
Nazaret es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde
se inicia el conocimiento de su Evangelio.
Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y
misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los
hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida.
Aquí se nos revela el método que nos hará descubrir quién es Cristo. Aquí
comprendemos la importancia que tiene el ambiente que rodeó su vida durante su
estancia entre nosotros, y lo necesario que es el conocimiento de los lugares, los tiempos,
las costumbres, el lenguaje, las prácticas religiosas, en una palabra, de todo aquello de lo
que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Aquí todo habla, todo tiene un sentido.
Aquí, en esta escuela, comprendemos la necesidad de una disciplina espiritual si
queremos seguir las enseñanzas del Evangelio y ser discípulos de Cristo.
¡Cómo quisiéramos ser otra vez niños y volver a esta humilde pero sublime escuela de
Nazaret! ¡Cómo quisiéramos volver a empezar, junto a María, nuestra iniciación a la
verdadera ciencia de la vida y a la más alta sabiduría de la verdad divina!
Pero estamos aquí como peregrinos y debemos renunciar al deseo de continuar en esta
casa el estudio, nunca terminado, del conocimiento del Evangelio. Mas no partiremos de
aquí sin recoger rápida, casi furtivamente, algunas enseñanzas de la lección de Nazaret.
Su primera lección es el silencio. Cómo desearíamos que se renovara y fortaleciera en
nosotros el amor al silencio, este admirable e indispensable hábito del espíritu, tan
necesario para nosotros, que estamos aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas
voces de nuestra ruidosa y en extremo agitada vida moderna. Silencio de Nazaret
enséñanos el recogimiento y la interioridad, enséñanos a estar siempre dispuestos a
escuchar las buenas inspiraciones y la doctrina de los verdaderos maestros. Enséñanos la
necesidad y el valor de una conveniente formación del estudio, de la meditación, de una
vida interior intensa de la oración personal que sólo Dios ve.
Se nos ofrece además una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe el
significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter
sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e
incomparable que es su función en el plano social.
Finalmente, aquí aprendemos también la lección del trabajo. Nazaret, la casa del hijo
del artesano: cómo deseamos comprender más en este lugar la austera pero redentora ley
del trabajo humano y exaltarla debidamente; restablecer la conciencia de su dignidad, de
manera que fuera a todos patente; recordar aquí, bajo este techo que el trabajo no puede
ser un fin en sí mismo, y que su dignidad y la libertad para ejercerlo no provienen tan sólo
de sus motivos económicos, sino también de aquellos otros valores que lo encauzan hacia
un fin más noble.
Queremos finalmente saludar desde aquí a todos los trabajadores del mundo y
señalarles al gran modelo, al hermano divino, al defensor de todas sus causas justas, es
decir: a Cristo, nuestro Señor.
De las alocuciones del papa Pablo sexto
(Alocución en Nazaret, 5 de enero de 1964)
