio y Daniel trabajan y se ganan la vida; llevan adelante un centro de rehabilitación, están al servicio de los más pobres, caminan el barrio y conversan con la gente, viven las alegría y tristezas de ese lugar, celebran la eucaristía con la comunidad; y son en Huascar, y usando las mismas palabras del obispo que renunció: «presencia amorosa de Dios y signos de esperanza»; nada más, nada menos. 

Frumen Escudero
Frumen Escudero

Ya en el taxi de regreso, muy feliz de encontrar cristianos así, me preguntaba: ¿Por qué en la Iglesia, ya desde el siglo IV con Gregorio de Nacianzo y hoy con Frumencio, un presbítero o un obispo que quiere vivir el Evangelio, contemplar y ser hermano entre hermanos, se siente incómodo en las estructuras eclesiásticas y renuncia para poder vivir al estilo de Jesús? ¿Y por qué tantos obispos, en todos estos siglos y ahora, siguen creyendo que pueden estar a nombre de Jesús mientras viven en “palacios” y lejos de la gente, dejándose llamar con títulos extraños al Evangelio y tan del protocolo de los poderes de este mundo, rodeándose de solemnidad y extraños a la cercanía y oficiando en ceremonias que más bien son un culto a su personalidad, muy hieráticos y poco fraternos? ¿No habría que esculcar estas biografías de Gregorio y Frumencio y otros como ellos, para escoger los candidatos al ministerio ordenado en la Iglesia? ¿Qué está pasando en los seminarios que nos siguen dando clérigos pero no hermanos, funcionarios de lo sagrado pero no mistagogos? ¿Por qué, si tendría que ser todo lo contrario, los modos de ejercer el ministerio ordenado nos alejan de la práctica jesuánica?    ¡Necesitamos obispos que salgan corriendo cuando les llamemos “monseñor”!.

Nota: Recomiendo el libro del hermanito Frumencio: Me dejé seducir, publicado en Lima por Grafimag S.R.L.  Gracias a ese evangelio según Frumencio, pude reconstruir los diálogos que tuve con él en su casa de Huascar de Santa Anita. Ah, y también recomiendo “Sobre la Fuga” de Gregorio de Nacianzo.

La compasión y el amor trascienden las fronteras religiosas

de Nirmala Carvalho

Docentes indios peregrinan a Abu Dabi en nombre de la fraternidad

La St. Andrew ‘s School de Bombay – donde trabajan codo a codo profesores de distintas religiones – ha organizado un viaje en nombre del histórico documento que firmaron el Papa Francisco y el imán al Tayyeb en 2019. El director, el padre Magi Murzello explicó que se trata de «una respuesta religiosa común al desafío del pluralismo y la promoción de la diversidad como un bien arraigado en la libertad religiosa».

Bombay (AsiaNews) – La St. Andrew ‘s School de Bandra, en Bombay, ha organizado en estos días con sus docentes un «Tour de la Fraternidad» a Abu Dabi inspirado en el Documento sobre la Fraternidad Humana que firmó el Papa Francisco. Un viaje «en la diversidad» y «en un espíritu de fraternidad».

El grupo partió la mañana del 5 de septiembre, día en que la India celebra el Día del Maestro y también coincide con la fiesta litúrgica de Santa Madre Teresa de Calcuta. El padre Magi Murzello, explicó a AsiaNews que «el Documento sobre la Fraternidad Humana que firmó el Papa Francisco es histórico y dejó una profunda huella en nuestro personal y en nuestros alumnos. St. Andrew ‘s es una institución educativa católica que en su apostolado educativo recibe a niños de todas las religiones. En abril de 2024 la Conferencia Episcopal Católica de la India (CBCI) pidió a las escuelas que promovieran la sensibilidad religiosa y cultural, y el respeto por la diversidad no solo entre los alumnos, sino también entre los miembros del cuerpo de profesores. También sugirió ofrecer formación sobre prácticas inclusivas para crear un ambiente de trabajo acogedor y armonioso en los centros educativos».

«Por eso – continúa el director de la St. Andrew’s School – planificamos este tour a Abu Dabi para nuestros docentes, con el objetivo específico de llevarlos al lugar donde el Papa Francisco y el jeque de Al-Azhar, Ahmed al-Tayyeb firmaron el histórico ‘Documento sobre la Fraternidad Humana por la Paz Mundial y la Convivencia Común’ en 2019. El objetivo es ofrecer una respuesta religiosa común al desafío del pluralismo y a la promoción de la diversidad como un bien arraigado en la libertad religiosa».

Dada la naturaleza multicultural y pluralista de la sociedad india, la St. Andrew ‘s School busca promover el espíritu de diversidad, tolerancia y armonía. «No solo los estudiantes católicos son una minoría en nuestras instituciones, sino que también nuestros profesores provienen de diferentes confesiones religiosas», comenta el padre Magi Murzello.

La profesora Rachna Bhanushali, una de las docentes que participa en el viaje, declaró a AsiaNews: «Para mí es un privilegio enseñar en la St. Andrew ‘s School, donde no solo se ofrece una educación de calidad sino que también transmitimos valores para formar el carácter y construir la nación. Después que se firmó el Documento sobre la Fraternidad, nuestro colegio organizó un seminario para todo el cuerpo docente para explicar lo que había sucedido entre dos grandes instituciones religiosas: la Iglesia Católica y Al-Azhar. Desde entonces, muchos docentes habían expresado su deseo de organizar un «Tour de la Fraternidad».

El profesor Avdesh Tiwari, otro docente, añadió: «Es una gran iniciativa. En la India vivimos en una sociedad multicultural y multirreligiosa, y el Papa Francisco era muy respetado por personas de todas las religiones. Cada vez que hablaba, lo hacía para todos, no solo para los cristianos. Su lenguaje y sus acciones tenían un atractivo universal. Este tour también reforzará el sentido de fraternidad entre el personal de la St. Andrew’s».

«Santa Madre Teresa también fue docente – concluye el padre Magi Murzello -. Ella creía en la unidad entre las personas de diferentes religiones y promovía la armonía interreligiosa afirmando que la compasión y el amor trascienden las fronteras religiosas».

Los pobres dan lo que tienen, no lo que les sobra

Yasmine, una de las chiquillas, fue la primera bebé del proyecto que conseguimos que saliera adelante sin el VIH de su mamá.
Pélagie, mamá de cuatro hijos, de nuestro proyecto WEND BENEDO, se ha ido. En la aldea de Guibaré, Burkina Faso, nos regalaba siempre una bolsa de cacahuetes. Los pobres dan lo que tienen, no lo que les sobra.

He pensado mucho si enviar esta foto o no. Pero me he decidido, y no para hacer chantaje emocional alguno. Frente a la frivolidad reinante, desinterés por el sufrimiento de los demás, genocidios, injusticias contra el ser humano, no parar de mirarnos el ombligo, pensemos, no nos lamentemos

Carlos de Foucauld y el Papa Francisco en «Fratelli Tutti»

El Papa Francisco dedica su Encíclica Fratelli Tutti a «la fraternidad y a la amistad social» (FT nº 2), que son también dos de los puntos principales de la espiritualidad de Carlos de Foucauld. Lo que pretendo ahora es repasar la (FT) poniendo las concordancias que encuentro con la persona y mensaje de Carlos de Foucauld en relación a la amistad social y a la Fraternidad universal. Así, lo que el Papa Francisco dice sobre Francisco de Asís podría proyectarse en Carlos de Foucauld:, que considero que es el san Francisco de nuestro tiempo: «Porque san Francisco, que se sentía hermano del sol, del mar y del viento, se sabía todavía más unido a los que eran de su propia carne. Sembró paz por todas partes y caminó cerca de los pobres, de los abandonados, de los enfermos, de los descartados, de los últimos» (FT nº 2). También podríamos decir: Carlos de Foucauld, hombre del desierto, sembró paz por todas partes y caminó cerca de los pobres tuareg, de los abandonados, de los enfermos, de los descartados, de los últimos, siendo hermano universal.

Pregonar el Evangelio por medio de la vida 

Las fraternidades ocupan dentro de la Iglesia un lugar muy humilde y su manera de vivir no debe ser interpretada como una crítica o una desconsideración hacia otras formas de apostolado reconocidas por la Iglesia. Sin embargo, el apostolado de los Hermanitos parece responder a una nueva necesidad de evangelización del mundo, necesidad de la que es oportuno ser conscientes.La Humanidad tiene, más que nunca, necesidad de un alma cristiana. Sin embargo, la eficacia del esfuerzo misional parece apagarse a causa de nuevas condiciones de vida causadas por la confusión de las situaciones sociales o internacionales. El desarrollo de los métodos técnicos hasta en los terrenos sociológico, psicológico o pedagógico, incita a poner en marcha esas mismas técnicas con miras al apostolado. Por otro lado, los hombres experimentan una intensa necesidad de unidad, de colaboración, de emancipación, a fin de evitar las peores catástrofes. Los cristianos se ven conducidos, por este hecho, a insistir en el apostolado sobre los valores de justicia, de paz y de amor fraterno. La nostalgia de la unidad impulsa a la reconciliación a las cristiandades separadas de la Iglesia, avivando en ellas el deseo de atenuar o de colocar en segundo plano las divergencias doctrinales. Se abre paso una tendencia general, entre las diversas religiones o teologías, a considerar las divergencias de fe y las verdades dogmáticas como de menor importancia frente a la urgencia de unidad de acción a favor de la paz. El desaliento, el escepticismo empujan a la Humanidad a buscar una salida en el desarrollo intensivo del bienestar material. La existencia de un mundo invisible o de un destino ultraterrestre parece despertar mucho menos interés. Influidos por este clima ambiente, los espíritus más generosos se ponen a buscar a Cristo a través del acontecimiento, a través de la realización de la Historia o dentro de un servicio del hombre casi exclusivo. Tales movimientos seducen el espíritu de los cristianos ávidos de seguir estando, ante todo, muy presentes en el mundo.

Sin embargo, estas espiritualidades en busca de eficacia y llenas de aspiraciones generosas son difíciles de definir en términos de verdad objetiva. A través de todo esto, el apostolado de los cristianos, enriquecido con nuevas perspectivas y con un retorno del sentido comunitario, corre el riesgo de una tentación permanente: la de descuidar la enseñanza y la presencia viva de Jesús, de aquel cuyo encuentro constituye el término obligatorio de toda vida humana, y cuyo retorno entre nosotros sigue siendo el centro de la historia del mundo y de su transformación última.

Comprendemos mejor, dentro de un contexto semejante, la oportunidad del mensaje del Hermano Carlos de Jesús invitándonos a un apostolado de testigos y mediante los pobres medios evangélicos. Esta manera de afirmar la objetividad del mundo invisible viene a insertarse, a su hora y en su humilde lugar, en el gran conjunto de la acción apostólica de la Iglesia. Jacques Maritain escribió en alguna parte: “Existen para la comunidad cristiana, en una época como la nuestra, dos peligros inversos: el peligro de no buscar la santidad más que en el desierto y el peligro de olvidar la necesidad del desierto para la santidad”.Uno de los efectos de la vida de los Hermanitos ¿no es el de ayudar a la comunidad cristiana a evitar ese doble peligro? No hace falta insistir sobre las causas, demasiado conocidas dentro del contexto del mundo actual, de este divorcio entre la vida humana y la realidad transcendente del Reino de Jesús, que no cesa, sin embargo, de seguir trabajando dentro de la Iglesia y en el fondo de los corazones. Las fraternidades fieles a su ideal traen dos respuestas a esta necesidad vital, la de la eficacia de su ejemplo y la de una espiritualidad apta para mantener una vida contemplativa en medio del mundo. Tal vez no realizamos suficientemente la importancia vital de un testimonio semejante.Una de las consecuencias de la vida religiosa de los Hermanitos es justamente demostrar, realizándola, la posibilidad de llevar una oración contemplativa auténtica, dentro de las mismas condiciones de vida que los trabajadores manuales asalariados, que son los que sufren con más rigor las consecuencias del progreso de la civilización técnica.

El esfuerzo hecho por cada uno de nosotros para permanecer valerosamente fiel a su unión con Cristo, a pesar de todas las tentaciones, las pesadeces, las fatigas que le impone la vida de una fraternidad obrera mezclada con el mundo, repercute en el conjunto de los miembros del Cuerpo Místico de Jesús. Con Él son todos los trabajadores prisioneros del trabajo industrial, aminorados por un exceso de cansancio; todos los pobres acaparados por la inquietud del alimento de cada día, todos aquellos que disipan las fuerzas de su espíritu y de su conciencia moral en el seno de una civilización que sólo se ocupa del placer; son todos estos quienes, junto con los Hermanitos y a través de su oración contemplativa, vuelven a encontrar algo de la fe en Dios y de la unión con Cristo.

Una fraternidad fiel a su vocación de oración dentro de la pobreza y el trabajo puede tener una influencia insospechada en la vida espiritual de los cristianos que se acercan a ella o que saben de su existencia. El solo ejemplo de las fraternidades ¿no contribuyó muchas veces a devolver a seglares, y en ocasiones hasta a sacerdotes, el sentido de la oración de adoración o el de la presencia de Dios en su vida?Lo que casi siempre sorprende en la vida de una fraternidad ferviente es que unos hombres que podrían “hacer otras cosas” puedan pasar así su vida, sin actividades interesantes, sin un fin capaz de satisfacer realmente las aspiraciones legítimas de un hombre normal: este renunciamiento es una señal que permite a los hombres sospechar la existencia, en el mundo invisible, de una realidad sobrenatural. Sin la realidad de ese mundo, una tal manera de vivir es, en efecto, inexplicable.

Sin el ejemplo vivo de las fraternidades, muchos cristianos no habrían creído posible llegar a una verdadera oración contemplativa dentro de las condiciones ordinarias de la vida actual y tampoco se hubieran atrevido a pensar que fuera para ellos una necesidad vital. Son muy numerosos los testimonios que permiten afirmarlo. Si la enseñanza principal de la vida religiosa de las fraternidades se apoya sobre la oración eucarística de adoración, es preciso añadirle, además, el testimonio de pobreza y de amistad fraternal hacia todos los hombres.Los Hermanitos más humildemente fieles a su vocación no tienen, sin duda, conciencia de esta acción apostólica, y es mejor que sea así. Siento hasta como un cierto malestar al tener que subrayar de esta manera la eficacia de la vida de una fraternidad generosa. El Padre de Foucauld expresaba todo esto con palabras sencillas y clásicas cuando decía a los Hermanitos: “Su fin consiste en dar gloria a Dios conformando su vida con la de Nuestro Señor Jesús, adorando la Santa Eucaristía y santificando a los pueblos infieles por la presencia del Santísimo Sacramento, la ofrenda del divino Sacrificio y la práctica de las virtudes evangélicas”.

En efecto, un contemplativo debe abstenerse de intentar comprobar la eficacia de su vida misionera; de otro modo arriesgaría destruir su fervor, porque debe bastarle con que sea para su Dios muy amado. Por lo demás, la difusión del mensaje de que está encargado no está necesariamente vinculado a una presencia inmediata. ¿Cómo podría comprobar el resultado de su vida? Los Hermanitos tienen por vocación permanecer entre los pobres, pero no se sigue siempre que pueda comprobarse inmediatamente una influencia sobre este mismo ambiente. Algunos deducirán que su vida no sirve para nada. ¿Para qué vivir así? Ahora bien; puede ser que la influencia bienhechora de esta fraternidad se deje sentir más allá de los límites del barrio a otros ambientes, entre las clases más acomodadas, los ambientes de acción católica, por ejemplo, o hasta entre el clero, influencia tanto más profunda, tal vez, cuanto que deriva de un testimonio silenciosamente vivido más bien que de una predicación por medio de la palabra.Los hermanos recordarán este aspecto de su misión cuando no comprueben ningún resultado de su presencia. En esto mismo las fraternidades serán fieles a su fundador: después de varios años de presencia entre los “harratins” de Beni-Abbés, y más adelante entre los de Tamanrasset, el Hermano Carlos hubiera podido descorazonarse al no comprobar el menor progreso en la evangelización de esas poblaciones enteramente próximas con las que compartía la vida, mientras que su testimonio debería negar en pocos años a los ambientes más diversos, a una gran distancia y aun hasta las extremidades del mundo.El Hermano Carlos de Jesús nos trajo mucho más por medio de su vida que mediante su enseñanza. No estuvo encargado de enseñar o de predicar. Sus escritos mismos son menos una enseñanza que la transmisión viva y directa del ritmo diario de su vida de intimidad con Dios. Sus escritos no son tan sólo meditaciones, ecos de su vida íntima: son actos.Cuando escribía que su vocación y la de sus hermanos era la de “pregonar el Evangelio por medio de su vida”, con esto lo había dicho todo.
René VoillaumePor los Caminos del Mundo. (Madrid, 1962,  310- 316)
 

Fraternidad para el cuidado de la casa común

“Movimientos Tectónicos” por Guadalupe Valdés, 2021. (Óleo sobre tela 132 x 202 cm).

  • Alejandra Marinovic  

¿Qué nos dice Laudate Deum? Para aportar a la reflexión sobre la crisis climática.

 

El 4 de octubre, día en que comenzó la Asamblea del Sínodo de Obispos y en que la Iglesia celebra a san Francisco de Asís, el Papa Francisco vuelve a lanzar las palabras del santo “Alabado sea Dios por todas sus criaturas”[1] para convocarnos con urgencia al cuidado de la casa común. Esta exhortación apostólica nos llama en medio de la guerra, la crisis humanitaria y climática, y los esfuerzos hacia la sinodalidad, y manifiesta preocupación por la insuficiencia de las acciones desde la publicación de Laudato si’ [2], frente a un mundo que se desmorona y que se acerca a un punto de quiebre.[3] A continuación, se ofrecen reflexiones sobre esta exhortación; en particular, sobre el rol del paradigma tecnocrático en la crisis climática desde la perspectiva más amplia de la ecología integral, y se rescata la fraternidad como motor relacional del cambio cultural y estructural que sería necesario para el desarrollo humano integral.

Ecología integral

En el capítulo cuarto de Laudato si’, Francisco plantea los componentes esenciales de una ecología integral que incorpora dimensiones ambientales, humanas, sociales y políticas. Dicha ecología está íntimamente relacionada con el concepto de desarrollo integral.

La encíclica Populorum progressio es el punto de inflexión en el magisterio de la Iglesia hacia el desarrollo integral, pues avanza desde la cuestión obrera de la encíclica Rerum novarum[4] hacia este: “Por esto hoy dirigimos a todos este solemne llamamiento para una acción concreta en favor del desarrollo integral del hombre y del desarrollo solidario de la humanidad”[5]. El desarrollo integral tiene dimensiones tanto personales como sociales: “El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico, debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre”[6].[7] San Juan Pablo II retoma el mensaje de Populorum progressio en Sollicitudo rei socialis, donde reconoce en dicha encíclica una respuesta al llamado de Gaudium et spes del Concilio Vaticano II.[8] Benedicto XVI, en la encíclica Caritas in Veritate, manifiesta su convicción de que Populorum progressio es “la Rerum novarum de la época contemporánea”[9] y pone al desarrollo integral en el corazón de la Iglesia y su quehacer: “toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre”[10].

El paradigma tecnocrático

La raíz de la crisis ecológica, según Francisco, es

el modo como la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional. En él se destaca un concepto del sujeto que progresivamente, en el proceso lógicoracional, abarca y así posee el objeto que se halla afuera. […] De aquí se pasa fácilmente a la idea de un crecimiento infinito o ilimitado, que ha entusiasmado tanto a economistas, financistas y tecnólogos. Supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a ‘estrujarlo’ hasta el límite y más allá del límite.[11]

Tres elementos componen este paradigma: tecnología, el sufijo cracia (de Krátos, gobierno) y su dominación sobre otros modos de ver la relación del ser humano con la creación. Francisco, y el magisterio de la Iglesia, no condenan la ciencia y la tecnología; al contrario, las consideran de enorme valor.[12] No obstante, preocupa que teniendo tanto poder, este se acumule en pocas manos,[13] y domine la economía y la política,[14] generando formas de gobierno cuyo poder está en el manejo de la tecnología. Es decir, dicha forma de poder no solo se manifiesta en las decisiones individuales, sino también en culturas y estructuras. Por último, esta mirada extendida y dominante la hace difícil de evitar:

No puede pensarse que sea posible sostener otro paradigma cultural y servirse de la técnica como de un mero instrumento, porque hoy el paradigma tecnocrático se ha vuelto tan dominante que es muy difícil prescindir de sus recursos, y más difícil todavía es utilizarlos sin ser dominados por su lógica.[15]

Francisco lamenta que la libertad del ser humano

 se enferma cuando se entrega a las fuerzas ciegas del inconsciente, de las necesidades inmediatas, del egoísmo, de la violencia. En ese sentido, está desnudo y expuesto frente a su propio poder, que sigue creciendo, sin tener los elementos para controlarlo. Puede disponer de mecanismos superficiales, pero podemos sostener que le falta una ética sólida, una cultura y una espiritualidad que realmente lo limiten y lo contengan en una lúcida abnegación.[16]

Más aún, no solo se ha vuelto el paradigma dominante, sino que se “retroalimenta monstruosamente”[17].

De estos planteamientos surgen al menos dos dimensiones del paradigma tecnocrático. Primero, la tecnología como forma de aprehender las cosas (en tal sentido, un planteamiento filosófico sobre la naturaleza, o metafísico): si la naturaleza es un recurso, artefacto o máquina, el conocimiento se torna esencialmente ingeniería, y la verdad de dicho conocimiento es la factibilidad técnica. En segundo lugar, si podemos extender los límites de la naturaleza así concebida mediante la tecnología, entramos en el deseo perpetuo de más, porque es posible y, si es posible, es bueno; un imperativo tecnológico que puede hacer al ser humano esclavo y víctima de su tecnología.[18]

Francisco plantea que la superación de este paradigma requiere reflexionar sobre el ser humano y el sentido de nuestras acciones: la reflexión ética. Resuenan con gran actualidad las palabras del Papa en la película documental La Carta (2020), cuando habla sobre la Torre de Babel (Gen 11, 1-9), aquella torre que llegaría hasta los cielos, construida no con piedras y mezcla, sino con ladrillos cocidos y asfalto; y luego viene el derrumbe de esa torre infinita y la dispersión de los pueblos que ya no se lograban entender.

Si podemos extender los límites de la naturaleza así concebida mediante la tecnología, entramos en el deseo perpetuo de más, porque es posible y, si es posible, es bueno; un imperativo tecnológico que puede hacer al ser humano esclavo y víctima de su tecnología.

La fraternidad para el cuidado de la casa común

Pablo VI sostiene que la razón del subdesarrollo es la falta de fraternidad: “El mundo está enfermo. Su mal está menos en la esterilización de los recursos y en su acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”[19]. Numerosos documentos eclesiales posteriores reiteran la centralidad de la fraternidad en relación con el desarrollo, no sólo en cuanto vivencia interpersonal, sino también permeando culturas y estructuras.[20] Por ejemplo, Francisco en Lumen fidei: “Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios”[21]. Y en Laudato si’: “Porque no se puede proponer una relación con el ambiente aislada de la relación con las demás personas y con Dios”[22].

La fraternidad así entendida cobra dimensiones teológicas, sociales y políticas. No bastan personas fraternas si las instituciones que las reúnen en naciones no valoran la fraternidad. En efecto, las instituciones que derivan del paradigma tecnocrático son políticamente excluyentes por naturaleza, y socavan la democracia.

Todo esto supone generar un nuevo procedimiento de toma de decisiones y de legitimación de esas decisiones, […] en definitiva una suerte de mayor ‘democratización’ en el ámbito global […]. Ya no nos servirá sostener instituciones para preservar los derechos de los más fuertes sin cuidar los de todos.[23]

Desde este ‘ethos’ fraterno es que resulta posible el llamado del Papa Francisco a la reconciliación con el mundo que nos alberga, porque es casa, y porque solo en la fraternidad es casa común.

Con razón la Síntesis de la XVI Asamblea General del Sínodo, en su introducción, nos recuerda que la fraternidad es como la lámpara: no se debe poner debajo de un almud, sino en un candelabro, para que alumbre toda la casa (cfr. Mt 5, 15). Desde este ethos fraterno es que resulta posible el llamado del Papa Francisco a la reconciliación con el mundo que nos alberga,[24] porque es casa, y porque solo en la fraternidad es casa común.


Notas

​​* Alejandra Marinovic es profesora asistente del Instituto de Éticas Aplicadas de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es ingeniera comercial y magíster en Economía de la UC, además de máster y PhD en Economía de Columbia University, Estados Unidos.
[1] Francisco; Exhortación Apostólica Laudate Deum, 2023, n. 1.
[2] Francisco; Carta encíclica Laudato si’, 2015.
[3] Cf. Laudate Deum, n. 2.
[4] León XIII; Carta encíclica Rerum novarum, 1891. También en Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz; Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 2004, n. 87.
[5] Pablo VI; Carta encíclica Populorum progressio, 1967, n. 5.
[6] Populorum progressio, n. 14.
[7] Ver Marinovic, Alejandra; “Desarrollo económico e integral desde la perspectiva del capital social”. En Hodge, Cristián y Leal, Claudia (eds.), Hacia un Desarrollo Humano Integral y Sostenible. Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago, 2019, pp. 89-111.
[8] Cf. Juan Pablo II; Carta encíclica Sollicitudo rei socialis, 1987, nn. 6 y 7.
[9] Benedicto XVI; Carta encíclica Caritas in veritate, 2009, n. 8.
[10] Caritas in veritate, n. 11.
[11] Laudato si’, n. 106.
[12] Cf. Laudato si’, nn. 192, 103 y 131.
[13] Cf. Laudato si’, n. 104.
[14] Cf. Laudato si’, n. 109.
[15] Laudato si’, n. 108.
[16] Laudato si’, n. 107, en Laudate Deum, n. 24.
[17] Laudate Deum, n. 21.
[18] Hanby, Michael; “The Gospel of Creation and the Technocratic Paradigm: Reflections on a Central Teaching of Laudato si’”. Communio Int. Cathol. Rev 42, 2015, pp. 724-747.
[19] Populorum progressio, n. 66.
[20] Ver Mardones, Rodrigo y Marinovic, Alejandra; “Tracing fraternity in the social sciences and Catholic Social Teaching”. Logos: A Journal of Catholic Thought and Culture 19.2, 2016, pp. 53-80.
[21] Francisco; Carta encíclica Lumen fidei, 2013, n. 51.
[22] Laudato si’, n. 119.
[23] Laudate Deum, n. 43.
[24] Laudate Deum, n. 69.

Humanitas 2023, CV, págs. 466 – 471

Carlos de Foucauld: Testigo de la fraternidad

Canonizado el pasado 15 de mayo de 2022, Carlos de Foucauld se ha convertido en testigo para la Iglesia universal.

Esta decisión del papa Francisco revela hasta qué punto encuentra el pontífice un vínculo estrecho entre el mundo contemporáneo y un personaje que, a primera vista, podría parecer muy alejado de nosotros, tanto en el tiempo como en la sensibilidad. Conviene salir de las impresiones iniciales para rastrear el fondo de esta afinidad profunda que hace de Carlos de Foucauld un santo para nuestros días.

Al final de la encíclica Fratelli tutti, Francisco cita a varias personas que inspiran su pensamiento, entre ellas Carlos de Foucauld.

«Quiero terminar recordando a otra persona de profunda fe, quien, desde su intensa experiencia de Dios, hizo un camino de transformación hasta sentirse hermano de todos. Se trata del beato Carlos de Foucauld. Él fue orientando su sueño de una entrega total a Dios hacia una identificación con los últimos, abandonados en lo profundo del desierto africano. En ese contexto expresaba sus deseos de sentir a cualquier ser humano como un hermano, y pedía a un amigo: “Ruegue a Dios para que yo sea realmente el hermano de todos”. Quería ser, en definitiva, “hermano universal”. Pero solo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos. Que Dios inspire ese sueño en cada uno de nosotros. Amén» (1).

Esta enjundiosa referencia pone de relieve que lo que interesa verdaderamente en la figura de un santo no es el hecho de ser añadido a un catálogo oficial, ni de encontrar un lugar en la peana de las iglesias, sino su capacidad para inspirar el caminar de cada generación cristiana. Desde su realidad concreta, con sus límites y con sus opciones, Carlos de Foucauld expresa una santidad siempre en camino, una forma de realización humana y cristiana que puede alentar a mujeres y hombres de buena voluntad en sus búsquedas insistentes de fraternidad y justicia en medio de nuestro mundo fracturado.

Perfil de un caminante

Carlos de Foucauld fue un buscador, un peregrino. Varón, francés, aristócrata, militar, explorador, amigo, trapense, ermitaño, sacerdote, lingüista, misionero, hermano universal. Cada una de estas dimensiones dejará huellas en la personalidad y en la santidad de este hombre, nacido en Estrasburgo (Alsacia, Francia) en 1858 y asesinado en Tamanrasset (Argelia) en 1916. A los seis años, él y su hermana Mimí se encontraron huérfanos de padre y madre, pero fueron educados con gran cariño por sus abuelos maternos y vivieron una infancia feliz. Carlos mantuvo a lo largo de toda su vida un vínculo muy estrecho con su familia, manifestado en una amplísima correspondencia.

Después de haber perdido la fe durante la adolescencia, se embarcó en una carrera militar de la que muy pronto se aburrió. Llevó una vida de cierto desenfreno durante un corto período, aprovechando la herencia de una considerable fortuna. Sin embargo, su espíritu curioso y aventurero le incitó a realizar un viaje de exploración en Marruecos, cuyos brillantes resultados le valieron a su regreso la medalla de oro de la Sociedad de Geografía de París, el más alto reconocimiento de la comunidad científica.

Intensa experiencia de Dios

La fe de los musulmanes –que conoció durante este viaje– le interpeló profundamente. De vuelta en París, el testimonio de algunas personas inteligentes y espirituales, especialmente su prima Marie de Bondy, le movió a acercarse a la Iglesia y a murmurar en lo profundo de su corazón: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. La relación con el padre Huvelin, que se convertirá en su acompañante espiritual hasta la muerte de este, tendrá un peso fundamental en su conversión, en su decisión de entregarse completamente a Dios y en su deseo de identificarse con Jesús en el “último lugar”.

El itinerario interior de Carlos de Foucauld atravesó parajes muy diversos, pero se dirigió siempre en una doble dirección: “El amor a Dios y el amor a los hombres es toda mi vida y será toda mi vida, espero” (2). Carlos desea ardientemente imitar a Jesús de Nazaret, y durante siete años busca su camino como trapense, unos meses en Francia, pero enseguida en un monasterio en Siria.

Allí vivió, quizá por primera vez, el encuentro real con los pobres de carne y hueso. Ellos le harán notar una diferencia que será cada vez más insoportable para él: “Los pobres, a quienes Dios no da aquello que nos da con tanta generosidad a nosotros, religiosos (alojamiento, comida abundante y regular, buen sueño, buenos vestidos, buenas mantas), dan compasión” (3). Esa compasión emerge de una constatación espiritual muy profunda que Carlos empieza a hacer en este momento y que tendrá consecuencias radicales en su itinerario posterior: “Los pobres son nuestros hermanos: amaos unos a otros, así verán que sois mis discípulos. Son Jesucristo mismo: Todo lo que haréis a uno de estos pequeños, me lo haréis a mí” (4).

Camino de transformación

Antes de hacer su profesión solemne, Carlos salió de la Trapa una vez que se sintió confirmado por sus superiores en la llamada a una vida diferente. Primero, buscó su camino en Tierra Santa instalándose al servicio de los mandados de las clarisas de Nazaret. Más tarde, siempre seducido por el misterio de la vida oculta de Jesús, Carlos fue ordenado sacerdote en 1901 y se dejó conducir al desierto del Sahara, no para aislarse del mundo, sino para compartir con los últimos el tesoro que había transformado su existencia: la presencia de Jesús.

«Mis últimos retiros de diaconado y de sacerdocio me mostraron que esta vida de Nazaret, mi vocación, tenía que vivirla, no en la Tierra Santa, tan querida, sino entre las almas más enfermas, las ovejas más perdidas, más abandonadas. Este divino banquete del que me convertía en ministro, tenía que llevarlo, no a los hermanos, a los parientes, a los vecinos ricos, sino a los más cojos, los más ciegos, los más pobres, las almas más abandonadas y con menos sacerdotes. […] Una vida tan conforme como pudiera con la vida oculta del Bienamado Jesús de Nazaret» (5).

Fue orientando su sueño

Carlos aspiró a vivir a fondo el encuentro con Dios y con todas aquellas personas que habitan en el desierto. Entendió que su principal ministerio era la santificación personal, la oración, el amor a Dios. A partir de ahí, pudo dirigirse a los oficiales alejados de la religión, a los soldados que llevaban una vida desordenada y a los musulmanes que no conocían a Cristo, con el fin de hacerse amar por la virtud, la bondad y la caridad. Movido por estos ardientes deseos, fue saliendo de un ideal de clausura todavía bien presente en Beni Abbès (1901- 1904), para abrirse a la itinerancia misionera que caracteriza la etapa de Tamanrasset (1905-1916).

Una razón fundamental para salir de sus proyectos de vida eremítica fue la mayor utilidad a los demás. “Me quedaré, o iré acá o allá, según sea más útil a las almas” (6). Por ello, si en Beni Abbès acogió en la fraternidad a todo el que llegó, en las fases siguientes, y hasta el final de sus días, fue él mismo quien se puso en marcha hacia el encuentro del otro. Este deseo de llegar a los que están más lejos motivó la construcción de la ermita del Asekrem, razón por la cual afirmó en 1910: “Mis ermitas se multiplican. Este año he tenido que agrandar la de Tamanrasset y construir una nueva en el Asekrem, en plena montaña; esta última era indispensable para entrar en contacto con las tribus que no veo jamás en Tamanrasset” (7).

Identificándose con los últimos, hermano de todos

Hijo de su tiempo, de su patria, de su medio y de su Iglesia, Carlos de Foucauld no cuestionó la legitimidad del régimen colonial ni se liberó de una concepción paternalista de la gestión de los territorios ocupados. No obstante, se comprometió con el rescate de esclavos y alzó claramente la voz contra las prácticas esclavistas que continuaban en vigor entre los indígenas: “No tenemos derecho de ser centinelas dormidos, perros mudos, pastores indiferentes” (8).

Al mismo tiempo que denunció ciertos desórdenes en la administración francesa de las colonias, propuso un modelo que respetara la dignidad de los habitantes y promoviera su desarrollo:

«Como francés, sufro por ver que nuestros indígenas no son administrados como deberían serlo, y por no ver que los cristianos de Francia se esfuercen, no por la fuerza ni la seducción, sino por la bondad y el ejemplo de las virtudes, por llevar al evangelio y a la salvación a los infieles de sus colonias de África, hijos ignorantes de los que ellos son los padres» (9).

Con su actitud y con su manera de encarnarse en medio del pueblo tuareg, con su capacidad para encontrar en él verdaderos amigos, Carlos taladró la burbuja colonial y mostró que es posible compartir la vida y llevar el evangelio “no por la fuerza ni la seducción, sino por la bondad y el ejemplo de las virtudes”. Este empeño de compartir la existencia con los últimos se tradujo en un esfuerzo titánico por aprender su lengua, el tamacheq. Carlos se sentaba durante horas en una tienda y, a cambio de algunas monedas, las mujeres tuaregs le recitaban poesías tradicionales que él recopiló con esmero. Conocer la lengua del otro no se limitó a ciertas generalidades, él quiso ir siempre más lejos, hasta el fondo, hasta el alma misma de un pueblo que se expresa en sus poemas y en sus cantos. A esta empresa formidable, no superada ni siquiera en nuestros días, Carlos le consagró más de diez horas diarias durante los últimos doce años de su vida.

La muerte le llegó de manera accidental el 1 de diciembre de 1916 en Tamanrasset. El “Viejo marabú” no murió solo: tres militares musulmanes, al servicio de la armada francesa, fueron asesinados en el mismo ataque y los cuatro fueron enterrados juntos. Su deseo de ser hermano de todos quedó definitivamente sellado por una muerte compartida con hombres de otra raza, de otra cultura y de otra religión, hijos del mismo Padre.

Desafíos para nuestra época

En lugar de quedarse encapsulado en el registro oficial de los santos, el testimonio de fraternidad de Carlos de Foucauld viene a iluminar nuestra época y nuestra Iglesia. Su figura, siempre inacabada, nos lanza ciertos desafíos que nos ayudan a volver al Evangelio con audacia renovada.

Jesús de Nazaret se alza permanentemente como el “ancla” que asegura la estabilidad necesaria para transitar en medio de la incertidumbre de nuestros “tiempos líquidos”. Lejos de vivir una existencia lineal, Carlos experimentó diversas vías, pero su corazón fue anidando cada vez con más firmeza y hondura en la figura de Jesús, que daba coherencia interna a sus búsquedas y cambios.

Hacer una opción decidida por los más abandonados es una llamada urgente en el seno de la crisis que asola nuestro mundo fracturado. Carlos fue al desierto a compartir la vida con la gente que se encontraba más lejos del Dios de Jesús y del “desarrollo” de la civilización francesa. En nuestros días, muchos rostros siguen clamando una presencia fraterna: migrantes, personas empobrecidas, mujeres maltratadas. Como creyentes, estamos urgidos a ir a su encuentro para compartir sencillamente el pan de la fraternidad y de la justicia.

Nuestra época vive una tensión constante entre la exaltación del individuo y la intolerancia frente a la diversidad. Carlos conoció también lo que significaba el menosprecio de otras razas, culturas y religiones. Aunque su visión portaba ciertos límites impuestos por su época, tuvo la audacia de situarse fuera de toda burbuja para ir al encuentro del otro, para expresar aprecio y cercanía a quienes eran muy diferentes de él. Su deseo de ser “hermano universal” y, más aún, su determinación por permanecer en medio de los pequeños nos alienta en ese diálogo siempre abierto y pendiente con quienes no se parecen a nosotros por cualquier motivo: género, origen, religión, opciones.

Mientras millones de personas mueren de hambre o sobreviven en condiciones de flagrante injusticia, el norte rico sigue desperdiciando recursos y esquilmando el planeta. La pobreza de Carlos de Foucauld nace del deseo infinito de imitar a Jesús, pero no se queda encerrada en el intimismo. Su pobreza se encarna en una vida sobria, que comparte lo que tiene y que recibe lo que otros pueden ofrecer. Frente al consumo depredador que fomenta el individualismo atroz, Carlos nos indica una vía sencilla y concreta de fraternidad.

Muchas veces aspiramos, aunque sea de manera secreta, a brillar y a estar “arriba”, como si nuestra vida diaria nos resultara insuficiente. Esta dinámica nos hace cómplices del impulso de competitividad que mueve al mundo, dejando tantas víctimas en la cuneta. Ante esta tentación, Carlos de Foucauld nos muestra que es posible, incluso gozoso, elegir “el último lugar”: no para que nuestro ego lo utilice como arma arrojadiza contra los que consideramos que están por encima, sino todo lo contrario, para descubrir con alegría nuestra medida verdadera, para identificarnos de forma más real con Jesús y para marchar junto con quienes están siempre “abajo”. En efecto, ese “último lugar” –que tal vez elijamos– nos pondrá di- rectamente en contacto con herma- nos y hermanas que habitan ese sitio desde siempre sin haberlo elegido. Nuestra mirada vuelta a Jesús y hacia los últimos se tornará –con la de Carlos– transformadora; nuestro “amor” se hará político, quedará impregnado por la determinación de trabajar contra el mal que divide al mundo, contra las estructuras de pecado que provocan injusticia y marginación.

Probablemente, la mayor parte de nosotros nunca iremos a vivir en el desierto, pero nuestros pueblos y ciudades se convierten cada día en desiertos que es preciso aprender a habitar. Más aún, nuestro propio corazón necesita ser educado en la interioridad y el silencio para afrontar con talante esperanzado tantas palabras vacías y tantos estímulos que nos asaltan sin cesar. Aunque Carlos de Foucauld no sea, propiamente, un “padre del desierto”, su testimonio de vida constituye una estela imborrable para quienes queremos aprender a habitar los desiertos contemporáneos con una mirada nueva. El planeta se deshace entre las convulsiones de una angustia profunda, incapaz de orientar sus riendas hacia destinos de mayor justicia y fraternidad, donde cada ser humano pueda sentarse legítimamente a la mesa común. Allí donde la desesperanza nos acecha, Carlos emerge con el secreto de su propia esperanza, esa que es capaz de sobreponerse a todo fracaso y de atravesar toda crisis, porque no se apoya en sí misma, sino en la fuerza de Dios: “Padre mío, me abandono a ti”.

Nuestro mundo se ha cansado de los grandes relatos y ha aprendido a desconfiar de las ideologías. Ha llegado el tiempo, y Carlos nos precede como un profeta, de “gritar el evangelio con la vida”, con el compromiso cotidiano, humilde y tenaz.

•••

Artículo publicado originalmente en La Revista Católica, nº 1214, julio 2022

(1) Francisco 2020. Fratelli tutti, 286-287. Roma: Editrice.
(2) Foucauld, C. 1890. Carta a Henry Duveyrier, Trapa de Notre-Dame des Neiges, 24 de abril. Archivos de la Postulación.
(3) Foucauld, C. 1891. Carta a Mimí, Siria, 6 de febrero. Archivos de la Postulación.
(4) Foucauld, C. 1891. Carta a Mimí, Siria, 19 de octubre. Archivos de la Postulación.
(5) Foucauld, C. 1905. Carta a Monseñor Caron, Beni Abbés, 8 de abril. Archivos de la Postulación.
(6) Foucauld, C. 1903. Carta a Mimí, Taghit, 16 de septiembre. Archivos de la Postulación.
(7) Foucauld, C. 1910. Carta a Raymond, en camino, 11 de abril. Archivos de la Postulación.
(8) Foucauld, C. 1902. Carta a Dom Martin, Beni Abbès, 7 de febrero. Archivos de la Postulación.
(9) Foucauld, C. 1913. Carta a Henri de Castries, Tamanrasset, 8 de enero. Archivos de la Postulación.

Carlos de Foucauld: Testigo de la fraternidad

Canonizado el pasado 15 de mayo de 2022, Carlos de Foucauld se ha convertido en testigo para la Iglesia universal.

Esta decisión del papa Francisco revela hasta qué punto encuentra el pontífice un vínculo estrecho entre el mundo contemporáneo y un personaje que, a primera vista, podría parecer muy alejado de nosotros, tanto en el tiempo como en la sensibilidad. Conviene salir de las impresiones iniciales para rastrear el fondo de esta afinidad profunda que hace de Carlos de Foucauld un santo para nuestros días.

Al final de la encíclica Fratelli tutti, Francisco cita a varias personas que inspiran su pensamiento, entre ellas Carlos de Foucauld.

«Quiero terminar recordando a otra persona de profunda fe, quien, desde su intensa experiencia de Dios, hizo un camino de transformación hasta sentirse hermano de todos. Se trata del beato Carlos de Foucauld. Él fue orientando su sueño de una entrega total a Dios hacia una identificación con los últimos, abandonados en lo profundo del desierto africano. En ese contexto expresaba sus deseos de sentir a cualquier ser humano como un hermano, y pedía a un amigo: “Ruegue a Dios para que yo sea realmente el hermano de todos”. Quería ser, en definitiva, “hermano universal”. Pero solo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos. Que Dios inspire ese sueño en cada uno de nosotros. Amén» (1).

Esta enjundiosa referencia pone de relieve que lo que interesa verdaderamente en la figura de un santo no es el hecho de ser añadido a un catálogo oficial, ni de encontrar un lugar en la peana de las iglesias, sino su capacidad para inspirar el caminar de cada generación cristiana. Desde su realidad concreta, con sus límites y con sus opciones, Carlos de Foucauld expresa una santidad siempre en camino, una forma de realización humana y cristiana que puede alentar a mujeres y hombres de buena voluntad en sus búsquedas insistentes de fraternidad y justicia en medio de nuestro mundo fracturado.

Perfil de un caminante

Carlos de Foucauld fue un buscador, un peregrino. Varón, francés, aristócrata, militar, explorador, amigo, trapense, ermitaño, sacerdote, lingüista, misionero, hermano universal. Cada una de estas dimensiones dejará huellas en la personalidad y en la santidad de este hombre, nacido en Estrasburgo (Alsacia, Francia) en 1858 y asesinado en Tamanrasset (Argelia) en 1916. A los seis años, él y su hermana Mimí se encontraron huérfanos de padre y madre, pero fueron educados con gran cariño por sus abuelos maternos y vivieron una infancia feliz. Carlos mantuvo a lo largo de toda su vida un vínculo muy estrecho con su familia, manifestado en una amplísima correspondencia.

Después de haber perdido la fe durante la adolescencia, se embarcó en una carrera militar de la que muy pronto se aburrió. Llevó una vida de cierto desenfreno durante un corto período, aprovechando la herencia de una considerable fortuna. Sin embargo, su espíritu curioso y aventurero le incitó a realizar un viaje de exploración en Marruecos, cuyos brillantes resultados le valieron a su regreso la medalla de oro de la Sociedad de Geografía de París, el más alto reconocimiento de la comunidad científica.

Intensa experiencia de Dios

La fe de los musulmanes –que conoció durante este viaje– le interpeló profundamente. De vuelta en París, el testimonio de algunas personas inteligentes y espirituales, especialmente su prima Marie de Bondy, le movió a acercarse a la Iglesia y a murmurar en lo profundo de su corazón: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. La relación con el padre Huvelin, que se convertirá en su acompañante espiritual hasta la muerte de este, tendrá un peso fundamental en su conversión, en su decisión de entregarse completamente a Dios y en su deseo de identificarse con Jesús en el “último lugar”.

El itinerario interior de Carlos de Foucauld atravesó parajes muy diversos, pero se dirigió siempre en una doble dirección: “El amor a Dios y el amor a los hombres es toda mi vida y será toda mi vida, espero” (2). Carlos desea ardientemente imitar a Jesús de Nazaret, y durante siete años busca su camino como trapense, unos meses en Francia, pero enseguida en un monasterio en Siria.

Allí vivió, quizá por primera vez, el encuentro real con los pobres de carne y hueso. Ellos le harán notar una diferencia que será cada vez más insoportable para él: “Los pobres, a quienes Dios no da aquello que nos da con tanta generosidad a nosotros, religiosos (alojamiento, comida abundante y regular, buen sueño, buenos vestidos, buenas mantas), dan compasión” (3). Esa compasión emerge de una constatación espiritual muy profunda que Carlos empieza a hacer en este momento y que tendrá consecuencias radicales en su itinerario posterior: “Los pobres son nuestros hermanos: amaos unos a otros, así verán que sois mis discípulos. Son Jesucristo mismo: Todo lo que haréis a uno de estos pequeños, me lo haréis a mí” (4).

Camino de transformación

Antes de hacer su profesión solemne, Carlos salió de la Trapa una vez que se sintió confirmado por sus superiores en la llamada a una vida diferente. Primero, buscó su camino en Tierra Santa instalándose al servicio de los mandados de las clarisas de Nazaret. Más tarde, siempre seducido por el misterio de la vida oculta de Jesús, Carlos fue ordenado sacerdote en 1901 y se dejó conducir al desierto del Sahara, no para aislarse del mundo, sino para compartir con los últimos el tesoro que había transformado su existencia: la presencia de Jesús.

«Mis últimos retiros de diaconado y de sacerdocio me mostraron que esta vida de Nazaret, mi vocación, tenía que vivirla, no en la Tierra Santa, tan querida, sino entre las almas más enfermas, las ovejas más perdidas, más abandonadas. Este divino banquete del que me convertía en ministro, tenía que llevarlo, no a los hermanos, a los parientes, a los vecinos ricos, sino a los más cojos, los más ciegos, los más pobres, las almas más abandonadas y con menos sacerdotes. […] Una vida tan conforme como pudiera con la vida oculta del Bienamado Jesús de Nazaret» (5).

Fue orientando su sueño

Carlos aspiró a vivir a fondo el encuentro con Dios y con todas aquellas personas que habitan en el desierto. Entendió que su principal ministerio era la santificación personal, la oración, el amor a Dios. A partir de ahí, pudo dirigirse a los oficiales alejados de la religión, a los soldados que llevaban una vida desordenada y a los musulmanes que no conocían a Cristo, con el fin de hacerse amar por la virtud, la bondad y la caridad. Movido por estos ardientes deseos, fue saliendo de un ideal de clausura todavía bien presente en Beni Abbès (1901- 1904), para abrirse a la itinerancia misionera que caracteriza la etapa de Tamanrasset (1905-1916).

Una razón fundamental para salir de sus proyectos de vida eremítica fue la mayor utilidad a los demás. “Me quedaré, o iré acá o allá, según sea más útil a las almas” (6). Por ello, si en Beni Abbès acogió en la fraternidad a todo el que llegó, en las fases siguientes, y hasta el final de sus días, fue él mismo quien se puso en marcha hacia el encuentro del otro. Este deseo de llegar a los que están más lejos motivó la construcción de la ermita del Asekrem, razón por la cual afirmó en 1910: “Mis ermitas se multiplican. Este año he tenido que agrandar la de Tamanrasset y construir una nueva en el Asekrem, en plena montaña; esta última era indispensable para entrar en contacto con las tribus que no veo jamás en Tamanrasset” (7).

Identificándose con los últimos, hermano de todos

Hijo de su tiempo, de su patria, de su medio y de su Iglesia, Carlos de Foucauld no cuestionó la legitimidad del régimen colonial ni se liberó de una concepción paternalista de la gestión de los territorios ocupados. No obstante, se comprometió con el rescate de esclavos y alzó claramente la voz contra las prácticas esclavistas que continuaban en vigor entre los indígenas: “No tenemos derecho de ser centinelas dormidos, perros mudos, pastores indiferentes” (8).

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Al mismo tiempo que denunció ciertos desórdenes en la administración francesa de las colonias, propuso un modelo que respetara la dignidad de los habitantes y promoviera su desarrollo:

«Como francés, sufro por ver que nuestros indígenas no son administrados como deberían serlo, y por no ver que los cristianos de Francia se esfuercen, no por la fuerza ni la seducción, sino por la bondad y el ejemplo de las virtudes, por llevar al evangelio y a la salvación a los infieles de sus colonias de África, hijos ignorantes de los que ellos son los padres» (9).

Con su actitud y con su manera de encarnarse en medio del pueblo tuareg, con su capacidad para encontrar en él verdaderos amigos, Carlos taladró la burbuja colonial y mostró que es posible compartir la vida y llevar el evangelio “no por la fuerza ni la seducción, sino por la bondad y el ejemplo de las virtudes”. Este empeño de compartir la existencia con los últimos se tradujo en un esfuerzo titánico por aprender su lengua, el tamacheq. Carlos se sentaba durante horas en una tienda y, a cambio de algunas monedas, las mujeres tuaregs le recitaban poesías tradicionales que él recopiló con esmero. Conocer la lengua del otro no se limitó a ciertas generalidades, él quiso ir siempre más lejos, hasta el fondo, hasta el alma misma de un pueblo que se expresa en sus poemas y en sus cantos. A esta empresa formidable, no superada ni siquiera en nuestros días, Carlos le consagró más de diez horas diarias durante los últimos doce años de su vida.

La muerte le llegó de manera accidental el 1 de diciembre de 1916 en Tamanrasset. El “Viejo marabú” no murió solo: tres militares musulmanes, al servicio de la armada francesa, fueron asesinados en el mismo ataque y los cuatro fueron enterrados juntos. Su deseo de ser hermano de todos quedó definitivamente sellado por una muerte compartida con hombres de otra raza, de otra cultura y de otra religión, hijos del mismo Padre.

Desafíos para nuestra época

En lugar de quedarse encapsulado en el registro oficial de los santos, el testimonio de fraternidad de Carlos de Foucauld viene a iluminar nuestra época y nuestra Iglesia. Su figura, siempre inacabada, nos lanza ciertos desafíos que nos ayudan a volver al Evangelio con audacia renovada.

Jesús de Nazaret se alza permanentemente como el “ancla” que asegura la estabilidad necesaria para transitar en medio de la incertidumbre de nuestros “tiempos líquidos”. Lejos de vivir una existencia lineal, Carlos experimentó diversas vías, pero su corazón fue anidando cada vez con más firmeza y hondura en la figura de Jesús, que daba coherencia interna a sus búsquedas y cambios.

Hacer una opción decidida por los más abandonados es una llamada urgente en el seno de la crisis que asola nuestro mundo fracturado. Carlos fue al desierto a compartir la vida con la gente que se encontraba más lejos del Dios de Jesús y del “desarrollo” de la civilización francesa. En nuestros días, muchos rostros siguen clamando una presencia fraterna: migrantes, personas empobrecidas, mujeres maltratadas. Como creyentes, estamos urgidos a ir a su encuentro para compartir sencillamente el pan de la fraternidad y de la justicia.

Nuestra época vive una tensión constante entre la exaltación del individuo y la intolerancia frente a la diversidad. Carlos conoció también lo que significaba el menosprecio de otras razas, culturas y religiones. Aunque su visión portaba ciertos límites impuestos por su época, tuvo la audacia de situarse fuera de toda burbuja para ir al encuentro del otro, para expresar aprecio y cercanía a quienes eran muy diferentes de él. Su deseo de ser “hermano universal” y, más aún, su determinación por permanecer en medio de los pequeños nos alienta en ese diálogo siempre abierto y pendiente con quienes no se parecen a nosotros por cualquier motivo: género, origen, religión, opciones.

Mientras millones de personas mueren de hambre o sobreviven en condiciones de flagrante injusticia, el norte rico sigue desperdiciando recursos y esquilmando el planeta. La pobreza de Carlos de Foucauld nace del deseo infinito de imitar a Jesús, pero no se queda encerrada en el intimismo. Su pobreza se encarna en una vida sobria, que comparte lo que tiene y que recibe lo que otros pueden ofrecer. Frente al consumo depredador que fomenta el individualismo atroz, Carlos nos indica una vía sencilla y concreta de fraternidad.

Muchas veces aspiramos, aunque sea de manera secreta, a brillar y a estar “arriba”, como si nuestra vida diaria nos resultara insuficiente. Esta dinámica nos hace cómplices del impulso de competitividad que mueve al mundo, dejando tantas víctimas en la cuneta. Ante esta tentación, Carlos de Foucauld nos muestra que es posible, incluso gozoso, elegir “el último lugar”: no para que nuestro ego lo utilice como arma arrojadiza contra los que consideramos que están por encima, sino todo lo contrario, para descubrir con alegría nuestra medida verdadera, para identificarnos de forma más real con Jesús y para marchar junto con quienes están siempre “abajo”. En efecto, ese “último lugar” –que tal vez elijamos– nos pondrá di- rectamente en contacto con herma- nos y hermanas que habitan ese sitio desde siempre sin haberlo elegido. Nuestra mirada vuelta a Jesús y hacia los últimos se tornará –con la de Carlos– transformadora; nuestro “amor” se hará político, quedará impregnado por la determinación de trabajar contra el mal que divide al mundo, contra las estructuras de pecado que provocan injusticia y marginación.

Probablemente, la mayor parte de nosotros nunca iremos a vivir en el desierto, pero nuestros pueblos y ciudades se convierten cada día en desiertos que es preciso aprender a habitar. Más aún, nuestro propio corazón necesita ser educado en la interioridad y el silencio para afrontar con talante esperanzado tantas palabras vacías y tantos estímulos que nos asaltan sin cesar. Aunque Carlos de Foucauld no sea, propiamente, un “padre del desierto”, su testimonio de vida constituye una estela imborrable para quienes queremos aprender a habitar los desiertos contemporáneos con una mirada nueva. El planeta se deshace entre las convulsiones de una angustia profunda, incapaz de orientar sus riendas hacia destinos de mayor justicia y fraternidad, donde cada ser humano pueda sentarse legítimamente a la mesa común. Allí donde la desesperanza nos acecha, Carlos emerge con el secreto de su propia esperanza, esa que es capaz de sobreponerse a todo fracaso y de atravesar toda crisis, porque no se apoya en sí misma, sino en la fuerza de Dios: “Padre mío, me abandono a ti”.

Nuestro mundo se ha cansado de los grandes relatos y ha aprendido a desconfiar de las ideologías. Ha llegado el tiempo, y Carlos nos precede como un profeta, de “gritar el evangelio con la vida”, con el compromiso cotidiano, humilde y tenaz.

•••

Artículo publicado originalmente en La Revista Católica, nº 1214, julio 2022

(1) Francisco 2020. Fratelli tutti, 286-287. Roma: Editrice.
(2) Foucauld, C. 1890. Carta a Henry Duveyrier, Trapa de Notre-Dame des Neiges, 24 de abril. Archivos de la Postulación.
(3) Foucauld, C. 1891. Carta a Mimí, Siria, 6 de febrero. Archivos de la Postulación.
(4) Foucauld, C. 1891. Carta a Mimí, Siria, 19 de octubre. Archivos de la Postulación.
(5) Foucauld, C. 1905. Carta a Monseñor Caron, Beni Abbés, 8 de abril. Archivos de la Postulación.
(6) Foucauld, C. 1903. Carta a Mimí, Taghit, 16 de septiembre. Archivos de la Postulación.
(7) Foucauld, C. 1910. Carta a Raymond, en camino, 11 de abril. Archivos de la Postulación.
(8) Foucauld, C. 1902. Carta a Dom Martin, Beni Abbès, 7 de febrero. Archivos de la Postulación.
(9) Foucauld, C. 1913. Carta a Henri de Castries, Tamanrasset, 8 de enero. Archivos de la Postulación.

Margarita Saldaña Mostajo

Licenciada en Periodismo y en Teología Dogmática. Autora de El hermano inacabado. Carlos de Foucauld (Sal Terrae, 2022)

MATEO 25,35: MADRE TERESA DE CALCUTA

Este excepcional documental, que procede de los archivos del Día del Señor , es un testimonio único de la obra de la Madre Teresa. Rodada en 1972, filma la realidad de su acción sobre el terreno con la Congregación de Misioneras de la Caridad que ella creó en 1949. De notable calidad técnica y estética, la película muestra el abanico de misiones realizadas con el apoyo de las hermanas: comedor social, distribución de medicinas, apoyo a leprosos, huérfanos, acogida de los más pobres entre los pobres, de los más enfermos entre los más enfermos. La sencillez de las palabras de la Madre Teresa sobre su vocación, su compromiso con el desarrollo de las actividades de la congregación, su completo abandono en Dios, aparecen particularmente luminosos para nuestros ojos contemporáneos.

https://www.lejourduseigneur.com/videos/matthieu-2535-mere-teresa-de-calcutta-662

Carlos de Foucauld «compañero» de Mons. Corto

El domingo 15 de mayo el Papa Francisco proclamará a San Carlos de Foucauld, el religioso francés fallecido en 1916, que vivió como ermitaño en el desierto de Argelia y desarrolló una espiritualidad que tuvo una gran influencia en el siglo XX.

Entre otras cosas, la encíclica Fratelli tutti , que identifica al p. Carlos como ejemplo de «fraternidad universal» con estas palabras: «Iba orientando su ideal de entrega total a Dios hacia una identificación con los últimos, abandonados en las profundidades del desierto africano. En ese contexto expresó su aspiración de sentir a cualquier ser humano como un hermano, y le pidió a un amigo: “Ora a Dios que yo sea verdaderamente el hermano de todas las almas de este país”. En última instancia, quería ser «el hermano universal». Pero sólo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos. Que Dios inspire en cada uno de nosotros este ideal» (n. 286).

La profundidad de la influencia de la espiritualidad foucaultiana en la Iglesia posconciliar italiana y su relevancia profética emergen también de una reflexión de Mons. Renato Corti (1936-2020), ex obispo de Novara y primer auxiliar de Milán, publicado en Regno-documents en 2002.

“En una época de pluralismo cultural y religioso”, escribió Mons. Corti, “el servicio de la Iglesia a la misión de Cristo, en favor de cada hombre, es precisamente lo que nos testimonia Charles de Foucauld mientras está inmerso en un mundo no cristiano, donde se propone vivir como un “hermano universal”. «: es precisamente allí donde, con absoluta sencillez, de la mañana a la tarde, el misterio de Cristo lo envuelve, lo explica, lo transforma, lo hace cercano a todos, mientras guarda en sí mismo la mayor novedad».

Titulado Este hombre me ha hecho mucha compañía. La sabiduría sencilla y profunda de Charles De Foucauld , la reflexión de Mons. Corti, presentado en una conferencia de estudio internacional organizada por el Monasterio di Bose en el centenario de la instalación del monje en el desierto, se agrupa en torno a dos ejes: uno «de tipo experiencial, atribuible a un viaje que hice, siguiendo los pasos de Charles de Foucauld, en el desierto del Sahara en 1986, año del centenario de su conversión cristiana”; el otro «vinculado a la responsabilidad eclesial que, a mi manera, como obispo, llevo: ¿qué tiene que decir Charles de Foucauld hoy, en la Iglesia italiana (y también a niveles más amplios)?».

Sobre el primer punto, Mons. Corti señala, en conclusión: «La Eucaristía y el Evangelio se convierten en los «lugares» de contemplación, de intimidad con Dios, de estar «escondidos con Cristo en Dios». Y, concretamente, esta contemplación adquiere una importancia absolutamente excepcional si tenemos en cuenta que propone, por regla general, once horas de oración. No se puede dejar de observar que la extrema sencillez de este enfoque manifiesta su capacidad de anclarse en lo esencial: ¿qué es más grande que la Eucaristía y el Evangelio? Y no se puede dejar de observar, con respecto al Evangelio, que su elección de hacer la lectio divina todos los días, en textos muy breves (la mayoría de un solo verso), destaca que, realmente, todos los días quiso empaparse del Evangelio para que fuera un «Evangelio vivo», «gritado con toda la vida». Viene espontáneamente a preguntarnos qué decir de nosotros, que leemos páginas y páginas de la Escritura, sin contemplar la Palabra. Y qué decir, más aún, de los que quizás predican mucho más que escuchan el Evangelio».

Sobre el segundo, una observación que no ha perdido actualidad: «Lamento decirlo, pero me parece que hoy Charles de Foucauld no está como dicen “en la cresta de la ola”. Otros acentos parecen prevalecer en cierto clima eclesial que se respira ya veces en el estilo que aparece en nuestra labor educativa y pastoral, así como en la vida misma de nosotros sacerdotes y religiosos. Si me pregunto por qué sucede esto, encuentro más de una respuesta. Uno es el temor de que Charles de Foucauld abra el camino de la renuncia al anuncio abierto por el Señor, en favor de cierto intimismo juzgado insuficiente y poco persuasivo. Otra respuesta está en la tentación de pensar que comunicar el Evangelio no exige indiscutiblemente que creamos que no sólo los contenidos del Evangelio son importantes,

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Daniela Sala

REDACTOR JEFE DE DOCUMENTOS DE «IL REGNO»