
Nueva provincial de las hermanas combonianas en Kenia, Uganda y Sudán del Sur
La hermana Eulalia Capdevila Enríquez (Esplugues, 1976) nació en el seno de una familia marcada por el compromiso cristiano. Desde pequeña sintió un llamamiento especial por la misión en África y, después de estudiar en la Escuela de Ingeniería Agrícola de Barcelona, entró en 1999 en las misioneras hermanas combonianas.
Fue misionera en Zambia durante 12 años y recientemente ha sido nombrada provincial de las hermanas combonianas en Kenia, Uganda y Sudán del Sur . “Después de una estancia en España como consejera de la Dirección General de mi congregación y animando a diferentes grupos de trabajo, esta vuelta a África es una alegría para mí”, confiesa a Flama .
La hermana Eulalia remarca el papel importante que ha tenido para los pueblos de África la encíclica Laudato Si’ del papa Francisco sobre el cuidado de la creación, y denuncia la “tragedia” que supone que los pueblos africanos sigan a merced de diferentes empresas de diversos países desarrollados que llevan a cabo una explotación extractiva de los recursos naturales del continente, causa.
“En Zambia existe una explotación brutal del cobre por parte de empresas que antes eran sudafricanas y ahora son chinas. En Sudán del Sur tenemos un grave problema de contaminación por los pozos petrolíferos, explotados por países occidentales y que provocan desastres naturales graves con consecuencias muy duras para la población. La gente está muriendo envenenada y tenemos pruebas de ello, pero como nuestros pueblos son pastoralistas, no interesan. Es un crimen”, lamenta la religiosa.
En su nueva misión, Capdevila estará a cargo de 110 misioneras combonianas repartidas en 25 comunidades y con expectativas por las nuevas vocaciones en la vida religiosa que surgen en la provincia. “Abriremos otro noviciado, tenemos bastantes vocaciones en Uganda, también en Kenia y en Sudán del Sur poquitas por la situación difícil. Cada año entran 10 chicas”, detalla.

¿Cómo nació su vocación religiosa?
Ésta es una historia con muchos capítulos, pero brevemente, podría decir que siempre tuve la sensación de responder a algo desde muy pequeña. Crecí en una familia católica practicante, íbamos a la parroquia de Sant Baldiri en Sant Boi de Llobregat, tuve acompañamiento en la fe y participé en diferentes grupos. En la escuela, por ejemplo, tuve como modelos a las hermanas Vedruna, y éste fue mi primer testimonio de religiosas, que me ha quedado grabado. Me impactaron sus vidas y su entrega a nosotros en las aulas.
Entonces sentí un deseo de darme a los demás y soñé con ir a África para ayudar a los más pobres a través de un servicio misionero, no necesariamente como religiosa. En la universidad estudié agricultura con ese objetivo, y cuando estaba terminando la carrera me encontré con los laicos misioneros combonianos. Inicialmente, pensaba que ésta podría ser mi forma de entregar la vida como misionera laica con los más pobres. Pero, justamente en camino con ellos, me di cuenta de que Dios quería todo mi ser, no sólo mi profesionalidad, mis manos y acciones.
Entonces descubrí que tenía vocación religiosa en la consagración y, a partir de ahí, el camino fue más rápido. Al terminar la carrera, me pusieron en contacto con las hermanas misioneras combonianas, me sentí bien con ellas e inicié la formación.
¿Hasta qué punto el compromiso cristiano de sus padres influyó en su camino hacia la vocación religiosa?
He tenido el ejemplo de mis padres. Mi padre me contaba historias de su tiempo como misionero laico en Camerún y crecí con estas historias. Además, él era agricultor; vengo de una familia de agricultores de Sant Boi y lo considero como mi primer gran ejemplo. Y mi madre, por su parte, era una catequista muy entregada a la parroquia.
Con ella aprendí todas las historias de Jesús, porque de pequeños, entre canciones e historias, Jesús formaba parte de nuestra familia. Mi madre era genial presentando la historia de Jesús y las del Antiguo Testamento a través de diapositivas, cantos y dibujos.
Tuve la suerte de tener una familia que me introdujo en el seguimiento de Jesús y en la Iglesia. Mi familia y mi parroquia eran una sola cosa. Vivíamos a escasos metros de la iglesia, y por tanto siempre estábamos o en la parroquia, o en casa.
Usted tuvo una experiencia profunda de “lanzarse” a un llamamiento especial durante la Jornada Mundial de la Juventud de París 1997. ¿Los jóvenes del siglo XXI siguen respondiendo a la llamada de la misión o ahora les cuesta un poco más?
Conozco a jóvenes que sí están buscando de alguna manera compartir su vida con los demás. Sin embargo, entiendo y siento que ahora los jóvenes tienen muchas distracciones y posibilidades. La opción misionera hoy puede vivirse de muchas maneras. En mi caso, lo intenté por medio del compromiso laical.
Hoy en día, considero que hay muchas formas y oportunidades de entregarse, incluso en la vida consagrada-eso que la Santa Sede llama “nuevas formas de vida consagrada”. Lo que ocurre, tal vez, es que no hay gente que les esté hablando a los jóvenes de esto, que es posible entregarse a los demás de alguna forma.
En nuestro caso, seguimos proponiendo esta vocación como posible y auténtica, que significa dejarlo todo y dar la vida. Es una vocación que de verdad te llena, te pone en contacto con tantas personas y te hace superar los límites que uno tiene por el contacto con otras culturas, y en eso la vocación misionera tiene este privilegio, de encontrar gente de culturas diferentes, y eso te desafía, pero al mismo tiempo te hace crecer siempre.

Ha pasado 12 años en África. ¿Cómo ha podido descubrir el rostro de Cristo allí?
Estuve 12 años en Zambia, es el país que mejor conozco, sobre todo la parte oeste, cercana a Angola. Allí encontré a un pueblo muy vinculado con sus raíces culturales. En la misión en la que estuve muchos años, a orillas del río Zambeze, que es de los más caudalosos de África, aprendí a vivir todo el ciclo de la naturaleza: inundaciones, sequías y los movimientos de sus habitantes. Son pueblos nómadas, la naturaleza les pide moverse, y todo esto me ha ayudado a tener sensibilidad hacia la naturaleza. No una admiración, sino una convivencia y hermandad con el entorno natural.
Esto hace que estos pueblos no estén apegados a las riquezas materiales, aunque para ellos, como para todos, la tierra es un bien a defender. Me sentí muy acogida y también incluida por ellos. A través de la amistad, y después de permanecer muchos años, la gente te muestra también sus costumbres más secretas. Sus rituales, su mundo cultural. Espacios a los que es difícil acceder al principio.
Si tuviera que reducirlo todo a una palabra, diría: amistad. Los pueblos te la regalan de forma gratuita si te quedas y compartes con ellos.
Esto recuerda al poema de Pere Casaldàliga, cuando decía “el corazón lleno de nombres…” ¿Qué aprendizaje de fe ha tenido al convivir con los pueblos de África?
Allí, la vida se vive cruda. Vida y muerte se hacen presentes todos los días delante de tus ojos. Este hecho ha sido un duro camino de aceptar. Que la vida vaya acompañada de tanta muerte y sufrimiento, debido a que no existe acceso a medicinas, o porque en algunos lugares no hay buena alimentación, es difícil de aceptar.
La fe también supone vivir la crudeza de la vida y decir «Dios, tú también estás aquí en estos momentos». Cuando perdemos a un niño desnutrido, cuando perdemos a alguien por tuberculosis, cuando muere alguien de SIDA sin que podamos hacer nada.
Pese al sufrimiento, este pueblo nunca deja de celebrar, ya sea la vida o la muerte. Esta forma de vivir me ha ayudado a profundizar en mi fe. Creer en Jesús, en su muerte en la cruz y en su resurrección, me ha hecho comprender que, incluso en los momentos más duros, Dios está presente. Poder ponerse en una situación de cruz y decir: «Dios, estás aquí con nosotros» es una experiencia muy poderosa. Y, cuando esto se vive en comunidad, tanto con el pueblo como con mi familia misionera, se entiende de forma más profunda el sentido de la fe. Porque la fe también es confiar en que, después del sufrimiento, hay resurrección.
Este pueblo me ha enseñado a no ocultar el dolor, sino a vivirlo e incluso a celebrarlo. En una sociedad como la nuestra, esto puede resultar difícil de entender, pero para estos pueblos es una realidad natural, ya mí, personalmente, me ha marcado profundamente.
Recientemente la han nombrado provincial para Sudán del Sur, Kenia y Uganda. ¿Qué obras desarrollan las hermanas misioneras combonianas en estos países?
Hace muchos años que tenemos presencia, sobre todo en Sudán del Sur y en Uganda, y posteriormente en Kenia. Sudán del Sur fue, de algún modo, la tierra madre para los misioneros y misioneras combonianos, ya que nuestro fundador inició la misión allí. Es una misión muy difícil, marcada por el sufrimiento y vulnerabilidad de estos pueblos.
Nos encontramos con tribus y clanes que son pastoralistas, es decir, que se dedican a la trashumancia y ganadería. Esta forma de vida les hace especialmente vulnerables, puesto que su vínculo no es con la tierra, sino con el ganado. Por eso, nuestras hermanas, así como los sacerdotes y hermanos combonianos, trabajan con los karamojong en Uganda, los nuer en Sudán del Sur y los pokot en Kenia. Todos ellos son pastoralistas y conservan su propia cosmología y tradiciones religiosas.
Nuestras misiones son de primera evangelización y están abiertas a la trascendencia de estos pueblos, que son profundamente creyentes. Para ellos, es natural escuchar historias sobre figuras concretas, como Jesús de Nazaret, e irle conociendo. Pero también es un reto, tanto para su cultura como para la mía, porque implica una conversión evangélica, una transformación de ciertos valores y la superación de ciclos de violencia que, en algún momento, han afectado a todos los pueblos.
Además de la primera evangelización, nuestras misiones se materializan en clínicas y escuelas. Siempre trabajamos en comunidades situadas en zonas fronterizas, que son complejas.

¿Cómo afronta este nuevo reto, después de varios años en España, regresando a África?
Con mucha alegría, pero también con cierto respeto por la responsabilidad que implica. En estos países hay 25 comunidades con hermanas muy jóvenes, y estamos abriendo otras nuevas. Por eso, asumo este nuevo servicio con mucha humildad.
Estamos haciendo un camino sinodal muy bonito. La vida religiosa, de hecho, ya nació como experiencia sinodal, pero ahora estamos aprendiendo a serlo aún más. Esto me da mucha paz, porque sé que no estoy sola en esta tarea. Caminaremos juntas, tanto las hermanas como las comunidades.
Para mí, lo importante es cuidar el corazón de nuestra misión: la comunidad de hermanas. Nuestras comunidades no son mayores, tienen entre 3 y 5 hermanas como máximo, y estas pequeñas células deben cuidarse y animarse para que sigan viviendo con alegría su vocación y transmitiendo la fuerza de nuestro carisma, que nos permite conocer tantas culturas y pueblos diferentes.
¿Cuáles son, a su juicio, los principales desafíos que afronta la Iglesia en África?
África no es un bloque homogéneo, existen muchas “Áfricas” dentro del continente africano. En Zambia, por ejemplo, está oficialmente declarada como una nación cristiana, siendo uno de los grandes retos el ecumenismo y la unidad. Existen muchos esfuerzos para que las iglesias protestantes, mayoritarias en este país, trabajen conjuntamente con la Iglesia católica y otras confesiones cristianas para lograr una unidad real. A nivel local, esto es más fácil que a nivel global.
En mi nueva provincia (Uganda, Sudán del Sur y Kenia) también hay una gran labor ecuménica. Además, existe otro reto fundamental: ser voz de denuncia, ser voz profética. Como cristianos, estamos llamados a ser voz para quienes no la tienen. La mayoría de la población en algunos países africanos no tiene oportunidad de participar en procesos democráticos, y muchos son analfabetos. ¡No tienen voz!
Es cierto que hoy se dice mucho que «deben hablar por sí mismos», y es lo deseable. Pero la realidad es que a menudo carecen de canales, medios o formación para hacerlo. Por eso, un gran reto para la Iglesia es no tener miedo a denunciar. ¿Cómo ser una Iglesia que no teme denunciar? Hay muchos crímenes que quedan silenciados porque quienes deberían denunciarlos no pueden hacerlo. La Iglesia sí puede, y debe hacerlo aún más.
¿Qué puede aprender la Iglesia catalana de las iglesias que caminan en África?
Una de las grandes diferencias que he visto es el papel de los laicos. En muchas comunidades cristianas africanas, no hay posibilidad de celebrar los sacramentos con regularidad porque faltan curas. He conocido comunidades en Sudán del Sur, aisladas por las guerras, que han sido décadas sin ver a un sacerdote, pero han podido mantener viva la fe, que han podido acompañar a jóvenes y niños, gracias a los catequistas.
El papel de los catequistas es fundamental. En Zambia, por ejemplo, vi la gran capacidad de liderazgo cristiano de los laicos. Trabajando con jóvenes, campesinos y familias, me di cuenta de su iniciativa y compromiso. El protagonismo del laicado es fundamental en África. Esto es un aspecto que puede potenciarse más en Cataluña y España, donde el laicado tiene un papel activo, pero no con la misma intensidad que he visto en África.

¿Qué aportan los misioneros a los territorios y comunidades donde realizan su labor?
Creo que aportamos el sentido de Iglesia universal, y esto hace muy bien, sobre todo en los pueblos más aislados. Sin ese intercambio con personas que vienen de fuera, es difícil percibir la dimensión universal de la Iglesia. Los misioneros hacemos visible esta comunión, esa Iglesia que va más allá de tus fronteras, de tu talante. Ésta es la comunión con la Iglesia que queremos ser. Una iglesia que peregrina, que se pone en camino. Somos la Iglesia en salida, la Iglesia que quiere ir más allá de la capilla o parroquia. Además, desde estos pueblos a menudo nacen vocaciones misioneras.
Evidentemente, los misioneros también aportamos otras muchas cosas: somos el rostro de la caridad, porque la Iglesia es, sobre todo, caridad hacia los más pobres y vulnerables. Y esto impacta profundamente a las comunidades donde estamos. Nos preguntan: “¿Por qué estás aquí? ¿Por qué no nos vamos cuando empiezan las guerras? ¿Por qué huimos con ellos?” Esto les toca profundamente. Somos la Iglesia de los más pobres, la Iglesia que es madre, la Iglesia de la caridad.
¿Qué le diría a un joven que lea esta entrevista y sienta la inquietud de hacer misión en África, pero tenga incertidumbre o miedo?
Le diría: “¡Ven!” Siempre que veo a uno oa una joven le digo que venga. Las comunidades misioneras estamos muy preparadas para acoger, y si alguien quiere realizar una prueba, que la haga. Dios nos acepta tal y como somos. Si usted desea venir sólo tres meses, que venga. Lo importante es hacerlo con una actitud abierta, dispuesto a superar miedos y límites, pero sobre todo a recibir mucho. Porque Dios acompaña a cada uno en su camino.
Yo misma, al principio de mi vocación, en 1997 en París, oí unas palabras que me marcaron: “Ven y lo verás”. Ésta es la aventura misionera. Ven y verás. Nunca se acaba. Tenemos hermanas mayores de 80 años que todavía salen a nuevas misiones. Es una aventura que no tiene fin. Así que, si alguien lo siente en su interior, le diría: ¡Ven!

Gracias hermano!
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