
Cuando el alma y sus potencias han alcanzado un grado tan perfecto de pureza, que
su voluntad, tanto en su parte inferior como en su parte superior, está plenamente
libre del deseo y de la búsqueda de todo lo que no sea Dios ,cuando ella le ha dado su
consentimiento con el sacrificio más absoluto; entonces la voluntad de Dios y la del alma
forman, por su consentimiento libre y espontáneo, un único y mismo querer, Dios le da la gracia
de apoderarse de ella por esta conformidad de voluntad y de elevarse así hasta los desposorios
espirituales.
En este estado, el alma es la prometida espiritual del Verbo divino, y el Verbo le concede
grandes y preciosas gracias. Le hace frecuentes visitas con un inefable amor entorno a las cuales
ella se ve colmada de favores inmensos y de inexplicables delicias, pero que a pesar de todo, no
pueden compararse con los privilegios reservados al matrimonio espiritual.
Es verdad que todas estas maravillas de gracias se dan en un alma perfectamente
despojada de toda afección a las criaturas, puesto que los desposorios espirituales no pueden
celebrarse antes de que ese despojamiento no sea completo; pero no es menos verdadero que, para
llegar a la unión perfecta y al matrimonio divino, el alma necesita ir preparada mediante unas
disposiciones especiales. Esto es lo que Dios hace a través de sus visitas y de dones incluso más
excelentes, que prodiga durante un tiempo en el que la duración se mide por sus disposiciones
para purificarla cada vez más, para embellecerla y espiritualizarla, a fin de que esté
convenientemente preparada a este favor insigne de la unión divina.
C. de Foucauld
