Dentro del marco de la primera semana de adviento celebramos la memoria del beato Carlos de Foucauld, un hombre profundamente sensible y un buscador infatigable. Genaro Ávila-Valencia S.J. presenta una mirada sobre el amor a Jesús y al Evangelio de este hijo de Dios.
Carlos de Foucauld en sus años de juventud fue un muchacho ambicioso; audaz explorador de Marruecos, donde quedó hondamente impactado por la fe de sus pobladores. Un joven brillante que, por sus grandes aportes geográficos y etnográficos, fue reconocido con la medalla de oro por parte de la Sociedad de Geografía de París.
Si nos tomamos la osadía de definir su vida, podríamos afirmar que se trata de una búsqueda constante del Amado de su alma, aún antes de conocerle ya le amaba en lo más íntimo de su ser, aún antes de poderlo nombrar ya se sentía atraído por la indecible belleza de su presencia, aún antes de conscientemente saberlo ya lo buscaba una y otra vez; buscaba a Aquel que en su más profundo centro lo habitaba calladamente. Él mismo nos cuenta que su vocación religiosa nació al mismo tiempo de su conversión.LEA TAMBIÉN27/05/2020
El gran regalo espiritual del Hermano Carlos de Jesús, como a él le gustaba ser llamado, fue la simplicidad de su vida. La gracia que tenía de volver lo ordinario en algo extraordinario por amor, de anhelar con paz la más oscura de las abyecciones, de abrazar con serenidad el polvo de los días grises donde no hay brillo, ni color, ni aplausos ni reflectores: la vida oculta de Nazaret, al mero estilo de Jesús. Una vida inútil para los pragmáticos criterios mundanales, una vida muda para los ruidos estridentes de una sociedad de consumo, una vida pequeña e insignificante para los grandes políticos hambrientos de fama, una vida pobre y miserable para los mezquinos empresarios que dominan al mundo. Dejemos que él mismo nos cuente su deseo más hondo en sus propias palaras:
“Toda nuestra vida, por muda que sea, la vida de Nazaret, la vida de desierto, como la vida pública, debe ser una predicación del Evangelio por el ejemplo; toda nuestra existencia, todo nuestro ser, debe gritar el Evangelio sobre los tejados; toda nuestra persona debe respirar a Jesús, todos nuestros actos, toda nuestra vida deben gritar que nosotros somos de Jesús, deben presentar la imagen de la vida evangélica; todo nuestro ser debe ser una predicación viva, un reflejo de Jesús, un perfume de Jesús, algo que grita a Jesús, que haga ver a Jesús, que brille como una imagen de Jesús…”
Carlos de Foucauld nos enseña a atravesar el desierto de la vida haciendo el bien, amando el sol de las más calurosas jornadas y la arenosa sequedad de los días áridos. Nos enseña que el desierto no sólo es el lugar de la tentación sino también el lugar del encuentro enamorado, de las noches estrelladas y la brillante luna que no deja nunca de acompañarnos. Nos enseña a despojarnos de las banalidades que tanto nos pesan y a sabernos detener reverentemente ante lo simple, lo pequeño y lo pobre, y desde ahí, dejarnos iluminar en nuestros días más oscuros.
El hermano universal, como lo llama el Papa Francisco al final de su bella encíclica Fratelli Tutti, nos invita en este tiempo de adviento a tejer fraternidad y sororidad en medio de la contrastante diferencia y diversidad de personas. Nos invita a no perder la esperanza y abrazar este histórico desierto que nos ha tocado atravesar en medio de esta pandemia. Nos invita a no perder la paciencia y buscar siempre la comunión con todos y, si algún hilo se enreda, volverlo a desenredar e hilar fino, muy fino. El hermanito Carlos murió asesinado en la puerta de su ermita el 1 de diciembre de 1916 en Tamanrasset, una ciudad ubicada al sur de Argelia. Allí quedó el cuerpo sin vida del que quiso ser el hermano de todos y todas, ahí se apagó su corazón atravesado por la crudeza de un disparo; Ahora late eternamente junto al Amor de su alma.
Desierto-pesebre-navideño – Publicado por oasi.engaddi.it
Durante el Adviento estuve en las claras y cálidas dunas de Beni Abbes, el hermoso oasis del Sahara. Había decidido prepararme para la Navidad en soledad y había elegido el pozo de Ouarourout como el lugar donde el agua era abundante y una pequeña cueva natural podía servir de capilla. Salí después de la fiesta de la Inmaculada Concepción con un clima hermoso y un gran deseo de soledad. Pero … el clima no tardó en cambiar y el desierto se volvió lívido y frío por la alta niebla que cubría el sol. Incluso la soledad se volvió difícil porque Ali, hijo de Mohamed Assanì, me había descubierto, un verdadero amigo que pastoreaba sus once ovejas cerca y que estaba sediento de compañía y conversación. Parecía que lo hacía a propósito, pero ya no podía encontrar pastos más adecuados y más ricos para sus animales que Ouarourout. Caminaba a mi alrededor, desde la distancia por supuesto, porque sabía que cuando estaba en oración tenía que … mantenerse alejado y no molestarme. El pozo era común y por eso estaba justificado acercarme a él cuando fui a sacar agua. Eso sí, aprovechó para invitarme al té que él mismo se preparó después de tomar todo lo que necesitaba en mi carpa. Ali hizo bien el té y le encantaba acompañarlo con pan que había horneado bajo las cenizas. Luego se fue a los pastos y durante todo el día se contentó con mirarme desde lejos, buscando en la arena pequeños fósiles y hallazgos arqueológicos, como puntas de flecha de la Edad de Piedra, que luego me vendía regularmente. El tiempo empeoró y tuve que reforzar las cuerdas que sujetaban la carpa anticipándome a la terrible tormenta en el desierto. Pronto estalló la tormenta. Cualquiera que haya estado en el desierto sabe lo que es una tormenta de arena. Para contarte lo que puede pasar, recuerda que a plena luz del día tienes que encender los faros del coche para ver la pista y los cristales y la pintura congelados por la violencia de la arena. Mi único refugio se convirtió en la cueva y pensé en quedarme allí día y noche sin querer interrumpir el retiro. Pensando en Ali, a quien nunca había visto desde entonces, estaba convencido de que debía haber entendido las cosas a tiempo y, para no sorprenderse con la tormenta, ciertamente había llegado al redil y a la tienda paterna que estaban ubicadas a una docena de kilómetros de Ouarourout, intersección de la carretera Bechar. ¿¡¿¡En lugar!?!? Estaba rezando en la cueva cuando lo vi entrar corriendo, agitado al extremo y con su bastón de pastor. «Ven, ven, hermano Carlo. Las ovejas mueren en la arena: están perdidas… ayúdame ». Corrí al auto y con él nos lanzamos al desierto arrastrados por el viento y la arena que nos cegaba. No fue fácil encontrar ovejas en ese infierno. Estaban asustados, debilitados y vagaban aquí y allá entre las ráfagas de arena y lluvia que habían comenzado a caer. Nunca había visto algo así y experimenté una vez más cómo en el desierto la vida y la muerte están tan cerca de casa. Mientras conducía el auto y trataba de no perderme, Ali corrió hacia las ovejas y una a una las bloqueó en el auto, exhausta y entumecida por el miedo. Pudimos llevar a las ovejas a la cueva, el único refugio posible para escapar de ese huracán que nos cortó el aliento. La pequeña cueva estaba llena de lana, balidos y olor acre a oveja. No me costó pensar en la gruta de Belén y traté de calentarme colocándome cerca de la oveja más grande que, mojada como yo, temblaba en la penumbra del atardecer. Saqué la Eucaristía del tabernáculo y colgué el relicario alrededor de mi cuello debajo del «bournous». Por supuesto, no pudimos hacer fuego para la cena y tuvimos que contentarnos con pan y una lata de sardinas. Pero a Ali le gustaban las sardinas. Quería rezarle e inmediatamente me di cuenta de que, básicamente, no se había equivocado con todo ese alboroto. Quizás podría haber pasado una noche algo especial. Se acercaba la Navidad. Estaba en una cueva con un pastor. Tenía frío. Había ovejas y huele a estiércol. No faltaba nada. La Eucaristía que me había colgado del cuello me comprometió a pensar en Jesús presente bajo el signo del pan, tan parecido al signo de Belén, la tierra del pan.
Caía la noche. Afuera, la tormenta seguía arrasando el desierto. Ahora en la cueva todo estaba en silencio. Las ovejas llenaron el espacio disponible. Ali dormía envuelto en su «bournous» con la cabeza apoyada en el hombro de una gran oveja. A sus pies tenía dos corderitos. Le recé repitiendo el Evangelio de Lucas de memoria.
«Ahora, estando ellos en ese lugar, se cumplieron para ella los días del nacimiento. Ella dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo metió en un pesebre porque no había lugar para ellos en el hotel ”(Lucas 2,6). Guardé silencio y esperé.
María se convirtió en mi oración y la sentí cerca de mí Jesús estaba en la Eucaristía allí mismo cubierto por el manto. Toda mi fe, mi esperanza, mi amor estaban en un solo lugar. Ya no necesitaba meditar: bastaba contemplar en silencio. Tenía toda la noche disponible y el amanecer aún estaba muy lejos.
Estaba soñando? Estaba despierto? Yo no sé. El conjunto era uno. Después de todo, ¿cuál es la diferencia entre el sueño y la realidad cuando el sueño se refiere a la venida de Dios a la tierra y la realidad es una cueva como la descrita por los evangelistas? Creer que Dios se hizo hombre es el mayor sueño del hombre. Parece que tal fue el deseo de unir la tierra al cielo que la Navidad se convirtió en el cumplimiento de ese deseo. En resumen, ¿quería la Navidad, la venida de Dios a la tierra, y la soñé o es un evento extraordinario como un sueño hecho realidad? Creo que ambos, es tan extraordinario; ciertamente la venida anticipó el sueño porque ninguno de nosotros habría podido tener un sueño tan único y hermoso. ¿Qué dices, María, tú que estás más interesada? ¿No parecía un sueño tener un hijo así? ¿Te pareció real? Haberlo generado en la carne no fue nada comparado con el esfuerzo de generarlo en la fe. Ver un bebé, tu bebé fue fácil, pero creer, creer mientras lo hacías «orinar» en un rincón que él, tu bebé, era el Hijo de Dios, no fue fácil. La fe fue ciertamente oscura, dolorosa también para ti, no solo para nosotros, tus hermanos en esta tierra de los vivos. Tengo el estuche que contiene la Eucaristía aquí debajo del manto que cuelga de mi cuello. Es un pequeño trozo de pan consagrado por la fe de la Iglesia, lo llevo conmigo, lo amo, lo adoro pero … … ¡No es fácil de creer! ¿No es así, María? ¿No es lo mismo para ti? No hay mayor esfuerzo en la tierra que el esfuerzo de creer, esperar, amar: lo sabes. Tu prima Isabel tenía razón cuando te decía: «¡Bienaventurados los que creyeron! « Sí, María, bendita tú que creíste. Bienaventurada tú que me ayudas a creer, bendita tú que tuviste la fuerza para aceptar todo el misterio de la Natividad y haber tenido el coraje de prestar tu cuerpo a tal acontecimiento que no tiene límites en su grandeza e improbable pequeñez. En la encarnación, los extremos se tocaron y lo infinitamente distante se convirtió en lo infinitamente cercano, y lo infinitamente poderoso se convirtió en infinitamente pobre. María, ¿entiendes lo que hiciste? Te las arreglaste para mantenerte firme bajo el peso de un misterio sin límites. Lograste no temblar ante la luz del Eterno que buscaba tu vientre como hogar para calentarte. Lograste no morir de miedo frente a la sonrisa de Satanás que te decía que era imposible que la trascendencia de Dios se encarnara en la inmundicia de la humanidad. ¡Qué valor, María! Solo su humildad podría ayudarlo a soportar tal impacto de luz y oscuridad.
Hasta ayer solía decir: «Padre nuestro que estás en los cielos». Seamos claros: tampoco es tan fácil. Creer que Dios creador, poder infinito es padre y padre del amor, es ya fruto de un largo camino en la fe. En el pasado, bajo el fuego de los truenos y relámpagos era más fácil pensar en un Dios que te asustaba. No en vano la preocupación por el infierno y los dolores eternos ha perseguido las noches de los pecadores. Es casi natural tener miedo de un Dios creador. Un Dios incomunicable, único. Ante él, tan poderoso, no queda nada más que caer al suelo de rodillas. La unicidad y trascendencia de Dios son la primera fuente de terror. Al leer el Antiguo Testamento, escuchas su eco profundo y sientes el camino que hace el Pueblo de Dios en su largo éxodo de la esclavitud a la Santa Promesa. Aquí y allá está la voz del profeta que ya anuncia el amor: «¿Puede una madre olvidar a su hijo? ¿Puede una mujer abandonar el fruto de su vientre? Y aunque éste se olvide de él, yo no me olvidaré de ti ”(Isaías 49:15). Pero también está el del legislador que dice: «Dios no deja la culpa de los padres en los hijos sin castigo y castigo, y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación» (Éxodo 34: 7). Lea Levítico, Números y sobre todo Deuteronomio y se convencerá si no es cierto que «el temor de Dios es el principio de la sabiduría». Pero esta noche estoy aquí y ya no pienso en Levítico o Deuteronomio. Estoy aquí en un establo junto a María y me sumerjo en el Evangelio y el Evangelio me dice: «María dio a luz a su hijo primogénito» (Lc 2, 7). La trascendencia se ha convertido en encarnación, el miedo se ha convertido en dulzura, la incomunicabilidad abraza. Lo lejano se ha acercado, Dios se hizo hijo. ¿Entiendes qué cambio se ha producido? Por primera vez una mujer pudo decir con toda verdad: «Dios mío, hijo mío«. Ahora ya no tengo miedo. Si Dios es ese niño colocado allí sobre la paja de la cueva, Dios ya no me asusta. Y si yo también puedo susurrar junto a María: «Dios mío, hijo mío», el cielo ha entrado en mi hogar, trayendo realmente paz. Puedo tener miedo de mi padre, especialmente cuando todavía no lo conozco, pero no de mi hijo. De un hijo que tomo en mis brazos que froto contra su piel sedienta, un hijo que me pide protección y calor, no. No estoy asustado. No estoy asustado. Ya no tengo miedo. La paz que es la intrepidez ahora está conmigo. Ahora el único esfuerzo que me queda es creer. Y creer es como generar. En la fe sigo generando a Jesús como un hijo. María así lo hizo. Ciertamente fue más fácil para ella generar a Jesús en la carne: nueve meses fueron suficientes. Para generar a Jesús en la fe tuvo que dedicar toda su vida desde Belén hasta el Calvario. María, yo creo como tú que ese niño es Dios y es tu hijo y lo adoro. Adoro su presencia en el estuche que llevo debajo de mi manto, donde se esconde bajo el frágil signo del pan, más frágil que la carne. Te escucho, María, repitiendo de vez en cuando, como en Belén: «Dios mío, hijo mío». Y yo te respondo: «Dios mío, hijo mío». Es el rosario de esta noche. Como entonces. El aliento de los animales calienta la cueva como lo hizo entonces.
«No fue al desierto para estar más cerca de Dios, sino para estar más cerca de la gente que el desierto mantiene alejada del mundo». Habla el hermano Antoine Chatelad, durante medio siglo en los lugares del «marabout».
Quien va a Tamanrasset piensa que en el desierto solo hay piedras y estrellas. En cambio, hay hombres. Los tuareg todavía llegan tan lejos. Charles de Foucauld los buscaba, esos hombres a quienes el desierto mantiene alejados del mundo. Hace cien años se mudó aquí y, en primer lugar, presentó al mundo a este pueblo orgulloso y luego misterioso. Cien años después, mientras se proclama bendecido el morabito de Roma, la ermita sigue allí. En el duro suelo pedregoso de Assekrem y bajo las mismas estrellas todavía hay tuareg que toman y dan, como hicieron con el hermano Charles. «Después de compartir todos sus recursos con otros, durante una hambruna – leemos en una breve biografía – enfermó gravemente. Quedó reducido a la impotencia y luego vivió, en total abandono de Dios, en manos de sus amigos y vecinos, por cuya salvación ofreció su vida. Fue la solicitud de los pobres tuareg, cuidando su morabito, lo que le salvó la vida ». El mensaje del hermano Charles está todo aquí. El hermano Antoine Chatelad es otro morabito. Decimos sacerdote. Los tuareg, en cambio, dicen marabut : el que los pone en contacto con Dios. El morabito Hermano Antoine no quería ser párroco, sino vivir entre otros y, al mismo tiempo, quería vivir intensamente la vida religiosa. Tamanrasset le pareció la solución cuando, al salir del seminario de Lyon, decidió seguir el mismo camino que los Hermanitos de Foucauld. Ahora es párroco en Tamanrasset, en el corazón del Hoggar argelino, y durante años ha vivido en la misma ermita que el hermano Charles en el terreno pedregoso de Assekrem. Hoy está en Roma. Nos dirá: «Cuanto más veo ciudades y capitales, más siento la necesidad de volver al desierto». En Assekrem sucedió porque el noviciado de los Hermanitos tuvo lugar en el norte del desierto argelino: «Fui a Tamanrasset – dice – y comencé a vivir entre la gente. Aprendí su idioma y viví entre ellos, como ellos. Los superiores me dijeron que sería un alojamiento temporal, pero cuando conocí a estas personas no quise ir a otros lugares ». En Tamanrasset se quedó: «Vi a los tuareg, los árabes y las otras tribus del desierto, y comencé a vivir con ellos». En 1905, el hermano Carlos dio vida a su manera de evangelizar «no a través de la palabra – dice siempre su biografía – sino con la presencia del Santísimo Sacramento, la ofrenda del santo sacrificio, la oración, la penitencia, las prácticas de las virtudes evangélicas». , la caridad,caridad fraterna universal «. La clave para entender al hermano Carlos y a los sacerdotes como el morabito Antoine es esta: la caridad fraterna universal. «Yo no fui a buscar el desierto – dice el hermano Antoine -, sino la gente que vive en el desierto, y cuando comencé a interesarme por Charles de Foucauld comprendí que él buscaba las mismas cosas. No se fue al desierto para estar más cerca de Dios, sino para estar más cerca de la gente que el desierto aleja del mundo ». ¿Quiénes son estos hombres? ¿Que quieren ellos? ¿Qué le piden al morabito? «Los tuareg – testifica el cura del desierto – no piden nada: tienen sus referentes y su Olimpo. Buscan relaciones humanas, buscan amistad, buscan escuchar y compartir ». ¿Es todo esto extraño? «Absolutamente no. El propio hermano Carlos decía que no era misionero, sino monje, aunque luego se comportó como misionero porque daba limosna, se ocupaba de los enfermos. Al principio era él quien traía algo, luego hubo un momento en su vida, cuando se enfermó, cuando los demás lo cuidaron. Al principio, quería estudiar el idioma tuareg para llevar el evangelio a este pueblo. Luego simplemente los escuchó. Recogió sus poemas, sus leyendas. Nunca se había escuchado a los tuareg hasta entonces. Dio a conocer su cultura ». Es inusual que cuando el hermano Antoine se mudó al desierto hace muchos años, se interesó poco por el fundador. Pero vivía en su casa de piedra en Assekrem, aprendió el idioma tuareg de los libros del hermano Charles y, además: «Hace cincuenta años, cuando llegué a Tamanrasset todavía había mucha gente que lo conocía a él y a mí. hablaron de él. Me apasiona ». Dos mensajes provienen de Tamanrasset. Uno es traído por el viento del desierto y está escrito en las piedras: el descubrimiento de la vida sencilla, de la hospitalidad, de las relaciones humanas. El otro lo lleva Charles de Foucauld. Está escrito en su vida, la de un hombre que compartió la existencia de los excluidos. Para los Hermanitos, todo esto se llama hermandad universal.
Tienes que atravesar el desierto y quedarte allí para recibir la gracia de Dios; es allí donde nos vaciamos, que nos extraemos todo lo que no es de Dios y que vaciamos por completo esta casita de nuestra alma para dejar todo el espacio para Dios solo. Los judíos pasaron por el desierto, Moisés vivió allí antes de recibir su misión, São Paulo y São João Chrysostom se prepararon en el desierto […].
Es un tiempo de gracia, es un período que debe atravesar toda alma que quiera dar fruto. Necesita este silencio, este retraimiento, este olvido de todo lo creado, en medio del cual Dios establece su reino y forma en él el espíritu interior: la vida íntima con Dios, la conversación del alma con Dios en la fe, la esperanza y la fe. caridad. Más tarde, el alma dará fruto exactamente mientras el hombre interior se haya formado en ella (Ef 3, 16) […].
No se da lo que no se tiene y es en la soledad, en esta vida solo y solo con Dios, en este profundo retiro del alma que se olvida de todo para vivir exclusivamente en unión con Dios, que Dios se entrega íntegramente a quien así se entrega a Él. Entrégate por completo a Él […] y Él se entregará por completo a ti. […]. Ver San Pablo, San Benito, San Patricio, San Gregório Magno y tantos otros, ¡cuánto tiempo de recogimiento y silencio! Subí más alto: mira a San Juan Bautista, mira a Nuestro Señor. Nuestro Señor no tenía necesidad de eso, pero quería darnos un ejemplo. (Charles de Foucauld, carta al padre Jerónimo, 19 de mayo de 1898).
Charles de Foucauld relata su meditación: “Quiero atravesar la tierra de manera oscura como un viajero de noche. Viviendo en pobreza, abyección, sufrimiento, soledad, abandono por estar en la vida con mi Maestro, mi Hermano, mi Esposo, mi Dios, que vivió así toda su vida y me da este ejemplo desde el nacimiento«. (Meditaciones sobre el Evangelio).
En la época que vivimos, donde el poder, la gloria terrenal, la fama se buscan locamente, llega como signo de contradicción decirnos que aún es posible vivir esta fantástica experiencia del desierto interior, de vivir en el mundo, pero no para el mundo, sino por el buen Dios. Escuchando la Palabra de Dios, la Eucaristía y renunciando a los ruidos externos y burlándose de los demonios sonoros y visuales. Por la gracia de Dios y el poder del Espíritu Santo, podemos experimentar varios tipos de desierto por el bien de nuestra madurez cristiana. El paso por el desierto es una actitud inconmensurable, es una experiencia con un Dios abismal que marca para siempre nuestra alma en profunda comunión con Él.
Charles de Foucauld nos transmite un testimonio auténtico de la búsqueda de Dios de manera radical, de fe, pobreza, humildad y amor por la salvación de las almas. Es un maestro de la espiritualidad cristiana, su espiritualidad de Nazaret es un clásico en la Historia de la Iglesia y responde a las exigencias del vacío y la ansiedad del ser humano posmoderno. Es impactante en la búsqueda radical del Absoluto.
Vita Chiesastampa – Dominicos contemplativos de Pratovecchio 2 DE OCTUBRE DE 2005
«Mi vocación tantas veces reconocida es la vida de Nazaret«. Así escribió Charles de Foucauld, el hombre que, que vivió entre los siglos XIX y XX, eligió vivir en el desierto por amor a su Dios, y a quien el Santo Padre beatificó en 2005. Una elección radical, la suya, después de una vida llena de tranquilidad y brillantes oportunidades profesionales. Eligió a Jesús y murió por él, asesinado por uno de los tuareg por quien, en el desierto, pasó su vida. Una elección extraña, una existencia diferente. En realidad, un mensaje muy actual se esconde dentro de sus riquísimos escritos, en su vida sencilla y humilde.
A veces escuchamos o leemos historias de hombres y mujeres extraordinarios, de grandes hazañas. Nos sentimos tan pequeños y casi incapaces de pensar siquiera que también para nosotros puede haber una vocación similar por parte del Señor. Pero, dijo la Madre Teresa, estamos llamados a «hacer las cosas ordinarias con un amor extraordinario«. Aquellos a quienes todos reconocemos como los grandes santos de nuestro tiempo han seguido el camino más simple que existe: el amor. ¡El único camino verdaderamente accesible para todos! La vida de la familia de Jesús, en Nazaret, era la misma que la de todas las demás (si no fuera así, ¡los evangelistas nos lo habrían dicho!) En cambio, el Evangelio guarda silencio al respecto, porque no tenía nada especial y extraordinario. ): este mismo estilo, hecho de «ordinariedad», eligió Foucauld. Y nos enseñó que lo que hace más grande la existencia de un hombre es el amor que logra poner en las acciones más pequeñas y aparentemente triviales. No hay otra forma de vivir el Evangelio que imitando la vida de la Sagrada Familia de Nazaret. Por eso nuestra peregrinación terrena puede convertirse, si lo queremos, en una liturgia viva: porque es allí, en nuestros días que son todos iguales, donde se esconde el templo en el que verdaderamente nos encontramos con el Señor. Es en el hermano donde Cristo está realmente presente. Si nos diéramos cuenta de esto, realmente nos ocuparíamos de todos los aspectos de nuestras relaciones y, como verdaderos amantes, quizás hablaríamos menos sobre el amor o el evangelio, porque se convertiría en nuestra propia carne. Todo sobre nosotros, palabras, gestos, miradas, se convertiría en la ternura de Dios por el hermano que quería que estuviera a nuestro lado. Y es precisamente esta forma de ser el único signo distintivo del cristiano. El amor concreto es la única «marca» que a veces nos hace exclamar sobre alguien: «¡Este hombre es verdaderamente de Cristo!».
La comarca aragonesa de Los Monegros, famosa por la cruda aridez de su paisaje semidesértico, es un territorio de 246.000 hectáreas que se halla a caballo entre las provincias de Zaragoza y de Huesca. De sureste a noroeste la cruza un cordal montañoso –la Sierra de Alcubierre– que ejerce de linde natural entre ambas provincias y es la muela más alta de cuantas bordean la depresión geográfica ocupada por Zaragoza. Se trata de una sierra seca, agreste, de poca vegetación y mínima humedad. Su relieve está compuesto por materiales del Mioceno (yesos, calcitas y areniscas) que presentan una forma escalonada: un primer escalón que llega hasta los 500-600 metros de altitud, un segundo está en torno a los 700 metros y el último a 800. Las alturas máximas de la sierra son San Caprasio (838 m), coronada por una edificación donde la tradición cuenta que vivió el santo homónimo, y el Monte Oscuro (822 m).
El clima extraordinariamente duro constituye uno de los rasgos definitorios de este territorio. Las temperaturas extremas (gélidas en invierno, abrasadoras en verano), los vientos violentos, las nieblas y la escasez de lluvias convierten a esta comarca en la más árida de España junto con algunas zonas de Almería y del centro de la Meseta Norte. Los suelos desnudos, descarnados y con frecuentes eflorescencias salinas de los llanos dejan paso a una vegetación algo más variada en la Sierra de Alcubierre. Pinos carrascos con enormes muérdagos colgando de sus ramas, encinas y sabinas son acompañados por arbustos como la coscoja, el romero, el tomillo y el escambrón, además de por un catálogo de plantas vasculares entre las que se encuentran bastantes de uso medicinal. En la sierra la oscilación termométrica es feroz, pudiendo registrarse temperaturas de hasta -15ºC en los días más crudos del invierno y hasta 45ºC en los más tórridos del verano. La fauna del lugar incluye jabalíes y zorros (antaño hubo lobos, hoy desaparecidos) y aves como águilas de diversas familias (real, culebrera o calzada), cernícalos, palomas silvestres, abejarucos, collalbas, alondras, calandrias o cogujadas.
Vista de la Sierra de Alcubierre, una muralla montañosa rodeada por el desierto monegrino. Fotografía de Eduardo Serrano
En este territorio inclemente se encuentra un lugar realmente singular: un eremitorio de verdad, aún en uso. «¿Hace falta una cueva?», se planteaban en Cave in the Snow, el libro que relata la peripecia vital de Tenzin Palmo, una reputada maestra mahayana de origen británico que se ordenó monja budista en 1964. Tenzin Palmo pasó doce años como ermitaña en una cueva del Himalaya y se le preguntaba si era necesaria la experiencia del eremitorio para profundizar en una vía espiritual o cultivar la vida interior. «La ventaja de irte a una cueva es que te ofrece tiempo y espacio para concentrarte totalmente», señalaba la religiosa. «Las prácticas contemplativas son complicadas y contienen visualizaciones detalladas. Las prácticas yóguicas internas y los mantras también requieren tiempo y aislamiento y eso no se puede conseguir en medio de una ciudad. Retirarse da la oportunidad de que la comida se cueza. El eremitorio es como una olla a presión: todo se cuece mucho antes. Por eso se suele recomendar. Puede resultar de ayuda, incluso, realizar un retiro durante periodos cortos. A muchas personas les sería de gran ayuda disponer de un tiempo de silencio y soledad para realizar una instrospección y descubrir quiénes son de verdad, cuando no están ocupados desempeñando papeles sociales o familiares. Es muy saludable tener la oportunidad de estar solo con uno mismo y ver quién se es en realidad tras todas esas máscaras». De la misma opinión era David Alvear Morón, autor de un interesante estudio sobre el movimiento de los Padres del Desierto, los fundadores del eremitismo cristiano. «Para superar las pasiones y tomar conciencia de los mecanismos psicológicos automatizados, una opción sumamente útil podía ser la de retirarse a una celda en el desierto. Al sumergirse en semejante quietud, los pensamientos, emociones y patrones corporales que acompañan a dichos mecanismos automatizados emergen con fuerza, pudiéndose observar sin los autoengaños ni los estímulos distractores de los que se encuentran plagadas las zonas habitadas». Montaña y desierto han sido desde siempre los espacios preferentes de la aventura eremítica, esos lugares de soledad inhóspita donde el contemplativo, como decía san Juan de la Cruz, puede «no sufrir compañía», salvo quizá la de algún otro compañero de camino. Para una sociedad que «no comprende o desprecia el valor del retiro, del silencio y del sacrificio ascético», que ha perdido «el sentido de lo sagrado, de lo sublime y ha dado la espalda al espíritu» –como se lee en el prólogo de Psicología del Desierto–, la montaña y el desiertode los eremitas son exotismos temporal y geográficamente lejanos. Cosas de tierras remotas; o cosas de tiempos pasados.
San Caprasio (Sierra de Alcubierre), mirando al desierto de Monegros, con las cuevas primitivas al fondo. Fotografía de Eduardo Serrano
Y sin embargo, San Caprasio –a la vez montaña y desierto– es un lugar apartado, pero no remoto: está a apenas 50 kilómetros de Zaragoza, la quinta ciudad más grande de España. Tampoco es un lugar del pasado: es un eremitorio del siglo XX que todavía se sigue usando como tal y cuya razón de ser fue servir de «olla a presión» para la interiorización, el autoconocimiento y la experiencia de lo numinoso arriba descritas. Su historia como espacio contemplativo empezó en 1956 cuando los Hermanos de Jesús, la orden fundada por el vizconde Charles de Foucault, tuvo que huir de Argelia ante la persecución del fundamentalismo islámico, que se había sustanciado ya con el asesinato de varios monjes. El viaje de regreso a Francia fue por mar desde Argelia hasta España y, una vez en nuestro país, por carretera. Al cruzar las tierras de Monegros el prior y otro monje se percataron de cuánto se parecía el desierto aragonés a aquel que acababan de abandonar. Así que solicitaron los permisos eclesiásticos pertinentes y recorrieron la comarca con un sacerdote de la zona en busca de una nueva sede para el noviciado internacional de su orden. Hallaron el lugar que buscaban en la localidad de Farlete, en cuyos aledaños, junto a la pista que sube a la Sierra de Alcubierre, se encontraba Nuestra Señora de la Sabina, un santuario del siglo XVIII. La construcción, de tamaño bastante grande, era perfecta para acoger la nueva casa de los novicios de la orden. Y había un atractivo añadido. Nueve kilómetros de camino por un terreno seco y duro al principio, boscoso después, llevaban desde el santuario de Nuestra Señora de la Sabina al pico de San Caprasio, donde moró un legendario eremita que adoptó ese nombre porque era pastor de cabras. Arrancando desde allí se bajaba por un sendero colgado sobre el precipicio hasta un conjunto de grutas, abiertas en la cara de la sierra que miraba al desierto, desde las que se divisaba un paisaje tan desnudo como imponente para una mirada contemplativa.
Iglesia del Eremitorio de San Caprasio. Cueva de la Salud. Fotografía de Eduardo Serrano
Las cuevas habían sido durante siglos refugio de pastores y guarida de bandidos, pero los monjes quedaron sorprendidos por la fuerza telúrica de aquellos espacios. No podía haber mejor lugar para que los novicios hicieran la experiencia del desierto, central en el carisma de la orden de los Hermanos de Jesús. Así que decidieron de inmediato convertir aquello en un eremitorio, en un espacio consagrado, con su iglesia, su refectorio y, diseminadas por los precipicios yesosos, varias celdas individuales para retirantes. La iglesia se encuentra en la cueva de la Salud, la más grande, y fue construida por los quince primeros novicios de la orden que llegaron a Farlete. La convirtieron en una larga sala, entibada por robustos troncos a la manera de las galerías de las minas, que terminaba en una cabecera de forma absidial. A los lados, unos bancos corridos de piedra dejaban desnudo todo el espacio central para sentarse o tenderse sobre el suelo enlosado a orar y meditar. El trabajo de entibado fue dirigido por un novicio asiático, llegado desde las lejanas tierras de Corea, que había sido minero en su vida profana previa.
Cueva refectorio. Eremitorio de San Caprasio. Fotografía de Eduardo Serrano
En la cueva vecina a la de La Salud los Hermanos de Jesús construyeron el refectorio del eremitorio. El centro del mismo está ocupado por una gran mesa octogonal rodeada por una bancada de madera usada para las comidas de los monjes. Toda la pared de la cueva, salvo un pequeño tramo con una mesa-repisa para dejar los platos que se iban a consumir, está recorrida por bancos de piedra que se usaban para dormir o descansar. La cueva tiene un espacio diáfano que hacía las veces de cocina y despensa y en donde aún se pueden ver las estanterías de madera utilizadas por los monjes para guardar los alimentos y el menaje. Al lado del refectorio hay un par de cuevas más que fueron utilizadas para almacenar enseres y cobijar las cisternas de agua de boca del complejo eremítico. El gran problema para la estancia en estos parajes es la falta absoluta de agua para consumo humano, porque no hay ni una sola fuente, ni un solo manantial, en todo el entorno de San Caprasio. Por tanto, el agua debía ser traída desde los pueblos cercanos (Farlete o Alcubierre) y almacenada en cisternas.
Las cuevas de la iglesia y del refectorio están hoy abiertas, son fáciles de encontrar siguiendo las pistas que llevan hasta la cima de San Caprasio y se pueden visitar libremente. Las cuevas individuales de los retirantes, sin embargo, están más apartadas y cerradas al público. Hace años ya que los Hermanos de Jesús dejaron el Santuario de Nuestra Señora de la Sabina, cuando la orden decidió que los novicios hicieran su periodo de aprendizaje en sus países de origen y no en un noviciado internacional centralizado. En Farlete sólo quedan hoy tres miembros de la orden, dos monjes en ejercicio y uno secularizado y casado con una mujer de la zona. Son ellos los que se ocupan –más o menos– del mantenimiento del eremitorio y quienes custodian las llaves de las celdas de retirantes. A ellos hay que dirigirse si se desea pasar unos días de retiro en alguna de esas cuevas. Es recomendable hacer una visita previa si el retiro va a ser de varios días, porque a veces se necesita una desinsectación antes de entrar, especialmente si la cueva ha estado largo tiempo cerrada. Estas celdas de retiro están dedicadas a ilustres contemplativos de la tradición judeo-cristiana ligados al desierto, como el profeta Elías, Juan el Bautista o María Magdalena, más una dedicada a Santiago, el apóstol de España. Todas son cuevas, excepto la de María Magdalena, que es una pequeña cabaña de piedra empotrada bajo unos pinos retorcidos por los violentos vientos de la sierra. Una rudimentaria cisterna recoge de su tejado las escasas lluvias que caen en San Caprasio. El retirante tiene que administrar como si fuera oro el preciado tesoro del líquido elemento. No muy lejos de las ermitas de Elías y María Magdalena se encuentra la curiosa letrina para aguas mayores, un pedestre apoyo para los pies y las manos, de nalgas al vacío, que manda el material de desecho cortado abajo.
La Cueva de Elías y, un poco más abajo, la Ermita de María Magdalena (Eremitorio de san Caprasio). Fotografías de Eduardo Serrano
Entrada de la Ermita de María Magdalena (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo Serrano
Interior de la Ermita de María Magdalena (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo Serrano
A la Cueva de Santiago, la más grande de las celdas de retiro, se llega por un estrechísimo desfiladero colgado sobre el precipicio que parte desde la Cueva de Elías. El acceso no es apto para personas con vértigo, aunque a cambio del mal rato, el retirante que opte por esta cueva puede estar seguro de que allí sólo Dios (o sus demonios interiores) van a venir a visitarlo. La zona de retirantes es, sin duda, uno de los lugares más mágicos de San Caprasio.
Vista del estrecho desfiladero de acceso a la Cueva de Santiago, con la Cueva de Elías y la Ermita de María Magdalena al fondo, entre los pinos. (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo Serrano
Cueva de Santiago (Eremitorio de San Caprasio). Fotografía de Eduardo Serrano
¿Es de verdad San Caprasio un espacio de silencio y de retiro hoy, todavía? La respuesta es sí, aunque no siempre. A finales de abril los vecinos de las localidades cercanas celebran una ruidosa romería. En primavera y en otoño, cuando las condiciones climáticas son menos agresivas, son frecuentes los excursionistas y los aficionados al ciclismo de montaña los fines de semana. De modo que si se quiere pasar un día de contemplación y de silencio auténticos en las cuevas abiertas al público lo mejor es ir en un día laborable o en lo peor del verano o del invierno. Sea cual fuere la temperatura en el exterior, las cuevas suelen tener una temperatura constante durante casi todo el año que resulta fresca en verano y cálida en invierno.
Aquellos que quieren hacer un retiro de verdad suelen quedarse un fin de semana o tres o cuatro días en las celdas restringidas y muchos aprovechan para acompañarlo de un ayuno depurativo. Algunos hay que se atreven con periodos más largos hasta llegar, incluso, a los cuarenta días, imitando el relato evangélico de la estancia de Jesús en el desierto. Proveerse de agua de beber es absolutamente esencial en esos casos. Si se quiere tomar alimento cocinado, huelga decir que no se debe encender fuego. La sequedad de la zona, los vientos y la falta de agua elevan el riesgo de incendios, así que se debe ser muy prudente con cualquier cosa que accidentalmente pueda provocarlos. Las muchas horas de insolación hacen de San Caprasio un lugar perfecto para probar a cocinar con el sol.
Para terminar, una nota negativa. Fue el naturalista Carlos de Prada quien calificó en una ocasión al Hombre contemporáneo como un «violador de toda pureza, de toda virginidad», empezando por las suyas propias y siguiendo por las de todo cuanto toca, personas, naturaleza y espacios sagrados incluidos. Lamentablemente, una parte de los excursionistas que pasan por San Caprasio tiene un comportamiento irrespetuoso, incívico e, incluso, profanador. Esa violación parece ser el signo de los tiempos: basura y desperdicios en el refectorio; grafitis estúpidos u obscenos en las sagradas cuevas; gritos, parloteos banales y una superficialidad inconsciente en los lugares de contemplación… Entristece que algunas personas pasen de un modo tan poco fecundo por un espacio tan evocador y pensado para la transformación interior. Por eso, si usted es un visitante respetuoso, lleve bolsas de basura, una escoba e incluso una lata de pintura de cal y dedique unos minutos a dignificar el lugar si se lo encuentra mancillado. Es el mínimo agradecimiento que podemos mostrar por el don del silencio y la soledad contemplativos que nos regala San Caprasio.
Todas las fotografías de Eduardo Serrano están sujetas en su reproducción a la siguiente licencia Creative Commons
__________
BIBLIOGRAFÍA
ALVEAR MORÓN, David: Psicología del Desierto. Aproximación psico-personológica al movimiento subcultural de los Padres del Desierto, Mandala Ediciones, Madrid, 2009.
Es necesario pasar por el desierto y permanecer en él para recibir la gracia de Dios:
es en el desierto donde uno se vacía y se desprende de todo lo que no es Dios, y donde se vacía completamente la casita de nuestra alma para dejar todo el sitio a Dios solo.
Los hebreos pasaron por el desierto, Moisés vivió en él antes de recibir su misión, san Pablo al salir de Damasco fue a pasar tres años en Arabia, vuestro patrón San Jerónimo y San Juan Crisóstomo se prepararon también en el desierto.
Es indispensable.
Es un tiempo de gracia.
Es un período por el que tiene que pasar necesariamente toda alma que quiera dar fruto;
es necesario este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado, en medio de los cuales Dios establece en el alma su reino, y forma en ella el espíritu interior, la vida íntima con Dios, la conversación del alma con Dios en la fe, la esperanza y la caridad.
[…] y es en la soledad, en esta vida a solas con solo Dios, en el recogimiento profundo del alma que olvida todo lo creado para vivir sólo en unión con Dios, donde Dios se da todo entero a quien se da todo entero a Él+.[…]
Carta al P. Jerónimo. [Nazaret] Lunes después de la Ascensión [19 mayo 1898].
La ermita del padre Carlosde Foucauld en la meseta de Assekrem
Sébastien de Courtois será nuestra guía para reflexionar sobre la virtud del desposeimiento.
Por Gaële de la Brosse – Actualizado el 16 de julio de 2020
Realizaste una larga investigación sobre Carlos de Foucauld a partir de sus propias palabras: “Tienes que atravesar el desierto y quedarte allí«. Entonces te enfocaste en los años que vivió en el desierto. ¿Puedes darnos algunos detalles sobre este período?
Estos años en el “desierto” fueron fundamentales para Charles de Foucauld. Conoció a los tuareg, un pueblo animado y valiente al que se unió. Aprendió su idioma y escribió en apenas once años un diccionario que sigue siendo la referencia. Sobre todo, practicó allí el “encuentro”, sin teoría, pero por intuición propia. Una especie de paradoja si asumimos que los desiertos están vacíos, ¡lo cual no es el caso, por supuesto!
Foucauld no es un «ideólogo». Se le ocurre la idea de convertir a estas personas al cristianismo, pero rápidamente se da cuenta de que esto no es posible. Entonces cambia, se adapta y habla de «amistad». Quiere ser un «amigo seguro», lo cual es esencial para comprender su enfoque. También encontró la religión islámica en el espejo en el que encontró su fe cristiana.
El desierto de Hoggar era para él un útero humano y físico. Floreció en esta cultura, las largas jornadas, el clima, la frugalidad de la comida, las conversaciones -no olvidemos que también es etnógrafo-, en esta fraternidad que finalmente se induce en este tipo de medio ambiente.
Para llevar a cabo esta investigación, no has podido ir a Tamanrasset, por obvias razones de seguridad. Pero en tu vida has atravesado otros desiertos. ¿Qué te enseñaron sobre esta virtud que una vez se llamó «el espíritu de pobreza» y ahora se llama «desposeimiento»?
Sí, lamenté no poder ir, como suelo hacer en mis encuestas, el fundamento de mi tema. Así que entrevisté a las personas que habían estado allí y obtuve sus impresiones. Así pude contrastar los puntos de vista e imponer una cierta profundidad histórica a la historia.
Los desiertos por los que yo mismo he pasado han sido los de Sudán, donde soñé despierto, una especie de mirar hacia atrás en mi vida, a los fantasmas del pasado. Imprudentemente, había comenzado por lo que pensé que era un atajo en este «desierto». Entonces me creí, como San Antonio, asaltado por demonios …
El desierto provoca otra dimensión. Tienes que ser insensible para no verlo ni sentirlo. No creo que debas tenerle miedo. Tienes que disfrutar de lo que sientes. No hay ninguna regla para este tipo de experiencia.
Puedes tener «desiertos» cerca de su casa; todavía tienes que tomarte la molestia de prestarle atención.
No se trata de pobreza, real o mística. Es importante dejar esto claro, de lo contrario, solo estamos hablando con una determinada categoría de personas. Creo profundamente que uno de los mensajes de Foucauld, con su ejemplo, es decirnos que todos tenemos la posibilidad de ser ese «amigo seguro» en los caminos del mundo. Siempre y cuando: ¡A nivel de material, no se puede caminar con una bolsa demasiado pesada! A nivel emocional pasa lo mismo: hay que «vaciarse», como dicen. Y, por supuesto, ¡no lleves un teléfono contigo!
¿Cómo pasó Charles de Foucauld de la locura de la grandeza a la absoluta miseria?
La vida de Foucauld es asombrosa. Hijo de una familia, heredó una fortuna colosal a una edad temprana y se empeñó en gastarla hasta que fue puesto bajo tutela. ¡Yo ciertamente habría hecho lo mismo! Pasa el concurso de Saint-Cyr, organiza fiestas y solo sueña con la exploración y la guerra. En definitiva, un joven normal para su época y su casta …
No creo en la fábula de la conversión. Ya sabía que el destino le esperaba e hizo todo lo posible para provocarlo. No fue solo una conversión que tuvo, sino varias. Ahí radica su locura.
Si bien podría haberse casado y, como usted señala, «para ir muy lejos en un castillo de Touraine o en el Périgord de sus antepasados», se fue a las regiones desiertas de Argelia para vivir con los tuareg. ¿Qué le enseñaron sobre este espíritu de miseria?
Este es el misterio de la vida de todo hombre. Hay que tomar decisiones. El aparente «vacío» del desierto debió de atraerlo, aunque solo pensara en regresar al Marruecos que había descubierto a los veinte años. Un paisaje puede moldear la mente, pero aún más el corazón. Se dejó impregnar por los elementos, la naturaleza, dejando fuera todo lo que había aprendido antes para ser plenamente él mismo.
La generosidad hacia los demás solo puede resultar de la paz interior. La primera «destitución» que se efectúa es la del ego, que al padre de Foucauld le parece sorprendente, pero creo que al final de su vida había resuelto sus tensiones internas. La presencia de los tuareg y su contacto diario actuó como una revelación.
Mencionas los «años de pruebas pasados en el cedazo del desierto», donde la única prenda de Charles de Foucauld es una túnica blanca y sandalias tuareg. ¿Qué tiene que enseñar este asceta al peregrino que emprende hoy una ruta de peregrinaje por diversas partes del mundo?
Creo en las rutas de peregrinaje como mapas del viejo mundo. Sueño con una humanidad en constante peregrinaje. Siempre recordaré a este guía de la India que organizó el viaje según las necesidades de su propio peregrinaje interior. No se había atrevido a decírmelo, pero lo adiviné y me sedujo.
No hay nada más emocionante que un paisaje prístino esperando ser atravesado. Entonces tienes que olvidarte de ti mismo.
Foucauld nos enseña a respirar plenamente, a escuchar, a vivir con y no en contra.
En este sentido, sus meditaciones son maravillosas de dulzura. A menudo rezo pensando en él, en su miserable ermita de Assekrem donde adivino sus paisajes interiores.
La travesía de Castilla, por el Camino de Santiago, o determinadas etapas del Camino de Asís son breves «travesías por el desierto». ¿Cómo abordar estas etapas?
El desierto tiene sus rituales, como caminar. Tienes que respetarte a ti mismo, no hacerte sufrir.
¿Tenemos que deshacernos de todo para dejarnos «conocer»?
Para cumplir, hay que deshacerse de lo superfluo y lo que puede impresionar. Me parece fundamental una actitud modesta y curiosa. El «otro», como suele decirse, suele ser más inteligente de lo que pensamos. Te desenmascarará si no eres sincero.
Siempre acumulamos demasiado. Como dijimos, hay que aprender a relajarse, a ser más flexible; intelectualmente también, trabajar, leer, aprender poemas de memoria, aprender una lengua extranjera si es posible.
Citas la frase de Etienne de Montéty: «Foucauld, maestro en humildad y semblante, ese es el gran negocio de toda una vida»
Del despojo a la humildad, de la soledad a la paz interior y del silencio al abandono: ¿Cuál es el camino a seguir?
Empieza por la humildad, y esta es la parte más difícil. Tienes que olvidarte de ti mismo y no puedo hacerlo. ¿Quién puede realmente? Cuando conozco a personas religiosas en mi programa sobre France Culture, puedo decir que todos están atravesados por esta tensión.
Pero, ¿cómo podemos olvidarnos de nosotros mismos en el mundo de hoy cuando estamos tan expuestos? ¿Cómo puedes cerrarte del mundo sin que parezca una postura? El equilibrio es difícil de encontrar, pero no imposible.
También conozco a gente fantástica de la que nunca escuchas y que están muy felices. Sólo la paz interior permite profundidad y visión (en el sentido de «profecía»). Los demás son ciegos.
«Estás siguiendo a Foucauld, ten cuidado con los lugares a los que podría llevarte«, advierte el escritor Sureau. ¿Hasta dónde te ha llevado este camino?
No es bueno tomar a Foucauld literalmente. ¡Y hay que ser fuerte para emprender este camino! Yo mismo no podría hacerlo.
Dejadlo todo e irnos a otra parte, aunque este otro lugar pueda ser cercano a casa, con poblaciones necesitadas (refugiados, por ejemplo), ser misionero con el corazón y no con las ideas.
Me detuve en el camino, porque esa no es mi vocación. Estoy tratando de adivinar el futuro. Foucauld me mostró sabiduría, de hecho. Me mostró que es posible tener varias vidas en una, siempre que no te mientas a ti mismo.
El desierto, el silencio, la soledad, no son fines en sí mismos, son medios, buenos medios al servicio de la misión. Vayamos a la escuela del Beato Carlos de Jesús.
“El evangelio me mostró que el primer mandamiento es amar a Dios con todo tu corazón y que debes encerrar todo en amor; todos saben que el primer efecto del amor es la imitación. Me parecía que nada me presentaba esta vida mejor que La Trapa. Pero La Trapa no fue suficiente para el «hermano Alberic». La choza al final del jardín de las Clarisas en Nazaret tampoco fue suficiente para el “hermano Carlos”. ¡Quiere ocupar el penúltimo lugar desde que Jesús tomó el último! Entonces se irá al desierto. Además, por consejo de las clarisas superiores de Nazaret, volvió a la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves para hacerse sacerdote y así poder poner a Jesús donde aún no está sacramentalmente. Por lo tanto, irá y lo hará real y sustancialmente presente en Béni-Abbès primero, luego, por invitación de su amigo el comandante Laperrine, entre los tuareg en Tamanrasset en Hoggar. Allí puede pasar horas arrodillado frente al tabernáculo o frente a la custodia adorando a su Señor y Dios en silencio. Este silencio que explica el cardenal Sarah es absolutamente necesario para nosotros también hoy. Un silencio que ayuda a abrirse a la presencia de Dios.
EL BENEFICIO DEL SILENCIO: LLENARSE DE DIOS “Tienes que atravesar el desierto y quedarte allí para recibir la gracia de Dios; Aquí es donde nos vaciamos, donde expulsamos todo lo que no es Dios y vaciamos por completo esta casita de nuestra alma para dejar espacio solo para Dios. Los hebreos pasaron por el desierto, Moisés vivió allí antes de recibir su misión, San Pablo, San Juan Crisóstomo también se preparó para el desierto… Es un tiempo de gracia, es un período en el que toda alma que quiere para dar fruto debe pasar necesariamente. Ella necesita este silencio, este recogimiento, este olvido de toda la creación, en medio del cual Dios establece su reino y forma en ella el espíritu interior: la vida íntima con Dios, la conversación del alma con Dios en la fe, esperanza y caridad. Más tarde, el alma dará fruto exactamente como se forma en ella el hombre interior. […] Solo damos lo que tenemos y es en la soledad, en esta vida a solas con Dios solo, en este recuerdo profundo del alma que se olvida de todo para vivir solo en unión con Dios, que Dios es dárselo enteramente al que así se le da por completo. Entrégate por completo a él solo … y él se entregará por completo a ti. […] Mira a san Pablo, san Benito, san Patricio, san Gregorio Magno, tantos otros, ¡qué tiempo de meditación y de silencio! Sube más alto: mira a San Juan Bautista, mira a Nuestro Señor. Nuestro Señor no lo necesitaba, pero quería darnos un ejemplo… Devuélvele a Dios lo que es de Dios… ”(carta al padre Jerónimo del 19 de mayo de 1898).
EL DESIERTO: UN LUGAR PARA EVANGELIZAR Para el padre de Foucauld, el «desierto» significa los 40 días que Jesús quiso pasar en retiro, «movido por el Espíritu Santo», para ayunar y orar allí antes de predicar la buena nueva del Reino. Pero como no pudo seguir este ejemplo durante toda su vida, el hermano Carlos quiso vivir “como en Nazaret”. “Cuando amamos, nos gustaría hablar sin cesar al ser que amamos, o al menos mirarlo sin cesar: la oración no es otra cosa: la conversación familiar con nuestro Amado: lo miramos, le decimos que lo amamos, que disfrutamos estando a sus pies. “No se trata de ir al desierto para no ver a nadie, sino al contrario de atraer a Jesús a través de su Presencia y de una presencia caritativa. Ser el “hermano universal” que imita a Jesús, que adora a Jesús para salvar las almas de musulmanes, tuareg, soldados franceses. «Por la extensión del santo Evangelio: estoy listo para ir al fin del mundo y vivir hasta el juicio final …», «Dios mío, haz que todos los humanos vayan al cielo! «Hoy tengo el placer de colocar – por primera vez en el país tuareg – la Reserva Santa en el Tabernáculo». “Sagrado Corazón de Jesús, ¡gracias por este primer Tabernáculo de los países Tuareg! ¡Que sea el preludio de muchos otros y el heraldo de la salvación de muchas almas! ¡Sagrado Corazón de Jesús, brilla desde lo más profundo de este Sagrario sobre las personas que te rodean sin conocerte! ¡Ilumina, guía, salva a esas almas que amas! «» Envía santos y muchos obreros evangélicos entre los tuareg, en el Sahara, en Marruecos, donde sea necesario; ¡envía allí santos hermanitos y hermanas del Sagrado Corazón, si es tu Voluntad! « Sabemos que esa no era la Voluntad del Señor: Carlos se quedó solo. Su vida, hay que decirlo, fue demasiado difícil de imitar y seguir. «El país tendría que estar cubierto de religiosos y buenos cristianos que permanecen en el mundo para ponerse en contacto con todos estos pobres musulmanes y educarlos ”. “Mi apostolado debe ser el apostolado de la bondad. Si me preguntas por qué soy amable y bueno, debo decir: «Porque soy el sirviente de un hombre mucho mejor que yo» «. ¡Mañana, diez años desde que digo la Santa Misa en la ermita de Tamanrasset! ¡Y ni un solo converso! Debemos rezar, trabajar y ser pacientes. « “Cuando el grano de trigo que cae a la tierra no muere, queda solo; si muere da mucho fruto «:» El hermano Carlos «cayó en la arena del desierto con una bala en la cabeza, ¡y dio fruto!
Pocos místicos modernos me han inspirado tanto como el francés Charles de Foucauld, nacido en Estrasburgo en 1.858 y martirizado en Tamanrraset (Argelia francesa) en 1.916 a la edad de 58 años. La película francesa “La llamada del silencio” retrató su vida en 1.936.
La situación de los esclavos en África golpea el corazón de Foucauld y su reacción es de indignación:“Es de una inmoralidad vergonzosa ver jóvenes robados hace cuatro o cinco años a sus familias en Sudán, ser mantenidos a la fuerza aquí por sus dueños y por la autoridad francesa, cómplice de esos raptos. Ninguna razón económica ni política puede permitir la existencia de tal inmoralidad e injusticia”
«Esto no está permitido, ay de ustedes, hipócritas, que escriben en los sellos y en todos los lugares: “Libertad, igualdad, fraternidad”, “Derechos del Hombre”, y que luego clavan el hierro del esclavo; que condenan a las galeras a quienes falsifican los billetes de banco y permiten luego robar los niños a sus padres y venderlos públicamente; que castigan el robo de un pollo y permiten el robo de un hombre» (de hecho, casi todos los esclavos de esta región son niños nacidos libres arrancados con violencia, por sorpresa, de sus padres).
“Todos los seres humanos son hijos de Dios –dijo– que los ama infinitamente; es entonces imposible querer amar a Dios sin amar a los seres humanos; cuanto más se ama a Dios, más se ama a los hombres. El amor de Dios, el amor por los seres humanos, es toda mi vida, será toda mi vida, así lo espero.”
DESIERTO MÍSTICO
Como oficial del ejército francés en el norte de África, desarrolló por primera vez sus fuertes sentimientos sobre el desierto y la soledad, y al final vivió una vida eremítica como los primeros padres del desierto. Alcanzó su iluminación espiritual en los terribles parajes yermos, desolados y calcinados por el Sol en el desierto del Sahara.
En 1.886 se volvió una persona espiritualmente muy inquieta que reiteraba la oración: “Dios mío, si existes, haz que yo te conozca.” Entre 1.897 y 1.900 vivió en Tierra Santa, donde su búsqueda de un ideal de pobreza, de sacrificio y de penitencia radical, lo condujo cada vez más a llevar una vida eremítica.
La experiencia en Marruecos fue una revelación para Foucauld. Recordando ese tiempo, afirmaría en 1.901: “El Islam produjo un cambio profundo en mí. La visión de esa fe, de esas almas viviendo en la continua presencia de Dios, me hizo entrever unas cosas más grandes y más verdaderas que las ocupaciones mundanas.”
Foucauld escribió en una carta a su prima: “Nuestro propio aniquilamiento es el medio más poderoso que tenemos para unirnos a Jesús y hacer bien a las almas. San Juan de la Cruz lo repite casi en cada línea.”
Primero se instaló en Beni Abbès, cerca de la frontera marroquí, construyendo una pequeña ermita para la adoración y la hospitalidad, a la que pronto se refirió como “La Fraternidad”.
Así describió a un amigo su estado de ánimo: “Vivo del trabajo de mis manos, desconocido de todos, pobre, y disfrutando profundamente de la oscuridad, del silencio, de la pobreza, de la imitación de Jesús.”
CON LOS TUAREGS
Luego se trasladó para estar con el pueblo Tuareg, en Tamanrraset, en el sur de Argelia. Esta región es la parte central del Sahara, con las montañas de Ahaggar inmediatamente al oeste.
Foucauld utilizó el punto más alto de la región, el Assekrem, como lugar de retiro, y desarrolló un estilo de ministerio basado en el ejemplo y no en el discurso.
Viviendo cerca de los tuaregs y compartiendo su vida y sus dificultades, hizo un estudio de diez años de su lengua y tradiciones culturales. Aprendió la lengua tuareg y trabajó en un diccionario y gramática.
El 1 de diciembre de 1.916, Foucauld fue asesinado por una banda de forajidos en la puerta de su ermita en el Sahara argelino. Tenían la intención de secuestrar a Foucauld, pero cuando la banda fue perturbada por dos guardias, un bandido asustado de quince años de edad le disparó en la cabeza, matándolo en el acto.
Las autoridades francesas continuaron durante años buscando a los bandidos implicados, y uno de ellos fue capturado y ejecutado. En 1.950, el gobierno colonial argelino emitió un sello postal con su imagen. El gobierno francés hizo lo mismo en 1.959.
SU LEGADO
Foucauld formuló la idea de fundar un nuevo instituto religioso, bajo el nombre de los Pequeños Hermanos de Jesús, y ayudó a organizar una cofradía en Francia para apoyar su idea. Esta organización, la Asociación de los Hermanos y Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, estaba formada por 48 miembros laicos y ordenados en el momento de su muerte.
Su ejemplo inspiró a diez congregaciones religiosas y a nueve asociaciones de vida espiritual. Aunque originalmente de origen francés, estos grupos se han expandido para incluir muchas culturas y sus idiomas en todos los continentes.
En 2.013, inspirada en parte por la vida de Foucauld, se estableció en Perth, Australia, una comunidad de hermanos consagrados o monacelli (pequeños monjes), llamados Pequeños Hermanos Eucarísticos de la Divina Voluntad.