
Del libro, JL. VÁZQUEZ BORAU, Teresa de Lisieux, un camino evangélico para el siglo XXI, BAC, Madrid 2003, 105-108
Dios no se complace en el sufrimiento humano ni tampoco lo utiliza como castigo para la humanidad pecadora. El sufrimiento no tiene valor en sí mismo. El sufrimiento destruye y deshumaniza. Hunde más que eleva. El Dios cristiano, el Dios trinitario, es un Dios de vida y no de muerte; de liberación y no de frustración. El sentido y significado del sufrimiento es un añadido a la simple experiencia. El sufrimiento es la cara seria y festiva de la existencia, pues nos acerca a los demás, nos vuelve más comprensivos, más tolerantes, y nos va curando de nuestra intransigencia. El discípulo de Jesús no vive para sí y debe estar dispuesto a afrontar la deshonra y la muerte. La persecución es inevitable por la maldad del mundo. Nace un valor sublime cuando una vida se entrega en solidaridad por los demás. Hay una divinización humana del sufrimiento en la experiencia mística1.
La solidaridad cristiana hace que cada persona sienta como personal la suerte de las demás. La solidaridad se traduce en compartir, en ejercer la caridad en la compasión y en la búsqueda de un orden satisfactorio para todos. En medio de una civilización que enaltece el éxito y el bienestar y que es ciega para el sufrimiento de los demás, el recordar que en el centro de la fe cristiana se encuentra un Cristo aparentemente fracasado, que sufre y que muere vergonzosamente, puede abrir los ojos de las personas. Tal recuerdo puede destruir la tiranía del orgullo y despertar sentimientos de solidaridad con aquellos que son oprimidos y dañados por nuestra civilización2.
La experiencia de Teresa de Lisieux responde al relato más antiguo de la pasión de Jesús, donde éste aparece como abandonado de los hombres y abandonado de Dios; el grito de la cruz tiene que interpretarse como una llamada lanzada por una persona que, en su abandono, grita de angustia a un Dios del que no comprende cómo ha podido abandonarla, pero que sigue siendo para ella el único recurso. En cuanto al sentido de la muerte, llega a la conclusión de que ésta, vista a la luz de la resurrección, revela que, en toda situación, incluso la más desesperada, Dios está ahí; que es posible encontrarse con él no solamente en la luz y en el gozo, sino también en la noche y en el sufrimiento. Así, el amor de Dios no nos preserva de todos los sufrimientos, pero nos preserva en todos los sufrimientos. Jesús no nos da una explicación del sufrimiento humano, sino que lo sufre como el inocente ante Dios. Es en la fe que Dios sigue siendo la luz en medio de una abismal oscuridad.
Asumir la propia cruz, asumir el sufrimiento que la propia vida nos ofrece, o por la causa de Jesús, no quiere decir sublimar la cruz, sino solidarizarse con los que sufren, para transformarla en señal de bendición y de amor sufrido. Sólo desde la solidaridad de los crucificados se puede luchar contra la cruz para liberarlos de sus tribulaciones. El sufrimiento nunca tendrá la última palabra. La negatividad del sufrimiento está envuelta en la positividad del universo, que en definitiva puede defenderse contra el absurdo. Y ello, porque Dios es experiencia presente en el mismo dolor, presencia misteriosa del amor en el aparente abandono de la finitud.
El gozo no es el único camino de la felicidad, pues esta también puede venir a través del dolor, cuando este es vivido como sacrificio. El dolor asumido es un instante eminente, un presente eterno. Hay que conducirse siempre como si las pequeñas cosas fuesen muy importantes, pues el conjunto de estas hace los grandes conjuntos. Todos y cada uno de nosotros formamos parte de un conjunto misterioso al que llamamos Dios. Por lo tanto, el sufrimiento y la muerte no son nunca la última palabra. Son tan sólo el final de una etapa.
El misterio pascual, la muerte y resurrección de Jesús, es una revelación de Dios. Jesús se entrega totalmente al Padre. El grito final de la cruz no es de desesperación, sino de la entrega total hasta la desposesión de sí mismo3. Los relatos evangélicos subrayan la identidad entre el crucificado y el resucitado. Jesucristo conserva su singularidad. Su humanidad no se diluye ni es absorbida en la vida trinitaria. Su historia no es borrada ni sus relaciones anteriores suprimidas. De la misma manera, nosotros entraremos en la vida de Dios, en un reposo de perpetuo intercambio amoroso, con nuestra personalidad entera, marcada por una historia singular y unos lazos afectivos determinados. Este yo mío, expresión de mi libertad, en el que está inscrita mi historia, que es principio de todas mis relaciones y que está abocado a la muerte, la resurrección de Jesucristo le promete la vida como un don gratuito. La ‘resurrección de los cuerpos’ niega la reducción del yo al alma, que para los cristianos es el misterio interior del deseo de Dios, que Él mismo suscita en nosotros. La resurrección de los cuerpos no es una simple continuación de nuestro cuerpo terrenal, que se ha descompuesto y vuelto al polvo, y del alma, que con su capacidad de relación y de abertura hacia el Absoluto es alcanzada también profundamente por la muerte. Se trata de una novedosa e insospechada forma que no podemos figurar.
Por todo esto, cuando el 24 de febrero de 1897 Teresa de Lisieux escribe al padre Bellière, estando ya muy próxima su muerte, le dice que lo va a ayudar en su tarea misionera desde el cielo, pero que esta ayuda fraterna es una gracia que hay que obtener de Dios en la oración. Pero como los Santos del cielo no rezan más, hace falta que el padre Belliere, que está todavía en la tierra, pida al Padre de llenar a Teresa en el cielo del fuego de su Espíritu de Amor, para que ella pueda incitar los corazones a dejarse amar por este Dios de Amor y amarle. Le pide que rece esta oración cada día después de su muerte, que realiza todos sus deseos:
“Padre misericordioso,
en nombre de nuestro misericordioso Jesús, de la Virgen María y de los Santos,
te pido que llenes a mi hermana de tu Espíritu de Amor
y le concedas la gracia de hacerte amar mucho”
1 cf. M. VÁZQUEZ CARBALLO, La solidaridad de Dios ante el sufrimiento humano, Madrid 1999.
2 cf. J. B. MOLTMANN, El lenguaje de la liberación, Salamanca 1972.
3 cf. J. THOMAS, “Résurrection ou réincarnation?”, Etudes 375 (1991),235-243
