
Las fraternidades ocupan dentro de la Iglesia un lugar muy humilde y
su manera de vivir no debe ser interpretada como una crítica o una
desconsideración hacia otras formas de apostolado reconocidas por la Iglesia.
Sin embargo, el apostolado de los Hermanitos parece responder a una nueva
necesidad de evangelización del mundo, necesidad de la que es oportuno ser
conscientes.
La Humanidad tiene, más que nunca, necesidad de un alma cristiana.
Sin embargo, la eficacia del esfuerzo misional parece apagarse a causa de
nuevas condiciones de vida causadas por la confusión de las situaciones
sociales o internacionales. El desarrollo de los métodos técnicos hasta en los
terrenos sociológico, psicológico o pedagógico, incita a poner en marcha esas
mismas técnicas con miras al apostolado. Por otro lado, los hombres
experimentan una intensa necesidad de unidad, de colaboración, de
emancipación, a fin de evitar las peores catástrofes. Los cristianos se ven
conducidos, por este hecho, a insistir en el apostolado sobre los valores de
justicia, de paz y de amor fraterno. La nostalgia de la unidad impulsa a la
reconciliación a las cristiandades separadas de la Iglesia, avivando en ellas el
deseo de atenuar o de colocar en segundo plano las divergencias doctrinales.
Se abre paso una tendencia general, entre las diversas religiones o teologías, a
considerar las divergencias de fe y las verdades dogmáticas como de menor
importancia frente a la urgencia de unidad de acción a favor de la paz. El
desaliento, el escepticismo empujan a la Humanidad a buscar una salida en el
desarrollo intensivo del bienestar material. La existencia de un mundo
invisible o de un destino ultraterrestre parece despertar mucho menos interés.
Influidos por este clima ambiente, los espíritus más generosos se ponen a
buscar a Cristo a través del acontecimiento, a través de la realización de la
Historia o dentro de un servicio del hombre casi exclusivo. Tales movimientos
seducen el espíritu de los cristianos ávidos de seguir estando, ante todo, muy
presentes en el mundo. Sin embargo, estas espiritualidades en busca de
eficacia y llenas de aspiraciones generosas son difíciles de definir en términos
de verdad objetiva. A través de todo esto, el apostolado de los cristianos,
enriquecido con nuevas perspectivas y con un retorno del sentido comunitario,
corre el riesgo de una tentación permanente: la de descuidar la enseñanza y la
presencia viva de Jesús, de aquel cuyo encuentro constituye el término
obligatorio de toda vida humana, y cuyo retorno entre nosotros sigue siendo el
centro de la historia del mundo y de su transformación última. Comprendemos
mejor, dentro de un contexto semejante, la oportunidad del mensaje del
Hermano Carlos de Jesús invitándonos a un apostolado de testigos y mediante
los pobres medios evangélicos. Esta manera de afirmar la objetividad del
mundo invisible viene a insertarse, a su hora y en su humilde lugar, en el gran
conjunto de la acción apostólica de la Iglesia. Jacques Maritain escribió en
alguna parte: “Existen para la comunidad cristiana, en una época como la
nuestra, dos peligros inversos: el peligro de no buscar la santidad más que en
el desierto y el peligro de olvidar la necesidad del desierto para la santidad”.
Uno de los efectos de la vida de los Hermanitos ¿no es el de ayudar a
la comunidad cristiana a evitar ese doble peligro? No hace falta insistir sobre
las causas, demasiado conocidas dentro del contexto del mundo actual, de este
divorcio entre la vida humana y la realidad transcendente del Reino de Jesús,
que no cesa, sin embargo, de seguir trabajando dentro de la Iglesia y en el
fondo de los corazones. Las fraternidades fieles a su ideal traen dos respuestas
a esta necesidad vital, la de la eficacia de su ejemplo y la de una espiritualidad
apta para mantener una vida contemplativa en medio del mundo. Tal vez no
realizamos suficientemente la importancia vital de un testimonio semejante.
Una de las consecuencias de la vida religiosa de los Hermanitos es
justamente demostrar, realizándola, la posibilidad de llevar una oración
contemplativa auténtica, dentro de las mismas condiciones de vida que los
trabajadores manuales asalariados, que son los que sufren con más rigor las
consecuencias del progreso de la civilización técnica.
El esfuerzo hecho por cada uno de nosotros para permanecer
valerosamente fiel a su unión con Cristo, a pesar de todas las tentaciones, las
pesadeces, las fatigas que le impone la vida de una fraternidad obrera
mezclada con el mundo, repercute en el conjunto de los miembros del Cuerpo
Místico de Jesús. Con Él son todos los trabajadores prisioneros del trabajo
industrial, aminorados por un exceso de cansancio; todos los pobres
acaparados por la inquietud del alimento de cada día, todos aquellos que
disipan las fuerzas de su espíritu y de su conciencia moral en el seno de una
civilización que sólo se ocupa del placer; son todos estos quienes, junto con
los Hermanitos y a través de su oración contemplativa, vuelven a encontrar
algo de la fe en Dios y de la unión con Cristo Una fraternidad fiel a su
vocación de oración dentro de la pobreza y el trabajo puede tener una
influencia insospechada en la vida espiritual de los cristianos que se acercan a
ella o que saben de su existencia. El solo ejemplo de las fraternidades ¿no
contribuyó muchas veces a devolver a seglares, y en ocasiones hasta a
sacerdotes, el sentido de la oración de adoración o el de la presencia de Dios
en su vida?
Lo que casi siempre sorprende en la vida de una fraternidad ferviente
es que unos hombres que podrían “hacer otras cosas” puedan pasar así su
vida, sin actividades interesantes, sin un fin capaz de satisfacer realmente las
aspiraciones legítimas de un hombre normal: este renunciamiento es una señal
que permite a los hombres sospechar la existencia, en el mundo invisible, de
una realidad sobrenatural. Sin la realidad de ese mundo, una tal manera de
vivir es, en efecto, inexplicable.
Sin el ejemplo vivo de las fraternidades, muchos cristianos no habrían
creído posible llegar a una verdadera oración contemplativa dentro de las
condiciones ordinarias de la vida actual y tampoco se hubieran atrevido a
pensar que fuera para ellos una necesidad vital. Son muy numerosos los
testimonios que permiten afirmarlo. Si la enseñanza principal de la vida
religiosa de las fraternidades se apoya sobre la oración eucarística de
adoración, es preciso añadirle, además, el testimonio de pobreza y de amistad
fraternal hacia todos los hombres.
Los Hermanitos más humildemente fieles a su vocación no tienen, sin
duda, conciencia de esta acción apostólica, y es mejor que sea así. Siento
hasta como un cierto malestar al tener que subrayar de esta manera la eficacia
de la vida de una fraternidad generosa. El Padre de Foucauld expresaba todo
esto con palabras sencillas y clásicas cuando decía a los Hermanitos: “Su fin
consiste en dar gloria a Dios conformando su vida con la de Nuestro Señor
Jesús, adorando la Santa Eucaristía y santificando a los pueblos infieles por la
presencia del Santísimo Sacramento, la ofrenda del divino Sacrificio y la
práctica de las virtudes evangélicas”.
En efecto, un contemplativo debe abstenerse de intentar comprobar la
eficacia de su vida misionera; de otro modo arriesgaría destruir su fervor,
porque debe bastarle con que sea para su Dios muy amado. Por lo demás, la
difusión del mensaje de que está encargado no está necesariamente vinculado
a una presencia inmediata. ¿Cómo podría comprobar el resultado de su vida?
Los Hermanitos tienen por vocación permanecer entre los pobres, pero no se
sigue siempre que pueda comprobarse inmediatamente una influencia sobre
este mismo ambiente. Algunos deducirán que su vida no sirve para nada.
¿Para qué vivir así? Ahora bien; puede ser que la influencia bienhechora de
esta fraternidad se deje sentir más allá de los límites del barrio a otros
ambientes, entre las clases más acomodadas, los ambientes de acción católica,
por ejemplo, o hasta entre el clero, influencia tanto más profunda, tal vez,
cuanto que deriva de un testimonio silenciosamente vivido más bien que de
una predicación por medio de la palabra.
Los hermanos recordarán este aspecto de su misión cuando no
comprueben ningún resultado de su presencia. En esto mismo las
fraternidades serán fieles a su fundador: después de varios años de presencia
entre los “harratins” de Beni-Abbés, y más adelante entre los de Tamanrasset,
el Hermano Carlos hubiera podido descorazonarse al no comprobar el menor
progreso en la evangelización de esas poblaciones enteramente próximas con
las que compartía la vida, mientras que su testimonio debería negar en pocos
años a los ambientes más diversos, a una gran distancia y aun hasta las
extremidades del mundo.
El Hermano Carlos de Jesús nos trajo mucho más por medio de su
vida que mediante su enseñanza. No estuvo encargado de enseñar o de
predicar. Sus escritos mismos son menos una enseñanza que la transmisión
viva y directa del ritmo diario de su vida de intimidad con Dios. Sus escritos
no son tan sólo meditaciones, ecos de su vida íntima: son actos.
Cuando escribía que su vocación y la de sus hermanos era la de
“pregonar el Evangelio por medio de su vida”, con esto lo había dicho todo.
RENÉ VOILLAUME, Por los Caminos del Mundo,
(Madrid, 1962, 310- 316
