
«Dios mío, si existes, haz que te conozca». Esa extraña oración
de Carlos de Foucauld antes de su conversión manifiesta cómo,
en su búsqueda de Dios, ya buscaba ansiosamente a alguien. A
pesar de su formación intelectual y científica no estaba inquieto
por encontrar solamente una verdad o un principio explicativo
del universo que pudiera satisfacer una inquietud intelectual.
Más bien buscaba a alguien que le diera un sentido a su vida,
alguien a quien pudiera amar de verdad. Así es como dirá
después de su conversión: «Apenas descubrí que Dios existía,
entendí que no podía hacer otra cosa sino vivir sólo para él».
Ese cambio radical surgió en realidad de un encuentro con
alguien que irrumpe en su vida y a quien trata ahora de
entregarse totalmente. Pronto, al leer el Evangelio, ese alguien
tomará un nombre concreto: Jesús. Esa relación de persona a
persona se vuelve ahora el centro de su existencia de manera
imborrable hasta su muerte.
«El Evangelio me mostró que el primer mandamiento era amar
a Dios con todo mi corazón y que tenía que encerrar todo en el
amor». Amar a Jesús, mirarlo, vivir en amistad con él y por eso
buscar en el Evangelio sus palabras y sus gestos, conformarse a
él será en adelante toda la dinámica de su vida. «Por mi parte,
no puedo entender el amor sin una necesidad, una necesidad
imperiosa de conformidad, de similitud, y sobre todo de
compartir todas las penas, las dificultades y las asperezas de la
vida». Así, a ese Jesús que descubrió en el Evangelio y que
vislumbró en las calles de Nazaret como un pobre artesano, uno
de tantos, a ese Jesús a quien ama y quiere entregar su vida, el
hermano Carlos intenta ahora seguirlo e imitarlo en su vida de
Nazaret. Tal es el objeto y la luz de toda su búsqueda, el anhelo
central de su vida. Por eso, todo lo que descubrirá en Nazaret
tendrá un rostro concreto: el de Jesús. Es la persona de Jesús
que lo cautiva y el motivo de todas sus opciones profundas.
EMÉRITO DE BARIA
Fuente:
https://www.carlosdefoucauld.es/pdf/Boletin-215.pdf#page=22
