
Sabíamos, de una manera general, lo que queríamos hacer y
por qué queríamos hacerlo. Habíamos obtenido las autorizaciones
necesarias. Había que comenzar.
Era preciso, primeramente, elegir el lugar de implantación
de la comunidad. En una reunión con la comisión diocesana de la
A.C.O. de Lyon (Acción Católica Obrera), se decidió que nos
estableciésemos en el barrio de Gerland, -ubicado en el extremo sur
de la villa de Lyon en la orilla izquierda del Ródano; se encuentra
flanqueado por el río y la vía férrea que va a Marsella-, y en una
reunión con el equipo local de la A.C.O. se concretó el lugar donde
estaríamos mejor situados. A principios de septiembre habíamos ya
podido encontrar lo que buscábamos, y después de ciertos trabajos
de acondicionamiento, nos instalamos el 2 de octubre de 1954.
Nuestra residencia era la antigua casona de la fábrica de vidrio de
Gerland. En la planta baja había una habitación bastante amplia: esta
pieza fue acondicionada para que sirviera de cocina, de taller y de
sala de reuniones. En el piso superior había un granero en el que
pudimos instalar una capilla, un dormitorio y una habitación que
servía a la vez de alcoba y de despacho.
Nos encontrábamos en un barrio muy populoso, situado en
una zona industrial. Nuestros vecinos inmediatos en la explanada y
en la calle habitaban en casas pobres. Generalmente eran obreros
especializados. Pocos peones y pocos profesionales. Entre ellos había
franceses y también un número considerable de italianos y de
españoles. En la calle había también algunos norteafricanos con un
café M.N.A. (Movimiento Nacional Argelino). Casi no había
cristianos practicantes; solamente dos mujeres.
Nos instalamos muy sencillamente, como lo habría hecho
una familia obrera, y comenzamos a vivir la vida obrera, sin más, a
sabiendas de que tendríamos mucho que aprender si queríamos
verdaderamente introducirnos en el mundo obrero.
Durante el primer período de Gerland (1954-1959), tuve casi
siempre conmigo dos sacerdotes y dos hermanos legos. Como no se
me autorizó a trabajar en una fábrica o taller artesano, por lo que a
mí afecta, busqué trabajo que pudiese hacer en casa. Después de
algunos ensayos, que me hicieron conocer los irrisorios salarios con
los que pese a las prescripciones legales han de contentarse la
mayoría de los trabajadores a domicilio, pude encontrar un trabajo
suficientemente retribuido. Se trataba de un trabajo preparatorio
para la fabricación de muelas en tejido (discos). Cada semana
consagraba un cierto número de horas al trabajo, según mis
posibilidades y me pagaban a destajo. Yo no era, pues, artesano, sino
asalariado. Es una forma de trabajo que confiere una libertad muy
grande desde todos los puntos de vista; desde el punto de vista legal
este trabajo es completamente regular y da derecho al Seguro Social.
Ninguno de los sacerdotes pudo jamás trabajar en una
fábrica. Las prescripciones a las que estaban sometidos por las
decisiones de la Santa Sede, no lo permitían. Por eso hubieron de
trabajar en pequeñas empresas en donde podían más fácilmente
aceptar estas condiciones. Poco después, pudieron aprovecharse de
una interpretación más amplia referente al trabajo en la artesanía
propiamente dicha. En todo tiempo hemos dado cuenta con
exactitud al Santo Oficio de cuanto se refería a nuestro modo de
trabajar.
Los dos hermanos trabajaban en una fábrica toda la jornada.
Para hacerlo no tenían necesidad de autorización especial. Siendo
como eran miembros laicos de un Instituto secular, podían, en efecto,
ejercer toda profesión compatible con su consagración religiosa.
Pero no basta con estar presente en un barrio y trabajar allí
manualmente para que se establezcan de inmediato los contactos.
Por otra parte tampoco nosotros habíamos querido actuar a la
manera de un sacerdote de la parroquia que va a girar una visita a
sus feligreses. Nosotros nos prohibimos todo contacto que no fuera
natural y aceptamos todos los plazos que fueran necesarios para ello.
Esta manera de obrar se nos imponía en razón del especial
apostolado que debía caracterizarnos.
De hecho, tuvimos que esperar tres semanas para que se
produjera la visita de un vecino. No nos encontrábamos con la gente,
sino en la calle, en el trabajo o en los almacenes. Diversas
circunstancias (entre las cuales podemos señalar las inundaciones de
enero de 1955) nos dieron oportunidad para ir a casa de unos o de
otros.
Para ser adoptados verdaderamente por el barrio fueron
necesarios tres años. Y sólo después de tres años supimos hasta qué
punto habíamos sido espiados en todo lo que hacíamos y en todo lo
que decíamos. La gente se preguntaba cuáles serían nuestras
intenciones y qué cosa veníamos a hacer. Se había hablado de un
―comando‖ del Vaticano y de una metástasis o intento de que
proliferaran en la clase obrera células extrañas a ella.
Al mismo tiempo comenzábamos, según las circunstancias, a
realizar algo de apostolado entre los no-cristianos adultos. Poco a
poco, cierto número de obreros no practicantes pero abiertos al
cristianismo, adquirieron el hábito de venir a la comunidad. Primero
acudían de una manera individual y nosotros no queríamos reunirlos
antes de que ellos mismos lo pidiesen. Para esto fue necesario
esperar largo tiempo.
Por fin se nos presentó una ocasión. En noviembre de 1957,
el cardenal Gerlier vino a hacernos una visita, como tenía por
costumbre cada año. Nosotros lo hicimos saber a nuestros amigos;
teníamos, en efecto, la impresión de que había llegado el momento
de preparar un encuentro especial con la Iglesia representada por el
arzobispo de Lyon. Vinieron casi todos y quedaron verdaderamente
contentos de haber podido ―discutir‖ con él diciéndole todo lo que
ellos tenían en su corazón.
Al acabar esta reunión, ellos mismos pudieron volver a
reunirse de cuando en cuando para poder ―discutir‖ todas estas
cuestiones.
Las reuniones se hacían de un modo bastante irregular y con
ocasión de acontecimientos que preocupaban al mundo obrero en
general o a la gente del barrio en particular. Paulatinamente, estas
reuniones fueron preparadas y llevadas un poco a la manera de la
A.C.O. Uno de los sacerdotes de la comunidad el papel de consiliario.
No nos extenderemos más en detalles sobre estos hechos.
Simplemente diremos que tuvimos la alegría de preparar para su
primera comunión a dos miembros de este pequeño grupo. Otros, sin
ir tan lejos, comenzaban a orar o incluso venían ocasionalmente a
misa. Dos de ellos adquirieron más profunda conciencia de las
exigencias de su cristianismo y forman parte actualmente de un
equipo local de A.C.O.
Además de esto, nuestra pequeña comunidad empezaba a ser
un centro de irradiación cristiana cuya amplitud nos resulta
imposible determinar; se convertía al cabo, para muchos, en un signo
verdaderamente perceptible de la presencia de la Iglesia en el mundo
obrero.
¿Qué hubiera llegado a ser este apostolado si hubiera podido
prolongarse por más largo tiempo? Sólo Dios lo sabe. Pero la
decisión del Santo Oficio de 1959 fue un golpe muy duro.
Ciertamente, nosotros no debíamos abandonarlo todo; por el
contrario debíamos continuar nuestro esfuerzo y ello en una
obediencia total a esta decisión de la Iglesia que nos manifestaba la
voluntad de Dios. Sin embargo, era obligado comprobar que la
cesación del trabajo de los sacerdotes mermó con mucho sus
posibilidades apostólicas. Toda la comunidad ha sufrido
profundamente por ello. A esto es preciso añadir que le resulta muy
difícil a un sacerdote modificar repentinamente la forma de su
apostolado.
Actualmente los dos sacerdotes que formaban parte de la
comunidad tienen una nueva función apostólica y la comunidad se ha
renovado completamente. Sólo ha quedada uno de los antiguos
hermanos. Con él hay un nuevo hermano que ha trabajado ya en una
fábrica y un sacerdote que trabaja algunas horas en casa, al tiempo
que se ocupa de la animación espiritual de la comunidad, así como de
su integración en la parroquia y la Acción Católica.
Por lo que a mí respecta, en el marco general de las
decisiones de Roma, he debido interrumpir definitivamente mi
trabajo. Ciertamente el Santo Oficio de modo explícito me ha
autorizado para residir en Gerland; pero ya casi no me es posible
hacerlo de una manera habitual, dado que no trabajo ya
manualmente. No obstante me esfuerzo en permanecer con la
comunidad en contacto regular.
De todo corazón, esperamos que incluso con posibilidades
muy menoscabadas, podremos reemprender nuestra marcha hacia
adelante desde el punto de vista de la presencia en el mundo obrero
y desde el punto de vista apostólico.
Ponemos toda nuestra confianza en la obediencia a la Iglesia:
―Pero, por Tú palabra, echaré las redes‖ (Lucas, 5,5).
Mis cinco años de obispo obrero.
Estela. Barcelona
