
Alessandro Zaccuri
En la clásica biografía de 1921 –ya disponible en el catálogo paulino– René Bazin lo evocaba como «explorador de Marruecos, ermitaño en el Sahara». Treinta años después, Paul Claudel se refería a «un oficial disipado y juerguista, de lo más vulgar» al comienzo de su poético retrato del «Vizconde de Foucauld», o Hermano Carlos, como suele llamarse en Italia al Beato Carlos de Foucauld. Definiciones impecables, ninguna de las cuales puede aislarse de las demás, especialmente en vísperas del primer centenario de la muerte -o, mejor dicho, del martirio- de este hombre que se encontró siendo todo para descubrir que no quería ser nada. Con motivo del aniversario llegan a la librería sugerentes re-proposiciones (como otra biografía de época, Carlos de Foucauld. Explorador místico de Michel Carrouges, traducción de Francesco Calvesi, Castelvecchi, 228 páginas, 17,50 euros) y útiles antologías de los escritos (la Páginas de Nararet editada por Natale Benazzi para Edizioni di Terrasanta, 154 páginas, 14,00 euros, o las meditaciones sobre los Evangelios propuestas por San Pablo con el título Dios de la Misericordia, páginas 204, euro 12,00). Y llega la esperada novela que el sacerdote-escritor español Pablo d’Ors dedicó al hermano Carlo, Olvido de sí mismo (traducción de Simone Cattaneo, Vita e Pensiero, 414 páginas, 20,00 €).
De hecho, Charles de Foucauld ya había sido protagonista de otro libro de D’Ors, El amigo del desierto, publicado el año pasado por Quodlibet en la versión de Marino Magliani. Pero se trataba, en ese caso, de un protagonismo por absentiam, dado que toda la historia giraba en torno al afán de ocultamiento y contemplación característicos del hermano Carlo, cuyo nombre, sin embargo, aparecía intermitentemente, como para convencer al lector de la estructura excéntrica y casi iniciático del libro. Aparentemente El olvido de sí mismo Adquiere una forma más convencional. Lo que D’Ors nos presenta esta vez es en realidad el diario que el hermano Carlos supuestamente escribió a petición de su padre espiritual (y verdadero padre en la fe), el abad Henri Huvelin. Precisamente por haber sido escrito por el propio Charles de Foucauld, el relato carece del final dramático, que coincide con el asesinato del religioso francés a manos de los merodeadores Senussi.
Era el 1 de diciembre de 1916, el hermano Carlo tenía 58 años y desde hacía quince años llevaba una existencia de ermitaño en el Sáhara argelino. La iglesia-fortaleza de Tamanrasset, objetivo del ataque que le costó la vida, fue diseñada y construida como una avanzada espiritual en el corazón del desierto. Antes de caer, el evangelizador tuareg había salvado la Eucaristía, que era el centro de su espiritualidad. Es una historia conocida, pero no deja de impresionar, de parecer tan extraordinaria que parece inventada por un novelista. Porque Charles de Foucauld nació noble el 15 de septiembre de 1858, pronto se encontró huérfano y rico, pasó por apático en la escuela y como bromista en el ejército, donde también demostró coraje y perfeccionó la técnica del disfraz, que vendría bien de ahí a poco, cuando –entre 1883 y 1884– realizó el largo viaje por el interior de Marruecos al que está ligada su fama de explorador. La conversión se remonta a 1886, inicialmente Carlos fue admitido en la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves, en Ardèche, pero su vocación era demasiado inquieta para ajustarse plenamente a la regla monástica.
Los años decisivos son los vividos en Nazaret, precisamente, entre 1897 y 1900. El hermano Carlo trabaja como jardinero en el convento de las Clarisas, avanzando cada vez más en la búsqueda espiritual y dibujando los contornos de lo que será después la comunidad de Little Hermanos y Hermanitas del Sagrado Corazón. Ordenado sacerdote, se instaló en Argelia en 1901, primero en el oasis de Beni Abbes y finalmente en Tamansarret, dedicándose entre otras cosas a compilar el primer y fundamental diccionario bereber-francés. Una vida que ya parece una novela, decíamos, pero que Pablo d’Ors consigue reconstruir sin insistir nunca en los elementos más llamativos, optando por centrarse más bien en la interioridad del hermano Carlo. Si su entrada en escena puede recordar la emoción del joven Rimbaud,La misa sobre el mundo toma literalmente una expresión cara al cristocentrismo cósmico de Pierre Teilhard de Chardin, para reafirmar sobre todo la continuidad espiritual de la que el hermano Carlo es testigo. Asimismo, en los epígrafes que introducen cada apartado del libro, D’Ors se mantiene fiel al estilo de fraternidad universal de su Charles de Foucauld, que no oculta haber redescubierto el Evangelio tras conocer el Corán.
En el olvido De sí mismo Aparecen, Pues, Citas de los Cuentos de un peregrino rusoy del cancionero sufí de Yunus Emre, de los maestros del budismo zen y de los poemas del místico contemporáneo Dag Hammarskjöld, de las cartas de San Pablo y del Diario de Etty Hillesum. No es una exhibición genérica de sincretismo, sino la toma de conciencia de cuánto la aventura del hermano Carlo es, en realidad, la aventura de cualquier alma en busca de Dios. De cualquier cuerpo, hay que añadir, dado que uno de los aspectos más convincentes del libro de D’Ors –autor entre otras cosas de la magnífica Biografía del Silencio publicado por Vita e Pensiero en 2014- consiste precisa en la insistencia en el vínculo inseparable entre lo material y lo inmaterial, entre lo visible y lo invisible. Empiezas a creer cuando te pones de rodillas, el hermano Carlo advierte del olvido de sí místico, y empiezas a progresar en la imitación de Cristo cuando aprendes a practicar el ayuno. No es casual, además, que entre las páginas más bellas se encuentren precisamente aquellas en las que los objetos cotidianos, iluminados por la luz sobrenatural de la Eucaristía, revelan al protagonista la vastedad silenciosa de la Revelación: «Las cosas no exigen nada de nosotros: son, son. Y así es Dios, pensé: El que es, El que es, El que se ofrece en todo y en todos». El Rimbaud de Voz no está lejos, el Teilhard de Chardin de Cristo en la Materia ya está a las puertas. allá.
