«No concibo una Cuba sin Dios»

Vida Cristiana

Vida Cristiana presenta este jueves y viernes una entrevista en dos partes que concediera el sacerdote camagüeyano Alberto Reyes Pías. Más de una hora de material, editado originalmente como parte de un reportaje para el canal católico EWTN Noticias, y que ofrecemos hoy en su versión escrita extendida. En la edición impresa de nuestra publicación, con razón al formato reducido de la misma, pueden disfrutar de una entrevista de estilo indirecto y más breve. La que leemos a continuación, en cambio, posee mayor apego a la grabación. 👇🏽👇🏽👇🏽

𝐏. 𝐀𝐋𝐁𝐄𝐑𝐓𝐎 𝐑𝐄𝐘𝐄𝐒: «𝐍𝐎 𝐂𝐎𝐍𝐂𝐈𝐁𝐎 𝐔𝐍𝐀 𝐂𝐔𝐁𝐀 𝐒𝐈𝐍 𝐃𝐈𝐎𝐒»

✍🏽 𝐑𝐚𝐜𝐡𝐞𝐥 𝐒. 𝐃𝐢𝐞𝐳

📸 𝐕í𝐜𝐭𝐨𝐫 𝐌. 𝐌𝐞𝐧é𝐧𝐝𝐞𝐳

Es párroco de un pequeño pueblo que sufre largas temporadas de apagones. Tiene voz pausada, pero firme, que adquiere un tono especial cuando habla de dos temas: Cuba y Dios. Da igual si escribe una columna, realiza una predicación o toca una campana, el padre Alberto Reyes ha adquirido un compromiso con la justicia, la libertad, la verdad, que cada cierto tiempo lo ubican en el centro de la tormenta, y que hace que muchos recemos por él.

Dice que no es un hombre valiente, y le creo. Aunque me parece que en su persona se sintetizan siglos de coraje y coherencia que tantos han olvidado. Afortunadamente, cada cierto tiempo Dios conspira para poner en esta Isla algún servidor que, como los antiguos profetas, no se hiere la lengua al proclamar la llegada de un cambio esperanzador.

De él conocemos el pensamiento lúcido y la preocupación por los pobres. Que realizó estudios de Teología en Roma y Psicología en Madrid, para luego convertirse en cura rural en las localidades de Guáimaro, Maisí (región más oriental de Cuba) y Esmeralda.

Es hijo de un matrimonio muy ligado a la Iglesia. Al punto que su padre alguna vez valoró el sacerdocio; en tanto su madre tenía todo listo para irse con la Compañía de María, cuando llegó la Revolución, dejando a las religiosas sin colegios ni vínculo con sus vocaciones en el país. Causalidades o «diosidencias», las cuales nos ofrecieron a un sacerdote inspirador que posee dos máximas de vida: «Dios provee» y «la gente es buena».

― ¿𝐋𝐚 𝐯𝐨𝐜𝐚𝐜𝐢ó𝐧 𝐞𝐬𝐭𝐮𝐯𝐨 𝐜𝐥𝐚𝐫𝐚 𝐝𝐞𝐬𝐝𝐞 𝐭𝐞𝐦𝐩𝐫𝐚𝐧𝐨, 𝐨 𝐦á𝐬 𝐛𝐢𝐞𝐧 𝐚𝐩𝐚𝐫𝐞𝐜𝐢ó 𝐭𝐚𝐫𝐝í𝐚𝐦𝐞𝐧𝐭𝐞?

Crecí en la Iglesia, pero nunca valoré ser cura. Recuerdo que cuando tenía dieciséis años, escuché decir a un sacerdote (hoy Mons. Wilfredo Pino, arzobispo de Camagüey) que todo joven cristiano debía preguntarse, alguna vez, si Dios lo llamaba a consagrase. Entonces la respuesta para mí era clara. Quería ser médico. Específicamente médico cirujano cardiovascular. Tenía una novia y aspiraba a mínimo cuatro hijos. Una vida organizada.

Hasta que cumplí 18 años. En aquella época dos jesuitas fueron por toda Cuba exhibiendo la película «Hermano Sol, Hermana Luna» de Zefferelli, basada en la vida de San Francisco de Asís. Cuando terminó la película, me quedé con una sensación de miedo, angustia, susto. Algo muy raro e inquietante. Luego vino mi proceso de rebeldía contra Dios.

Sentía que la medicina me gustaba, pero algo faltaba. En el verano del segundo año de la carrera, participé en el equipo organizador de un encuentro diocesano de jóvenes que hacían todos los años en Camagüey. Al final de la misa recordaron: «todo joven cristiano debe preguntarse si Dios lo llama a consagrase». A ese momento lo llamo el relámpago, porque allí apareció una certeza brutal: es el ministerio, es el sacerdocio. Hacia el final del tercer año ya no había dudas de lo que Dios quería.

― 𝐔𝐧𝐚 𝐜𝐞𝐫𝐭𝐞𝐳𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐫𝐞𝐪𝐮𝐢𝐞𝐫𝐞 𝐦𝐮𝐜𝐡𝐨 𝐯𝐚𝐥𝐨𝐫. ¿𝐄𝐬 𝐀𝐥𝐛𝐞𝐫𝐭𝐨 𝐮𝐧 𝐡𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞 𝐯𝐚𝐥𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞?

A mí hay gente que me dice que soy muy valiente. Eso no es verdad. Soy una persona miedosa. Solo que he aprendido a huir hacia delante. He aprendido a que no me secuestre el miedo.

Unos días antes de entrar al seminario, por ejemplo, entré en pánico. Pero lo que determiné, conseguí llevarlo adelante. Y recuerdo con mucho amor los años de seminario en Santiago de Cuba.

―𝐄𝐬𝐜𝐮𝐜𝐡é 𝐪𝐮𝐞 𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐡𝐚𝐜í𝐚𝐬 𝐞𝐥 𝐬𝐞𝐦𝐢𝐧𝐚𝐫𝐢𝐨, 𝐨𝐛𝐭𝐮𝐯𝐢𝐬𝐭𝐞 𝐮𝐧𝐚 𝐛𝐞𝐜𝐚. 𝐘 𝐚𝐪𝐮í 𝐞𝐬𝐭á𝐬. 𝐏𝐚𝐫𝐚 𝐧𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚 𝐟𝐨𝐫𝐭𝐮𝐧𝐚, 𝐬𝐢𝐞𝐦𝐩𝐫𝐞 𝐫𝐞𝐠𝐫𝐞𝐬𝐚𝐬.

Estando en el seminario recibí una beca para estudiar teología en Roma. Allí no conocía a nadie, ni hablaba italiano. Tuve que arrasar con mis propios complejos de inferioridad. Pero no, nunca valoré quedarme. Ni siquiera cuando tuve la posibilidad de pasar el verano en Madrid. Dos días antes de irme de Europa, me invitaron a un campamento donde iban adolescentes de barrios marginales de Madrid. Escuché tanto dolor en esos muchachos. Tantas historias de maltrato, de abandono, de indefensión. Tenían apenas 12, 13 y 14 años. Escuchándolos ocurrió el milagro. Brotó un sí definitivo. Y van veintisiete años de sacerdocio. Mi ordenación sacerdotal fue una mezcla de indignidad ―yo me sentía muy poca cosa― y a la vez un abrazo gigantesco de mi Dios.

―𝐇𝐚𝐛𝐥𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐌𝐚𝐢𝐬í 𝐬𝐢𝐞𝐦𝐩𝐫𝐞 𝐞𝐧 𝐭𝐮𝐬 𝐞𝐧𝐭𝐫𝐞𝐯𝐢𝐬𝐭𝐚𝐬. 𝐒𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐟𝐮𝐞 𝐮𝐧 𝐥𝐮𝐠𝐚𝐫 𝐞𝐬𝐩𝐞𝐜𝐢𝐚𝐥, 𝐝𝐞 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐮𝐛𝐫𝐢𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨𝐬.

Imagina que al mes de estar allí como sacerdote, pasó el huracán Matthew y arrasó la parroquia. Fue impactante la belleza geográfica del lugar, pero también la pobreza. En Maisí vi niños durmiendo en cartones, cosa que no había visto nunca antes.

La gente a veces me pregunta por qué yo digo las cosas que digo, por qué critico tanto. Pero es que cuando veo la televisión, y me venden ese mundo ideal donde todos los niños en Cuba son felices, y luego presencio en Maisí a niños que no quieren ir a la escuela porque tienen que levantarse de madrugada, caminar hasta cinco kilómetros, sin comida… (respira fuerte) No puedo.

En Maisí la gente es muy entregada. Caminan largas distancias para ir a misa. No tienen vergüenza a hablar de Dios. A nombrarlo. Allí tuve diecisiete comunidades. Pero cuando más estaba sintiendo que era mi sitio, recibí una llamada de mi obispo, que me encargaba regresar y ser formador en el seminario de Camagüey.

―𝐇𝐨𝐲 𝐞𝐬𝐭á𝐬 𝐝𝐞𝐬𝐭𝐢𝐧𝐚𝐝𝐨 𝐚 𝐄𝐬𝐦𝐞𝐫𝐚𝐥𝐝𝐚. ¿𝐂ó𝐦𝐨 𝐥𝐨 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐫𝐢𝐛𝐢𝐫í𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐪𝐮𝐢𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐧𝐨 𝐥𝐨 𝐜𝐨𝐧𝐨𝐜𝐞𝐧?

Esmeralda es un pueblo de gente sencilla, pero con una tradición de haber sido floreciente, comercialmente hablando, antes de la Revolución. Hay mucha migración, por la cercanía a los cayos. Es zona rural, de catorce comunidades alejadas entre sí. A veces por más de cincuenta kilómetros.

―𝐘 𝐥𝐚 𝐂𝐮𝐛𝐚 𝐝𝐞 𝐡𝐨𝐲, ¿𝐜ó𝐦𝐨 𝐞𝐬?

Es una Cuba que pasa hambre. De lugares donde no hay médicos. La Cuba paradisíaca de la televisión y de la propaganda internacional, eso no existe. Y lo que más me duele de esta Cuba es la desesperanza. Es decir, la gente siente que no puede hacer nada. Siente mucho miedo. También porque las veces que este pueblo se ha levantado, ha sido callado a golpes y cárcel.

En el 59 el pueblo cubano apoyó, porque tenía una esperanza, y porque fue engañado. Creo que hay que decirlo claramente: fuimos engañados. Se instauró una cárcel que dura hasta hoy. Por eso lo que pasó el 15 de noviembre, que el país amaneció militarizado.

Si tan seguro estás que este pueblo te ama, ¿por qué no lo dejas expresarse públicamente? ¡Déjennos ser un pueblo libre! ¡Déjennos ser un pueblo próspero! Porque no hay derecho a mantener a este pueblo en la miseria y en la falta de horizontes en que está.

―¿𝐐𝐮é 𝐞𝐬 𝐮𝐧 𝐚𝐜𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐫𝐞𝐩𝐮𝐝𝐢𝐨?

Es lo más bajo a lo que se puede llevar a una sociedad. Convocar a un grupo de personas para que vayan frente a tu casa y te griten o te ofendan. En algunos casos te tiren piedras, palos. En los 80 tiraban huevos, ahora no, porque no los hay ni para comer. Es un acto popular de odio. Con lo triste de que, personas que están allí, al poco tiempo emigran. Con lo triste de que las mismas personas que te están haciendo un acto de repudio, después, cuando necesitan medicamentos, vienen a pedírtelos. O cuando su abuelita necesita de un pampers, vienen a solicitarlo. 

El momento en que el Señor dice, «perdónalos, porque no saben lo que hacen», yo creo que eso se sigue cumpliendo. Me da tristeza, eso sí. Porque es triste ver gente que, en lugar de defender su libertad, está haciéndole el juego al opresor. 

―¿𝐀𝐦𝐞𝐧𝐚𝐳𝐚𝐬?

Ha habido muchas. A veces menos. Pero es que yo estoy haciendo lo que siento que debo hacer. Recuerdo el día en que llamé a mis padres y se los dije directamente: me cansé. Me cansé de no decir lo que pienso, de guardar las formas, de cuidarme. También sé que todo tiene un precio. Hablar, decir la verdad, tiene un precio. Callarse y hacer el juego, tiene otro. Para mí el precio mayor de callarse, es no existir. Esta vida no se trata de si hay ―o no― precios. La vida se trata de qué precio yo quiero pagar. 

―¿𝐐𝐮é 𝐞𝐬 «𝐇𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐝𝐨 𝐩𝐞𝐧𝐬𝐚𝐧𝐝𝐨»

Mi manera de expresar que hay que decir la verdad. Sin ofender a nadie. De hecho, soy muy respetuoso con mis escritos. No me meto con nadie. No juzgo a nadie. Pero tal como veo la verdad, la digo. 

―𝐄𝐧 𝐂𝐮𝐛𝐚, ¿𝐡𝐚𝐲 𝐥𝐢𝐛𝐞𝐫𝐭𝐚𝐝 𝐫𝐞𝐥𝐢𝐠𝐢𝐨𝐬𝐚?

Hay libertad de culto. Es decir, los templos están abiertos, se puede dar misa, asistir a catequesis, impartir catecumenado, administrar los sacramentos… Hay libertad de culto, sí. Pero la libertad religiosa va más allá de eso. Porque para empezar, existe una oficina de Asuntos Religiosos que monitorea la Iglesia, y de la cual dependen muchos permisos que necesita la Iglesia para poder trabajar. Así que de entrada tenemos una oficina que nos fiscaliza, nos controla, que intenta silenciarnos. Porque uno de los mecanismos de esa oficina es, por ejemplo, intentar silenciar nuestras voces a través de los obispos. Es decir, a nosotros no nos tocan. A nosotros no nos dirigen la palabra. Incluso cuando los propios obispos les han dicho «hablen con ellos», la respuesta es «no tenemos nada que hablar con ellos». Pero continuamente van al obispo: «mire lo que el padre dijo, mire lo que el padre escribió». A mi propio obispo le han llegado a decir, «¿y el voto de obediencia? ¿ya no funciona?» Claro, eso significa no tener ni idea de lo que es el voto de obediencia. Pero continuamente intentan contraponernos con nuestros obispos. 

Además, todo lo que se tenga que hacer extramuros, necesita un permiso. Las procesiones, por ejemplo. Muchas veces nos determinan la hora en que tiene que ser la procesión, monitorean el recorrido, y cuando dicen «no hay procesión», ni siquiera argumentan las razones. Por otra parte, no se puede construir un templo. Los permisos de reconstrucción de los templos que ya existen, son todo un proceso grandísimo. Y muchas veces, por cualquier tontería, te dicen que no. 

Por supuesto, tampoco hay acceso a los medios de comunicación social. No hay acceso al sistema de educación, ni al sistema de salud. Hablamos de que se necesita mantener un cierto nivel de propaganda. Entonces, por ejemplo, se permite importar equipos que podamos necesitar, pero muchas veces, si deseas importar un contenedor de medicamentos, encuentras una negativa. Hablamos de medicamentos vitales en un país donde no hay medicamentos. Hay muchísima gente dispuesta a mandar todos los medicamentos que hagan falta, y a financiarlos. Pero eso no. ¿Por qué? Porque tenemos que mantener el teatro de que Cuba es una potencia médica, de que en Cuba la salud no es problema, que todo el mundo tiene la salud resuelta. Entonces, con tal de mantener una mentira teatral, que la gente se muera. Eso es cruel. 

Es muy triste porque a veces a los familiares de los presos se les dice, «si hablas, si te quejas, si denuncias, va a ser peor». Yo creo que el miedo se rompe cuando uno se planta. Este pueblo sigue estando como está, porque nos seguimos dejando secuestrar por el miedo. El 11 de julio fue un plantarse. Claro, la represión fue brutal, y hay mucha gente presa todavía. Pero es que la miseria ya la tenemos. La precariedad, ya la tenemos. La falta de horizontes, ya la tenemos. Esta enorme cárcel, que siempre digo que es una cárcel donde, si te portas mal, te meten en una más chiquita; esta cárcel con barrotes de agua, ya la tenemos, la gente que sigue arriesgándose, muriendo en el mar y en la selva, ya la tenemos. ¿Hasta cuándo? 

―¿𝐃ó𝐧𝐝𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐞𝐧𝐳ó 𝐭𝐨𝐝𝐨 𝐞𝐬𝐭𝐞 𝐝𝐞𝐬𝐚𝐬𝐭𝐫𝐞?

Cuando este pueblo le dio la espalda a Dios. El mayor error fue que pretendimos construir un paraíso dándole la espalda a Dios. Nosotros huimos de Dios, y todo ha huido de nosotros: la paz, la prosperidad… Una Cuba nueva, sin Dios, sería pasar de una dictadura a otra dictadura, que no sé si sería peor. 

―¿𝐂𝐮á𝐥 𝐬𝐞𝐫í𝐚 𝐞𝐥 𝐦𝐚𝐲𝐨𝐫 𝐫𝐞𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐈𝐠𝐥𝐞𝐬𝐢𝐚 𝐞𝐧 𝐞𝐬𝐭𝐨𝐬 𝐦𝐨𝐦𝐞𝐧𝐭𝐨𝐬?

La evangelización. Cambiar el corazón de la persona. Porque cuando uno cambia el corazón, no solo ve la realidad de modo distinto, sino que también ve al otro como su hermano. Más allá de ese reto, la Iglesia tiene un compromiso con la verdad ―que la tiene que proclamar a tiempo y a destiempo―, con la libertad y con la caridad. 

―¿𝐂ó𝐦𝐨 𝐞𝐬 𝐞𝐥 𝐩𝐚í𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐮𝐞ñ𝐚 𝐞𝐥 𝐩𝐚𝐝𝐫𝐞 𝐀𝐥𝐛𝐞𝐫𝐭𝐨?

Yo sueño un país abierto a Dios. Próspero, porque tenemos la potencialidad y la capacidad para tener un país muy próspero. Pero quisiera una prosperidad generosa. También quisiera una Cuba con memoria, pues la memoria de los pueblos suele ser corta. Que recuerde mucho todo lo que ha sucedido, y se convierta en defensora fiel de la verdad, la justicia y la libertad. Recordar que en muchas oportunidades nos hemos sentido solos, como si al mundo no le importara lo que sucede con nosotros. Y hemos vivido con dolor que naciones ricas y prósperas han apoyado este sistema, como si el pueblo no estuviera sufriendo. 

―¿𝐘 𝐥𝐚 𝐈𝐠𝐥𝐞𝐬𝐢𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐮𝐞ñ𝐚?

Quiero una Iglesia que siga siendo muy cercana al pueblo. Que a la gente no le de miedo llegar y hablar con el cura o con un obispo. Una Iglesia cercana. Si me pides una palabra para definirla, te diría Betanía. El sitio donde Jesús se sentía bien. Que la Iglesia sea el lugar donde todos se sientan en casa.

Un comentario en “«No concibo una Cuba sin Dios»

  1. Gracias hno. Que valiente es el Padresito, Cubano. Ojala puedan pensar asi gran parte del pueblo, tengan una conciencia critica y puedan dar, un gran planton ,para los gobernantes escuchen al Pueblo y a Dios.

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