«El desierto aclara lo esencial de la vocación contemplativa» – René Voillaume

La experiencia nos lleva a constatar que somos más tentados en la soledad del desierto y quizá pudiéramos deducir que es mejor no ir al desierto. No. No es que seamos más débiles en el desierto, sino que se nos pide allí una elección más absoluta y radical, elección cuyas alternativas no valoramos acertadamente en el curso normal de la vida porque entonces las vemos diluidas en la multiplicidad de los acontecimientos diarios y desfiguradas por compromisos más o menos inconscientes.

El desierto nos aclara lo esencial de nuestra fidelidad a la vocación contemplativa: “permanentes en la oración” “salvadores con Jesús” por medio de una oración de alabanza e intercesión cuya intensidad requiere lo absoluto del desierto”.

René Voillaume

Viaje por el desierto del Sahara de Carlos de Foucauld

En 1903 Carlos de Foucauld pensó en viajar a Marruecos e instalar una fraternidad. El 27 de mayo de ese año recibió la visita de monseñor Guérin. Carlos buscaba un compañero con vistas a la evangelización y pidió permiso para ir al sur a prepararlo.Francisco Enrique Laperrine, comandante superior de los oasis saharianos, quien conocía a Carlos desde su etapa militar en Saint-Cyr, se interesó por su presencia y trató de participarlo de su ronda de «familiarización» hacia el sur. Carlos se mostraba aún más favorable: Laperrine parecía querer utilizar métodos mucho menos violentos que sus predecesores. El 18 de junio de 1903, Carlos pidió permiso a monseñor Guérin para acompañar a Laperrine, pero la rebelión de algunas tribus bereberes contra la presencia colonial hizo imposible este enfoque. Conociendo el inicio del conflicto armado, Carlos partió el 2 de septiembre de 1903 hacia el sur para rescatar a los heridos de las batallas de Taghit y de El-Moungar.Volvió y escribió una breve introducción al catecismo que llamó L’Évangile présenté aux pauvres nègres du Sahara (El Evangelio presentado a los negros pobres del Sahara). Algún tiempo después, Laperrine le pidió que lo acompañara en la siguiente ronda de familiarización. Ya en julio de 1903, el padre Henri Huvelin le había escrito dándole su permiso para ir a los tuaregs o, en su propia expresión, para que fuera «a donde lo impulsara el Espíritu».​

El 13 de enero de 1904, Carlos de Foucauld partió en viaje de «familiarización»,​ en dirección al sur, al Ahaggar.El 1 de febrero de 1904, él y sus compañeros llegaron al oasis de Adrar, donde se unieron al comandante Laperrine. El viaje continuó hacia Akabli. Carlos anotó todas las posibles ubicaciones para la instalación.Recogió información sobre las lenguas tuaregs de las poblaciones del sur del Sahara central.y allí comenzó la traducción de los evangelios para poder transmitirlos a los tuaregs.​

Foucauld se decepcionó con la actitud de algunos militares coloniales.​ Al llegar cerca de la frontera argelina en curso de estabilización, la gira debió dar la vuelta hasta Tit, una comuna del vilayato de Adrar.​ El comandante Laperrine se negó a que Carlos se instalara en esos sitios y el recorrido finalizó en In Salah en septiembre de 1904. El sacerdote se reunió con monseñor Guérin el día 22 de ese mes, y volvió a Béni Abbès el 24 de enero de 1905.​El general Louis Hubert Lyautey (1854-1934), quien profesó cierta admiración por Carlos de Foucauld.

Intrigado por la figura de Carlos de Foucauld, el general Louis Hubert Lyautey, militar egresado de Saint-Cyr que por entonces brindaba su servicio en Argelia, decidió visitarlo en Béni Abbès el 28 de enero de 1905.A 83​ De aquel encuentro nació una amistad recíproca​ y una cierta admiración de Lyautey por Carlos.​ Foucauld escribió durante ese período las Méditations sur les Saints Évangiles (Meditaciones sobre los santos evangelios).En abril de 1905, el comandante Laperrine rogó a Carlos de Foucauld que lo acompañase en un viaje por el Ahaggar.

Después de haber pedido consejo a monseñor Guérin y al padre Huvelin, participó de este nuevo viaje. Partió el 8 de junio de 1905 aunque continuó con su vida de oración, mientras aprendía el tamahaq, una lengua tuareg utilizada en Argelia. El 25 de junio de 1905 se encontraron con el amenokal (jefe tribal) Moussa Ag Amastan, quien decidió hacer una alianza con los franceses.​ Foucauld y Moussa Ag Amastan se conocieron y parecieron apreciarse mutuamente. De ese encuentro nació una profunda amistad.​ El tuareg permitió a Carlos instalarse en el Ahaggar, lo que hizo que éste se dirigiera a Tamanrasset.​

Carlos de Foucauld: el aventurero que descansa en el desierto

Carlos de Foucauld es para los cristianos deI siglo XXI un clásico de
la espiritualidad. Ha superado la barrera de las discusiones ideológicas
porque se ha impuesto su espíritu, espíritu evangélico. Por eso, nos acercamos a su vida, encrucijada de la duda y de la búsqueda. Sin pretender
inicialmente llevar a una imitación deI hermano Carlos, captaremos la
inquietud deI hombre y los caminos por los que se acercó a Dios a pesar
de todos los pesares. Ver artículo:

http://www.revistadeespiritualidad.com/upload/pdf/647articulo.pdf

Un místico para el siglo XXI

Foto: Eglise catholique en Ille-et-Vilaine

A propósito de la próxima canonización de Charles de Foucauld, es revelador cómo el paradigma de la soledad (un ermitaño…, ¡y en el Sáhara!) se convierte en el paradigma de la comunicación. Este doble movimiento, tan elocuente en lo vertical como en lo horizontal, nos da una imagen certera de quién era verdaderamente este hombre

Foucauld es el padre del desierto contemporáneo. Nada más ser ordenado sacerdote, a los 43 años, parte rumbo al Sáhara, donde residirá, primero en Beni Abbès y luego en Tamanrasset, hasta su asesinato, el 1 de diciembre de 1916, hace ya más de un siglo. Tenía entonces 57 años, aunque por su aspecto –tal era su desgaste físico– nadie le habría echado menos de 75. Foucauld no fue al desierto en busca de la soledad, sino para estar cerca de los tuareg. Fue allí para encontrarse con los pobres y se encontró con su propia pobreza. Sostengo que Foucauld es el continuador, en nuestro tiempo, de la espiritualidad de los padres y las madres del desierto y que, en este sentido, más que el fundador de una familia religiosa, es quien nos trae a Occidente la necesidad de volver al desierto, que hoy llamamos silencio e interioridad.

Foucauld fue un buscador espiritual. El primer capítulo de su atribulada búsqueda fue, probablemente, una expedición a Marruecos, donde mostró el temple del que estaba hecho. Fue la devoción de los musulmanes, curiosamente, la que le despertó el deseo de volver a la fe cristiana. Luego vino su iniciación al catolicismo, de manos de su prima Maria Bondy; su ingreso en la Trapa, primeramente en Francia y después en Akbés (Siria); su decisiva peregrinación a Tierra Santa, donde vivió en un miserable cuchitril trabajando como recadero de las clarisas y, por fin, su aventura sahariana. Todas estas etapas están acreditadas por el propio Foucauld. El número de sus cartas se cuenta por miles. Es revelador cómo el paradigma de la soledad (un ermitaño…, ¡y en el Sáhara!) se convierte en el paradigma de la comunicación. Este doble movimiento, tan elocuente en lo vertical como en lo horizontal, nos da una imagen certera de quién era verdaderamente este hombre.

Foucauld fue el prototipo del converso. Quien ahora va a ser elevado a los altares fue en su aristocrática juventud un engreído militar y un sofisticado vividor. El paso de la vida pendenciera a la venerable queda reflejado a la perfección en sus facciones, que pasan de ser sensuales y arrogantes a transparentes y bondadosas. En lugar de lanzarle a las vanidades del mundo, el homenaje que le brindó la Sociedad Geográfica Francesa –otorgándole la medalla de oro por su admirable Reconnaissance du Maroc–, le impulsó a la soledad. Corría el mes de octubre de 1886 cuando Henri Huvelin, un párroco parisino, le ordenó arrodillarse, confesarse y comulgar. Y fue allí donde todo comenzó para Foucuald. Tenía 28 años y su vida daba el giro definitivo. Comprender que existía Dios fue para él tanto como saber que debía entregarse a Él.

Foucauld fue un pionero del diálogo interreligioso. Viajó al norte de África dispuesto a convertir a los musulmanes, pero Dios le concedió el don de no convertir a ni uno. Gracias a no poder realizar sus planes, comenzó a cultivar la amistad con los destinatarios de su misión. Y fue así como este misionero ermitaño entendió la amistad como el camino privilegiado para la evangelización. Gracias a ello, emprendió un hermoso gesto de amor a un pueblo: la elaboración de un diccionario francés-tamacheq, así como la recopilación de las canciones, poemas y relatos del folclore de los tuareg. Estas obras enciclopédicas revelan su exquisito respeto a una cultura y a una religión ajenas y, en fin, su pasión por lo diferente.

Foucauld fue un místico de lo cotidiano. Lo cotidiano él lo llamaba Nazaret. Por encima de la vida pública de Jesús, que ya eran tantos los que buscaban representar –anunciando el Evangelio, curando a los enfermos, redimiendo a los cautivos, creando comunidad…–, lo que Foucauld quiso representar fue su vida oculta como obrero en Nazaret. La vida en familia, el trabajo en la carpintería, la existencia sencilla en un pueblo… Todo eso, tan anónimo, fue lo que le subyugó hasta el punto de consagrarse siempre y por sistema a lo más ordinario. Resulta paradójico que una vida, que vista desde fuera puede juzgarse extravagante y aventurera, haya sido alentada por la pasión por lo sencillo e insignificante a ojos humanos. «Recuerda que eres pequeño», dejó escrito. Y estuvo convencido de que eran muchísimos quienes podrían seguir este carisma suyo, como prueba que escribiera infatigablemente en múltiples reglas de vida.

Foucauld es el icono del fracaso. Si bien es cierto que reglas monásticas o laicales escribió muchas, también lo es que seguidores no tuvo ni uno. Tampoco logró convertir a ni un solo musulmán. Ni liberar a ningún esclavo, por mucho que se lo propuso inundando a la Administración francesa con sus reclamaciones. Vista desde los parámetros habituales, la existencia de este insólito personaje fue un total fracaso. 100 años después de que cayera mártir en su amado desierto argelino, son más de 13.000 personas en el mundo quienes nos consideramos sus hijos espirituales. Ahora la Iglesia lo reconoce. Reconoce como camino el abandono en las manos del Padre, la plegaria que Foucauld escribió en 1896, ignorando que un siglo después miles de hombres y mujeres la recitaríamos a diario.

Pablo d’Ors
Sacerdote y consejero del Pontificio Consejo de la Cultura