
ANTOINE CHATELARD
El 22 de julio 1905 Carlos de Foucauld anotaba en su
cuaderno un nuevo proyecto de vida. Justo antes de establecerse
en una pequeña aldea del Ahaggar, que él no conocía aún y donde
acabará su recorrido terrestre.
Entre otras cosas podemos leer: “Nada de clausura – como
Jesús en Nazaret”.1 Esta indicación es sorprendente cuando se
sabe la importancia que él daba a este signo material de la
clausura. Ya sea un muro real, como en la Trapa o una línea de
piedras a ras del suelo, como en Beni Abbès. Estas piedras eran
para él el signo visible de la separación y del alejamiento de los
asuntos del mundo.
Antes, cuando vivía en Jerusalén cerca del convento de las
Clarisas, lo argumentaba en una carta del 22 de enero 1899 al
abbé Huvelin en la que le pedía permiso para hacer un voto
especial de clausura que le impidiera salir y por tanto responder a
las invitaciones externas y a los diferentes servicios que le pedían.
Antes de dejar Beni Abbès el 24 de noviembre 1903, escribía a su
obispo: “¡Si supierais como me encuentro como pez fuera del
agua, en el momento que dejo la clausura!… no estoy hecho para
salir de ella”.2
Y tres meses antes de tachar la clausura de su programa,
escribía aún a su prima, el 11 de abril de 1905: “En cuanto a
cambiar de lugar, a salir de la clausura, por razón de salud, es algo
que nunca han hecho los buenos monjes: la clausura, es el
elemento, la patria, a la espera del cielo…”
De todas formas salió, por deber, para el servicio de Dios, aún
sintiéndolo. ¿Cómo explicar este cambio, en un tiempo tan corto?
En primer lugar hay que reconocer que él confunde la
clausura y la estabilidad, como en la carta en la que pedía hacer el
voto de clausura: “[…] nunca tendré ni soledad, ni lugar fijo […]”.3
Este voto debía inmovilizarlo y darle “estabilidad”, impidiéndole
responder a las llamadas de las Clarisas u otras. Él no se sentía
llamado a una vida de viajes entre Nazaret y Jerusalén,
respondiendo a la menor demanda de algún servicio.
De igual forma en Ghardaïa, en 1904, al final de un año entero
de viajes y desplazamientos continuos, vuelve a decir al Padre
Guérin que su vocación no es la de visitar las aldeas o las
guarniciones sino la de vivir en un punto fijo en Beni-Abbès o en el
Ahaggar, pero no viajando entre los dos.
Parece que había terminado el tiempo de su juventud. Un
período en el que, en el sur argelino, pasaba de siete a ocho
meses moviéndose sin interrupción, y todo ello con gran contento.
“Me gustaban mucho los viajes por los cuales yo siempre había
sentido una gran atracción”.4
Desde entonces, siente terror ante los viajes. ¿Es verdad
esto? Los hará por deber como todo lo que hace. Decenas de
miles de kilómetros, casi siempre a pie. Se comprende que haya
expresado a menudo el deseo de detenerse y de permanecer en
un lugar… con o sin clausura.
Este abandono de la clausura al llegar a Tamanrasset se
explica porque para él esto es solamente una situación provisional,
a la espera de tener compañeros. Aún lee su reglamento de vida
en común, incluso si está solo. Decide sin embargo “retirarse
resueltamente de todo aquello que no sea la imitación perfecta de
esta vida (la de Jesús en Nazaret)”. El Reglamento no es ya la
expresión de Nazaret y lo provisional sino que se convierte poco a
poco en lo normal.
La nueva orientación se irá confirmando a lo largo de los años
convirtiéndose en una apertura a lo imprevisible, en una gran
sumisión al momento presente ya que éste manifiesta la voluntad
de Dios mucho más que una Regla escrita en circunstancias
totalmente diferentes. Ya no se dejará encerrar en un reglamento
ni en una clausura simbólica o ideológica. Por el contrario tratará
de vivir cada vez más cerca de los habitantes de la aldea y de los
nómadas de los alrededores. En relaciones de vecindad y de
amistad. También en las relaciones de trabajo para las cosas
prácticas y sobre todo para poder estudiar la lengua.
Durante los primeros años evita ir a visitar a los tuaregs. Lo
hace por discreción y para no forzar las relaciones, pero sufre al no
recibir muchas visitas de ellos. Él los excusa: “en invierno, los
tuaregs, frioleros y mal vestidos circulan poco: así no tienen mucha
prisa en visitarme: hay que romper el hielo: eso se hará con el
tiempo… No he estado a más de cien metros de la capilla”.5
Cuando un poco más tarde (en 1907) se encuentra más al sur, en
medio de numerosos campamentos, se alegrará de los encuentros:
“vamos a ver muchos indígenas durante el mes que nos
quedaremos cerca de los que acampan en esta región, esto es lo
que deseo…”.6 No esconde su satisfacción: “Aprovecho la
presencia de muchos tuaregs para conocerlos y recoger
documentos sobre su lengua, dando gracias a Dios por esta
estancia y contactos que no había tenido antes tan cercanos”7 Y
cuando vuelve a Tamanrasset, escribe: “Mi regreso aquí ha sido
dulce, la población me ha recibido bien, mucho más
afectuosamente que osaba esperar”.8 Después de otra ausencia,
escribirá a Henri de Castries el 16 de mayo 1911: “Estos primeros
días de regreso aquí no han sido días de soledad; he sido recibido
con un afecto que me ha emocionado por los tuaregs y
continuamente tengo sus visitas… pero pronto, se producirá una
media soledad, y ya, desde que el sol se pone, es la gran calma
tan deseada. Benedicite noctes y dies Domino. Soy la única
persona en este desierto que recita el cántico Benedicite omnia
opera Domini Domino frente a estas bellas montañas. Que el
Señor se digne dar gracia a estos tuaregs, tan capacitados, para
que ellos amen y sirvan a Dios y que sus almas alaben al Señor al
igual que lo hace la creación inanimada”.
No hay duda de que desea esta apertura a los otros desde el
primer día de su llegada a Tamanrasset. En agosto de 1905, le
quedan once años que vivir en este pueblo donde él quiere “tomar
como único ejemplo la vida de Nazaret”, como anota en su
cuaderno, el 11 de agosto. Estos once años sin clausura, ¿pueden
dejar ver la originalidad del mensaje contenido bajo el nombre de
Nazaret? Es difícil usar para esto el vocabulario clásico, ya sea el
de su época o el de hoy día. Las palabras son importantes pero
son equívocas. Al hermano Carlos es imposible clasificarlo en una
categoría: monje, misionero o sacerdote diocesano. Cada una de
estas etiquetas, que él mismo utiliza en un momento u otro, o bajo
las cuales lo encerramos, exige explicaciones pues ninguna de
ellas permite completar el mensaje que se desprende de una vida
fuera de las normas habituales.
l sigue llamándose monje, “monje muerto para el mundo”,
pero la clausura no forma ya parte de su vida. Él quiere estar cada
vez más cercano a aquellos de quienes no quiere estar “separado”.
“No quiero morar lejos de un lugar habitado, sino cerca de una
aldea, “como Jesús en Nazaret”.
Tendrá que mudarse, al final de su vida, alegrándose de vivir
más cerca de las casas de sus amigos y darse cuenta de que
Jesús no vivía cerca de Nazaret. Él nunca hizo grandes
consideraciones sobre la inserción en una aldea o en un barrio,
pero la lógica del amor le hizo estar más cercano a sus amigos,
conocer mejor su propia vocación y el verdadero rostro de Aquél
que fue, en Nazaret, no un monje sino un hombre de pueblo con
un oficio, una reputación y unas relaciones.
Hasta su muerte, él se llamará a sí mismo ermitaño puesto
que está solo. Con gusto habla de sus ermitas y se sigue
haciéndolo después de él, incluso en Beni-Abbès, el único lugar al
que él había dado el nombre de fraternidad.
Según René Bazin, muchos se equivocaron con este
vocabulario. Aún más, porque viviendo solo en el Sahara (en el
desierto) no se puede imaginar sin la espiritualidad del desierto. De
ahí la representación del ermitaño atraído por la “llamada del
silencio”. Es verdad que no se puede eliminar la palabra ermitaño
de su vocabulario, pero hay que saber que no es nada adecuado a
su tipo de vida ni en Tamanrasset, ni siquiera en el Asekrem donde
él se establece no para huir de la multitud sino para estar “en un
punto céntrico” más cercano de los nómadas que él veía poco en
sus comienzos sedentarios en la aldea de Tamanrasset.
La palabra “ermitaño” es más adecuada para describir el
tiempo vivido en Nazaret y Jerusalén a la sombra de los conventos
de las Clarisas. En este período tenía en su mente el proyecto,
muy elaborado y muy idealizado, de vivir junto a una treintena de
ermitaños. En el Hoggar no desea el aislamiento sino que busca
los encuentros. Él quería tener un compañero, pero puede asumir
la soledad por la fuerza de su temperamento y por su fe en la
presencia viva de Dios. Esta soledad le parece incluso una suerte,
no para el recogimiento, sino para estar más cerca de los
habitantes: estando solo, uno es “más sencillo y más abordable”.
Esto es lo que él oyó decir desde su primera visita a esta región, el
26 de mayo 1904. “Por lo que respecta al recogimiento, es el amor
el que tiene que recogerte en mí interiormente y no el alejamiento
de mis hijos”.
¿Se identificaría mejor su vida en el Hoggar llamándola
misionera? Sin duda, él está en “país de misión”. Participa
plenamente a su manera en la misión de la Iglesia de la cual se
preocupa haciendo proyectos e informes para los misioneros. Sin
embargo, él no se considera a si mismo como un misionero,
incluso rechaza esa palabra para marcar bien su diferencia con los
Misioneros de África. Los tuaregs no conocieron nunca al monje ni
al ermitaño, ni siquiera al sacerdote; desde el primer día y hasta la
hora de su muerte, en su último grito de petición de socorro, era el
marabout. No tenía nada en común con los hechiceros y
charlatanes contemporáneos o modernos. Él es el único de su
especie, un hombre que reza, que no está casado, que cura, da
consejos, distribuye limosnas, que es bueno para todos; éste es el
retrato del buen religioso. Esta palabra evoca incluso la misma raíz
que marabout (unido a Dios) pero no separado, pues él también
está unido a los hombres y las mujeres por los lazos que intenta
crear con todos aquellos en medio de quienes vive.
Al igual que ellos, come tortas de trigo y mijo cocido así como
una especie de mezcla con dátiles, pero nada de carne (algo que
le queda del régimen monástico). Bebe café. Su régimen
alimenticio ha mejorado pero sigue siendo desequilibrado. Carlos
se sorprenderá de ser víctima del escorbuto por segunda vez a
finales del año 1914.
Escribe: “Sin hábito, como Jesús en Nazaret”. Lleva puesto
un hábito simple que le distingue de los otros franceses. Su
vestidura se parece a una túnica árabe pero con una correa. Sin
ningún signo particular: ni rosario, ni insignia, ni ese corazón bajo
una cruz (que a todos interrogaba y que no era más que un signo
inadaptado e ilegible del amor que él quería dar a todas las
criaturas de Dios). El único signo visible de su diferencia será su
comportamiento fraterno y amistoso para con todos aquellos con
los que se cruza (militares franceses, tuaregs, árabes, antiguos
esclavos negros o mulatos). Desea que al verle puedan decir: “Ved
como ama”. Es el único signo visible que permite reconocer que es
discípulo de Jesús.
Durante esos años el lugar principal lo ocupa el trabajo. Un
trabajo intelectual de casi 11 horas cada día. Se podría decir que
hacía una obra de benedictino pero lejos de los horarios
monásticos y de las ocho horas de trabajo que él atribuía a Jesús
de Nazaret.
¿Cual es el sentido humanitario de este trabajo? Se trata de
una obra científica de gran calidad (una obra de apertura a otra
cultura), pero también es una obra de fraternización ya que
permitía un acercamiento más real e íntimo a la sensibilidad de un
pueblo. Lo que él hace es fundamental ya que es un trabajo que le
permite ponerse en relación con los hombres y mujeres. En 1907
hace largas caminatas y estancias prolongadas en los
campamentos del sur. Escucha atentamente y sin descanso las
poesías que le recitan. Horas, días, meses para corregir ese
trabajo hasta conseguir la frase justa y el sentido exacto. ¡Qué
precisión y qué perfección! Nadie ha vuelto a hacer en esos
lugares nada parecido.
Deberíamos recibir el mensaje de lo que él vivió durante sus
últimos años. Queda mucho por descubrir en los detalles de su
vida y en la lectura de sus cartas para situarle en la verdad
concreta de sus relaciones con los hombres y mujeres a quienes
quiso acercarse. Si hubiese vivido en otro lugar, en un país no
musulmán, ¿habría llevado un mensaje nuevo? Si se hubiese
quedado en Beni Abbès ¿se hubiese convertido en lo que fue en
Tamanrasset? Si hubiese podido recibir algunos compañeros (en
un lugar mejor comunicado que el Hoggar) probablemente habría
creado una nueva comunidad monástica apenas diferente de la
Trapa. O habría organizado, como tan bien sabía hacerlo, la vida
de sus compañeros, sin tener en cuenta las realidades locales a
las que, al estar solo, se adaptó de una manera admirable. Solo en
medio de ellos, supo mantener su fe y su identidad, aún viviendo
cerca. Más aún, al ponerse a la escucha de los otros, y tratando de
comprenderles, se dejó transformar por las relaciones de amistad y
pudo evolucionar en sus ideas, sus proyectos y sus utopías. Él fue
el confidente de unos, el consejero de otros, el amigo de algunos.
También se convirtió en una referencia e incluso en un modelo de
convivencia y diálogo para aquellos que, a un siglo de distancia y
por todo el mundo, viven en situaciones semejantes. Él aprendió a
amar desinteresadamente a cada persona, respetando sus
diferencias y mantener la preocupación por el interés general y el
bien común. Se convirtió en un artesano de unidad entre los seres
humanos a los que todo enfrentaba.
Había llegado allí pensando que tenía que convertir a los otros
a su religión. Pero ¿cómo podía seguir pensando que esos
hombres y mujeres a los que se había unido no podrían ser
salvados porque no tenían la misma religión que él? Ellos le
habían obligado a pensar de otra forma.
Al final de su vida, sólo habla de la salvación de todo ser
humano y de la necesidad de trabajar por la salvación de los otros
tanto como por la propia. Dios desea la salvación de todos los
humanos. Ya no hay que cambiarlos de religión. Carlos mantiene
esta esperanza pero la aplaza. Lo inmediato es mantener viva su
fe, permanecer siendo él mismo, vivir una vida cristiana en la
perfección del amor amando a cada persona como Dios la ama
respetando sus convicciones. Esto parece tan superficial que se
puede leer sin ver su importancia. Él lo anota, unos meses antes
de su muerte, en las últimas meditaciones escritas, el 18 de junio
de 1916: “Amar al prójimo, es decir, a todos los humanos como a
nosotros mismos, es hacer por la salvación de los otros lo mismo
que para la nuestra, la obra de nuestra vida; amarnos los unos a
los otros como Jesús nos ha amado, es hacer de la salvación de
todas las almas, la obra de nuestra existencia”.
Desde ese momento, la obra de su vida será amar a cada uno
tal como es. El medio mejor para trabajar por la Salvación de los
otros, es amarlos como Dios les ama. Él no tiene ninguna otra
cosa que hacer. Esa es la obra de nuestra existencia. Ninguna
frase puede mostrar mejor esto que la que él había tenido la
audacia de usar desde su llegada al Sahara: “hermano, hermano
de todos, hermano universal” y que al final de su vida usará con
más humildad. No basta con suprimir la clausura sobre el papel y
en la realidad para que todo se haga simple. No basta con suprimir
la palabra ermitaño en su reglamento para convertirse en el
hermano de todos. Era necesario aprender a vivir en el mundo sin
ser del mundo, aún estando en los asuntos de este mundo del
Sahara al cual se siente especialmente enviado.
No hay que sorprenderse si aquellos que caminan tras él han
terminado por tomar el mismo camino para llevar una vida
semejante a la de todos los seres humanos en el mundo. Una vida
sin las estructuras de un marco monástico, una vida entregada sin
ningún otro signo visible que el amor fraterno hacia cada persona
encontrada.
El último año de su vida lo emplea solo para explicar que no es
un misionero como los otros, que él es una especie rara. Él se da
cuenta de su especial situación. Ni siquiera tiene referencias que
dar, su situación no es comparable con la de nadie. En realidad,
él es el primero en una misión especial y desea que haya
muchos compañeros como él.
No siempre se distingue la diferencia entre lo que él organiza en
Beni-Abbès (actividades muy semejantes a las de un misionero
que comienza) y lo que él proyecta más tarde para los Padres
Blancos. De igual forma, él propone (en 1911) a varios trapenses
que deseaban ser más misioneros un programa de vida de
monjes – misioneros que no es en absoluto el suyo en ese
momento. Tampoco se puede trasladar todo lo que escribe a los
que le escriben cartas, suponiendo que él mismo viviera así en
Tamanrasset. Es importante saber que estaba dispuesto a pasar
en Francia todo el año 1915, para lanzar su asociación, pero
esto no nos dice nada sobre su vida diaria en Tamanrasset.
1 CARLOS DE FOUCAULD, Cuadernos de Tamanrasset, 46.
2 CARLOS DE FOUCAULD, Correspondencias Saharianas, Ed. du Cerf, 237. 3 CARLOS DE FOUCAULD, Cartas al abbé Huvelin (LHA), 102).
4 ANTOINE DE CHATELARD, Charles de Foucauld “El camino hacia Tamanrasset”.
5 CARLOS DE FOUCAULD, Cartas a Marie de Bondy (LMB), 18 de marzo 1903, 148.
6 IBIDEM, 28-04-1907.
7 IBIDEM, 28-05-1907.
8 IBIDEM, 11-07-1907, 160.
