EL CAMINO DE CONVERSIÓN DE CARLOS DE FOUCAULD (1ª parte)

El camino del seguimiento de Jesús, el Resucitado, es un proceso, que implica, en primer lugar, una búsqueda apasionada de la verdad, que origina un cambio radical de vida, que no cesa a lo largo de toda nuestra existencia y que tiene momentos álgidos de conversión, hasta que el Espíritu de Jesús Resucitado se adueña de todo nuestro ser. En el converso Carlos de Foucauld vamos a señalar dos conversiones, que corresponden al principal mandamiento de Jesús: Una en relación al amor de Dios y otra en relación al amor a los hermanos, pero en realidad constituyen una grande y única conversión en la búsqueda del Rostro de Cristo y del camino junto a Él. La primera conversión fundamental, fue el camino interior hacia el cristianismo, hacia el “sí” de la fe, que se produjo el 29 o el 30 de octubre de 1886. La segunda y la más definitiva, después de un seguimiento radical de Jesús de Nazaret, ocurrirá en diciembre de 1914 cuando caerá gravemente enfermo y será asistido y alimentado por sus amigos vecinos, los pobres tuareg. Vayamos por partes.


Carlos de Foucauld nace en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858 en el seno de una familia rica y cristiana. Desde los seis años conoce el que es ser huérfano de padre y madre. Como consecuencia de esto ha de ir a vivir con su abuelo, el coronel Morlet, que lo quiere con ternura. De él recibirá los dones de la simpatía y de la generosidad, el amor por la familia, el país y también el amor al estudio, el silencio y la naturaleza. Conoce el padecimiento de la guerra de 1870 y la invasión de su ciudad. Con su familia se refugia en Nancy, dónde prosigue sus estudios. Es allí dónde, con gran fervor realiza su primera comunión. Le sostiene la fe de su familia, sobre todo de su abuelo y su prima Maria, a quien admira mucho. El 1874 se matricula a Santa Genoveva de París, viviendo en régimen de pensionado en los Jesuitas. A finales de este año es cuando pierde la fe, a la edad de diez y seis años.           

 Como quiere ser militar entra en la escuela de Saint Cyr. Son años de despreocupación. No trabaja, trae una vida solitaria, pierde el tiempo, anda vagando, se entretiene con obras literarias y no encuentra sentido a la vida. Con gran pesar, a los diecinueve años pierde su abuelo, a quien admiraba mucho por su inteligencia y su ternura. Algo se rompe en él y su vida va a la deriva. De desesperación se abandona, se deja estar, va de fiesta en fiesta, malgastando la herencia de su abuelo. Su familia está muy triste. A pesar de todo, acaba sus estudios en la escuela de Caballería de Saumur. Tiene veinte años y hace una carrera corta en el ejército, porque a los veinticuatro años renuncia a este para ir a explorar Marruecos. Para este viaje se prepara estudiando el árabe en Argel (Argelia) y aprende todo lo que ha de utilizar para este proyecto. Se pone en contacto con el rabí Mardoqueo, que acepta guiarlo disfrazado de judío. Realiza una verdadera expedición científica, de tres mil kilómetros de recorrido, con mucho éxito, y la Sociedad de Geografía de Francia le concede la medalla de oro.

El viaje a Marruecos lo conquista. Le conmueve el acogimiento de la gente, su fe en Dios manifestada sin vergüenza y su oración. Pero interiormente no se siente satisfecho. De vuelta en París, empieza a entrar a la Iglesia dónde pasa largas horas repitiendo esta oración: «Dios mío, si existes, haz que te conozca». Su prima le aconseja ir a visitar el padre Huvelin, vicario de la parroquia de Santo Agustín, que resultará un encuentro decisivo en la vida de Foucauld, que viene de vivir un “acontecimiento sorprendente”, del que nunca habló, pero que podemos pensar que la exploración a Marruecos fuese en si un choque. Este alejamiento, por corto que fuera, le hizo salir del ambiente familiar en el que se encogía. Así, contemplándola a cierta distancia, pudo acaso descubrir ante sus ojos más claramente la fe de los suyos. Y el hecho mismo de desarraigarse por un tiempo ¿no da la impresión de que una vida nueva puede iniciarse? Todas estas influencias son sólo preparaciones y no tienen, en sí mismas, el don de dar a conocer al mismo Dios. El alma de Carlos de Foucauld, trabajada por la gracia, está simplemente más dispuesta a recibirlo, pero no tiene siquiera de Él una noción viva. Al comienzo de octubre de 1886, después de seis meses de vida de familia, admiraba, quería la virtud, pero no conocía a Dios.

Para seguir los últimos pasos de Carlos de Foucauld antes de su conversión y su conversión misma, tenemos sobre todo el propio testimonio del convertido que cuenta su vuelta a Dios en dos escritos de género muy diferente: una meditación y una carta. El primer texto, la meditación, está sacado de un retiro hecho en Nazaret, entre el 5 y el 15 de noviembre de 1897, donde cuenta su conversión y la misericordia de Dios. La carta, fechada en 14 de agosto de 1901, está escrita a Henry de Castries, un amigo, de fe vacilante, con quien Foucauld entra de nuevo en relaciones después de más de quince años de silencio y a quien cuenta cómo recuperó la fe.

Ninguno de los dos textos es un relato sistemático de conversión. Foucauld cuenta simplemente, sin artificios literarios, el encuentro que vivió una mañana de octubre de 1886, encuentro del que continúa aún viviendo. Lo que le impulsa a hablar de este encuentro es el reconocimiento de la misericordia divina para con él (Nazaret) o responder al ruego de un amigo. Así, pues, veamos en primer lugar la Meditación del 8 noviembre 189: “Al comienzo de octubre de 1886, después de seis meses de vida de familia, yo admiraba y quería la virtud, pero no os conocía. ¿Por qué invenciones, Dios de bondad, os hicisteis conocer de mí? ¿De qué rodeos os servisteis? ¿De qué suaves y fuertes medios exteriores? ¿Por qué serie de circunstancias maravillosas, en que todo se juntó para empujarme hacia vos: soledad inesperada, emociones, enfermedades de seres queridos, sentimientos ardientes del corazón, retorno a París a consecuencia de un acontecimiento sorprendente? ¿Y qué gracias interiores? Esta necesidad de soledad, de recogimiento, de piadosas lecturas, esta necesidad de ir a vuestras iglesias, yo que no creía en Vos, esta turbación del alma, esta angustia, esta búsqueda de la verdad, esta oración: “Dios mío, si existes, manifiéstate!”.

Todo esto, Dios mío, era obra vuestra, obra exclusivamente vuestra… Un alma hermosa os secundaba, pero por su silencio, por su dulzura, su bondad, su perfección. Se dejaba ver, era buena y esparcía su perfume atrayente, pero no obraba. Vos, Jesús mío, salvador mío, lo hacíais todo tanto por dentro como por fuera. Vos me habíais atraído a la virtud, por la belleza de un alma, cuya virtud me había parecido tan bella que arrebató irrevocablemente mi corazón…

Vos me atrajisteis a la verdad por la belleza de esta misma alma. Entonces me hicisteis cuatro gracias: La primera fue inspirarme este pensamiento: Puesto que esta alma es tan inteligente, la religión que cree tan firmemente no puede ser una locura, como yo pienso. La segunda fue inspirarme este otro pensamiento: Puesto que la religión no es una locura, ¿estará acaso en ella la verdad, que no. se halla en ninguna otra sobre la tierra, ni en ningún sistema filosófico? La tercera fue decirme: “Estudiemos, pues, esta religión. Tomemos un profesor de religión católica, un sacerdote instruido, veamos lo que es y si hay que creer lo que dice”. La cuarta fue la gracia incomparable de dirigirme, para mis lecciones de religión, a M. Huvelin. A1 hacerme entrar en su confesionario, uno de los últimos días de octubre, creo que entre el 27 y el 30, vos me disteis, Dios mío, todos los bienes. ¡Si hay alegría en el cielo por un pecador que se convierte, la hubo cuando me acerqué al confesionario!

¡Día bendito, día de bendición! Vos me pusisteis bajo las alas de este santo, y bajo ellas he seguido. Por su mano me habéis conducido y ello ha sido gracia sobre gracia. Yo le pedía lecciones de religión y él me hizo arrodillar y confesarme y me envió a comulgar inmediatamente”.

La Carta del 14 agosto 1901 decía así: “Mientras estaba en París, haciendo imprimir mi viaje a Marruecos, me encontré con personas muy inteligentes, muy virtuosas y muy cristianas. Entonces me dije – perdona mis expresiones, pues no hago sino repetir en voz alta mis pensamientos – que “acaso aquella religión no era absurda”. Al mismo tiempo me impulsaba una gracia interior muy fuerte: empecé a ir a la iglesia sin tener fe, y no me hallaba bien más que allí, repitiendo durante largas horas esta extraña oración: “Dios mío, si existes, haz que te conozca”. Me vino la idea de que era menester estudiar esta religión, donde acaso se encontraba la verdad de que yo desesperaba, y me dije que lo mejor era tomar lecciones de religión católica, como había tomado lecciones de árabe. Como había buscado un buen thaleb que me enseñara el árabe, busqué un sacerdote instruido que me informara sobre la religión católica…

Se me habló de un sacerdote muy distinguido, antiguo alumno de la escuela normal. Fui a verle a su confesionario, y le dije que no venía a confesarme, porque no tenía fe, pero que deseaba informarme algo sobre la religión católica…

Dios terminó la abra de mi conversión, que tan poderosamente había empezado par esta gracia interior tan fuerte que me impulsaba casi irresistiblemente a la Iglesia. El sacerdote, desconocido para mí, a quien Dios me había encaminado, que unía a una gran instrucción una virtud y una bondad más grandes aún, vino a ser mi confesor, y ha sido mi mejor amigo los quince años que han pasado desde entonces.

Apenas creí que había Dios, comprendí que no podía menos de vivir sólo por Él. Mi vocación religiosa data de la misma hora que mi fe. ¡Dios es tan grande! ¡Hay tanta diferencia entre Dios y todo lo que no es Él!”. Ya sea por “un acontecimiento sorprendente”, que no nos explica, ya por la “soledad inesperada” o por las “enfermedades de seres queridos”, en referencia a la enfermedad de María de Bondy, su prima, en todo caso, durante este mes de octubre, siente un hambre extraordinaria de Dios y una profunda necesidad de dirigirse a Él. Entra en las iglesias y, durante horas, repite incansablemente una “oración extraña”, a la vez que siente un cansancio inmenso.

Foucauld reconoce que la primera gracia de Dios, en la que ve su primera aurora de su conversión, es haberle hecho experimentar su necesidad de Él y hacerle esta extraña oración: “Si existes, haz que te conozca”. Para Carlos de Foucau1d, Dios no es ya únicamente, desde este momento, una verdad que aprender, sino una persona que encontrar, alguien que puede darse a conocer o negarse a ello. Sin embargo, esta oración no es en sí misma aún toda la conversión. La inteligencia se defiende. Quiere dar por sí misma el paso siguiente: Carlos de Foucau1d, que acaba de preguntarse si la verdad que busca no podría, en el fondo, hallarse en la religión católica, decide verificar esta hipótesis y, con este propósito, se pone a buscar un buen “profesor de religión católica”. Busca, pues, un “sacerdote instruido” que le de lecciones de religión, un thaleb, un “maestro de religión”, de la misma manera que en otro tiempo buscó un “thaleb de árabe”. ¿A quién escoger? Carlos de Foucau1d piensa primero en no tomar lecciones particulares de un sacerdote, sino seguir unas clases. Ha oído hablar de las conferencias que el padre Huve1in da en la cripta de la iglesia de San Agustín y decide seguirlas. Pero cuando, durante una comida, María de Bondy dice que el padre Huvelin, enfermo, no podrá continuar las conferencias este año, y añade que ella lo siente mucho, su primo le dice que él también pensaba seguirlas.

Veamos como ocurrieron las cosas: La mañana del 29 o del 30, Carlos de Foucauld entra en la iglesia y busca dónde se encuentra el maestro de religión católica que se ha propuesto tomar: el padre Huve1in. Lo ve, se le acerca y le dice que no quiere confesarse, sino que le pide “lecciones de religión”. Entonces, el padre Huvelin le hizo arrodillar y confesar. Seguidamente, siguiendo las indicaciones de su confesor, Foucauld va al altar de la Virgen donde recibe la comunión.

La manera de obrar del padre Huvelin nos puede sorprender: a este hombre que le dice no tener fe, le aconseja inmediata y vigorosamente que se confiese. Pero el coadjutor de San Agustín ¿estaba tan poco al corriente de la crisis de Foucauld en estos días? ¿No lo había visto pasar largas horas en un rincón de la iglesia? ¿No había leído en sus rasgos su tormento interior, que tenía sin duda que transparentarse en estos días de extrema tensión? Por otra parte, la señora de Bondy, que era su hija espiritual, ¿no le habría hablado de su primo?

Cuando se presentó al padre Huvelin, Foucauld no tenía intención de confesarse inmediatamente ni de comulgar. La vuelta a Dios en la iglesia de San Agustín fue inesperada. Es verdad que hubo una larga búsqueda que había durado largos meses, siendo la conversión el desenlace súbito que viene a irrumpir en esta larga búsqueda. Foucauld había imaginado un paciente encaminamiento intelectual en lugar de esta conclusión fulgurante. Por eso, en un plano humano, se halla como desarmado: se le coloca en una aventura que le sorprende mucho antes de lo que él había pensado, y vive esta aventura, inesperada, en el momento en que se le presenta. Luis Massignon, amigo personal de Foucauld y continuador de su obra, llega a afirmar: “Ella (la Sra. Bondy) le hizo hallar a Dios y lo orientó, para ir a la vida perfecta, hacia el sacerdote que era ya su director… » (L. MASSIGNON, La Vicomtesse Olivier de Bondy et la conversión de Charles de Foucauld, Bulletin de l’Association Charles de Foucauld, 20,103).

El orgullo de Carlos de Foucauld y su voluntad de poder se trasmutan, en adelante, en un ardor extremo de humildad, de abajamiento, de pobreza. Un texto, de Pentecostés de 1897, nos parece revelador de este gesto esencial de humildad que fue su conversión: “La fe, escribe el hermano Carlos, es incompatible con el orgullo, con la vanagloria, con el amor de la estima de los hombres. Para creer, hay que humillarse”. Y, revelándonos lo que su conversión le mostró, añade: la fe “nos muestra la perfección en la imitación de un Dios que se abate en su vida oculta; que es perseguido, calumniado, burlado, despreciado, acusado en su vida pública”. Durante toda su vida Carlos de Foucauld buscará por todos los medios posibles adorar y cumplir mejor la voluntad de Dios, humillándose.

Hay otro aspecto importante en su conversión: el encuentro íntimo en la eucaristía con el Señor Jesús, el Verbo encarnado. Ahora bien, ¿qué aspecto de Jesús contempla especialmente? El aspecto de abatimiento y pobreza. Aquel a quien recibe, aquel en cuyo sacrificio comulga, después de su confesión, es Jesús, el pobre de Belén, el desconocido de Nazaret, el despreciado del Calvario, el que quiso entregarse hasta el extremo. Carlos de Foucauld no tendrá más que un deseo: imitar a Jesús, imitarle más y más, anonadarse más y más con Él. Y en adelante Jesús es para Él el “modelo único”. Para él no habrá más que una sola y misma búsqueda, que se desenvolverá sin cesar desde el día de su conversión hasta el día de su muerte, el día último, en que escribirá: «Nuestro aniquilamiento es el medio más poderoso que tenemos para unimos a Jesús y hacer bien a las almas” (Carta a su prima la Sra. Bondy el 1 de diciembre de 1916 día de su asesinato).

“Apenas creí que había un Dios, comprendí que no tenía otro remedio que vivir sólo para Él… Todos sabemos que el primer efecto del amor es la imitación; tenía, pues, que entrar en la orden en que hallara la más exacta imitación de Jesús” (Carta a Henry de Castries, 14 agosto 1901) Comienza una búsqueda ardua y difícil para Foucauld de la voluntad de Dios. En Roma, diez años más tarde, en diciembre de 1896, escribe en una meditación: “¡He aquí siempre este quid me vis facere que, desde hace diez años que me volvisteis al redil, desde que me convertisteis y, sobre todo, desde hace ocho años, vuelve tan a menudo, tan a menudo a mis labios!”

En esta búsqueda larga y difícil, Carlos es ayudado, durante veinticuatro años, por un guía de gran valía: el padre Huvelin, que será un amigo y un padre para el joven converso. Huvelin, a pesar de ser catedrático de historia y haber hecho estudios teológicos en Roma, había pedido insistentemente, desde su ordenación, en 1867, no ser profesor, sino coadjutor. Nombrado en octubre de 1868 para la parroquia de San Eugenio, es trasladado en 1875 a la parroquia de San Agustín, después de rechazar la cátedra de historia que le ofreció el recién fundado Instituto Católico de París. Será un simple coadjutor de la parroquia San Agustín, hasta su muerte en 1910.

Pero ¿qué es lo que quiere hacer el padre Huvelin? Injertar más y más en el alma de su dirigido un amor muy sencillo y muy ardiente a Jesucristo. Y cuando Carlos de Foucauld quiera explicar lo que ha recibido de su director, hablará de este injerto paciente del amor a Jesús realizado en su alma, como le dice en una carta dirigida al padre Huvelin el 14 de junio de 1893: “El amor a Jesús que usted ha puesto en mi corazón, tanto como ha podido y con tanto cuidado”. En los primeros meses que siguen a la conversión, el papel del padre Huvelin consiste sobre todo en ayudar a Carlos de Foucauld a ver con más claridad la situación de su alma, que, después de doce años de anarquía, presenta un estado muy caótico. Pero este tiempo que siguió a la conversión significó, más que un trabajo negativo de superación de obstáculos y objeciones, un encadenamiento de gracias siempre crecientes. Un sermón del padre Huvelin pronunciado el 13 de diciembre de 1868 expresa 1o esencial de su doctrina espiritual, que marcará profundamente a Foucauld: “Dios quiere hacernos ver que la pequeñez y la humildad son la condición de la grandeza. Jesucristo no quiso otra cosa para sí mismo. El grano de trigo no fructifica si no se echa en tierra”.

A finales del año 1887 y principios de 1888, aparecen en librería las obras del vizconde de Foucauld: Itinerarios en Marruecos y Reconocimiento de Marruecos, obteniendo un éxito notable. Foucauld quiere conocer Tierra Santa, el país de Jesús. El 2 de noviembre de 1888 se dirige a Tuquet, en Bordelais, y después a Nancy, para despedirse de su familia. Les dice que desea permanecer tan sólo algunas semanas en Palestina. Y se embarca en Marsella. A mediados de diciembre llega a Jerusalén, que encuentra cubierta de nieve; se entretiene recorriendo las calles, visitando iglesias, subiendo y bajando la cuesta del monte de los olivos; pasa la navidad en Belén y realiza luego una larga excursión a caballo por Galilea, acompañado de un guía. En sus cartas pone de manifiesto el impacto que le produjo Nazaret, donde medita la frase del padre Huvelin: “Nuestro Señor vivió de tal modo el último lugar, que nadie ha podido arrebatárselo.”

El viajero regresa a París a principios de marzo de 1889. Éste será el año de las decisiones. Desde el momento mismo de su conversión había sentido una llamada a la vida religiosa. Para ver qué camino tomar realiza cuatro retiros. En Pascua está en Solesmes con los benedictinos; en la fiesta de la Trinidad está en la sede de los Trapenses; el 20 de octubre va a Nuestra Señora de las Nieves y pasa una semana entera de meditación sin llegar todavía a decidirse. Finalmente, en la segunda mitad de noviembre, en Clamart escribe a su hermana: ”Ayer he regresado de Clamart, donde, por fin, con la mayor paz y la máxima seguridad, siguiendo el consejo formal, completo y sin reservas del padre que me ha dirigido, he tomado la decisión que pienso desde hace mucho tiempo: es la de entrar en la Trapa. Ahora se trata ya de un asunto resuelto, en el que pensaba desde hace mucho tiempo. Estuve en cuatro monasterios; en los cuatro retiros se me ha dicho que Dios me llamaba y que me llamaba a la Trapa. Mi alma me impulsa hacia el mismo lugar y mi director es de la misma opinión… Se trata de algo resuelto y te lo anuncio como tal. Entraré en el monasterio de Nuestra Señora de las Nieves, donde estuve hace algún tiempo… ¿Cuando? No está decidido aún; tengo que arreglar varias cosas y, sobre todo, ir a decirte adiós. Pero, de todos modos no tardaré mucho.”

Había obtenido el consentimiento del abad de Nuestra Señora de las Nieves. Pero, en su carta de solicitud había mencionado el convento de la Trapa en Akbés, en Siria, rogando que, pasados los meses de prueba y de noviciado, se le mandase a aquella lejana casa “si tal es, como creo, la santa voluntad de nuestro Padre que está en los Cielos.” El 11 de diciembre Carlos se dirige a Dijón, donde pasa una semana junto a su hermana y el señor de Blic, antes de la inclaustración, la soledad y el silencio. Después regresa a París para el arreglo de algunos asuntos, especialmente la cesión que hace de sus bienes en favor de su hermana. Partirá pobre y el mundo no volverá a verlo.

El monasterio de la Trapa de Nuestra Señora de Las Nieves está edificado sobre las altas mesetas de las montañas del Vivarais, en una región que antiguamente dependía del Languedoc. El vizconde Carlos de Foucauld fue admitido en el noviciado de la Orden de la Trapa, convirtiéndose en el hermano Maria-Alberico. El recuerdo que ha dejado entre los hermanos de la Orden, es el de un religioso servicial para con todo el mundo, sumamente piadoso, casi excesivo en su austeridad, pero ponderado en sus juicios.

Desde un principio había pedido que lo mandaran al monasterio más pobre y lejano del Asia Menor. Esto lo hacía principalmente por dos razones: estar más cerca del país donde vivió Jesús, e ir a un país donde no se conoce y ama el Evangelio de Jesús. El 27 de junio parte de Marsella en un buque destino a Alejandreta donde llega el 10 de julio. El nuevo monasterio donde va a residir el hermano Alberico se encuentra rodeado por un círculo de montañas cubiertas de bosques de altos pinos, bajo los cuales crecen robles y arbustos. El monasterio es el más pobre que pueda imaginarse. Para vivir allí los monjes tenían que ser fuertes y valientes. Pues, prescindiendo de los posibles asaltos de bandas en busca de alimento o por razones de fanatismo, no existía la comodidad y a veces faltaba lo necesario.

Su hermana le pide noticias de su convento y de sus ocupaciones. He aquí un fragmento de la carta que el hermano Alberico le envió el 3 de julio de 1891: “Somos una veintena de trapenses, incluyendo los novicios. Como puedes ver por las fotografías, estamos instalados en campamentos de barracones bastante amplios… Podrás formarte una idea bastante aproximada de nuestra vida, leyendo Los Monjes de Occidente de Montalembert. Sin embargo, hay una diferencia; los monjes que menciona estudiaban más que nosotros, se ocupaban más que nosotros de ciertas tareas como, por ejemplo, la copia de manuscritos. Para nosotros, el trabajo mayor son las labores agrícolas; esa es la diferencia entre la Orden de San Bernardo, a la que pertenecemos, y los antiguos monjes…”

La ceremonia de la profesión religiosa del hermano María Alberico tuvo lugar el día de la Candelaria, el 2 de febrero de 1892. Fue presidida por el abad de Nuestra Señora de las Nieves, que estaba visitando el monasterio. El hermano Alberico sabía que no se había equivocado en el hecho de ser monje, pero le quedaba un largo camino por recorrer y a veces una inquietud turbaba su paz: el proyecto, que mientras vivió entre nosotros no pudo ver realizado, de reunir a su alrededor “algunas personas con las que pudiera formar un principio de congregación”, según su intuición de la “vida de Nazaret”. ¿Cuál sería la misión de ésta congregación? En una carta del 4 de octubre de 1893 se expresa así: “Llevar la misma vida de Nuestro Señor en la forma más exacta posible, viviendo exclusivamente del trabajo de las propias manos, sin aceptar ninguna donación, ni espontánea ni solicitada, y siguiendo al pie de la letra todos los consejos del Divino Maestro, sin poseer nada, dando a todo el que pida, no reclamando nada, privándose de todo lo posible…; agregar a este trabajo mucha oración…; no formar más que grupos reducidos…; diseminarse sobre todo en los lugares y países donde no es conocido y amado Nuestro Señor Jesucristo.” Así, este trapense que ha formulado sus primeros votos cree estar llamado a abandonar la Orden par seguir una inspiración personal que le lleva a desaparecer más completamente todavía que un monasterio de Siria. En Francia, en París, tiene a su director espiritual en la parroquia de San Agustín, que desconfía de lo excepcional, y a quien hará falta convencer para dar rienda suelta a este sueño. El 29 de enero de 1894 el padre Huvelin le escribe: “Sigue tus estudios de teología, por lo menos hasta llegar a diácono; aplícate en las virtudes interiores, sobretodo en la humildad; en cuanto a las virtudes exteriores, practícalas en la perfección de la obediencia a la Regla y a tus superiores…; en lo demás, veremos más adelante. Por otra parte, no has sido hecho en absoluto para dirigir a los demás.”

Mientras iba transcurriendo el tiempo, dos acontecimientos ocurrieron que tienen que ver con el monasterio trapense de Akbés. El primero fue que a principios de 1894 dejó de depender de la abadía de Nuestra Señora de las Nieves, para ser adscrita a la de Staoueli, que tenía más amplios viñedos y podía socorrer mejor al muy pobre monasterio de Siria. El segundo hecho fue la época de matanzas que el sultán de Turquía permitió u ordenó. Cuando se iba acercando el quinto aniversario de los votos simples y era el momento de pronunciar los votos perpetuos o pedir dispensa y abandonar la Orden de San Bernardo, le llegó, en una carta fechada en París el 15 de junio de 1896, el consentimiento del padre Huvelin: “Había esperado, mi querido hijo, que encontrarías en la Trapa lo que buscabas; que hallarías en ella suficiente pobreza, humildad y obediencia para poder seguir a Nuestro Señor en su camino de Nazaret… Pero veo en ti un impulso demasiado profundo hacia otro ideal y poco a poco, por la fuerza de este movimiento, te vas saliendo de este cuadro, sintiéndote fuera de lugar. Verdaderamente no veo que puedas contener este movimiento. Díselo a tus superiores de la trapa de Staoueli. Diles sencillamente tu manera de pensar…

Nada más conocer el contenido de la carta, el hermano María-Alberico somete a la consideración de su director el borrador de un reglamento para la futura comunidad de los Hermanitos de Jesús. Esperaba una aprobación, sin embargo la respuesta no fue la misma. Desde Fontainebleau, el 2 de agosto de 1896 el padre Huvelin le responde: “Tu regla es prácticamente impracticable… El Papa vaciló en aprobar la regla franciscana por encontrarla demasiado severa; ¡qué decir, entonces, de este reglamento! A decir verdad, me ha asustado. Vive en el umbral de una comunidad, en la humildad que deseas, pero por favor no redactes reglas.” Una sola autorización le concede: la de tratar de vivir, fuera de la Trapa, una vida totalmente escondida, en algún rincón de Siria o de Palestina. Pero antes tendrá que someterse a una prueba de obediencia que le someterán sus superiores. El superior general de la Orden, antes de tomar una decisión, le pide que vaya a estudiar a Roma durante dos años.

Así pues, el hermano María-Alberico va a estudiar teología a Roma y al acercarse la fecha del 2 de febrero de 1897, fecha de los votos perpetuos, el padre superior de la Orden accede a las peticiones del hermano Alberico que le pide ser lego en un convento de Oriente y lo pone bajo la dirección de su padre espiritual.

El padre Huvelín, el 24 de enero de 1897 le contesta así: “Mi querido hijo, temo que te instales en otro monasterio trapense, pues allí te visitarán los mismos pensamientos. Prefiero Cafarnaún o Nazaret, en un convento de Franciscanos; pero no en el mismo convento, sino a su sombra, para pedir únicamente allí la ayuda espiritual, viviendo en la pobreza. No pienses en reunir personas a tu alrededor y, sobre todo, en darles una regla. Vive tu vida y si vienen otras personas, vivid juntos la misma vida sin reglamentar nada. En este punto soy terminante.

Carlos de Foucauld abandona Roma en los primeros días de febrero, para ir a embarcarse a Brindisi. Los trapenses ofrecieron un pasaje para el buque al que dejaba de ser el hermano María-Alberico, conduciéndole así hasta “el convento de franciscanos”. Foucauld había pasado siete años en la Orden de la Trapa. Durante toda su vida tendrá un gran respeto y gratitud por la venerable Orden que ha dejado; incluso, más tarde, regresará al monasterio de Nuestra Señora de las Nieves en calidad de huésped y de amigo. El buque era uno de los que hacen escala en Alejandría, en Egipto, y después, camino de Constantinopla, en el puerto de Jaffa, donde descendió Carlos de Foucauld. Enseguida el peregrino puso rumbo hacia Nazaret, pasando por Belén y Jerusalén. El 5 de marzo de 1897 llegó a Nazaret como un pobre desconocido. Fue acogido por los Franciscanos ofreciéndose como sirviente a los religiosos. Al no tener eéstos necesidad de sus servicios, el capellán de las Clarisas de Nazaret intervino para encontrarle un puesto ante las clarisas, después de haber sido reconocido por un hermano franciscano encargado de la acogida, de cuando Carlos de Foucauld había visitado Nazaret.

Así pues, la abadesa fue prevenida de que un extraño peregrino acudiría al monasterio a ofrecerse como sirviente y que ese peregrino dedicado a la penitencia, deseoso de permanecer oculto, era el vizconde Foucauld. Y así ocurrió. Unos días después el peregrino solicitó hablar con la madre abadesa del monasterio. Ésta era una mujer capaz de comprender tanto lo que había de grande, como lo que había de singular en cada situación, obrando con gran tacto. Comprendió que aquel hombre era sincero y era necesario ayudarle. Le ofreció el trabajo de sacristán y encargado de los mandados al correo y otras pequeñas tareas. Le quisieron dar la habitación del jardinero, pero él optó por una choza de tablas, situada en el patio, a unos cien metros de distancia, que servía como pieza de desahogo. Le trajeron dos taburetes, dos tablas y un jergón; convirtiéndose así en ese ermitaño de Nazaret tantas veces soñado.

Ya no era un religioso, pero continuaba viviendo como un religioso. De hecho, después de recibir la dispensa de sus votos de trapense, hizo, ante su confesor en Roma, voto de castidad perpetua y de no tener para su uso personal nada más de lo que posee un pobre obrero. El propio Carlos de Foucauld se expresa así en una carta dirigida al señor de Blic el 25 de noviembre de 1897: “Gozo infinitamente de ser pobre, de vestir como un obrero, de ser sirviente, de pertenecer a esa condición humilde que fue la de Nuestro Señor Jesucristo, y todo esto, por una gracia excepcional, poderlo vivir en Nazaret.”

En Nazaret pasó el verano, otoño e invierno de 1898. La abadesa de las clarisas de Nazaret había escrito a la de Jerusalén, madre Isabel del Calvario, acerca de su abnegado sirviente, que vestía como un pobre pero hablaba y escribía como un sabio y rezaba como un santo. Madre Isabel quiso conocer a este personaje e interrogarlo, pues ella que era la fundadora de los dos monasterios, temía que la comunidad de Nazaret fuese víctima de un aventurero. Enviaron al hermano Carlos con una carta importante para las clarisas de Jerusalén. Emprendió el camino solo, a pie, como había venido y cruzó Galilea y Samaría, pensando que el Maestro había realizado tantas veces ese mismo viaje. El 24 de junio, festividad de San Juan Bautista, muy cansado, llegó a divisar las murallas; pero, como comenzaba a anochecer, se acostó en el suelo, en un campo cercano al convento. Al día siguiente fue recibido por la abadesa, cuya desconfianza no tardó en disiparse, apenas habló cinco minutos con él. Madre Isabel, una mujer venerable y espiritual estaba destinada, como veremos más adelante, a tener una influencia decisiva en la decisión que tomará Carlos de Foucauld de prepararse para el sacerdocio. En una carta enviada a su familia el 15 de octubre de 1898 el hermano Carlos les dice: “Tengo una casita adosada a la gruesa pared del cerco del monasterio… Vivo como un ermitaño, o como un obrero independiente, recibiendo cuanto pido y, cuando quiero, en un trabajo muy liviano que tienen la delicadeza de confiarme, para que pueda decirme que me gano el pan…” No tardó en regresar a Nazaret, considerándose un sirviente de los dos monasterios. Como la madre Isabel del Calvario le había expuesto el deseo de que volviera a Jerusalén, regresó allí antes de fin de año. Se le veía todos los días ir a buscar como un pobre su comida a la puerta del monasterio, y regresar sin haber dejado de leer en un libro que nunca le abandonaba; se le veía participar en la Eucaristía, realizar concienzudamente las pequeñas tareas que le eran confiadas, pasar hora y media en la capilla después del almuerzo y volver a ella por la tarde cuando había algún oficio; se sabía que dormía sobre dos tablas cubiertas con un lienzo y teniendo una piedra por almohada, como en Nazaret; que no dormía mucho más de dos horas cada noche; que practicaba una templanza extremada y la más intensa caridad. Las personas de lengua árabe e idioma francés que habían hablado con él, conservaban el recuerdo de sus ojos bondadosos y de sus modales fraternos. Y, además, estaban sorprendidos del júbilo adivinado en aquel hombre sin casa, sin parientes, sin riqueza y sin empleo.

La madre Isabel, después de haberle visto vivir así varios meses y una vez segura de la gran inteligencia y de la singular virtud de que se hallaba dotado, empezó a exhortarlo hacia el sacerdocio. Al principio el hermano Carlos rechazó la idea. Todas las hermanas del convento pedían por esta intención, Al cabo de algún tiempo, al insistir de nuevo la madre Isabel, éste le dijo que se lo propusiese ella misma a su director espiritual. Y así se hizo.

El padre Huvelin hacía mucho tiempo que opinaba que Carlos de Foucauld estaba destinado al sacerdocio y se lo dio a entender así. Finalmente, en la choza de Nazaret donde había regresado de nuevo, tomó la decisión. Su problema era cómo conciliar el sacerdocio y el eremitismo. En sus notas escribe: “Creo que mi deber es tratar de comprar el lugar probable de mi ubicación en el monte de las Bienaventuranzas… La fe en la palabra de Dios y en la Iglesia se practica lo mismo en todas partes; pero allí, en el monte de las Bienaventuranzas, en la desnudez, en el aislamiento, en medio de árabes muy hostiles, para no perder el valor tendré necesidad de una fe firme y constante en estas palabras: ‘buscar el Reino de Dios; el resto se os dará en añadidura…’ Aquí, al contrario, no carezco de nada y me hallo en seguridad. Es allí, pues, donde mi fe podrá ejercitarse mejor.”

En junio de 1900, el hermano Carlos, después de haber tomado la decisión del sacerdocio, se puso en camino, dirigiéndose a Jerusalén, a cuya ciudad llegó la víspera de la festividad del Sagrado Corazón. Quería ver a Monseñor L. Piavi, para pedirle permiso para instalarse en el monte de las Bienaventuranzas como sacerdote ermitaño y pedir aprobación del proyecto de Regla que redactó para él y para los futuros Hermanitos del Sagrado Corazón.

Al día siguiente de su llegada a Jerusalén, subió al Calvario donde asistió a Misa, dirigiéndose posteriormente al Patriarcado, con una vestimenta y estado lamentable. Monseñor Piavi le escuchó y luego, creyendo que tenía delante a uno de esos iluminados que no son raros en Oriente, le dijo que ya se lo pensaría y que podía retirarse.

El hermano Carlos consideró el fracaso como un signo de la voluntad divina, si bien Monseñor Piavi, después de tomar informes, quiso que volviera al Patriarcado, cuando Foucauld ya estaba en Nazaret de nuevo. Al mismo tiempo descubrió que lo habían engañado en la escritura de compra del terreno donde debía levantarse la capilla y choza en el monte de las Bienaventuranzas. El padre Huvelin animaba al hermano Carlos para que se preparara para el sacerdocio y pensaba que el lugar idóneo podía ser el Monasterio Trapense de Nuestra Señora de las Nieves. Como la relación epistolar es muy lenta, el hermano Carlos apresuró las cosas, previno con unas letras al padre Huvelin y abandonó Tierra Santa rumbo a Francia a principios de agosto de 1900, sin llevar más que un breviario y una canasta donde guardaba sus provisiones. Para Carlos de Foucauld los años pasados en Oriente fueron años de preparación. Le habían acostumbrado a la vida solitaria, a la disciplina sin testigos, al trabajo sin programa impuesto. Había realizado el aprendizaje que le permitiría soportar en el futuro pruebas más duras, sin desfallecimientos y con el júbilo de quien obedece a su vocación.

5. Hacia los más abandonados

Al principio el padre Huvelin no estaba contento de que el hermano Carlos regresara a Francia, pues le había enviado un telegrama pidiéndole que se quedase en Nazaret. Pero una vez volvió a ver a aquel terrible penitente, reconoció que algo interior le había conducido de nuevo a él. Pasaron veinticuatro horas juntos y el hermano Carlos tomó el camino de Nuestra Señora de las Nieves y de Roma. Llegó al monasterio como un pobre entre los pobres que esperaban en la puerta de la entrada, y no fue reconocido por el hermano portero. Después de recibir al antiguo hermano María-Alberico, el abad Martín se ocupó de conseguir que Monseñor de Viver lo aceptara entre los clérigos de su diócesis, cosa que consiguió sin dificultad. Entre el abad y el hermano Carlos quedó convenido que después de una breve estancia en Roma, regresaría al monasterio a fin de prepararse para el sacerdocio. ¿Qué iba a hacer a Roma? Antes de recibir el sacerdocio y elegir el punto de su destino definitivo, quería conversar con algunas personas que había conocido allí para tratar seguramente de la fundación de la orden de los Hermanitos de Jesús, su sueño desde hace siete años.

A principios de septiembre el hermanos Carlos está en Roma. Allí lleva una vida de ermitaño, estudiando teología. Visita a dos profesores y a un amigo suyo religioso. Llegado el momento de regresar, pide permiso al padre Huvelin para pasar por Barbirey a visitar a su hermana y a los sobrinos que no conoce. El padre Huvelin se lo concede y visita a su familia que está loca de alegría. El 29 de septiembre de 1900 el eterno viajero se encuentra ya en Nuestra Señora de las Nieves, donde permanecerá casi un año. Resumiendo este período, más tarde escribirá: “Mis retiros del diaconado y del sacerdocio me han revelado que aquella vida de Nazaret, que me parecía ser mi vocación, no debía llevarla en la Tierra Santa tan querida, sino entre las almas más enfermas, entre las ovejas más descuidadas. Ese banquete divino, del que me convertiré en ministro, no debe ser ofrecido a los parientes y a los vecinos ricos, sino a los alejados, a los ciegos, a los pobres, es decir, a las almas que carecen de sacerdotes. En mi juventud había recorrido Argelia y Marruecos. En Marruecos, grande como Francia entera, con diez millones de habitantes, no había un solo sacerdote en el interior; en el Sahara, de una extensión siete u ocho veces mayor que Francia y mucho más poblado de lo que se creía en otro tiempo, una docena de misioneros… Ningún pueblo me parecía más abandonado que estos.”1

El hermano Carlos fue ordenado sacerdote el 9 de junio por Monseñor Montéty, en presencia de Monseñor Bonnet. Después de la ordenación permaneció en el monasterio hasta que se realizaran los trámites para su marcha a África del Norte. A principios de septiembre Carlos de Foucauld se despide de sus hermanos de la trapa de Nuestra Señora de las Nieves. Unos días después cruza el mar y desemboca en África, donde es recibido por Monseñor Livinhac, obispo del Sahara, quien le da los permisos para instalarse en el sur de la provincia de Oran, cerca de Marruecos. Mientras espera el permiso del gobernador de Argelia, pasa unos días en el monasterio trapense de Staoueli, donde encuentra viejas amistades e inicia otras nuevas.

El 14 de octubre le llega la autorización favorable del gobernador general y al día siguiente lo vemos partiendo hacia Oran, primero, y hacia el sur después, pasando por Ain-Sefra, pequeña ciudad blanca edificada al pie de las dunas. Desde allí, camino de Beni-Abbes, acepta viajar a caballo el largo camino con el teniente Huot, que regresaba de su permiso. A mitad del camino se encuentra el oasis de Taghit y el fortín que protege una zona peligrosa, recorrida frecuentemente por merodeadores. Cuando los vieron llegar, salieron a su encuentro. Fue el saludo de bienvenida del Sahara. Cuatro días después, por la tarde de un día caluroso, los viajeros percibían las primeras palmeras de Beni-Abbes, oasis de muchísimas palmeras., que crecen sobre la orilla izquierda del Saoura, en tierras y arenas donde abundan los manantiales formando una larga franja espesa adosada a un acantilado que lo domina desde lo alto. El mismo Saoura no es más que el arroyo Zousfana, procedente de Figuig, que se une, a cuarenta kilómetros del oasis, con otro riachuelo más importante, el arroyo Guir, que desciende de las mesetas del gran Atlas marroquí. Como sucede con la mayor parte de los ríos saharianos, sus aguas se entierran para no ser evaporadas por el sol, cruzando los desiertos en túneles, para ir a parar misteriosamente al curso del Alto Níger.

El hermano Carlos ha elegido aquel lugar por las necesidades humanas que allí había y por la cercanía con Marruecos, la tierra que tanto quería y que esperaba poder volver algún día. Compró, en la meseta de la orilla izquierda del oasis, un terreno del barranco con palmeras donde construir la ermita de barro y su humilde residencia. La capilla se construyó en primer lugar. El decorador es el hermano Carlos, que en una tela dibuja a Cristo extendiendo los brazos para abrazar, estrechar, llamar a todas las personas y entregarse por todo el mundo. Allí es donde pasará tantas horas, de día y de noche, en adoración o meditación.

Después de la capilla y de los aposentos, se construyó una pared alrededor del patio. Luego, el hermano Carlos cercó el terreno de la Fraternidad, ya que había decidido vivir enclaustrado y no salir de los límites sin un motivo fundado e importante. Los nativos respetaron casi de inmediato la clausura del hermano Carlos. Para el cuidado del huerto contrató dos harratines, mestizos de árabes y negros, diseminadas por todos los oasis y cuya situación social era intermedia entre las personas esclavas o libres, para hacerlos hortelanos. Éstos conocían mejor los cuidados que hay que dar a las palmeras y las precauciones que deben tomarse, en un país cálido, para que las legumbres, apenas asomen las primeras hojas, no sean calcinadas por el sol.               En algunas ocasiones para saludar algún jefe del Sahara, como Laperrine o Lyautey, o la visita de algún investigador, Foucauld abandonaba su recinto y aceptaba la invitación que le hacían los oficiales. Si lo hacía era para no faltar a las normas de cortesía. Una vez terminada la capilla, el hermano Carlos cavó, en un rincón del jardín, la fosa donde quería ser enterrado y la bendijo. Esto era un recuerdo de la Trapa. Más tarde hizo lo mismo en los diversos puntos del Sahara donde vivió cierto tiempo.

Su regla de vida, que no variará hasta el final de su vida, está descrita en la carta dirigida al prefecto apostólico del Sahara el 30 de septiembre de 1902: “Levantarse a las cuatro de la madrugada, Angelus, Veni Creator y celebración de la Eucaristía. A las seis tomar un poco de alimento y una hora de adoración eucarística. A continuación trabajo manual o su equivalente (correspondencia, copias de varias cosas, extractos de autores a conservar, lecturas hechas en voz alta, o explicación del Catecismo a alguien), hasta las once. A las once un poco de oración hasta las once y media. A las once y media almuerzo. Al medio día Angelus y Veni Creator. La tarde dedicada íntegramente al buen Dios, al Santísimo Sacramento, excepto una hora dedicada a las conversaciones necesarias, las necesidades de la casa y a las limosnas: esta hora se reparte durante todo el día. A las cinco y media vísperas. A las seis cena. A las siete explicación de los Evangelios a quienes lo desean, rezo del santo rosario y me acuesto alrededor de las ocho y media. A media noche me levanto. Es un momento muy dulce para estar con Jesús, en el silencio profundo del Sahara. Vuelvo a acostarme a la una.

Así, pues, dormía seis horas, cortadas por una de vela. La oración ocupaba el primer lugar. Únicamente el servicio de caridad alteraba el reglamento. Vestía una túnica blanca, ceñida por un cinturón, sobre la cual llevaba un corazón coronado por una cruz, hecho en paño rojo; en los pies lleva sandalias. El sombrero era un invento suyo. Era un kepis al que había quitado la visera y recubierto con una tela blanca que le caía por encima de los hombros, para protegerse la nuca. Así, esta indumentaria constituía por sí sola una prédica y toda su vida afirmaba el Evangelio. Para rescatar a los esclavos del Sahara, como lo hizo con José y Pablo, que entró en la Fraternidad el 15 de octubre de 1902 y que encontraremos más tarde como testigo principal de la muerte del hermano Carlos, y alimentar a los pobres, pide frecuentemente pequeñas sumas de dinero a su familia, dándose cuenta de que iba contra la economía política imperante, como se desprende de este examen de conciencia: ”Podría tener algún dinero si aceptara honorarios de Misa. El padre abad del monasterio de Nuestra Señora de las Nieves me los ha ofrecido y si no tengo ningún otro medio de vivir y pagar mis deudas, aceptaré; pero mientras exista el más mínimo fulgor de esperanza de poder prescindir de ellos los rechazaré, por cuanto lo creo ‘más perfecto’; vivo de pan y agua, lo que me cuesta siete francos mensuales… Mi único capital al salir de Francia era el mismo que sigo poseyendo en la actualidad: las palabras de Jesucristo: ‘Buscad el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura’… Quiero acostumbrar a todos los habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a considerarme como hermano suyo, hermano universal… Comienzan a llamar a la casa ‘Fraternidad’ y esto me resulta sumamente agradable.

Llevaba apenas cuatro meses viviendo en Beni-Abbés y ya había hecho la cuenta de las miserias materiales y morales que allí había. Para él, la primera tarea a realizar era “ayudar a los esclavos”, que son tratados con gran dureza por la población. La segunda tarea es dar acogida a los viajeros pobres. Y, finalmente, la tercera sería escolarizar a los niños que andan vagando todo el día, para darles instrucción. En una carta a Mons. Guerin, le explica lo que viene haciendo a estos tres niveles: “Para los esclavos tengo una pequeña habitación que les hace de albergue y les puedo ofrecer pan y amistad… Los viajeros pobres encuentran en la Fraternidad asilo y comida… Los enfermos y ancianos abandonados encuentran aquí techo, comida y cuidados… Para los niños no puedo hacer nada. A veces llegan hasta sesenta niños y los tengo que despedir sin poder hacer nada por ellos. Hay muchas necesidades que están fuera de mi vocación. Se precisarían religiosas.2

Carlos de Foucauld es un hombre humilde. Conoce sus limitaciones y espera más de Dios que de sus fuerzas. Es un solitario sacerdote perdido en un oasis del Sahara que quiere, con el poder de Dios, el bien de Africa y de todo el mundo. Por esto en mayo de 1903 piensa en la fundación de los Hermanos del Sagrado Corazón como “una congregación de misioneros que no predicaría el Evangelio directamente, pero lo haría conocer, admirar, amar, por la vida de oración, de caridad y de pobreza que llevarían los monjes entre los musulmanes”. En una carta del 15 de noviembre de 1903, enviada a su prima, afirma: “Estoy más convencido que nunca de que este lugar de Beni-Abbés es propicio para una comunidad de solitarios pobres, entregados a la adoración del Santísimo Sacramento y al trabajo manual. ¡Es tan solitario y tan equidistante de Argelia, Marruecos y el Sahara! Reza para que mis infidelidades no pongan obstáculos a los designios del Sagrado Corazón.”

Recibe una carta del abad de la Trapa de Staoueli informándole de que algún monje quizás desearía venir con él, a lo que Carlos de Foucauld responde: “Me escribe diciendo que algunos de ustedes desean compartir conmigo la vida pobre y solitaria de Jesús escondido, esa vida divina de la que nos ha dejado el ejemplo de los treinta años en Nazaret… No hay más que un medio absolutamente infalible para conocer la voluntad de Dios en asunto semejante: la dirección espiritual. Abrir completamente el alma a un director ‘consciente, instruido, inteligente, interior, sin prejuicios’ y tomar su respuesta como la voluntad divina en el momento actual… Pido tres cosas a los que deseen venir: 1ª estar dispuestos al martirio; 2º estar dispuestos a morir de hambre, y, 3º obedecerme, a pesar de mi indignidad, hasta que seamos varios, pueda realizarse una elección, y pueda volver al último lugar.

Carlos de Foucauld nunca llegó a tener ningún compañero, salvo una vez y por poco espacio de tiempo. En una carta al padre Guerin, escrita el 30 de septiembre de 1902, Foucauld se expresa así sobre este tema: “Si algún día tengo compañeros, me complaceré en ver en ello la realización de la voluntad de Dios. Si no los tengo pensaré que Él es glorificado de muchas otras maneras… Si pudiera perderme totalmente en la unión con su divina voluntad, preferiría para mí el fracaso total, la soledad perpetua y los tropiezos en todo. Hay en ello una unión a la Cruz de nuestro divino Bien Amado, que siempre me ha parecido preferible a todas. Hago todo lo que puedo para tener compañeros: a mis ojos, el medio de conseguirlos es santificarme en silencio: si los tuviera, me regocijaría ruidosamente en las cruces; no teniéndolos, me regocijo perfectamente.”

El padre Guerin y el padre Villard visitaron Beni-Abbés del 27 de mayo al 1 de junio. Podemos suponer la alegría del encuentro entre estos religiosos. El padre Guerin lo expresa así en su diario el 31 de mayo: “Por primera vez desde hace muchos siglos, acaso por primera vez en absoluto, se encuentran reunidos tres sacerdotes en Beni-Abbés.” Más tarde, el 24 de junio, Carlos de Foucauld escribe al padre Guerin pidiéndole permiso para “instalarme entre los tuareg, lo más adentro del país que me sea posible, a la espera de que pueda mandar allí sacerdotes; en aquel lugar rezaré, estudiaré el idioma y traduciré los Evangelios; entraré en relaciones con los tuareg; viviré sin enclaustrarme.” Recibe la autorización para el viaje tanto del padre Guerin, del padre Huvelin, como de las autoridades militares, pero en septiembre, cuando se disponía a partir, es llamado a Tahhit junto a los heridos de unas escaramuzas. El 13 de enero va a salir un convoy en dirección al Touat y al Tidikelt. Invitado por el general Laperrine, el hermano Carlos, considera que tenía posibilidad de visitar aquellas regiones y se decide a emprender el viaje. Empezaba con ello una nueva fase de su destino. Iba hacia los tuareg desconocidos del Ahaggar, donde ofrecerá su amistad y consumará su sacrificio.


1  Carta al padre. Huvelin, el 8 de abril de 1905. Cf. J. F. SIX, Carlos de Foucauld, itinerario espiritual, Herder, Barcelona 1988

2  Carta a Mns. Guerin, 19 enero 1902. Cf. J: F: SIX, o. c., 231

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