«EL ROSTRO DEL HERMANO» libro de Arturo Paoli

EDICIONES SIGÚEME – SALAMANCA – 1979

El cristiano, un hombre acogedor

Desde este remoto rincón del estado de Lara, en el oeste venezolano, una niebla «lombarda» me oculta la vista de las cercanas colinas. Me cuesta trabajo vislumbrar, a los pies del montículo sobre el que está construido mi rancho de adobes, a Julio aguijando los cansinos bueyes que arrastran un pesado arado por la tierra, profundamente empapada de la lluvia incesante de tres días. Pero no se puede perder el tiempo; los «guajales», los retoños de patatas canadienses, se amontonan en el almacén común y corren el peligro de pudrirse si no se siembran enseguida, con sol o con lluvia. La niebla hace más solitaria mi soledad y me rodea de un silencio absoluto. Pedro, el muchacho que comparte conmigo la vida y el rancho, se encuentra en el campo ayudando en esta siembra apresurada durante las breves treguas que concede la lluvia. Es un joven del pueblo, de veinte años, que hace poco tuvo la intuición de que Cristo puede darle un nuevo sabor a la vida y ha venido a mi lado. En las horas de convivencia tengo que responder a sus preguntas, ayudándole a moverse por la nomenclatura cristiana: qué es la misa, qué es el ángelus, qué quiere decir «sumo pontífice», qué es la castidad. Le pido al Espíritu santo que me ayude a no hacerle cambiar de clase social y a no clericalizarlo.

Siento un profundo gozo cuando toma la guitarra y canta con toda la fuerza de su sangre tropical, y la anchura de su alma abierta: «Soy hermano de la espuma, de la garza, de la rosa y del sol» o cuando lo veo mezclarse bajo la carga del «guajal» con aquellos que hunden sus manos y sus pies en la tierra, en aquella tierra suya. Me doy cuenta de que soy yo mismo el que estoy rehaciendo mi vocabulario cristiano y liberándome de una cultura abstracta. Obligado a redescubrir los valores cristianos de una existencia sin postizos ni añadiduras, empiezo a entrever la posibilidad de ser finalmente pobre. Ayer por la noche Pedro tropezó con la palabra «hereje» y me preguntó su significado; aquello me obligó a tocar en el fondo, porque comprendí que tenía que recurrir a una ideología e introducir a Pedro en una cultura que no era la suya, midiendo entonces mi absoluta falta de preparación por estar demasiado preparado. Tuve la impresión de que me pedía que le llevara de la mano; yo deseaba hacerlo, porque me lo exigía todo mí afecto hacia él, pero tenía las manos ocupadas. ¿Y dónde dejar todas mis cosas, todas mis riquezas?

Esas cosas tan preciosas que me habían confiado me impedían entonces tomar de la mano a uno que vivía conmigo, a millones de otras personas, a este pueblo con el que comparto mis días y cuyo estilo de vida, de pobreza en el rancho, de comida, de vestido, me esfuerzo en asumir… Pero en este rancho en el que se cuela por irremediables agujeros el helado viento de los Andes, ¿puede acaso vivir un fariseo, un rico con aquella riqueza que Jesús no logró expurgar del todo por estar demasiado metida en nuestra carne? El rico siempre está separado de sus bienes y puede desprenderse de ellos en cuanto quiera, pero el fariseo es rico en su propio ser; no es uno que posea bienes, es el rico de su propio yo. Desde luego, podría explicarle perfectamente a Pedro quién es un hereje, quién es Lutero o Calvino, en qué consiste la negación de la eucaristía o de la virginidad de María. Pero, como siempre, me saldría siempre al paso con alguna de sus preguntas que me desarman por completo: ¿y qué quiere decir la palabra «castidad»?

La gente de esta aldea no es pobre del todo. El valle ha sido escogido por los técnicos para producir las patatas que necesita la nación. El gobierno, rico con los ingresos del petróleo, no se preocupa mucho del coste de la producción. Los campesinos ven cómo van llegando al hangar inmenso esos camiones que descargan pilas enormes de «guajales», de patatas de semilla, de fertilizantes. Esas cajas y esos sacos de plástico llevan nombres de origen extranjero: Canadá, Estados Unidos. Cada uno se preocupa de recoger la cantidad que le han asignado, de plantar en la tierra la semilla, de esparcir a su debido tiempo los fertilizantes, de desbrozar el terreno, de recoger oportunamente las patatas, de meterlas en sacos, de cargarlas en los camiones, de ir al banco a recibir la paga. En medio de estas verdes praderas, libres de la contaminación de las fábricas, se reproduce el trabajo en cadena. El hombre es un eslabón obligatorio, cada vez menos necesario para desarrollar el plan concebido y programado en las oficinas de Caracas. El agrónomo, el fitólogo, el economista, han elaborado el plan de producción de las patatas y se han comprometido ante el gobierno a hacer que no falte en el mercado un producto de primera necesidad. Estoy pensando ahora en un fenómeno que vi en Italia en tiempos de la guerra. Los ricos industriales compraban una granja a cualquier precio para tener el vino, la carne, el pan, sin preocuparse de la utilidad de la inversión; aquel dinero no tenía nada que producir, lo importante era que no faltara de comer. Esta especie de mercado negro de la producción era más seguro que el mercado negro del producto, y quizás también más económico. También aquí el gobierno cuenta más con la industria extractiva que con la producción y sólo se fija en la eficiencia cuantitativa de la producción: que no falten en el mercado las patatas, el arroz, la yuca, las bananas, el café. Los ingresos del petróleo y del hierro permiten este mercado negro de la producción. Es una nueva forma de alienación. El campesino trabaja su tierra protegido por benévolos capitalistas, que no le chupan la última gota de su sangre, pero que lo reducen a un objeto, lo esterilizan en esa facultad por la que el hombre es hombre, la facultad de inventar. Nos han construido una casa decente —me dice Ramón—, pero la mayor parte de nosotros no sabemos firmar. Algunos no pueden circular con su jeep por los caminos asfaltados porque no saben leer. Somos esclavos contentos o esclavos resignados. Me asusta pensar que este terrible bacilo de la miseria se manifieste en enfermedades nuevas y cada vez más graves, penetrando cada vez más hondamente en el hombre. Parece como si se fuera alejando en el horizonte esa igualdad entre todos, a la que todos aspiramos y que nos cuesta cada día una cuota importante de sangre; aparentemente caminamos hacia la igualdad en la miseria, en la pérdida de identidad. Hacia la atrofia de la creatividad, más que hacia el crecimiento auténtico del hombre. Aparentemente hay menos distancia entre el campesino de Bojó y el agrónomo de Caracas. Pero en un pasado que el progreso, más que el tiempo, ya ha hecho remoto, la cercanía entre el artesano y el filósofo, entre el albañil y el arquitecto, estaba determinada, no por la posibilidad de consumo, sino por la capacidad inventiva, por la fuerza creadora, por el conocimiento profundo del misterio de la naturaleza. Desde este punto de mira veo que la vecindad está materializada por la capacidad de consumo y por la obediencia más o menos consciente a leyes económicas y físicas. La dependencia religiosa del campesino que pedía a los santos la lluvia y el sol, la protección de su puñado de tierra, parte integrante y necesaria de la familia, ha pasado a ser obediencia a un plan y a unos poderes desconocidos. La miseria era como un mal externo que se podía curar, un absceso que se podía sajar, pero ahora parece llegar hasta lo más íntimo del hombre. Vuelven a aparecer las dos categorías de ricos que denunció Cristo: el rico que no sabe dónde guardar sus reservas y el fariseo. El fariseo está afectado por sus riquezas en la parte más honda de su ser, en el centro de su persona. Aparentemente no hay remedio para él. De forma análoga la pobreza parece afectar cada vez más al hombre, insertarse en su ser. La pobreza del tener parece convertirse cada vez más en una pobreza del ser. Aquellas profecías apocalípticas sobre la destrucción del mundo, aunque secularizadas, no se han alejado de los sueños del hombre. Aquellos nubarrones que los hombres, antes de la «muerte de Dios», veían asomar por el horizonte amenazando con cubrir la tierra entera, estaban llenas en el fondo, para quienes conocían su origen, de gozo y de esperanza. Nuestras nubes no son más que ácimos tóxicos que lograrán destruir nuestra especie, cada vez más incapaz de diálogo. La continuación o la interrupción de la energía que nos hace vivir estaba en manos de un Ser sabio y amoroso; ahora está en manos de muchos, que tienen poco de sabiduría y de amor. En una casa sin padre podremos abrir todas las puertas y ocupar todas las habitaciones, porque tenemos todas las llaves en la mano; pero el vacío está ocupado por un extraño miedo. Podremos entrar en esa casa; pero de hecho no nos atrevemos a hacerlo. Todas las puertas están abiertas; pero no dan paso a la esperanza, sino al miedo.

El miedo de no estar en nuestra propia casa

Pedro ha captado esta situación del mundo como en síntesis entre sus amigos drogados del barrio, en medio de su cansancio. Las olas de alarma y de crítica que han llegado hasta ellos: los dos millones de niños abandonados y sin padre entre los poco más de once millones de venezolanos, el desequilibrio entre la Caracas metrópoli y las Caracas suburbanas, entre el labrador que arranca al «conuco» (trozo de terreno) con instrumentos prehistóricos la yuca y la caraota (alubias) para no morir, junto a los terrenos de producción intensiva al servicio del gobierno, prontos para la evasión de la droga, sin pensar en proyectarse en el mañana o en proyectarse sólo dentro del modelo de sus poderosos opresores. Pedro sabe que su mundo es inhabitable, pero no sabe por qué se ha hecho inhabitable. Se ha dado cuenta de que sus amigos no pueden vivir en este mundo y que por eso buscan de alguna manera huir de él. ¿Podrá acaso la fuga convertirse en éxodo? ¿Qué podré darle a mis amigos cuando vuelva a ellos?, me pregunta Pedro con impaciencia y con cierta angustia. Su convivencia conmigo no está motivada por el deseo de recibir una iniciación cristiana. De las largas horas de aburrimiento por aquellas largas conversaciones ya oídas mil veces sobre sus aventuras juveniles, de una vida con la única variante de un trabajo vacío y desganado por obtener el mínimo vital, de la droga, de una orgía sin belleza y sin una chispa de amor, ha brotado la intuición de que Cristo podría tener otro proyecto. Y ahora desde aquí Pedro mira a su mundo, a su barrio, a sus amigos que tienen un rostro concreto, unos nombres que él conoce, unas vidas que se gastan y malgastan en un mundo sin horizontes, y me pregunta qué es lo que podrá llevarles desde aquí a sus amigos. El paso del trabajo al diálogo, de la compañía con los campesinos al silencio, le ha dado una seguridad que no conocía. Se siente liberado del miedo y lo ha descubierto por sí mismo. ¿Miedo de qué? Los accidentes con la moto no han disminuido su pasión por la velocidad; le gusta adentrarse en la noche para descubrir en ella vivencias y mensajes que yo estoy acostumbrado a buscar en los libros. ¿Miedo de qué? No lo sé. Quizás miedo de que no lo acojan. Miedo del «¿qué vas a saber tú que has nacido apenas ayer?». Miedo del «cierra la radio que me aburre». Miedo que creo descubrir en esas iniciativas que emprende de construir con unas cuantas tablas armarios, mesitas, alacenas. Poco a poco nuestro rancho va adquiriendo «comodidad»; no comemos sentados en el suelo, ni escribimos sobre las rodillas, ni dejamos los pantalones colgados de un clavo. Y me pregunta, más con sus ojos que con sus palabras, si apruebo su iniciativa. Ayer, cuando me pidió de pronto permiso para hacer una cómoda, le dije: «Pedro, quiero que te sientas en tu casa, que hagas aquí lo que quieras». «No como en mi casa —me respondió—, allí todos me decían: cierra la radio, apaga la luz, no claves en las paredes». Ese es el miedo que tiene. El miedo extraño de estar en su propia casa. Pedro me introduce con el relato de los fragmentos de su vida, con las intuiciones que enciende en mí, con los residuos de amargura que descubro en sus alusiones, en el miedo del joven y en el miedo del hombre.

No encuentro una frase más clara para contar la historia de Cristo y la historia del hombre que aquellas palabras de san Juan: «Vino a los suyos, a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). De aquí nace la agresividad contra sí mismo y contra los demás, la droga, la auto-destrucción, la heterodestrucción morbosa o violenta. No como en mi casa, me corrigió Pedro. Y acepto con alegría los martillazos que podrían ser menos enérgicos contra aquellas tablas que nos han regalado y que destroza la furia de Pedro; quizás él las vea bajo su martillo como piedras que romper. Me siento feliz porque sé que estos golpes no van contra mi modesto reducto burgués, que él mismo intenta hacer confortable, sino que son una manera sencilla y directa de sentirse seguro. Esos golpes tremendos que tuercen los clavos y rompen las tablas y le hacen rabiar continuamente contra esta madera «que no vale nada» son la expresión de una liberación que ayer le brotó de los labios con la reflexión «libre, pero no como en mi casa». Siento que yo también me libero del miedo. La tierra es mía; me siento recibido, acogido. ¡Que se rompan en pedazos todas las tablas del mundo, que los pantalones esperen la ocasión de abandonar su clavo para ponerse cómodamente en posición horizontal! ¡No importa! ¡Animo, Pedro, que tus martillazos ahora, en este contexto, no son vandálicos ni destructivos! Son el canto de la vida, la alegría de tocar tierra, de tener espacio. Es el descubrimiento personal del «poseed la tierra que os he dado» (Dt 9, 23). Un descubrimiento contestatario porque viene detrás de la expulsión (cf. Gen 3, 23). «Soy hermano de la espuma, de la garza, de la rosa…».

Más comprensión que paciencia

Me doy cuenta de la alegría de sus ojos, de su paciencia en comenzar de nuevo. En el fondo no le desaniman las tablas convertidas en astillas; se siente más bien complacido de su fuerza y de su libertad. Está descubriendo su espacio creativo y sus golpes son el canto de este descubrimiento. Es como si moviera sus brazos de arriba abajo para probar si son sueño o realidad; él realmente existe y es suyo. No he sabido comprender la música dodecafónica y no sé lo que quiere decir un escritor mejicano que la compara con el estilo barroco; no puedo menos de disentir de él con la confesión de mi ignorancia: no te entiendo. Pero esta música del martillo me parece muy clara; tengo en mis manos la clave de la interpretación. Pienso en el revés de la medalla: estos golpes podrían darlos en mis nervios, este vivir agitado podría hacerme perder la calma, el tener que buscar todos los días mis foüos bajo motones de tablas podría desanimar mi iniciativa. He comprendido que el diálogo intergeneracional exige más comprensión que paciencia; si todos viéramos los hechos como signos de una historia, si tuviéramos siempre la clave para penetrar en esos signos misteriosos del hombre, creo que la comprensión sería más fácil. Entre mí, cuando leo o escribo, y Pedro que da golpes sobre sus tablas y tuerce clavos sin ninguna reflexión profunda sobre la realidad y el límite de la materia, hay una unidad profunda y un ambiente de acogida más que de paciencia y de tolerancia. No sé cómo decirle que yo canto con él, que sus golpes no me calientan ahora la cabeza a mí que no soy capaz de leer ni de escribir con la radio puesta.

¿Pero por dónde comenzar ahora, Pedro, que ya no tienes tablas que romper ni clavos que torcer y te sientes finalmente tranquilo, preguntándote qué es lo que vas a decirles mañana a los amigos de tu barrio? ¿Por dónde comenzar? Por aquí, Pedro, por tus golpes de martillo, por el sentido que tienen, por la casa que es tuya y no es tuya, por la expulsión y por el regreso, por aquel «vino a su casa y los suyos no lo recibieron». No los extraños, ni los enemigos: los de su casa, los suyos. Peor que un choque con los enemigos, que un asalto violento, es esa repulsa desarmada, ese «no entres, que no hay sitio para ti». Le he explicado a Pedro que su problema es el problema de Jesús. También a él intentaron hacerle comprender que era un extraño en su casa. Y no lo recibieron. El problema de la vida, la razón de nuestro existir gira en torno al problema de la acogida: «El que os acoge, a mí me acoge y acoge al que me ha enviado» (Mc 9, 37); el que acoge a un niño, me acoge a mí. Toda Ia iniciación cristiana consiste en el desarrollo de esta idea central: Cristo y el Padre se encuentran en esta acogida» en la acogida del otro.

Pedro ha quedado muy contento con este descubrimiento, porque no le atrae la idea de romperse la cabeza con teorías y de sudar sobre los libros. Acoger es fácil: los niños y los mayores entran en nuestro rancho sin pedir permiso, no existen formalidades de horario ni barreras culturales. Pero, Pedro, ¿estamos seguros de que somos acogedores y de que el hecho de no tener puertas sea una acogida? El cristiano es un hombre que acoge. Después de una larga discusión hemos corregido esta definición con otra que nos parece más verdadera: el cristiano es uno que poco a poco se va haciendo capaz de acoger. Pedro se siente contento y confuso al mismo tiempo» porque le habían hecho creer que el cristiano es uno que «cree en Dios y en Jesús y que va a misa». No había pensado nunca que ser cristiano tiene algo que ver con la acogida. ¿Es posible una síntesis de las tres definiciones: ir a misa-creer-acoger? ¿Es posible reducir las tres a una sola? Probemos a partir del «ir a misa».

Una relación por inventar

La misa se hace con pan y vino. Pedro lo sabe muy bien, porque la ha visto cómo se celebra y me ha ayudado algunas veces. ¿Qué es la misa? La hostia y el vino, me responde. El pan y el vino son «fruto de la tierra». Fijémonos que no son frutos espontáneos como la guayaba o la mora, sino «frutos» obtenidos por el trabajo del hombre. El vino no mana por sí solo en la botella, ni el pan brota sobre la mesa. Pensemos entonces en la cadena de personas, en la red de relaciones necesarias, para que llegue acá, a nuestras manos, este trozo de pan y este poco de vino. La etiqueta de la botella nos dice que el vino viene de Chile. Si es cierto, este vino ha atravesado media América. Y es probable que el grano venga de la Argentina. Pedro ha visitado recientemente la Guaira, el puerto de Caracas, y le han mostrado un barco que estaba descargando trigo argentino. Estas reflexiones nos sitúan dentro de una red geográfica y humana muy amplia. El pan y el vino nos narran la historia de tierras lejanas, de hombres que trabajan y gastan su vida y apenas tienen con qué vivir. Esta mañana Pedro ha trabajado en la cosecha de maíz y se pregunta a qué olla irán a parar aquellas mazorcas a las que está adherido un poco de su cansan-

ció y también de sus cantos. «Y por eso tengo el alma, y por eso tengo el alma primorosa del cristal…». Alguien ha cantado y alguien ha llorado o, por lo menos, alguien ha acompañado su trabajo no con la alegría de los veinte años de Pedro, sino con un gran esfuerzo.

Alguien habrá protestado con una amargura no escuchada y alguien se habrá sentido feliz por la abundancia de la cosecha. Y pensemos en los comerciantes, en esos que sin cansancio, casi sin ver el producto, sin tocarlo, atentos sólo a su distribución, han sacado de él un beneficio mayor que los que sudaron y sufrieron para hacer que la tierra diera su cosecha. Calculemos la diferencia de precio desde el punto de partida hasta el de llegada. Le cuento a Pedro una de mis últimas experiencias en Suri-yaco (Argentina): los melocotones al pie del árbol se pagaban a 0,20 pesos el kilo y a 100 kilómetros se vendían a 2 pesos el kilo. El «fruto de la tierra» nos habla no sólo del cansancio, del dolor, del canto del trabajo casi deportivo de los jóvenes y del trabajo servil de los que nunca han podido verse libres de él. Nos habla de la explotación de los que han descubierto el «truco» de enriquecerse pronto y sin esfuerzos. Nos habla de los «listos y de los tontos», dice Pedro. Ya veremos si es justa esta división entre «vivos y sonzos». Por ahora dejémosla así; ya tendremos ocasión de profundizar en ella. La conclusión a la que llegamos ahora es que este pedazo de pan y este sorbo de vino están llenos de hombre, palpitan vida de hombre. No son cosas muertas, sino trozos de vida.

¿Qué es lo que se propone Jesús con estos trozos de vida? Hacer la comunión. El artículo «la», la comunión, le trae a Pedro un desagradable recuerdo: es verdad que la misa es lo mismo que la comunión, la primera comunión, «el día más feliz de mi vida». Pero Pedro no pudo hacer la primera comunión porque su madre no tenía dinero para comprarle un vestido. Una vez habló de ello en su casa, porque una vecina había salido a la iglesia para hacer la primera comunión con el traje largo de novia. Y Pedro pidió que le dejaran hacer también a él la primera comunión. Pero su padre le dijo que se dejase de tonterías, que hay otras cosas en qué pensar, que eso no era para ellos, que Blanquita tenía un padre comerciante y podía gastar dinero… Y no se habló más de ello. Intentemos quitar el artículo «la» para dar nuevo brillo a la palabra. No se trata de hacer la comunión, sino de hacer comunión. Esto es, para unirnos, para que podamos ser amigos y, más que amigos, una sola cosa. Es difícil, Pedro, decir cuál es el tipo de comunión que quiere Jesús. Entre nosotros no hay muchos modelos de este amor. Quizás el amor conyugal…; ya volveremos sobre ello. Vamos dejando atrás muchas cosas; tomemos nota de ellas: la historia de los listos y de los tontos, la historia del amor conyugal, la primera comunión. Volvamos a las ideas que nos interesan por ahora. La eucaristía, la misa, el pan y el vino son para hacer comunión, porque estamos divididos, porque somos enemigos unos de otros. Precisamente ahora, mientras estamos charlando, tenemos sobre la mesa el periódico que anuncia la caída de Saigón, desde hoy Ho-Chi-Min. Desde 1940 este país está prácticamente en guerra; treinta y cinco años sin paz. Y en otra columna del periódico se nos habla de Argentina al borde de la guerra civil. Y todo esto nos habla de odios, de enemistades, de choques abiertos. Pedro ha conocido en su casa la división, el no-amor: alborotar para fastidiar al otro, apagar la luz o la radio cuando el otro la quiere encendida, el padre que falta de casa el día del cumpleaños de la madre, que vuelve borracho y la jornada se acaba a gritos. El no-amor está no sólo en el Vietnam o en las bombas de napalm o en los secuestros; el no-amor está también en casa, en el lecho. Pedro descubre que también hay no-amor en muchos abrazos sexuales que deberían ser el acto supremo de la comunión. La comunión como la ve tu padre, la niña que va a la iglesia con un traje largo como a un baile, puede ser una tontería; pero quererse bien, entenderse mutuamente, es lo único que tiene sabor en la vida. «Hacer la primera comunión» es un recuerdo que hay que cancelar o superar, porque para ti no ha sido «el día más feliz de la vida»; pero hacer comunión en algo muy importante, es lo único importante en el mundo. Creo que el hombre que proyecta lanzar sobre una ciudad o sobre un país la bomba atómica, busca indirectamente la comunión. Parecerá absurdo y monstruoso lo que digo, pero la verdad es que está pensando en eliminar el obstáculo para el entendimiento, para la paz, para el diálogo. Sí —dice Pedro—, su paz, su entendimiento, el diálogo que le conviene a él. Pedro se acalora al decir esto. De acuerdo, Pedro; es una paz diabólica, pensada por el propio «yo», y por eso no es amor. Es una burla del amor; pero era sólo para decirte que en el fondo del corazón humano, incluso del hombre perverso, anida este sueño de paz, de concordia. Pero dejémoslo estar. No, no volveremos sobre este punto; considéralo como una digresión de esas que tanto nos gustan a los intelectuales, amigo Pedro. Perdóname y sigamos.

La tierra es nuestra

¿Podemos tomar de un día para otro la decisión de «hacer comunión»? ¿Depende de un acto de voluntad humana? Si así fuera, seríamos realmente estúpidos, ya que en el amor todo es ganancia. Creo que si hiciéramos en el mundo un referéndum y les preguntásemos a los hombres si prefieren vivir en paz o en discordia, amarse u odiarse, ser amados o ser odiados, el cien por cien votarían por el amor. A no ser, desde luego, algún loco; y quizás ese loco que vota por el odio sería probablemente el que siente con más dolor la urgencia del amor. Votaría por la discordia por desesperación, por no poder creer en sus terribles desilusiones, que en el mundo es posible todavía hablar del amor. Incluso los votos negativos deberían tomarse como positivos para respetar la voluntad verdadera de todos los votantes; sería un referéndum totalitario. Pero hay en nosotros fuerzas que no dominamos, que a veces ni siquiera conocemos, condicionamientos que nos impiden amar. La discordia y la separación son un resultado de esas fuerzas, que nacen en contra de nuestra voluntad. Entonces, ¿el quererse, el estar de acuerdo, el tratarse como amigos, depende o no depende de nosotros? Desde que tuve uso de razón, amigo Pedro, les oí decir a los poetas —en mis tiempos de joven los poetas eran socialistas utópicos—, a los obispos, a todos los que se declaran amigos del hombre: quereos, daos la mano, sed hermanos; ¿qué ganáis con vuestros rencores y desconfianzas? Los papas, que son obispos, han repetido como un slogan: en la guerra todo se pierde, en la paz todo se gana. Estas frases les gustan a todos. Mi padre tenía un amigo ateo que decía siempre que su religión era la religión del hombre. Yo no acababa de entenderlo; pero aquel señor era bueno, hablaba siempre de hacer el bien. Más tarde comprendí que el mal tiene unas raíces más profundas que es preciso extirpar. La raíz está en el deseo del hombre de «ser como Dios». Nos lo dice la Biblia y nos lo confirma la historia de la humanidad. Cuando decimos Dios, hablamos del punto más elevado; no se puede pensar en un «más allá», en un «por encima». En fin, Pedro, que el hombre aspira al puesto más alto. Y si yo quiero el puesto más alto, y tú quieres el puesto más alto, uno de los dos tiene que ceder, porque puesto «más alto» sólo hay uno. Este deseo se llama orgullo o soberbia; y de ahí proviene todo el mal. Lo que el hombre crea lleva las huellas digitales del orgullo. Mira, hasta los coches que pasan por la autopista a toda velocidad, con su misma forma parece como si nos dijeran: fuera, dejad paso, os devoro si os ponéis por delante. Yo soy más fuerte, la carretera es mía. Probablemente no lo piensa así el que conduce; quizás esté pensando en el amor y diciéndole palabras bonitas a la muchacha que está a su lado. Pero aquel objeto que está lanzando por la carretera va diciendo: «Yo soy el número uno; todos tienen que ceder ante mí». Y el pequeño utilitario que se queda atrás le grita protestando: «Tienes razón, tienes más dinero y más cilindros, pero quizás te venzamos algún día. ¡Cuántos dueños de la carretera han acabado aplastados contra un tractor!; no hay que presumir, amigo». Los objetos y las estructuras que fabricamos llevan el sello de nuestro orgullo y lo hacen crecer en cada uno de nosotros.

Al ver fuera de nosotros sus realizaciones, nos sentimos satisfechos y crece en nuestro ánimo el deseo de seguir ese camino. Y el orgullo del hombre se proyecta especialmente en la división de la tierra. Te gusta, Pedro, canturrear una canción, una canción de protesta o «canción nueva»: «Yo pregunto a los presentes si se han puesto a pensar que la tierra es de nosotros y no del que tenga más»…; la tierra es de Pedro, de María, de Juan, de José… Es verdad, la tierra es de todos y cuando se dice tierra no se habla solamente de esos surcos que tú ves alargarse a lo lejos…, hasta los Andes; se habla del petróleo, del hierro, del oro, de todos los elementos que sirven al hombre para fabricar sus instrumentos de trabajo, sus comodidades, todo lo que le ayuda a vivir y a descansar y a divertirse. Todo es nuestro. Pero ese hombre que quiere «ser como Dios» corre por delante de todos y rodea su campo de una cerca alambrada y dice: ¡esto es mío! ¡ay del que se empeñe en entrar! Y se apodera de lo que es de todos. Y como no puede labrar la tierra por sí solo, ni puede sacar el petróleo o el hierro por sí solo, ni puede elaborar los productos por sí solo, dice a los que han quedado fuera de la alambrada: ¿Queréis echarme una mano? ¿Queréis trabajar conmigo? Yo pondré las condiciones; si las aceptáis, de acuerdo; si no, podéis marcharos; ved cómo todos los que están dentro del recinto os dicen lo mismo y que, si no queréis morir de hambre, tendréis que volver; para vosotros habrá siempre trabajo.

Y la conclusión es que los bienes de la tierra que deberían servir para reunimos, para colaborar, son ocasión de discordia y de división. El obrero que entra dentro de la cerca alambrada piensa que para él toda la vida será lo mismo, mientras que los que han llegado antes se construyen casas, viajan, se divierten, dan estudios a sus hijos y los preparan para que sean los amos del mañana. De este modo los bienes de la tierra no nos dejan contentos, no le traen a nadie la felicidad. Los que están dentro de la alambrada, tienen que pensar en la manera de defender «su» espacio; los que están fuera piensan en la manera de romper los alambres e invadir el espacio. Todos esos bienes de Dios no nos alegran lo más mínimo; todos estamos borrachos. El vino que debería servir para alegrarnos nos produce una borrachera. Como nuestro vecino Manuel, que el lunes o el martes —depende de cuánto tarda en despejarse— se lamenta diciendo: ¡Maldito sea el alcohol! ¡pero qué cabeza tengo yo, sabiendo que me hace tanto daño y siguiendo con la bebida! El sábado volverá a emborracharse y el lunes seguirá maldiciendo a lo que debería darle alegría.

Vamos a leer juntos el capítulo 8 de la carta a los romanos: «Si la creación está al servicio de vanas ambiciones (la superioridad del hombre), no es porque haya deseado esta suerte, sino por culpa del que la sujetó a la vanidad…; vemos cómo el universo gime y sufre con dolores de parto» (Rom 8, 20.22). Podríamos ser felices en el mundo y todos andamos disgustados.

Acuérdate, Pedro, de aquella película tan horrible y tan bella, bella artísticamente y horrible por su contenido, que vimos el otro día, La grande bouffe. Veíamos cómo la posesión de la tierra por los dos caminos más directos que hay, la comida y el sexo, lleva a la náusea, a la repulsa total. El mundo burgués se autodestruye, porque el infinito que se busca en esta línea no puede menos de llegar a la destrucción de la persona, a la muerte. Quedan dos cosas en claro: que la discordia y la división entre los hombres no es voluntaria y que en esta enemistad entra un tercer personaje, la naturaleza, los bienes y su distribución. Llamamos «bienes de la tierra» al petróleo, al hierro. al estaño, al oro, al maíz, al trigo…

¿En qué sentido no es voluntaria la enemistad? Si quiero estar de acuerdo con una persona, sé muy bien lo que tengo que hacer. Es verdad, Pedro, que nadie quiere la discordia, pero en la práctica hacemos ciertas opciones que, en vez de contribuir a la paz, al mutuo acuerdo, llevan al choque, a la discordia. Y no hay otra alternativa para nosotros: contribuir a la paz o a la guerra. Si fuera posible ver a todos los hombres en su «verdad», se vería que la mayor parte de los que predican la paz y están convencidos de que siembran amor, están sembrando odio. ¡Cuan-tos sacerdotes, monjas, religiosos, católicos «militantes», son propagandistas de la paz con unas palabras que no sirven de nada y que aumentan la discordia en el mundo, por no entrar en la distribución de bienes y en el uso del dinero que influye directamente en la historia de la humanidad! Están al servicio de Dios donde no vale, y están al servicio del diablo donde vale.

El vacío del corazón no se llena con las cosas

Ahora fíjate, Pedro, Jesús ha puesto sobre la mesa el pan y el vino. Podría haber puesto en ella el petróleo, el hierro, el oro… Pero en primer lugar tú sabes muy bien que no podía ponerlo todo allí; tenía que escoger alguno de todos esos elementos que tenemos. Y tenía que escoger una cosa con la que el hombre pudiera comunicar lo más profundamente posible. ¿Qué tipo de relación podemos tener con las cosas? Por ejemplo, con este trozo de madera. Puedo tocarlo, pulirlo, romperlo, tirarlo. Pero existe una comunicación más profunda con las cosas: puedo comerlas, hacer que desaparezcan dentro de mí, asimilarlas. Esta es la comunión suprema; no es posible ir más allá. Las piedras, para ser comidas, tienen que convertirse en pan. El ofrecimiento de Jesús es éste: la comunicación con las cosas os divide, envenena vuestra amistad. Por esos bienes os declaráis la guerra, organizáis huelgas, quemáis fábricas, secuestráis personas, matáis, golpeáis a vuestra mujer y a vuestros hijos. Pues bien, yo convierto en cuerpo mío esos bienes; los hago sangre mía, para que sean un medio de comunión entre vosotros. La comunión con Dios, la amistad con él, se hace como en un triángulo. Comunión con mis hermanos, comunión con las cosas, comunión con Cristo. Últimamente, Pedro, he comprendido muchas cosas. Es como si todo lo que he estado estudiando durante muchos años, aquí, en esta casa de adobes, contigo, con la gente del pueblo, hubiera tomado cuerpo, como si se llenase de luz. No había comprendido la eucaristía ni la comunión tan bien como ahora. Porque la eucaristía, Pedro, la misa, la comunión, la hostia son la misma cosa. La misa, esa cosa tan complicada que el pueblo no consigue entender, en el fondo es muy sencilla. El hombre lleva al altar, que es una mesa como ésta, los bienes que usa, arrepentido, casi llorando, para decir: Mira, Padre, he utilizado mal estos bienes; me he servido de ellos con orgullo contra mis hermanos, para hacerme superior a ellos, para ser como un dios. Y mira, Padre, cuáles han sido las consecuencias: la guerra, la división, mi hijo que se droga, mi hija alcoholizada que vende su cuerpo. Y sobre todo, esta insoportable soledad, este frío en el corazón. No creas, amigo Pedro, que el rico es un hombre feliz. Cuando uno no se siente amado, aunque tenga toda la tierra en sus manos no tiene nada; el vacío del corazón no se llena con nada. Durante muchos años no había logrado comprender por qué en la misa se insiste tanto en el arrepentimiento, en la petición de perdón. Creía que se molestaba demasiado a Dios diciéndole: ¡Ten piedad de mí, soy un gran pecador, soy indigno! ¡Admíteme por piedad en tu mesa! Pero cuando veo lo que somos capaces de organizar, si pienso solamente en lo que me han contado sobre los torturados de Argentina o de Uruguay, veo que somos capaces de organizar cosas terribles. Los animales más fieros son corderillos en comparación. Y entonces el arrepentimiento me parece acertado.

Estoy de acuerdo contigo. Estas expresiones de arrepentimiento en la misa son una burla; no estamos ni mucho menos arrepentidos y le decimos a Dios que estamos convencidos de que somos pecadores. Y luego, ¿de qué nos arrepentimos? En Caracas me metí por casualidad en una manifestación. Le pregunté a uno por qué se manifestaba y me miró de reojo. Otro me dijo: exactamente no lo sé, pero he visto mucha gente y me he unido a ella. Me gustaría preguntarle durante la misa a uno de los que están a mi lado: ¿de qué estás arrepentido? Quizás me respondería de algo, pero ciertamente fuera de tema. Estoy arrepentido de haber ofendido al Padre, dividiendo a mis hermanos por haber usado mal de sus bienes, por haber usado pésimamente de todos los bienes que me ha dado. Un marxista diría: «por haber dividido a mis hermanos al no saber amar, ya que la sociedad injusta me ha hecho incapaz de amar». Para un cristiano el hombre es malo anteriormente por su orgullo y esa malicia se manifiesta en la distribución injusta de los bienes. El hecho es que todos debemos reconocerlo: no he amado a mis hermanos porque uso mal de los bienes. ¿A qué vienen aquí esos bienes? Vienen a cuento porque estamos hablando del pan y del vino que ofrecemos con el sacerdote. No se trata de un encuentro platónico, sino de un encuentro en torno al pan y el vino. El pan y el vino están cargados de nuestros pecados, de nuestro no-amor; deberíamos quemarnos las manos. Como le pasó a Zaqueo. Zaqueo es un personaje con el que nos encontramos en el capítulo 19 de san Lucas, que podemos leer juntamente. Mira, Pedro, cuando Jesús entró en su casa, todo lo que poseía empezó a resultarle incómodo. ¿Qué voy a hacer con estos bienes? Antes de conocer a Jesús habría enseñado a sus amigos su casa, sus muebles, sus graneros, sus establos, sus campos arados. Cuando Jesús entró en su casa, descubrió que aquello bienes no eran suyos, que los había robado. Pero —me dice Pedro— no creo que pase esto en la misa; las pocas veces que he ido a misa no he tenido la impresión de que la gente descubriera que había robado a alguien. Es verdad, no caemos en la cuenta de que tenemos que arrepentimos «con el pan y con el vino en nuestras manos», frente a Dios y frente a nuestros hermanos. He pecado «porque para hacerme superior, para ser Dios, he usado mal de esos bienes que están aquí representados en el pan y en el vino que tengo en mis manos. Por haber abusado de ellos hay niños que lloran, mujeres que se venden, drogados, bombas, torturas, guerras, toda esa sangre de mis hermanos que se derrama en la tierra. Padre mío y hermanos míos, os pido perdón y me gustaría saber qué es lo que he de hacer para no seguir viviendo como he vivido hasta ahora».

Pan y vino, medios de reconciliación

Entonces ir a misa es un paso difícil y duro; y el primero que peca es el sacerdote que se aprovecha de la misa para sacarle dinero al prójimo. El dinero que se da en la colecta de la misa debería ser un símbolo de ese arrepentimiento, algo así como la decisión de Zaqueo cuando quiso hacer justicia. Pero, como tú mismo me dices, es de hecho una farsa. Este pan y este vino están cargados de nuestros delitos; no son ni mucho menos una hostia pura. Un acto de verdadero arrepentimiento debería ser algo así: Dios, te pido perdón por haber ofendido y torturado y hecho morir a mis hermanos con el dinero, por causa del dinero, por amor al dinero. Y lo he ofendido con mis palabras, tratándolo con orgullo; con mis omisiones al fingir que no veía a los que sufrían a mi lado, teniendo ojos para ver solamente a la «gente bien» con rostro sonriente y satisfecho; con mis obras, procurando mi bienestar, buscando mi prestigio, para que se diga que soy el comerciante más hábil, el abogado que nunca pierde, el médico acreditado ante las grandes familias. Para oprimir a mi prójimo me he servido del hierro, del oro, del café, del grano, del cacao. Y estas cosas están ahora representadas aquí en el pan y en el vino; no me gustaría seguir llenando el mundo de odio, de división, de sangre, de muerte. Me gustaría aumentar aunque sólo fuera un poquito el amor, la concordia, la vida. Quiero cambiar y te pido obrar, obrar, obrar. No quiero seguir repitiendo como un gramófono: mea culpa, mea culpa, mea culpa. Y la reconciliación entre los hombres se lleva a cabo en el pan y en el vino, esto es, en la misma materia que estaba antes cargada de delito y ha sido luego transformada en el cuerpo y en la sangre de Cristo, hecho comunión entre nosotros. Primero fueron en nuestras manos el símbolo de la discordia; luego, tras el acontecimiento —esto es mi cuerpo, esto es mi sangre— son el símbolo de la concordia, el medio para reconciliarnos. La comunión se hace por medio de los «bienes de la tierra».

Imagínate a dos señoras que se encuentran sentadas una al lado de la otra durante la misa: una procede de la zona este de Caracas, la otra de las chabolas del barrio Petare. En el momento de darse la paz se abrazan. ¿Es sincero este abrazo? En el plano afectivo, psicológico y «espiritual» puede ser sincero; pero no es eucarístico, está fuera de lo que se nos pide en la misa. ¿Qué quiere decir que no es eucarístico? Que el reconocimiento de la fraternidad y la reconciliación no se pueden hacer sólo con las buenas intenciones. La señora del este no puede decirle a la señora de Petare: Perdóname, hermana, por haberte ofendido de palabra, ya que no se conocen, ni con la intención o los sentimientos, porque la señora del este no guarda ningún resentimiento contra su «hermana» de Petare y se siente perfectamente a gusto al lado de una pobre. Pero te he ofendido con mis obras y mis omisiones, porque he pensado en mí, porque no he parado en gastos para mi comodidad y mi lujo, porque no he pensado en que tú vives bajo un techo de hojalata y que sólo puedes calentar el puchero una vez al día, y no siempre; mi padre y mi marido te han explotado para poder tener la casa en que vivimos, un buen depósito en el extranjero, un par de coches y todo lo demás. Con las palabras que oyes, con la cara con que te miro, con los sentimientos que te demuestro, te amo; pero con las obras que no ves te odio y te voy destruyendo poco a poco como persona, impidiendo que lo seas. Y la reconciliación sólo puede darse donde se ha dado la ofensa. Si yo le paro a uno por la calle y le digo: «Señor, perdóname si le he faltado», me tomará por un loco. Vamos a la iglesia a decir a nuestros vecinos que les hemos hecho mal. Hemos de ser claros y decirles en qué hemos obrado contra ellos. Si no, seremos unos locos o unos enfermos. Cristo pone en nuestras manos el pan y el vino, los frutos de la tierra, para que reconozcamos que «con ellos y por ellos» hemos hecho mal. Tú, señora del este, has hecho mal a la señora de Petare con el pan y con el vino, y no puedes reconciliarte con ella sin pasar por el pan y por el vino. Mira, Pedro, durante muchos años estuve sin comprender por qué tanta insistencia en el pecado y sin comprender la importancia de la eucaristía. En nuestros librotes se dice que sin la eucaristía el hombre no puede salvarse, que la eucaristía es necesaria, absolutamente necesaria para la salvación del hombre. Y antes que la iglesia, nos lo dice el evangelio; lo leemos en el capítulo 6 de san Juan: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Esto se ha dicho para todos, cristianos y no cristianos, para los que hacen la primera comunión y para los que no la hacen por no tener traje para ello. Pero los que comulgan son un grupo minúsculo, ridículamente pequeño respecto a toda la humanidad. Y en ese pequeño grupo, ¿cuántos son los que comulgan eficazmente? No digo que comulguen bien, que es una palabra insulsa, sino con eficacia. ¿Y los demás? ¿Estará irremediablemente perdida la gran masa de la humanidad, que no recibe nunca su carne ni su sangre? Es una pregunta que me ha atormentado por muchos años.

Cuando descubrí cuál era la intención de Jesús, qué es lo que quiere decir «comer la carne y beber la sangre del Hijo del hombre», comprendí que son muchos los que comulgan sin saberlo siquiera. Después de hablar tanto, Pedro, me parece claro que «hacer la comunión» quiere decir progresar en la amistad por medio de la tierra, pasando por los bienes de la tierra, avanzar en el amor no como sentimiento, sino como praxis, en la práctica, con opciones concretas. Todos podrían cerrar los ojos y auto-sugestionarse: yo quiero a todo el mundo, sin excluir a nadie. No, el amor eucarístico pasa por la materia, por el reparto de bienes. Si es un amor que está por encima, que pasa de lado, es un amor platónico o erótico, como quieras llamarlo, pero no un amor eucarístico. Y Jesús pronuncia un duro discurso para todos los hombres; no sólo para el pequeño grupo de sus oyentes, sino para todos. Si vuestro amor no pasa por el pan y por el vino, por la carne del hijo del hombre, vuestro amor no es un amor «vital», no entráis en la vida. Mucha gente, como la señora Coro-moto, te dirá que ahora no es posible entrar en una iglesia sin oír un sermón «económico»; se habla de política, de economía, pero no de religión. Pero comer la carne y beber la sangre significa meterse dentro del problema de la distribución de bienes y del uso de esos bienes, ya que en ese uso es donde nos hacemos amigos o enemigos, en donde somos hermanos u opresores. Si el misterio del hombre no fuera del todo un misterio, amigo Pedro, veríamos cosas muy cómicas, sufriríamos quizás un poco más, pero nos divertiríamos lo mismo que en un film. Veríamos a veces que un revolucionario, uno de esos que miramos con recelo como si fuera una encarnación del demonio, es más eucarístico que una de esas «adoradoras del Santísimo». La verdad es que el revolucionario lucha y da su vida para que el mundo sea más justo, para que los hombres sean más hermanos, para que todos tengan con qué vivir sin las angustias de la miseria. Es verdad que la adoradora del Santísimo contribuye a la paz, al encuentro entre los hombres, con su intercesión, pero supongamos que es injusta, que vive en la riqueza y oprime a los demás; ¿de qué le sirve ser adoradora?… Bien, Pedro, un momento…, ¿qué quiere decir inter…? Sí, intercesión; perdóname; otro punto sobre el que tendremos que volver. ¡Cómo va creciendo el tema de nuestras conversaciones! Por la noche, sentados en este banco, podríamos seguir charlando hasta el amanecer; pero nos espera el trabajo de mañana y tenemos que abreviar.

En Roma conocí algunas señoras que, sin tener nada o casi nada que hacer, formaban parte de una asociación de adoradoras. Pasaban horas enteras sentadas o arrodilladas delante de la hostia. ¿Qué le dirían a Jesús? No lo sé; pero sé que lo único que se le puede decir a Jesús es ser Jesús, esto es, salvar al mundo. Pero salvar al mundo quiere decir hacernos hermanos; y hacernos hermanos quiere decir no aceptar la distribución actual de los bienes de la tierra, y cambiarla. Si no somos hermanos porque los bienes están mal distribuidos, hacernos hermanos significa cambiar la relación entre los hombres cambiando la relación con los bienes. Pero es muy probable que aquellas señoras le pidieran a Jesús que dejara al mundo como estaba, en «paz», o que cambiara el corazón de los que habían asaltado el banco, de la cocinera que les sisaba cuanto podía, de los obreros del marido que estaban en huelga. Jesús, haz que los malos sean buenos y deja las cosas como están. Hija mía, mi razón de ser consiste en cambiar el mundo. La conclusión de todo esto, amigo Pedro, es que no todas las personas que se dicen «eucarísticas» lo son, y que no todas las personas que ignoran la eucaristía dejan por eso de ser eucarísticas. Es una de esas cosas tan cómicas que te decía. Entonces, ¿estarán perdiendo el tiempo esas señoras romanas, «sin ganar nada»? Esto no sabría decírtelo, Pedro; la relación entre el hombre y Dios es misteriosa, no sabemos nada de ella y no tenemos derecho a juzgar a nadie. Pero si uno que reza no cambia en su manera de portarse con los hermanos, entonces sí creo que puede decirse que está perdiendo el tiempo.

Eucaristía quiere decir cantar nuestra gratitud a la vida

Recuerdo que me preguntaste qué es lo que quiere decir esa palabra ostrogoda «eucaristía». Tienes razón, Pedro, en eso que dices, que las palabras de la religión son tan difíciles como las de los médicos: «hepatitis, gastroenteritis, disentería». ¿Sabes lo que quiere decir eucaristía! Cuando te despiertas por la mañana de buen humor y te pones a cantar mientras te vistes y después de haber desayunado, bajas la cuesta cantando y, al volver del trabajo, te sigo escuchando a lo lejos entonar el motivo de Violeta Parra: «Gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la risa y me ha dado el llanto»…, entonces distingo muy bien la buena suerte del malhumor. ¿Qué es lo que sientes dentro? No lo sé. Pero la verdad es que te gusta vivir. He visto a personas elegantísimas con sus trajes de noche acercarse al balcón a las siete de la mañana, mirar la calle con una expresión de cansancio y aburrimiento, para decir: ¡un día más!… ¡qué terrible!…

Eucaristía quiere decir cantar la gratitud a la vida. Me gusta vivir. Ahora añadamos este aspecto a los que hemos visto anteriormente. ¿Cuándo sientes esa gratitud a la vida? Cuando te sientes en comunión con tus hermanos, cuando eres aceptado por ellos. Cuando vivimos buscando la comunión, con el único objeto de lograr un poco más de comunión con los otros. Para estar bien en el mundo, para poder cantar con sinceridad gracias a la vida, no existe más fórmula que la de vivir para los demás, con el único ideal de la comunión entre los hombres. Y esto sólo puede alcanzarse con un cambio en las relaciones. Este es el camino de la eucaristía. Tu madre dice que tu hermano Eugenio será siempre feliz porque no se preocupa tanto de los demás y sólo vive para sí. Tú, Pedro, sufrirás siempre, mientras que tu hermano Eugenio será un hombre feliz. Es falso, Pedro. El egoísta está bien aparentemente como el animal bien cebado, pero el día en que se le despierte la conciencia se sentirá un hombre roto. Jesús ha enunciado una ley absoluta: el que quiera salvar su vida, tiene que perderla. Cuanto más te comprometas con el hombre, más feliz te sentirás; la alegría de vivir se hará más estable y más segura porque hundirá más sus raíces en algo permanente. Me gustaría, Pedro, que esa canción te acompañara siempre en los momentos más duros. Sí, gracias a la vida, porque la vida sirve para algo.

La larga marcha hacia la fraternidad

Si hay personas que buscan la comunión entre los hombres sin la eucaristía, ¿para qué se necesita la eucaristía? En esta pregunta, Pedro, anda en juego toda nuestra fe. Si uno cree que el hombre puede liberarse por sí solo del egoísmo, de la in-comunicación, entonces ¿qué necesidad hay de Cristo? Si uno cree que sin él el hombre es impotente, entonces descubrimos que bajo todos los esfuerzos del hombre está actuando el poder liberador que viene del Señor Jesús. El Hijo de Dios ha venido a convivir con nosotros para romper nuestro aislamiento, para hacer de la tierra el reino de Dios, esto es, el reino de la fraternidad y de la amistad. Mira, Pedro, la historia de los hombres es la historia de sus revoluciones, y todas las revoluciones que merecen este nombre son episodios de la revolución cristiana. Los hombres buscan una sola cosa por caminos diversos: ver si pueden entenderse, ser más hermanos. Y de esta exigencia de «ser más hermanos» nace la necesidad de la justicia, esto es, la necesidad de repartir los bienes de la tierra de forma que desaparezca un «orden», una estructura en la que unos tienen demasiado y los otros demasiado poco. Los hombres trabajan por el programa de Cristo aunque no lo sepan. La eucaristía es creída y celebrada por pocas personas, pero se extiende a todos. Jesús nos habló de levadura, de sal. Son cosas pequeñas que se hacen invisibles, pero que sirven a toda la masa. Aquí, en esta casa que es ahora nuestra, Jesús se hace presente no sólo para nosotros, sino para todos. La eucaristía les dice a todos: estad tranquilos, aquí estoy yo. Luchad por la liberación, por la fraternidad, por la comunión entre vosotros, y lo lograréis. No se sabe cuándo ni cómo, pero tened esperanza, que la lucha no será inútil. No vencerá el partido del individualismo, del egoísmo, de la soledad, sino el partido de la comunión.

¿Quieres que demos marcha atrás y que intentemos responder a la pregunta sobre qué es lo que hay que hacer? Uno se despierta en la iglesia, en la acción litúrgica; se encuentra en las manos con los «bienes de la tierra» que le han servido para crear la injusticia, la separación, la incomunicación. Le pide perdón a Dios, al que está a su izquierda y al que está a su derecha. Les dice en pocas palabras: te quiero y te aprecio, amigo, pero en mi manera de obrar te he fastidiado; perdóname. Si todo acaba en eso, nos quedamos siempre en la misa-comedia. ¿Qué hacer entonces? Lo más sencillo sería volver a casa, venderlo todo y repartirlo entre los pobres. Pero no siempre se puede ni se debe hacer eso. El evangelio no sugiere nunca soluciones mecánicas, respuestas de tipo Standard. Yo diría que hay que hacer tres cosas. No se trata de una receta, sino de una especie de indicaciones, de orientaciones. En primer lugar, hay que formarse la idea de que la vida no se nos ha dado para hacer dinero, para estar bien, sino que nuestra razón de vivir consiste en hacernos hermanos. ¿Te acuerdas de aquel día en aquella parroquia a la que fuimos juntos, cómo el pueblo cantaba esperando «un nuevo día en que los hombres volverán a ser hermanos»? Yo haría allí una corrección… ¡Bien, Pedro, lo has cogido al vuelo! Los hombres comenzarán a ser hermanos, porque en el pasado no han sido nunca mejores que hoy. No es verdad que los hombres hayan sido hermanos durante cierto tiempo para dividirse luego; la historia es una larga marcha hacia la fraternidad. Nuestra esperanza está en que algún día empecemos a comportarnos como hermanos. Creo que ese día no llegará nunca de una forma definitiva, pero nos iremos acercando cada vez más a ese ideal. Muchos dicen que en la sociedad capitalista es imposible crear este valor, darle esta dirección a la vida, porque sería su contradicción. La sociedad capitalista inculca la concepción del hombre que intenta dominar al otro, que lucha por tener más. Esta es su antropología, la visión que tiene del hombre. Pero el cristiano ¿no tiene que ser la «contradicción antagonista», como se dice, de toda negación de la justicia, de la fraternidad, del hombre? Desgraciadamente los cristianos no han sido educados para la lucha, sino para la aceptación del conformismo. Y esto va en contra del evangelio. Nuestra razón de vivir no puede ser más que ésta: buscar la fraternidad. Para ello es necesario vivir en pobreza, no dejarnos arrastrar por la propaganda que crea un montón de deseos que ahogan el único gran deseo cristiano: que todos los hombres sean «uno».

Lo segundo que hay que hacer es no rechazar esos compromisos políticos que intentan directamente destruir la injusticia en el mundo y hacer a los hombres más hermanos. Él problema se va haciendo aquí más difícil, ya que no existen movimientos ni partidos que busquen la fraternidad de manera clara y coherente. Pero cuando uno es desinteresado y busca de verdad, con toda la sinceridad de su corazón, contribuir un poco, aunque sólo sea un poquito, a la fraternidad en el mundo, y vive con esta preocupación constante, acaba encontrando siempre la manera de comprometerse. Es lo que están demostrando muchos jóvenes de tu país; y tú mismo, Pedro, conoces a algunos. Sabemos ya desde el principio que el paso hacia adelante es muy pequeño, que el compromiso está envuelto de oscuridad, pero lo que cuenta es el amor y el deseo real de luchar por la fraternidad. Cuando uno dice que quiere comprometerse, pero no sabe ni dónde ni cómo, y todos sus movimientos son contradictorios y no claros, esto quiere decir que tiene miedo o que está defendiendo, quizás sin pensarlo, sus propios intereses. Si nos decidimos, amigo Pedro, a publicar este mensaje, tengo la intención de volver sobre este punto, no para ti que lo ves con claridad, sino para los amigos a los que invitamos a dialogar con nosotros. Los que mueren cada día por la libertad y la fraternidad en el mundo no han cavilado tanto ni han defendido sus intereses con tantas argucias. Sería menester que los maestros, los padres, todos los educadores inculcasen en los pequeños esta idea. ¿Qué quiere decir ser hombre y ser cristiano? ¿Para qué vivimos? Para hacer fraternidad. No para llamarnos hermanos, porque esa manera de presentar el tema es una trampa, sino para hacer fraternidad.

Lo tercero que hay que hacer es «ser misericordiosos». No se trata de una cosa que hacer, ya que no es por un acto de voluntad por lo que empezamos a ser misericordiosos; ser misericordioso es una consecuencia. Mira, Pe-3ro7 si uno trata con Cristo, tiene que notar dentro de sí una pasión especial por la gente humilde, marginada, pollos que se quedan detrás, por los que en general no tienen ningún valor a los ojos de la sociedad. Cristo amó a esos de forma particular. Esta particularidad distinguirá siempre al cristiano de aquellos que se dedican a una militancia política, ya que los humildes y marginados no representan ninguna fuerza política. El «corazón misericordioso», la sensibilidad particular por los hermanos que se quedan detrás, es un regalo que Cristo hace a sus amigos, la señal más característica de que uno es amigo de Cristo. ¿Te das cuenta ahora, Pedro, de que la hostia, esa cosita tan blanca, es mucho más importante de lo que se cree en la historia del hombre? Entonces sería preciso abolir la primera comunión con tantas historias y tantas ceremonias que nos dan una falsa idea de ella. Quizás no tanto. Puede defenderse la primera comunión sólo en el caso de que se trate del hijo de una familia de militantes que lo educan para la lucha, para la verdadera apertura a los demás… Y no habría por qué pensar en el traje de ceremonia, en todo ese aparato que hace de la eucaristía un objeto de consumo que se acepta sin saber para qué sirve exactamente. Compras una cosa y te la llevas a casa porque te ha convencido o hechizado la propaganda; pero esa cosa no tiene sentido. La sociedad de consumo ha vaciado de sentido a la eucaristía y no se la puede dar a quien no conoce ese sentido.

¿Qué libertad?

En tus apuntes sobre los temas que van quedando rezagados, querido Pedro, hay una pregunta: ¿por qué la sociedad llama tontos a los que dan la vida por un ideal, a los altruistas, y dice que son listos y prudentes los egoístas? La sociedad es el resultado cultural de un conjunto de personas, y esa sociedad está basada en ciertos principios que pueden llamarse filosóficos. Esos principios se forjan en la cabeza de ciertas personas, que al mismo tiempo los interpretan e inventan. Esto es, comprenden hasta qué punto hemos llegado e indican en qué dirección va el camino. La sociedad crea ciertos valores que dirigen la vida del hombre. La sociedad en que vivimos actualmente se llama liberal o capitalista; la sociedad a la que aspiramos es la sociedad socialista. Estas definiciones son demasiado simples y no lo dicen todo, pero tienen su importancia para que podamos entendernos. Si yo dijera: este señor es un avaro o este señor no se preocupa del dinero, no lo diría todo sobre él, no diría si ha estudiado o no, si es inteligente o corto, si es un tipo huraño o cariñoso; pero daría una clave importante para comprender muchos de sus comportamientos. Por qué su mujer no está de acuerdo con él o por qué sus hijos son agresivos. Muchos porqués encontrarían su explicación en esta definición: este señor es un avaro o este señor es un derrochador. Sociedad liberal quiere decir sociedad que tiene como base y como cualidad esencial la libertad. Y ésta es una idea buena: el individuo es un ser libre y tiene .que conquistar su libertad. Pero esta libertad aplicada en toda su extensión puede resultar negativa, por ejemplo cuando se aplica al uso de los bienes. Yo hago lo que quiero de mis bienes, con la única limitación de no negar el derecho de mi vecino, que es igual al mío. Pongamos un ejemplo: en Venezuela, si me pongo a fabricar ron o cocuyo, gano un montón de dinero; cien bolívares en un año se convierten en ciento ochenta. Si me pongo a cultivar patatas o arroz, corro el riesgo de perderlo todo y, si las cosas van bien, en un año los cien bolívares se convertirán en ciento diez. Si puedo, me pondré evidentemente a fabricar ron; el dinero es mío y hago de él lo que quiero. Este es el aspecto negativo de la libertad: el dinero es mío y hago de él lo que quiero. Multiplicando este ejemplo a gran escala tendremos una idea del capitalismo. En una sociedad en la que es posible multiplicar el dinero sin obstáculos nace la idea de que lo más importante es multiplicar el dinero, y el hombre inteligente será el que sepa mejor cómo multiplicarlo. El dinero es tuyo; estás convencido de que no lo has robado porque no has asaltado ningún banco ni le has quitado la cartera a nadie. Pero piensa un momento, en el caso del ron, en todos los desastres que nacen de allí: se le quita el dinero a la agricultura y por tanto se deja hambrienta a la gente, induces a los hombres al vicio y aumenta por tanto el número de personas inútiles o nocivas a la sociedad, destruyes familias enteras, etcétera. El ideal de la libertad como bien supremo y absoluto del hombre lleva, a la larga, a la esclavitud y a la opresión. Los americanos, los «gringos» como tú los llamas, son fanáticos de la libertad. Levantan el grito hasta el cielo porque en Perú ha salido una ley de prensa que controla la información. Ven de mala gana las dictaduras en América latina, quieren las instituciones democráticas, los parlamentos, los congresos. De hecho, con un sistema económico pensado y controlado con mucha astucia y defendido por la fuerza de las armas y por el espionaje de la CÍA, con muchos medios que nosotros no conocemos, son ellos los que dominan la América latina. Toma el periódico de hoy y mira: Washington se muestra descontento de la convocatoria de la OEA (Organización de Estados Americanos). El gobierno de los Estados Unidos ruge y protesta porque el ministro de asuntos exteriores del Perú ha tomado la iniciativa de ponerse de acuerdo con sus colegas de la América latina. Los ratones quieren ponerse de acuerdo y estudiar una táctica defensiva para que no los devore el gato. Y el gato «ronronea», como decís vosotros de manera muy expresiva, y no quiere que se reúnan.

El sistema socialista, por decirlo en pocas palabras, es aquel para el que la idea fundamental, el principio que rige a la sociedad, no es el aumento de la riqueza, sino la distribución de la riqueza, con la intención de que una distribución más justa de la riqueza haga a los hombres más libres, más creativos, más «personas». Que el poder económico se distribuye en manos de más hombres, de forma que no existan los grandes potentados y los pobres esclavos, sino que todos estén en condición de ser más hombres. Para llegar a esto, es preciso dar el alto a los que hasta ahora no han tenido barrera alguna para aumentar sus riquezas. Pero este alto solamente pueden darlo los pobres, reclamando sus derechos. La conclusión es que en una sociedad que aspira al aumento de la riqueza como bien supremo el héroe y el hombre de éxito es aquel que en el tiempo más breve logra acumular mayor cantidad de dinero. Y el que no consigue aumentar su riqueza es un tonto. En la sociedad socialista el hombre logrado es aquel que sabe convivir mejor. Ramón puede ser un ejemplo que tenemos ante nuestros propios ojos. El no se preocupa solamente de su familia. Por la mañana temprano va a despertar a sus vecinos para que no pierdan el autobús para una reunión importante; y podríamos citar muchos episodios en los que se ve su interés por llevar hacia adelante a su comunidad de Bojó. Podría ser también un «demagogo», un ambicioso. Habrá que verlo con el correr de los días: si utiliza a los demás para hacer carrera política, para levantarse él, es un demagogo; pero si se ve que está de verdad al servicio de los demás, es un altruista. El socialismo es imposible en una sociedad de consumo, porque la persona no tiene allí delante de sí modelos de servicio, de entrega, sino que el modelo que la atrae es el de uno que toma para sí cuanto puede, que sólo piensa en aumentar su bienestar. Yo lo vi claro en Chile en tiempos de Allende. Chile quería ser una sociedad socialista dentro de una sociedad de consumo. No supo o no pudo cerrar las puertas. Se le pedía al hombre del pueblo, al obrero, que se sacrificara por la sociedad, que mirara a la nueva sociedad, al hombre nuevo, pero se dejó que siguiera entrando la propaganda. La educación siguió con su orientación anterior. Se dejó intacto el cuadro del mundo capitalista. Se quería formar la sociedad socialista con el hombre viciado del capitalismo. Y esto es imposible.

Liberación del miedo y de la de pendencia

De vez en cuando me dices, Pedro, que te vas sintiendo cada vez más libre del miedo. No me das muchas explicaciones porque sabes que te comprendo. Esta confesión no la harías en público delante de unos desconocidos, porque andaría por medio tu «orgullo de macho venezolano». Tú no eres un miedoso. La liberación del miedo está representada por la confianza en ti, por la confianza en la vida, por la esperanza en el mañana. ¿De dónde nace ese miedo? El miedo nace en el momento mismo en que uno sale del vientre materno y entra en el mundo. Es como salir de una cueva que está oscura, pero que es pequeña y tú tocas sus paredes y sientes que no estás solo. Estás acompañado de una respiración cálida, de un sistema de palpitaciones que son la vida. Más que de una cueva deberíamos hablar de una manta térmica. No todo ha ido bien allí dentro: has recibido golpes, interrupciones de corriente, accidentes diversos; pero no estabas solo. De pronto, desde ese lugar seguro entras en una noche inmensa y sin límites. Y comienza tu lucha desesperada para pedir ayuda, para buscar apoyo, para no estar solo. Allí comienza nuestra historia de hombres en busca de fraternidad. Es ésta una definición trágica, pero estupenda, de la historia. En este punto se perfila también el papel del padre. Los antiguos romanos, cuando nacía un niño, habían determinado en una ley que el padre lo levantase en sus brazos como reconocimiento de su paternidad. Algo parecido he visto también en Italia, en Cerdeña, que es el rincón quizás más «romano» de Italia. Es siempre el padre el que lleva a bautizar al niño. ¿Será un recuerdo del padre romano? El padre entra en escena como actor principal en el momento en que nace el hijo. No es necesario que lo tome en sus brazos ni que lo acune ni que le cambie los pañales, aunque tampoco esto se le prohíbe. Pero puede comunicarle seguridad, protección, trasmitiendo a la mujer esta seguridad: aquí estoy yo, no temas. Quizás de este momento depende el que la historia de este hombre, ahora niño, sea la historia de una búsqueda de fraternidad o de una violencia contra sus semejantes. En la familia venezolana sucede muchas veces que la madre y el hijo son dos desamparados, sin seguridad alguna. No se podría decir cuál de los dos tiene más miedo al vacío, al mañana, cuál de los dos se siente más solo y más indefenso frente a la vida. Aun cuando la madre sea una mujer animosa físicamente, dispuesta a luchar para que al hijo no le falte de comer. No se trata de una valentía física; se trata de la seguridad de que hay alguien que me ama, que acepta conmigo esta vida y que comparte conmigo esta responsabilidad. La vida nueva te hace tocar el misterio y el drama del tiempo. El misterio del tiempo no da miedo o da menos miedo cuando uno se siente amado, cuando uno siente una mano en la espalda: aquí estoy yo.

Comúnmente se piensa que el niño tiene necesidad de la madre. El padre viene luego, en la adolescencia, cuando se necesita un educador. Pero el niño tiene realmente más necesidad del padre que de la madre. Para que la leche lo alimente de seguridad, de la certeza de ser acogido, de confianza, esa leche tiene que estar «llena de padre». Cuando la madre da el pecho tiene que sentir en sus

espaldas la seguridad del amor. El que no se siente amado hoy, en este momento, necesariamente mira con miedo al mañana, al futuro. El amor y solamente el amor salva del miedo al tiempo, porque el que se siente amado no puede imaginar espacios vacíos. Si esto es así, interrumpe Pedro, ninguno de mis amigos ha tenido un padre como tú describes; todos estamos condenados al miedo y a la inseguridad. Pero no saquemos conclusiones todavía, amigo Pedro; sigamos con nuestro discurso.

La paternidad no es una función aparte; nadie es solamente padre. Si es esposo, esto es, «una sola carne», espontáneamente, sin cambios ni promociones, será padre. Si no es padre en la primera acogida, no lo será tampoco luego.

Y se dan tres casos de una paternidad mal empleada: o el padre no se preocupa del hijo, que es para él poco más que un mueble; o se ocupa brutalmente de él descargando sobre él su agresividad, su insatisfacción, ese poder que se ve como atrofiado y negado en las humillaciones que recibe de la sociedad y en las frustraciones que le depara la vida; o finalmente se da el tipo de padre «capitalista» que proyecta su tipo sobre su hijo: el hijo tiene que ser un hombre de éxito, lo mismo que su caballo que nunca puede perder o su negocio que debe ser siempre el que más rinda. Muchas veces he oído decir en estos ambientes: quiero darles lo mejor a mis hijos; y lo mejor quiere decir eso que les haga ser los primeros. El hijo es un objeto. Seguramente habrá allí un poco de amor, lo mismo que hay algo de amor entre nosotros y un objeto o un animal que cuesta caro. Pero no es el amor personalizante. En los tres casos el padre, más que amor, lo que inspira es miedo, porque o es un extraño que ha entrado en casa como un ladrón en la noche, o es un enemigo armado que desea destruirme, o es un amo que me tiene continuamente en tensión para que rinda al máximo. Es preciso desembarazarse de ese padre.

Freud, que era un señor con una cabeza muy gorda, vio en esta lucha entre el padre que amenaza y el hijo que tiene que defenderse de esa amenaza una rivalidad erótica. En pocas palabras podría reducirse a este esquema: yo amo a mi madre, pero mi padre ha llegado antes que yo, es mi rival en el amor y tengo que quitarlo de en medio. Puede ser que intervenga también esta rivalidad, pero ciertamente no es la causa única de una relación violenta y destructiva. Este miedo explica todos los comportamientos futuros del hombre: «el orgullo del macho», dominar a la mujer tomándola como objeto, todas las formas de agresividad y de violencia, la timidez frente a los demás y en las opciones concretas impuestas por la vida, el ocio (¿para qué vamos a tomar en serio el trabajo?), y sobre todo la incapacidad de amar debida a una incapacidad para entregarse de verdad al otro. La madre opresiva, la que te corta la respiración, tiene aquí sus raíces. La mujer oprimida encarna la imagen del opresor. Debería ser cierto lo contrario: al saber lo duro que es servir, uno debería ser capaz de libertad; pero la mujer dominada se convierte en dominadora. Una sociedad «masculina» es una sociedad matriarcal y viceversa.

La conversión es un camino

Pero no te desesperes, Pedro. Acuérdate de que la liberación se realiza a partir de una esclavitud. No hemos hecho este diagnóstico superficial y rápido para llegar a una conclusión negativa —¡pobres de nosotros, fritos por todos los lados!—, sino a esta conclusión: todos tenemos necesidad de una liberación. ¿Liberación de qué? De un miedo y de una dependencia. Por experiencia y no por principios filosóficos tengo que decirte, mi buen Pedro, que no todos los que nacen de una «buena familia» llegan a ser «hombres libres». Muchas veces son egoístas, mediocres, burgueses, sanchopanzas. No, no te rías; no es verdad que, si las cosas son así, es mejor dejar que el mundo siga como está. A todos, sea cual fuere nuestro punto de partida, se les ofrece la posibilidad de una liberación completa. Aquel «joven rico» con que nos encontramos en el evangelio era ciertamente de buena familia, ya que desde pequeño le enseñaron a observar los mandamientos, pero no acertó con el buen camino.

¿Cuál es el camino que escoge Jesús para colmar este vacío de padre? Un camino contrario al natural. Por naturaleza viene primero el padre, que se proyecta en los hijos. En el movimiento de liberación son los hijos los que van hacia el padre. Vamos a explicar un poco la cosa. La conversión es una sola: el cambio del hombre de egoísta en altruista. Todo hombre está encerrado dentro de sí mismo antes de la conversión, viendo a los demás en función de sí. Es centrípeto —para usar una palabra que no te resulta tan difícil—, o sea, que hace girar todo en torno a su propio «yo». Y por la conversión se hace centrífugo, esto es, se ve a sí mismo en función de los demás.

La conversión no es un hecho que se dé una vez para siempre; es un camino. Y si uno camina hacia su conversión, esto se ve en su amor hacia los demás, amor que debe impulsarle a «dar la vida» por los amigos. Mira, Pedro, cuando uno dice que se ha convertido porque ha comenzado a frecuentar las prácticas religiosas, pero sigue siendo egoísta, puedes estar seguro de que su conversión no es verdadera. El signo de la conversión es el altruismo. Conozco a un señor de un país latinoamericano que es practicante hasta la beatería. Me encargó buscar una congregación religiosa que quisiera dirigir un asilo de ancianos que se proponía financiar. Luego supe que ese señor se enriqueció y sigue enriqueciéndose con la lotería y con juegos de azar. Con la derecha roba y le quita a la gente cien pesos y con la izquierda quiere restituir diez, para quedarse en paz y tener fama de hombre honesto. De ejemplos por el estilo está lleno el mundo cristiano. Cierta falta de profundidad a la hora de definir qué es lo que significa amar al prójimo es lo que le permite a esta gente despellejar al prójimo. Fíate sólo de los que pagan personalmente, de los que dan su vida por el prójimo. El sacerdote pobre que vive todo el día y todas las horas al servicio de sus hermanos, el joven que se marcha a vivir entre los pobres renunciando a su «carrera». No faltan ejemplos de hombres que aman, no con el dinero, sino con la vida, con su propia persona. Jesús no nos ha dado dinero, ni cosas, ni ayudas; se nos ha dado a sí mismo. El habla de «poner la vida al servicio de los demás» (Jn 10, 17). Me gustaría, Pedro, que saboreases esta frase del evangelio con la misma complacencia con que saboreas ahora conmigo este zumo de guayabana. No sabes latín, pero se trata de un latín transparente; dice: ponere animam. Algo así como cuando uno apuesta por un caballo y pone en la apuesta todo el dinero de su cartera.

Uno que ama pone sobre la mesa su propia vida. Por tanto, la conversión consiste en una especie de fiebre de altruismo, en un deseo creciente de dar la propia vida por los hermanos. Las demás son conversiones de idea, de cabeza. Y conviene desconfiar de éstas. En una existencia verdaderamente comprometida por los demás uno descubre qué es lo que significa fraternidad. No son los que cantan en la iglesia: «¡somos hermanos, somos hermanos, somos todos hermanos!», sino sólo los que la construyen luchando y sufriendo, quienes pueden decir qué es lo que significa fraternidad.

Y en este «hacer la fraternidad» uno busca la figura del padre. Hay una dependencia que es negativa. El padre puede ser un tirano, un déspota, o un padre amoroso; no digo que sea lo mismo, pero en todos los casos se trata de una paternidad que hay que superar para no quedarse bloqueado en una dependencia durante toda la vida. Y hay una paternidad conquistada que es positiva y necesaria para ser hombres. No sé si estaré equivocado, pero creo que una de las fuerzas que impulsa al hombre a sacrificarse por los demás, al altruismo, es la fuerza de esta relación hijo-padre. En el fondo tú estás aquí para intentar comprender tu vida y para jugártela, impulsado por un problema de paternidad. Me has dicho muchas veces que quieres a tu padre, pero que no puede aceptarlo tal como es; éste es el meollo de nuestras conversaciones. Buscas una relación distinta, una nueva relación con tu padre. Y quizás en esos que se juegan la vida y se mueven y se llaman revolucionarios, porque no aceptan la sociedad tal como es, ¿no habrá una búsqueda de una nueva figura del padre? Un escritor mejicano ha dicho que el pueblo mejicano es un pueblo huérfano. ¿No seremos todos huérfanos en busca del padre? Los que creen que lo han encontrado, que lo tienen ya o que pasan su vida pensando en el padre muerto, están anclados y enterrados en el pasado; son unos niños-viejos. Son los que luchan por mantener la sociedad tal como es y corrompen el aire como bestias muertas. Si leemos el evangelio con esa música de fondo de cambiar el mundo, lo comprenderemos; si no, no comprenderemos nada. Jesús habla del padre como de una conquista, de uno que tenemos que descubrir en una búsqueda constante de fraternidad. Mira, Pedro, qué hermoso es este texto sacado del capítulo 5 de san Mateo: «Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos del Padre que está en los cielos. El hace brillar el sol sobre los buenos y sobre los malos, y hace caer la lluvia sobre los justos y los pecadores». Si nos ponemos a analizar estas palabras como hacen los eruditos, no saldremos adelante. ¿Cuáles son las culpas que tengo que perdonar? ¿Cuántas veces tengo que perdonar? Me parece que lo que quiere decir Jesús es lo siguiente: vivid buscando la fraternidad y no os dejéis enredar por ningún obstáculo, por ninguna barrera, por ninguna trampa. Y así es como lograréis ser hijos del Padre.

El amor del padre, al congelarse en sí mismo, puede ser un amor egoísta, una búsqueda de comodidad: no quiero salir de casa porque me encuentro muy bien aquí. Lo que es mío es tuyo, dice el padre del famoso capítulo 15 de san Lucas. La búsqueda de fraternidad, el compromiso de lograr la fraternidad a toda costa, es reconocimiento del padre. El amor a los hermanos de los ateos, si es sincero, es más religioso que el amor al Padre de los creyentes cuando no es un amor que desemboca en altruismo. En aquella casa de educación para drogados, de la que te he hablado, Pedro, tantas veces, me impresionó mucho el amor que se tienen los jóvenes entre sí, la delicadeza con que se ayudan, con que se prestan objetos personales, con que se hablan. Y todos, todos indistintamente, después de algún tiempo vuelven a descubrir al padre. El padre está muchas veces destrozado por el alcohol, o ha desertado de la familia, o es un tirano. Y casi todos, después de algún tiempo de permanencia en el «hogar», toman la iniciativa de volver a casa, para hablar con sus padres de hombre a hombre, sin miedo; se sienten fuertes. ¿Fuertes de qué, apoyados en qué? Fuertes en esa fraternidad que han estado viviendo allí dentro. Apoyados en el descubrimiento de esa fuerza que quizás el padre no ha descubierto nunca de verdad: la amistad. Sienten la llamada poderosa a recuperar la imagen del padre. Y nadie se lo impone; es como una ley que explota, como una consecuencia normal y lógica de la experiencia nueva que han estado viviendo. La paternidad vista y reconstruida desde la fraternidad. Fíjate, Pedro, cómo el evangelio coincide con las leyes más profundas y verdaderas del hombre. El evangelio no nos conduce hacia una destrucción de nuestro ser, sino a un verdadero crecimiento. No sé hasta dónde han llegado los estudios de la antropología y de la psicología, esto es, los estudios sobre el hombre, pero por la experiencia descubro que el evangelio es verdadero.

En la comunión con los hermanos descubrimos el amor

Vamos a leer el capítulo 25 de san Mateo, que resulta decisivo. Jesús responde a una pregunta que perturba al hombre: nos damos cuenta de que tenemos que responder de nuestra vida. No podemos eludir esta responsabilidad. Y los que intentan evitarla quemando su vida son una prueba más de que la responsabilidad es real y no el sueño de una mente enfermiza y acomplejada por la culpa. La respuesta de Jesús es muy sencilla: buscad la fraternidad donde se niega la fraternidad. Llenad el vacío que hay de fraternidad: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, no tenía casa y me disteis cobijo». El saciar al hambriento es una acción siempre igual bajo un aspecto, pero distinta bajo otro aspecto. Por ejemplo, la manifestación de familias en Caracas para que no las echen del barrio o de su casa es la afirmación del derecho de todo ciudadano a tener su propio hogar. Si hubiéramos tenido la ocasión de ayudarles, marchando con ellos, aceptando todas las consecuencias, las bombas lacrimógenas, los golpes, la cárcel y todas esas cosas tan bonitas que les pasan a quienes reclaman sus derechos, esa participación nuestra en su manifestación habría sido una forma de «dar cobijo a los que no tienen casa». Exigir que sea escuchada la gente de esta aldea y que la acojan cuando van al dispensario y exigir que el médico, en vez de pasar el tiempo jugando a las cartas, se dedique a visitar a los enfermos y los visite a conciencia, todo esto es «visitar al enfermo». La evolución de la sociedad actúa en dos sentidos: hace pasar a la categoría de derecho lo que en otros tiempos era «caridad», y el amor se desplaza de un orden individual a un orden colectivo y político. ¿Comprendes lo que quiere decir esto? Quiere decir que en tiempos de san Vicente de Paúl, o sea, hace unos tres siglos, cuando un enfermo sin recursos tenía que morir abandonado sin asistencia de ninguna clase, cuidarse de él era un acto de caridad gratuito. Hoy, cuando te enteras de que hay un enfermo como Patricio en cama desde hace seis años, vas al municipio con los demás a protestar de que las autoridades responsables no cumplan con su deber. Porque la administración pública tiene el deber de encargarse de los enfermos. Acuérdate que, cuando nos reunimos para participar en aquella protesta, alguno comentó: este partido que está en el gobierno prometió que sería popular, pero de hecho los pobres siguen estando abandonados, como siempre. El socorro que todos le prestamos a Patricio para que reciba los cuidados necesarios viene a ser un acto político.

Hoy las familias sin hogar, en los suburbios de las grandes ciudades, no son ni dos ni diez solamente. Cuando he acogido a una de esas familias en mi casa, ¿qué es lo que he hecho? Nada, el mal continúa. Si nos reunimos todos para que tengan una casa y tengan agua y no les falte el mínimo vital, es ésta una manera más eficaz que acoger a los que están sin hogar. En todo esto, Pedro, hay un peligro grave y conviene estar atentos; el peligro está en perder de vista al hombre. El que está metido en política, aunque haya tenido un buen comienzo, puede llegar a ver a las personas como números y perder ese sentido de lo humano, de lo personal, que tiene que acompañarnos en todas las decisiones. A Patricio le agrada sin duda alguna que todos los vecinos se preocupen de él y vayan a protestar, porque siente la solidaridad de sus compañeros de trabajo. El que todas las tardes Ramón Gamboa vaya a jugar a las cartas con él y a hacerle compañía es también una forma de amor, de camaradería, que no debemos despreciar por el hecho de que «hoy el mundo sólo se arregla con cambios profundos y radicales». El calor de la amistad, la capacidad de comprender qué es lo que el otro necesita, es algo tan necesario como las medicinas o la subvención mensual para poder vivir. El cristiano tiene que impedir con su presencia que la sociedad se transforme en un criadero de animales bien nutridos, vacunados y rodeados de higiene. Pero para llevar a cabo la tarea propia de los cristianos no tenemos que cerrarnos en nuestra pequeña caridad individual, y hemos de tener cuidado de no llamar caridad —una bonita palabra falseada— a lo que es pura justicia.

Me interesa volver sobre aquel otro tema, amigo Pedro, que hemos perdido de vista, o sea, la recuperación de la paternidad por medio de ese «hacer fraternidad». En el capítulo 25 de san Mateo el que acoge, el punto de llegada, es el Padre: «¡Venid, benditos de mi Padre! ¡Venid a tomar posesión del reino que está preparado para vosotros desde el principio del mundo!». El Padre está en el principio del mundo, es el principio de la vida; pero esta paternidad de dependencia tiene que ser destruida y descubierta de nuevo para encontrar una paternidad de conquista. En este cambio la paternidad se convierte de individualista que era, en colectiva, en comunitaria: descubro al padre con los hermanos y a partir de los hermanos. Lo horizontal se hace vertical; me gustaría decírselo a todos los que tienen miedo del horizontalismo, pero sería tiempo perdido. Cuando uno dice que ha encontrado al padre, solo para él, y sigue siendo individualista, encerrado dentro de sí mismo, ha encontrado al padre del principio, al padre arcaico que no lo salva del miedo por el hecho de tenerlo amparado en sus brazos dentro de un mundo oscuro y amenazador. Por eso puede decirse que hay una paternidad positiva, necesaria, la que está en la meta de llegada, la conquista de una fraternidad, y hay otra paternidad negativa de la que es preciso liberarse. Cuanto más te alejas de tu padre, amigo Pedro, perdiéndote en esta lucha por hacer fraternidad en el mundo, tanto más te acercas a él, al verdadero encuentro con él. Yo he realizado personalmente esta experiencia y vuelvo a vivirla con vosotros, con muchos jóvenes.

No acabas de comprender muy bien la frase de Jesús: lo que habéis hecho con los más pequeños, lo habéis hecho conmigo. Crees que a un cristiano le importa poco el pobre en carne y hueso.

Carlos, Ramón, Patricio; al cristiano le importa el Jesús que está detrás de Carlos, de Ramón, de Patricio. Y sobre todo le importa el premio que habrá de recibir. Es verdad, Pedro, que hay muchos cristianos que piensan así. Pero ¿cuál es el sentido de las palabras de Jesús? Yo no soy, como muy bien sabes, un especialista en cuestiones bíblicas, pero me parece que Jesús quiere decir: a Dios que es el Absoluto, a ese con el que queréis tratar, no lo encontraréis nunca fuera de Carlos, de Ramón, de Patricio. Es verdad que estas tres personas no son Dios, pero buscamos al Absoluto y caminamos hacia el Absoluto en estas relaciones sucesivas, por las cuales él se hace presente y posible.

¿Qué cosa es el cielo? Es la llegada a esa meta a la que todos ansiamos llegar, a ese «sentirnos amados» que es la necesidad más verdadera que cada uno de nosotros lleva dentro de sí. No se puede dar amor si no lo recibimos. Cuanto más coherentemente intentemos crear fraternidad, tanto más seremos hijos del Padre. El cielo no es un pabellón aparte, un viaje-premio reservado a los «buenos». Es esa comunión con los hermanos, a partir de la cual descubrimos al Padre. No se trata de dos cosas separadas; en la comunión con los hermanos descubrimos el amor que es uno sólo, que viene de una sola fuente, que circula y se ilumina y se desarrolla en todas las decisiones que tomamos de hacer fraternidad en el mundo. Espero que me habrás comprendido, Pedro. Somos hermanos por ser hijos del Padre y nos hacemos hijos del Padre buscando la fraternidad. No podríamos comenzar a amar si no hubiéramos recibido un poco de amor, si no hubiéramos tenido ese empuje inicial. Siguiendo ese empuje inicial, obedeciendo a esa fuerza que nos impulsa a dar la vida para hacer fraternidad, nos sumergimos cada vez más en el amor del Padre.

Ahondando en la raíz

Y ya que estamos hablando del amor, ¿quieres que volvamos sobre el amor de la pareja que hemos tocado de pasada? Antes quiero llamar tu atención sobre el hecho de que todas las antropologías actuales nos acercan al evangelio. Antropología quiere decir concepción del hombre. Toda persona o todo grupo que elabora una teoría, está obligado a declarar qué es lo que piensa del hombre, cómo lo ve. Voy a decirte en dos palabras lo que se ha dicho del hombre en estos últimos tiempos: que la condición del hombre es ser criatura, esto es, dependiente; que es un ser para la muerte, o sea, uno que camina hacia el punto que le hará conocer perfectamente, y ese punto es la muerte. El marxismo ve al hombre dentro de una relación: no se puede concebir al hombre fuera de una relación. El hombre se encuentra implicado en una estructura que le hace ser lo que es actualmente, pero puede cambiar esa estructura y por tanto modificar profundamente su propio ser. Los hombres pueden cambiar las estructuras de la sociedad haciendo que pasen a ser de estructura de dependencia y de opresión a estructuras de igualdad. Todas estas «antropologías» o concepciones del hombre coinciden en hacernos ver al hombre como un ser que tiene necesidad de liberación y que camina hacia esa liberación. Tanto si le impulsa la angustia de la muerte, como si le mueve el ideal de justicia o la necesidad de romper una dependencia, el hombre es siempre uno que se mueve, uno que se va haciendo. Tengo que decirte, Pedro, que la antropología que menos me convence es la que sigue la gran mayoría de los católicos. Preocupados por salvar un principio permanente, un tesoro que Dios nos ha dado y que tenemos que conservar, me dan la impresión de que son personas que ya han llegado, que no participan en esta búsqueda dolorosa del hombre. La situación no es nueva, ya que cuando Jesús dijo: «la verdad os hará libres», suscitó un terremoto entre sus oyentes. ¿Cómo dices? ¿Nos hará libres? ¡Pero si somos libres! No somos esclavos de nadie. Y se indignaron tanto que la cosa empezó a ponerse fea. Algo así ocurre también hoy con muchos católicos. Estoy convencido de que los católicos, no digo que todos, pero sí demasiados, quieren sentirse seguros. ¿La libertad? Ya la tenemos, ¿para qué hablar de libertad? Ya somos hijos del Padre, ¿qué quiere decir eso de hacernos hijos del Padre? ¿La relación? La persona es un absoluto en sí misma, es una la proyección de un infinito y de un absoluto, ¿por qué tenemos que sentirnos en relación? Por eso, hoy lo mismo que ayer, Jesús está buscando al hombre entre aquellos que no tienen miedo de perder, entre aquellos que por su condición de vida no piensan en ninguna seguridad.

Mira, Pedro, yo veo nuestra vida muy sencilla. Sé que cuesta ser coherente con esta sencillez. El hombre es uno que en la búsqueda y en la creación de fraternidad sale de su «yo», rompe las barreras del pasado y descubre de nuevo la paternidad. La sangre que circula y el amor que nos impulsa es el amor del Padre. Antes me parecía que el amor ejemplar, el amor tipo, era el de la pareja. Todavía hoy estoy convencido de que la pareja es importantísima. pero a lo que antes escribí me gustaría añadirle ahora unas notas que me parecen esenciales. En el encuentro hombre-mujer los dos se aman con el único amor que tienen, el amor del padre, no con el amor renacido y redescubierto en el amor a los hermanos, en el esfuerzo por hacer fraternidad, sino con el que viene de la carne y de la sangre. He abierto, Pedro, el primer capítulo de san Juan. Quizás habría que evitar tantas citas, pues no logro ver a tus amigos con la Biblia en las manos, pero mira lo que dice en este punto este capítulo: «A los que creen en su nombre les dio el poder de hacerse hijos de Dios, los cuales no han nacido de la carne ni de la sangre ni del querer humano, sino de Dios». Ahora estamos en disposición de comprender esta aparente contradicción: somos hijos de Dios y tenemos que hacernos sus hijos. Los católicos se detienen demasiadas veces en la primera parte: «somos hijos de Dios, somos hijos de Abraham». Nos echa a perder cierta filosofía del ser que se ha hecho estático y que sigue estando en la base de la educación católica.. Me doy cuenta de que para muchos es imposible colocar juntos los dos elementos: somos hijos de Dios y tenemos que hacernos hijos de Dios, Volviendo al amor de la pareja, los dos comercian con el amor del padre, el de la carne y la sangre. Y se mezclan todos los elementos turbios que son la expresión, el bullir de esa paternidad. A nivel de los pobres será más evidente la brutalidad. En la familia de tipo burgués prevalecerá el proteccionismo y el egoísmo: yo te lo doy todo, aquí no te falta nada, te doy lo mejor, tienes derecho a todo… Me acuerdo, Pedro, de la historia de una muchacha burguesa. Se casó, tuvo hijos, todo iba a velas desplegadas, cuando el marido murió de repente a los treinta años de edad. Aquella mujer tenía la ciudad entera a sus pies para consolarla y no se ahorró ningún esfuerzo para ello. Su madre fue buscando misas y plegarias y taumaturgos por todas partes, para que su pobre hija pudiera sobrevivir a tanto desastre. Toda la ciudad no hablaba más que de la pobre Luisa y de lo que le había ocurrido. Recuerdo el comentario de una amiga: lo ha tenido todo, es la primera vez en la vida que alguien le dice «no». El burgués vive en esta dependencia fácil, individualista; el hijo del pueblo se siente huérfano, empujado fuera de casa. En nuestra época hay una especie de internacional de la juventud, porque aumentan los huérfanos; son menos los que aceptan la familia-útero.

El encuentro hombre-mujer tiene lugar generalmente en esa etapa del amor no liberado; por eso el amor en la pareja está lleno de agresividad y de posesividad. Los bailes y el folklore de todos los países que he visitado muestran el amor como un rapto y una violación. Y en todas las lenguas, para decir: «Te la he jugado; has caído en la trampa», se usa una referencia vulgar al comercio sexual. En Méjico es famosa la palabra «cingar» que se usa como sustantivo, como la pimienta que se pone en todas las salsas. En su origen denota la violación; expresa la satisfacción del macho: te la he hecho. Recibimos la vida como un dominio que se lleva a cabo, como «te he dominado finalmente», y la paternidad como una dependencia. Nos sentimos impulsados por una paternidad hacia otra forma de paternidad. En este paso está todo el sentido de la vida. Uno puede detenerse en la etapa de la violación porque es cómoda, y uno puede aspirar a la libertad a partir de esa etapa. Si se detiene en la etapa de la violación, se cierra la búsqueda de su propio ser; una persona puede ponerse la careta, pero no logrará nunca entonces ser auténtica. Porque se trata de tres aspectos de una sola ley en la vida: la identidad, la fraternidad y la nueva paternidad. O sea, uno es auténtico cuando rompe la dependencia del padre mediante la aventura de la fraternidad, rehaciendo en esta aventura la relación con el padre. Este es en el fondo el esquema de la liberación. Cuando uno deja sin resolver el problema del amor, cuando no se enfrenta valerosamente con esta aventura de fraternidad, cubre su desnudez, su fracaso, su no ser verdaderamente hombre, con dos caretas que aparentemente tienen mucho espesor, pero que son débiles como la niebla matutina: el dinero y el poder. De ahí nace toda una existencia de delirio: la violencia sobre los más débiles, toda la atención concentrada en el esfuerzo de aparentar, en lugar del esfuerzo por ser. El hombre renuncia poco a poco a hacer fraternidad, a la esperanza de una verdadera amistad, al gusto por la amistad, y se habitúa al gusto de dominar a los demás. La sociedad en que vivimos es violenta y competitiva: dos aspectos complementarios de una personalidad que ha errado su verdadera razón de ser.

La liberación es liberación de las relaciones de la persona

Hoy, Pedro, me has dicho con palabras tuyas una cosa que me ha hecho saltar de alegría. Has descubierto que casi instintivamente te has defendido de todas las propuestas que te habrían echado a perder. Has dicho no a la marihuana, al prostíbulo y a muchos ofrecimientos que no te han faltado. Porque yo sentía, me dijiste, que tenía que vivir conmigo toda la vida; los amigos cambian, pero yo sigo estando solo conmigo mismo toda la vida. Esta es tu manera de expresar la identidad: todo el mundo quiere ser lo que es y, si está en su sano juicio, busca las cosas que le hacen crecer y rechaza las que paralizan su crecimiento. Un autor que he leído mucho, Teilhard de Char-din, habla de las fuerzas de crecimiento y de las de disminución. El amor es una fuerza de crecimiento, es la única fuerza de crecimiento, pero el amor, tal como ordinariamente se habla de él, es una energía que puede llegar a destruirnos.

El hombre descarga sobre la mujer aquello que él vive y de lo que no se ha liberado, la dependencia, que es la otra cara de la propiedad. Los marxistas sostienen que este instinto de propiedad proviene de la sociedad capitalista; otros creen que la sociedad capitalista procede del instinto de propiedad y que, una vez eliminada la propiedad privada, el hombre proyecta este instinto como propiedad y dominio sobre el hombre y la mujer. De hecho hay sociedades socialistas en donde no parece que haya desaparecido el «despotismo», el ansia de mandar, de someter a los demás, de hacerse obedecer. Cuando hacemos esta crítica no queremos decir que haya que llegar a la conclusión de que es inútil cambiar el mundo por el hecho de que el hombre seguirá siendo siempre hombre. No me cansaré nunca de decirte que esta conclusión es tendenciosa; no le des nunca oídos. Hay que combatir contra todas las formas de dominio y de «propiedad» y de autoritarismo, que son la misma cosa, bajo cualquier aspecto con que se presenten. Cuando se habla de la responsabilidad del «macho» como dominador, no queremos decir que toda la responsabilidad esté en el macho solamente, sino que queremos hablar de una enfermedad «masculina» que se transmite también a la mujer. Es esa paternidad morbosa de la que también está enferma la mujer. ¿Qué es lo que quiere decir patrón? Padre grande, padre hinchado, padre falso, padre con el bastón en la mano. Y también se dice patrona. En vuestra literatura tenéis una novela, Doña Bárbara, que es la historia de una niña violentada que vio una vez, como en un relámpago, que era posible el amor. ¿Te acuerdas del personaje de Asdrúbal? Un relámpago, la perspectiva de un amor de compañero, sin dominación. De hecho este amor es imposible. Entonces doña Bárbara se convierte en devoradora de hombres, esto es, en «patrona». A una genitalidad destructora y salvaje ella contrapone un poder mágico destructivo. Los dos, el hombre y la mujer, se mueven en este círculo mágico del amor «paterno», de eso que queda más acá de la «fraternidad», que no se transforma en fraternidad y que encierra al hombre en una especie de satisfacción provisional y sucesiva. Sí, con esto quiero decirte que la satisfacción no está en el crecer, sino en el repetir los mismos gestos. Esto es, el hombre no se complace en ser hoy lo que no era ayer, en avanzar, sino que vuelve a buscar su satisfacción en la misma cosa. Un alcohólico entra dentro de un círculo de donde no sabe cómo salir: deseo-satisfacción-frustración, y la frustración enlaza con el deseo nuevo y así se queda encarcelado allí dentro.

Estoy de acuerdo con los socialistas: ahora es preciso destruir las estructuras. Cuando nos molesta un grupo de avispas, vamos a buscar dónde está el nido y lo destruimos. Pero las avispas siguen y se van a hacer otros nidos. Entonces no queda más remedio que destruir todas las avispas, o sea, fuera de parábolas, destruir al hombre. Pero Dios no quiere la muerte del hombre; quiere que viva convertido y rebautizado en la fraternidad. Yo creía que la pareja era la salvación, que la mujer liberaba al hombre de su egoísmo y que el hombre liberaba a la mujer. Los dos están en el campo de concentración del amor paterno; que rompan la alambrada y estarán en libertad. Ahora veo con mayor claridad: el hombre rompe la alambrada sólo por una vocación al reino, para hacer fraternidad. Y allí renace como esposo, como hermano, como hijo. Y una vez renacido de este modo, es compañero de la mujer y no su opresor, no un padre, no un sembrador de vidas, sino uno que comparte la vida, las responsabilidades, el camino, el pensamiento, el corazón, todo. «Serán dos en una sola carne»: esto es el amor, Pedro. Hoy me atrevería a decirte que la actitud, la manera de comportarse del hombre con los demás, con la comunidad, precede al modo de comportarse con la mujer, y no viceversa. El encuentro con la mujer, en sí mismo, tiende a bloquear al hombre en una etapa del pasado e impedirle la entrega de sí mismo, a eso que, para no usar demasiadas palabras, llamamos «el reino». Esto es lo que deberían tener presente todos los educadores religiosos que empiezan por lo individual y lo ideológico y no consiguen muchas veces formar al «altruista». No deberían olvidarse nunca de que la pedagogía de Jesús empieza por el «Ven y sígueme…, te haré pescador de hombres…». Pero este tema no te interesa.

Cuanto más me libero del individualismo, tanto más claramente veo que no se puede luchar solamente en el frente interior del hombre. Una persona no se puede liberar sino en sus relaciones. No tiene ninguna importancia saber si el hombre existe en sí mismo prescindiendo de sus relaciones; la liberación es liberación de las relaciones de la persona. Me explico, Pedro. Que una persona está en un proceso de liberación es algo que se percibe en su relación con la mujer, con los amigos, con la comunidad política. Esta relación no es «blanca o negra», «buena o mala»; es una relación que puede ir mejorando o puede ir empeorando o, hablando evangélicamente, puede caminar hacia la luz o hacia la noche. Acuérdate, Pedro, de que la persona, como la sociedad, va siempre de la esclavitud hacia la libertad, de una libertad hacia una mayor libertad. El hombre que no acepta las cosas tal como están, no se echa para atrás ante el sufrimiento, ante la incomodidad, ante todo eso que le cae encima cuando uno acepta la vida en movimiento. La formación cristiana, especialmente en el pasado, iba dirigida a hacer el hombre perfecto como una estatua griega sin defectos; su símbolo era el hábito blanco sin la más pequeña mancha. No se veía al hombre en relación. Por eso una vez que dije en público con energía que el hombre es relación, los jóvenes me comprendieron, pero un viejo, no tanto en edad como en ideas, protestó vigorosamente. Quizás tengas tú razón, Pedro; podría haber dicho lo mismo de una forma más educada; pero me ha dado esta sensibilidad toda una educación individualista y cerebral, que luego descubrí que no tenía nada que ver con el evangelio.

El cuerpo como medio de comunión

Vamos a leer juntos tu página preferida, el capítulo 10 de san Marcos, el encuentro de Jesús con el joven rico. ¿Sabes cómo se ha leído muchas veces esta página? El joven es un tipo bueno, pero siente que le falta algo y va a pedir consejo para saber qué es lo que tiene que hacer. Jesús le dice sencillamente: no basta con ser bueno, hay que ser capaz de amar. Lo que te falta, amigo mío, es ponerte en relación con los demás. En pocas palabras, es como si Jesús le dijera: ¡muy bien!, eres un buen chico, te has preparado bien para la vida; para el «colegio de los fariseos» eres digno de premio, no te has perdido en medio de los vicios, te has salvado; ahora baja al campo, empieza a luchar, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, ven y sígueme. Pero esta página ha caído en manos de los frailes y de las monjas y le han dado otro planteamiento: como cristiano de la masa, del primer grado, vas muy bien; pero sigues perteneciendo al proletariado cristiano; ¿quieres ser de los predilectos? ¿quieres entrar en la cámara de los lores?; vete, vende tus cosas, entrega el dinero a los pobres, ven y sígueme. No puedes imaginarte, Pedro, cuánto se ha cacareado sobre este pasaje del evangelio: si se puede decir que no al Señor, si lo que él le pedía al muchacho era obligatorio o no, si se salvaría… Los cristianos se han opuesto a la división de clases, pero la verdad es que hemos hecho entrar las clases incluso en el evangelio. Hemos trazado con cuidado los límites de ese pequeño huerto en donde sólo entran unos pocos privilegiados, mientras que los demás se quedan en el campo de fuera. Lo mismo que pasa con los «jardines de la paz», con los cementerios de pobres y de ricos. Y en este año de gracia de 1975 las oficinas de la iglesia siguen todavía administrando los cementerios de ricos… ¿Qué revolución es la que están esperando, la atómica, la meteorológica?… Nosotros preferimos leer esta página del evangelio en otra frecuencia de onda: tú, muchacho, eres bueno, tienes una cara de bueno que me resulta simpática, ¿qué es lo que esperas?; pon la mano en el arado y ven a trabajar conmigo. Construiremos el reino, una sociedad más justa, más fraternal. Empieza a desembarazarte del dinero, que es el peor obstáculo. No puedes predicar la justicia si hundes tus raíces en la injusticia. Esto es lo que enseñarán los teólogos en los siglos venideros. Creo que puede decirse que en el evangelio no se habla nunca del individuo perfecto fuera y aparte de su relación de fraternidad. Te vas perfeccionando haciendo fraternidad; éste es el motivo de todas sus páginas.

El problema del amor entre el hombre y la mujer es un problema de relación. ¡Vaya descubrimiento!… Sí, no se trata de algo nuevo, pero lo subrayamos después de esta revisión para poder comprender algo más sobre la relación. Aquí se inserta el problema de la castidad que hemos tocado alguna vez de pasada. La castidad es el uso del cuerpo y de la sexualidad, de manera que este uso produzca fraternidad y no discordia, separación. Hemos visto que los bienes pueden ser usados de manera que fomenten la comunión o la separación; del mismo modo tu sexo lo puedes usar para dominar, para hacer de ti y de la mujer menos persona, o para hacer comunión y fraternidad. Dentro de esta perspectiva tenemos una castidad represiva y una castidad expresiva. La castidad represiva es la que se encierra dentro del círculo del individuo. Esto es, la que se enseña a un joven como una gimnasia, como un dominio de sí, de la misma manera que se le puede inculcar que no fume y que no beba alcohol para no malgastar energías y ser un buen atleta o un buen «Luis Gonzaga» que poner en un fanal, o un hombre económico que no derroche dinero con las mujeres. La psicología ha analizado este tipo de castidad y la ha puesto en relación con el hombre violento, necesario para la sociedad capitalista. El amor al dinero, a la competición, a la posesión y al fascismo como visión de vida, sería el fruto de la represión sexual. Todo lo que encierra al individuo, lo que le ayuda a aislarse de los demás, lo que le aparta del ideal de hacer fraternidad es un veneno mortal. No cabe duda de que la castidad, tal como ha sido difundida e infundida, ha servido para formar al fascista. Te anticipo, Pedro, que para mí «fascista» significa una persona que se defiende de los demás. Uno que no ve a los demás con ojos de amor y de confianza, sino como individuos que hay que poner en fila y obligar a la obediencia.

Y fascistas se encuentran en los conventos, en los partidos políticos, en todas las estructuras. Y parece ser que la energía sexual reprimida es muy útil para forjar fascistas. La castidad evangélica no es represión. En síntesis, es poner el propio cuerpo a disposición para hacer comunión y fraternidad. La pareja debe ser el símbolo último y más perfecto de la comunión y de la amistad. No es esto lo que ocurre en el mundo en que vivimos, pero es la meta a la que debe mirar la evangelización. Estoy de acuerdo con los que hablan contra la castidad, cuando la castidad es represiva y es un camino hacia la soledad del individuo. ¿Es posible, Pedro, llegar a esta liberación por la que tu sexualidad es búsqueda de comunión y de amistad? Tú mismo estás descubriendo que cuanto más te sientes al servicio del reino tanto más te liberas de cierta concepción de la mujer como objeto erótico. Me agrada mucho tu descubrimiento, pero te aconsejo que no te fíes demasiado de ti. No te olvides nunca de una frase de Jesús: a los hombres es imposible, pero es posible para Dios. No pienses tanto en la fuerza necesaria para resistir al mal; piensa en la transformación que se realiza en ti, hombre nuevo capaz de comunión. La liberación de la persona o es total o no es liberación. Una persona que lucha por la justicia puede no ser justa, y esto se ve a nivel de sus relaciones interpersonales.

Un paso hacia la justicia que no haga más humana las relaciones no es reino de Dios y, a la larga, descubrimos que se trata de una nueva forma de tiranía. No hemos de tener miedo como cristianos de defender esta exigencia en los ambientes «revolucionarios», donde te dicen que el hombre no importa nada, que los problemas personales son burgueses. No te quepa la menor duda: el hombre que oprime a la mujer, que no sabe convivir con los amigos, no llevará la revolución a una verdadera liberación.

Me gustaría hablarte un poco de la castidad como celibato. Has comprendido lo que significa castidad para ti, para tus amigos, para las personas que has definido como «normales». No, no volveremos a lo de antes; ya hemos aclarado este equívoco. Para vosotros se trata de usar el sexo de manera que haga fraternidad, amistad, unión, lejos de la relación oprimido-opresor. Que no aumente en el mundo el número de personas usadas y tiradas luego como una lata de coca-cola. Basta de hijos echados al mundo como animales. Se trata de llegar a la pareja unida que piensa y crea en comunión. ¿Y qué sentido tiene el sacerdote, la monja, la persona que no se casa? Te has excusado diciendo que la pregunta no va por mí, ya que en nuestra convivencia has encontrado un montón de razones. Perdona, Pedro, ¿no serán razones un poco utilitarias? He encontrado muchas veces a personas que me han dicho que comprenden a las monjas de los hospitales, de los asilos. ¿Qué pasaría si tuvieran familia? Esta justificación del celibato es utilitaria y falsa, porque también las personas casadas pueden dedicarse a los niños huérfanos, a los ancianos, a los enfermos. Para mí tiene un sentido más profundo esta consagración a Dios para el reino; se trata del cuerpo que se ha convertido en señal de comunión, de la entrega total de sí al otro sin tomar nada para sí. Es la repetición del gesto de Cristo, que no nos dio cosas ni palabras ni leyes, sino que nos dio su cuerpo, para que nos una y sea comunión entre nosotros. Si uno acepta esta renuncia por «vocación», esto es, obedeciendo a una intuición que no sabría explicarte con palabras, y la vive con fidelidad, se notarán sus efectos. Una persona casta no es una persona reprimida; son dos realidades muy diversas. La persona que ha renunciado al uso genital del sexo tiene que hacer sentir más comunión, más libertad. La mujer debería sentir en el encuentro con una de esas personas que viven por completo para el reino de Dios la presencia de un amor que no da miedo, que no es violación. Estoy pensando ahora en la samaritana, que se abre totalmente al Señor, sin miedo alguno, y se siente amada de un modo nuevo, desconocido hasta entonces. Mira, Pedro, hay personas —por desgracia son muy pocas— con las que te gusta encontrarte, que te llenan de gozo, como Elisa, que vino a vernos el otro día y que parecía, como tú mismo dijiste, que se había iluminado toda la casa. Estas personas te hacen sacar la conclusión de que es bueno que no se hayan casado. Pero cuando tropiezas con una persona agresiva, autoritaria, egoísta, llena de manías, que acaricia la felpa del automóvil como si fueran las mejillas de una muchacha, o que se revela llena de temores, entonces el celibato te repugna. El celibato sigue siendo un misterio. No creo que Dios esté más contento de una persona célibe que de una casada; Dios se complace en la persona que es más capaz de hacer fraternidad, de hacer reino de Dios. La persona más cercana a Dios es ciertamente la más capaz de fraternidad y de comunión.

Hay solitarios y ermitaños que se retiran del mundo para buscar a Dios. Tienen que estar seguros de que se retiran, no para gozar de paz o para hacer la corte a Dios, que no tiene necesidad de ello, sino porque desgarrados por las divisiones y la ausencia de fraternidad piensan que sus súplicas y sus gemidos ante el Padre contribuirán a la paz del mundo. Sólo de esta forma puede comprenderse su actitud. Si no, en vez de ser discípulos de Cristo, serán descendientes de Platón. Para resumir nuestra conversación sobre el celibato que me parece no habrá aclarado mucho tus ideas, diría que los célibes anuncian tres mensajes: que Dios es lo absoluto y puede exigirlo todo (de hecho creemos que la intuición que hemos tenido para no casarnos viene de él); que la liberación a la que todos los hombres aspiran es el renacimiento de una relación, la transformación profunda de la relación; y el tercer mensaje es que esta comunión se realiza por el cuerpo, no es «idealista», sino que el cuerpo tiene que constituir un medio de comunión y no de división. Estamos volviendo sobre un punto que intentábamos profundizar antes, cuando hablábamos de la eucaristía: la comunión entre nosotros no se consigue fuera del cuerpo, sino poi medio del cuerpo. Cuando escriba estas cosas sobre las que estamos charlando, me detendré aquí, porque no estamos preparados para comprenderlo; pero estoy seguro de que el cuerpo interviene como medio de comunión. Y para entender esto hay que estar un poco adelantados en el camino de la liberación.

Una sociedad de amigos

Tenemos que aclarar una expresión que vemos con frecuencia en los periódicos y que he citado para decir en una palabra muchas cosas: «fascismo». El fascismo es un movimiento político nacido en Alemania y en Italia, pero hemos utilizado esta palabra con un significado más amplio que el exclusivamente político. Fascista es una persona que no tiene confianza en el hombre, sino que tiene miedo de él: el hombre es tu enemigo y tines que mantenerlo a distancia con tres medios: la violencia, la autoridad y la beneficencia. El espíritu fascista se encuentra por todos los rincones y es esencialmente el espíritu de los empresarios, de los ricos; no habrían llegado adonde están si hubieran tenido confianza en el hombre. El fascista te dirá siempre que el hombre es ignorante, perverso, que hay que tratarlo como si fuera un niño. Si uno se fija en cómo van las comunidades humanas, parece como si tuvieran razón los fascistas. El fascismo recorta el camino, presenta una solución inmediata, radical, pero impide el verdadero progreso del hombre, fijándolo en la etapa del miedo, del individualismo, en esa dependencia paternal tan peligrosa de que hemos hablado tantas veces. Hacer fraternidad es algo que resulta doloroso, lento, contradictorio, hasta el punto de desanimar en muchas ocasiones, pero es el único camino humano, es nuestra condición. Un grupo de personas que se mantienen juntas unidas sólo por el miedo y el autoritarismo no puede ser una comunidad de hermanos. El miedo, la desconfianza recíproca, la adulación para tener propicia a la autoridad, todo ese ambiente malsano es antievangélico. ¿Por qué sucede todo esto especialmente en los grupos «religiosos»? Porque la religión y la vida religiosa, en vez de haberse presentado como una ruptura, se han presentado como un refugio. El «ven y sígueme… y ellos, dejando las redes y el padre, le siguieron» se ha quedado limitado al evangelio.

El comportamiento fascista no es una opción voluntaria y libre; es el comportamiento necesario de una persona no libre. La liberación es «fraternidad», esto es, confianza en el hombre, relación entre iguales; la no-liberación es desconfianza, subordinación, violencia. El que no está en el camino de la liberación no puede menos de ser fascista. Por eso, Pedro, los hombres y los pueblos están más predispuestos para el fascismo que para una relación entre hombres libres. Solamente el Espíritu del Señor puede «llenar la tierra» de esta libertad. Uno de los signos de que se es hombre del reino, de que se está en el camino de la libertad, es también y sobre todo el estar contra todos los fascismos, el luchar para que desaparezcan de la faz de la tierra todas las formas de fascismo político, religioso y familiar. No puedo llamarme libre si no lucho por la liberación de mis hermanos, para que este ideal de libertad se afirme en el mundo. Hacer fraternidad quiere decir hacer libertad. La raíz del fascismo y de la libertad está en el corazón de la persona; yo diría que todos nacemos fascistas y tenemos que hacernos cristianos. ¿Te acuerdas de que un día hablamos del capitalista que encierra su propiedad dentro de una alambrada? ¿Quién romperá este cerco? Esta pregunta tuya me lleva a hablarte de cómo veo yo a Jesús.

Leer el evangelio en la vida

Al venir Jesús a vivir con nosotros no sólo nos dio como única tarea de nuestra vida hacer fraternidad, diciéndonos que así es como seremos hijos del Padre, sino que inyectó en el mundo, en la historia, una fuerza aglutinante. No nos dejará tranquilos mientras no empecemos a caminar por este sendero. Todos le oponemos una resistencia tan fuerte que aparentemente el mundo parece marchar hacia el fascismo y el individualismo. Esta fuerza descentralizad ora que hiere al hombre por dentro obligándole a salir de sí mismo es lo que llamamos gracia. Y esa gracia se presenta en las circunstancias concretas de la vida. Los que no la obedecen siguen estando alienados para siempre. Todo puede servir para hacerte salir de ti mismo y arrastrarte a esa aventura de hacer fraternidad: una muerte, un dolor grande, la asunción de un compromiso político, el permanecer tres días en manos de la policía como le ocurrió a Marcos. La gracia es siempre una y una sola: salir de sí mismo, darse cuenta de que existen los demás. Para un rico, acostumbrado a ver a los otros en función de sí, resulta muy difícil este cambio en el punto de gravedad. Pero tenemos que estar llenos de esperanza, porque si Dios ha puesto esta fuerza en el mundo no es posible que venzan las fuerzas negativas, las fuerzas de la muerte. Jesús ha dicho que las puertas del infierno no prevalecerán sobre su iglesia. Esta promesa permite que duerman tranquilos los que se sienten en «su iglesia» como en una ciudadela; pero la ciudadela puede ser derribada y sus muros abatidos. También Jerusalén y su templo quedaron arrasados. Pero la iglesia en cuanto reunión de hermanos, en cuanto fraternidad humana, sí que durará infaliblemente. Desde esta perspectiva se pueden llamar verdaderas revoluciones a las que permiten dar un paso a la humanidad hacia la libertad que es al mismo tiempo fraternidad.

Ese libro tan gordo que ves sobre mi mesa habla de cuatro grandes revoluciones motivadas por una búsqueda de libertad: la libertad de la iglesia frente a la sociedad política, la libertad del hombre para creer y profesar la fe que cree justa, la libertad del ciudadano como derecho de cada uno frente a la sociedad y la libertad socialista que pide que el trabajo y la producción no sean el camino de la esclavitud, sino de la libertad. Todo esto no se puede explicar en dos palabras, pero nosotros nos entendemos muy bien pues estamos en diálogo permanente. Cuando yo tenía tus años, estudiaba en la universidad y en el centro de nuestros estudios estaba un señor que hoy se cita mucho: Hegel. En aquel tiempo comprendí que Jesús había traído al mundo el fermento de la liberación y que la humanidad anda inquieta porque tiene que desarrollar continuamente este tema. Las revoluciones no son cristianas —me dices— y lo poco que conoces de la iglesia es suficiente para hacerte sacar la conclusión de que la iglesia es antirrevolucionaria, tal como hoy mismo se manifiesta en su pánico del comunismo… No puedo negarlo, Pedro; la iglesia es antirrevolucionaria, pero el alma de las verdaderas revoluciones es evangélica, porque los hombres se agitan por una necesidad absoluta de libertad. Nadie nace libre, se va haciendo libre. Ciertamente, no todo lo que acontece en las revoluciones es evangélico. ¿Es evangélico el asalto a un banco, la tortura, el secuestro de un industrial? Es evangélico el movimiento hacia la libertad. ¿Tendrán los hombres otra manera distinta de lograr la liberación? Yo creo que sí y así lo espero; y nosotros los cristianos deberíamos inventarla. Pero la otra manera no puede consistir en lavarse las manos: puesto que las revoluciones no pueden hacerse sin derramamiento de sangre, durmamos tranquilos, dejemos las cosas como están. Sería lo mismo que decir: puesto que los alimentos intoxican, decidamos no comer más. La historia crea necesidades sociales, tensiones, que hacen inevitables las revoluciones. Ciertas frases como «la violencia llama a la violencia», «la paz es el bien supremo», «todo se pierde cuando se pierde la paz», no han ejercido nunca ninguna influencia en la historia. No son más que palabras.

Y puesto que estamos hablando de estas cosas, quiero decirte, Pedro, que existe una diferencia sustancial entre los que cometen actos de violencia o de guerra buscando la libertad y los que cometen violencia para reprimir, para frenar el camino de la historia; es la misma diferencia que existe entre un cirujano que te extirpe un trozo de estómago y un asesino que te clava el cuchillo en el pecho. Cuando pasa el momento revolucionario, cuando se posa la polvareda levantada por la intervención violenta, el pueblo llama héroes y mártires a los que han luchado por la libertad y trata de verdugos a los reaccionarios. Es lo que le decía a un argentino, buen católico y estupendo torturador —era miembro de un cuerpo de represión antisubversiva—. Nosotros nos sacrificamos por la patria, me decía. Bien —le replicaba—, algún día el presidente de la Argentina descubrirá un monumento al Che Guevara y el cardenal de Buenos Aires lo bendecirá con agua bendita; pero estate seguro de que a los demás no les levantarán ningún monumento, porque en ninguna parte del mundo se erigen jamás monumentos a los verdugos. Hoy casi todos los cristianos reconocen que la inspiración profunda de la revolución francesa es evangélica. Dentro de poco —tú todavía podrás contemplarlo— te dirán que es evangélica la inspiración de la revolución marxista o socialista.

Una señal importante que distingue a las dos violencias y a los dos tipos de violentos es que la violencia revolucionaria es humana y respeta a la persona. El verdadero revolucionario es un hombre que ama, que es movido por el amor; el verdugo es inhumano, no lucha por el hombre, su objetivo no es el hombre. El revolucionario tiene ante la vista una tierra prometida a la que ha de llegar; su camino está ciertamente motivado por el amor. Puede ser que ande equivocado en los medios que escoge. El contrarrevolucionario no quiere moverse de la tierra que tiene bajo los pies y desea destruir a todos los que se oponen al derecho que él mismo ha proclamado. Es necesario tener ideas claras para saber de qué parte tiene que estar el discípulo de Cristo. Cuando pasa el momento de la lucha, muchos cristianos miran a su alrededor y descubren que están en compañía de unas momias. Lo segundo que quiero decirte es que veo cómo en la historia se va haciendo cada vez más clara y profunda la idea de la libertad. Hemos aludido a las cuatro revoluciones de nuestra cultura cristiana. La primera es la de la iglesia contra el imperio. Preparamos la tienda en donde estar y luego la libertad de ser hijos del Padre, de movernos hacia él. Después viene la libertad del ciudadano: una persona es esencialmente igual a otra. Finalmente cambiamos de manera sustancial la relación de producción, el uso de los bienes, para que no produzcan una relación patrón-esclavo, sino una realidad de igualdad y de fraternidad. El tema de la libertad es el hombre en sí mismo como sujeto de derecho, luego el hombre en comunidad, y por fin el hombre en comunidad con los demás y con las cosas. El esquema es aproximativo: una revolución no es un trabajo concreto que el hombre pueda dirigir y dominar en su proceso, desde el principio hasta el fin. Solamente es posible vislumbrar que la revolución se enfrenta con un problema determinado, que es una exigencia del hombre que llega a hacerse tan imperiosa y tan urgente que acaba por estallar. La revolución es hecha por los hombres, pero al mismo tiempo se les impone a los hombres. Cuando llega el momento, no se la puede dejar para mañana, no es posible decidir si resultará más cómodo hacerla en verano. Ni tampoco puede decirse que la revolución soluciona todos los problemas hasta el fondo. Las revoluciones decididas por los hombres para un mes, para un día, para una hora, son de ordinario revoluciones militares, especialmente en América latina. Por eso no son revoluciones. La revolución es como un grito, es un abrir el problema y hacerlo patente a todos; diría que es algo así como hacer popular el problema que antes era visto solamente por unos pocos. Los principios de la revolución francesa son ahora generalmente aceptados y atormentan un poco a todo el mundo, pero todavía no han sido realizados por completo.

Crear fraternidad entre los hombres

En eso que has oído decir, Pedro, hay mucho de verdad: el pueblo estaría tranquilo si no fuera por los revoltosos, por los que agitan al pueblo. Pero, ¿no te parece que es una obligación ayudarle al pueblo a tomar conciencia de su estado de opresión, de la injusticia que está sufriendo y de su posibilidad de liberación? No se puede negar que en esta «concientización» entra a veces el odio, el resentimiento, ciertos aspectos que no puede decirse desde luego que tengan que ver con el amor. Pero sin esta «predicación», ¡imagínate cómo habría quedado enterrado el evangelio! Hoy no podemos ya anunciar el evangelio más que desde un compromiso y dentro de un compromiso con el pueblo. Leyendo el evangelio podríamos sacar de él ciertos principios que podrían llamarse una ideología, esto es, un sistema que responde a la pregunta: qué pensamos de la vida y cómo tenemos que vivir en consecuencia. ¿Qué es lo que piensa Jesús del matrimonio? ¿Y del celibato? ¿Y de la oración? Con todo lo que dice el evangelio se han ido formando tratados cada vez más amplios. Se descubrió casi enseguida que las opiniones de ciertos filósofos griegos se acercaban mucho a la opinión del evangelio…

Entonces se tomaron los escritos de esos filósofos para sostener las verdades sencillas y desnudas del evangelio. En este proceso aparecen evidentes dos verdades: que la inteligencia no se equivoca nunca del todo y que el evangelio está hecho a la medida del hombre, aunque a veces no lo parezca. Así se fue formando la ideología cristiana que el pueblo conoce mal y parcialmente a través de la predicación de los sacerdotes. Poco a poco esa doctrina se fue ramificando y alejando del evangelio hasta llegar a prescindir de él. Y se formó una doctrina política, una doctrina del conocimiento, del arte. Se especializó para poder dar una respuesta a todas las situaciones del hombre. La ideología está necesariamente en manos de los sacerdotes y de los que pueden estudiar. Tú también has oído decir por aquí, en Bojó: ¿qué es lo que podemos hacer nosotros, pobres ignorantes? Cuando hemos invitado a los hombres a hablar sobre la parábola del sembrador, la reacción del pueblo ha sido siempre la misma: nosotros no somos sacerdotes, somos unos ignorantes. Cristo les ha dirigido a ellos la palabra y los «filósofos» la han interceptado y la han hecho suya. A los sacerdotes les obligan a leer y a aprender muchos tratados y tienen mucha materia para hablar, pero no hablan ya el lenguaje del pueblo.

¿Y qué es lo que sucede hoy, especialmente en América latina? Se presentan nuevos predicadores que hablan de justicia, de fraternidad, de unión, y declaran: estas palabras las encontráis en el evangelio. Estas «verdades» llegan directamente al pueblo; no necesitan de tantas explicaciones. De ahí nace la desconfianza en el sacerdote y en la iglesia; han predicado siempre la verdad y la justicia, pero de una forma tan complicada que no hemos podido comprender nada. Hoy sucede algo parecido a lo que sucedió en tiempos de Jesús. Los doctores habían arropado con sus razonamientos hasta tal punto la palabra de Dios que la acción de Jesús tuvo que dirigirse a limpiarla de todas las superestructuras, para que aquella palabra se manifestase en su desnuda simplicidad. Y de ahí el rencor de los doctores y de los fariseos contra el Profeta. La liberación más importante y más revolucionaria de la actualidad es la liberación de la palabra. Ahora el evangelio se resume en una fórmula la mar de sencilla: dar gloria a Dios haciendo fraternidad entre tos hombres. Hoy no se les pide a los predicadores que nos digan qué es la paz, sino que hagan la paz. La paz cristiana es la que anunció Cristo, la que volvió a meditar Agustín y a continuación toda una cadena de pensadores hasta llegar a un francés que se llama Maritain; para saber qué es la paz sería necesario estudiar toda una biblioteca. En América se liquida a los ideólogos y se vuelve a descubrir el evangelio. Y sólo puede pensarse de nuevo en el evangelio a partir de este compromiso de «hacer fraternidad». Todos los días tenemos que responder a esta pregunta: todo lo que haces, los dineros que gastas o que ahorras, tus encuentros de hoy, ¿sirven para hacer fraternidad o apartan de la fraternidad? La liquidación de la ideología cristiana se la debemos en gran parte a los movimientos revolucionarios que nos han interpelado. ¿De qué sirve saber quién es el padre si no lucháis para que seamos hermanos? También el «partido cristiano» ha caído bajo este juicio, descubriéndose que es cristiano, pero no evangélico. Es un cuerpo de doctrina política, bien intencionada desde luego, pensada y escrita por unos hombres buenos. Te lo puedo asegurar, porque conozco a varios de ellos; pero está muy lejos del programa del evangelio de «hacer fraternidad», ya que de hecho no derriba a los poderosos de su trono y no exalta a los humildes. Hace a los poderosos más poderosos y aumenta el número de los humillados. Le gustaría mantener a cada uno en su propio puesto. Aquí en América latina me parece que los partidos cristianos han acabado su papel en la historia.

El criterio con que el pueblo mide al sacerdote, al responsable de la evangelización, consiste en este compromiso de hacer fraternidad. Cada vez tiene menos valor haber estudiado el tratado sobre el matrimonio y conocer el último libro de teología. Ahora comprendes, amigo Pedro, las palabras que le dije ayer a sor Isolina, cuando me hablaba con entusiasmo de las hermanas que se han marchado a Bélgica a estudiar catequesis. Cuando vuelvan de Bélgica tendremos un grupo de especialistas en «cristianismo» para un pueblo que no sabe qué hacer con el cristianismo. Se envían obreros para que se especialicen en «elaboración de seda» en una época en que se fabrica la seda sintética. Existe una clase que, al no sentir el problema de la liberación, se contenta con la «fraternidad» que se «fabrica» en una misa y se queda muy satisfecha con la ideología. Para esos las monjas que vienen de Bélgica van estupendamente. Tú me has preguntado si en Roma se dan cuenta de estas cosas. No pueden hacerlo. Se dan cuenta de que el pueblo se aleja cada vez más; cuando el pueblo sale de la etapa de la superstición y del miedo, no quiere saber ya nada de los sacerdotes, de la iglesia, del evangelio. Esto lo saben y lo ven y piensan en preparar personas que sepan instruir al pueblo. Los preparan con la doctrina, con la técnica pedagógica, con todos los medios posibles. Tú podría darle algunos consejos, Pedro, porque has vivido y vives estas cosas, pero ni tú ni los que son del pueblo como tú podrán darle nunca consejos a la iglesia. Debería cambiar el mundo para ello. Tú sabes que el miedo no se quita con la instrucción. El miedo se quita con la confianza, con ese amor que es compartir, estar juntos, vivir una amistad creativa. La superstición es ignorancia, pero sobre todo es miedo, miedo de Dios, de los santos, de la iglesia poderosa y lejana. Intentaré decir todo esto a gritos, pero ni siquiera yo tengo voz en este capítulo. Mientras la iglesia no renuncie al cristianismo como ideología y no crea en el evangelio como única fuerza de liberación, como mensaje y como energía para hacer fraternidad, no podrá llegar al pueblo. Lo único que hará será dar armas y argumentos a los opresores para justificar y recubrir su injusticia. Las monjas de Bélgica y todos los que estén en esta línea, aunque sean pobres y defiendan la justicia con palabras, de hecho están fomentando la injusticia y apartando de la fraternidad. En Europa se piensa en evangelizar adaptando la ideología cristiana a los tiempos y a las culturas. En América latina se piensa que es más urgente hacer fraternidad y, a partir de ahí, descubrir el evangelio como revelación del Padre que es glorificado en esta búsqueda de fraternidad. Todos queremos el reino de Dios, pero mira cómo en la práctica nos dividimos en dos visiones aparentemente irreconciliables. Ahora comprendes, Pedro, dónde está esa división entre los cristianos que me has señalado tantas veces: están los cristianos de ideología y los cristianos del evangelio. El evangelio te conduce al conocimiento de la verdad haciéndola, poniéndola en práctica; la ideología te permite estar satisfecho con las ideas. La lucha no se da entre los cristianos instruidos y los cristianos ignorantes; tu fórmula resulta simplista e injusta, ya que un cristiano empeñado en hacer fraternidad puede ser una persona instruida y en ciertos casos tiene que saber muchas cosas, pero no recubre el evangelio de tantas disertaciones. Lee el evangelio desde su situación concreta y desde allí intenta comprenderlo. También hay personas ateas que quieren hacer fraternidad; con ellas puedes analizar cuáles son los obstáculos para la fraternidad. Pero el evangelio te da una necesidad tan absoluta, tan dentro de ti, que todo lo que haces resulta siempre poco. Siempre hay un más allá. Y descubrirás que tus compañeros de acción no siempre tienen ese amor a la persona, no siempre ven al otro como hermano. Los cristianos en América latina tienen muchísimo que hacer. No tienen que empezar a instruir, sino a hacer el reino de Dios, el encuentro entre hermanos, y esto nos lleva a derribar un sistema que nos convierte en rivales y desiguales.

A tu pregunta sobre el significado de la fraternidad, te responderé, Pedro, que es ese encuentro cada vez más verdadero y profundo que buscamos echando una mano para alejar todo cuanto se oponga a la fraternidad. ¿Qué es la paz? Es la reconciliación entre hermanos que se busca eliminando todas las relaciones de fuerza, de poder, de superioridad, que son la causa de la discordia. ¿Quién es Dios? Es el Padre que sentimos cada vez más como experiencia de bondad y de ternura y de amor, cuanto más nos comprometemos en hacernos hermanos. La ideología en pocas palabras te define qué es la paz, cómo debería ser un mundo de hermanos; constituye un proyecto de un mundo inexistente; forja proyectos muy armoniosos sin tener para nada en cuenta la realidad.

La utopía y el idealismo

Quiero explicarte el sentido de dos palabras un tanto ostrogodas. No te asustes. Se trata de las palabras utopía e idealismo. Para ti idealista es una persona que tiene un ideal, esto es, una persona que ve más allá de la satisfacción de sus necesidades inmediatas. Esta definición popular es exacta. El idealismo es un sistema filosófico que no te voy a explicar, ya que es otra cosa lo que nos interesa. Los nombres se vieron siempre atraídos, desde que se conocen, a pensar, a amar y a ir más allá, impulsados por un fuego interior que les permitía superar la pobreza de lo que se veía y se palpaba. Esta noche estamos en esta casa de adobes, donde hace un poco de frío, iluminados por una luz escasa, pero podemos imaginarnos que estamos delante de una chimenea confortable en una habitación bien caliente…; en una palabra, con el cuerpo podemos estar aquí y con la imaginación en otra parte. Aquí vemos colinas, montañas, ese cielo estrellado que está sobre nuestras cabezas, y podemos pensar en uno que ha hecho todo esto y empezar a especular si será una persona como nosotros, dónde vivirá y otras mil cosas. Lo que veo me da como un impulso para ir fuera, más allá, por encima del espacio y del tiempo. Y este mundo de la imaginación y del pensamiento me llena de gozo. Descubro leyes y proyectos que todavía no se han puesto en práctica en esta vida y que pueden ser útiles para la transformación del mundo. De esta experiencia nace la convicción de que cada uno de nosotros es como «dos»: el Pedro que está aquí, en esta casa, pasando este frío, y el Pedro que no está aquí, sino en un lugar más agradable, moviéndose entre las estrellas. El espíritu y la materia. Y el espíritu es visto como claramente superior a la materia. Llega a pensarse que el espíritu es un señor, una especie de hijo del rey obligado a vivir mal, encerrado en una mazmorra, obligado a ensuciarse con el lodo. En el mundo antiguo y especialmente en Grecia, que es la cuna de nuestra filosofía, esta división se proyectó también en la vida: el hombre verdaderamente hombre, el que merece ser considerado como libre, es el que se dedica a la actividad de pensar, de escribir, el intelectual. El que labra la tierra o barre las calles es el esclavo.

No te estoy dando una lección de historia o de filosofía; lo que quiero es que veas con un poco de claridad la influencia que ha tenido esta visión en el cristianismo. Cuando yo estudiaba el catecismo, me enseñaban que el domingo no había que trabajar. Pero sí que podían realizarse «trabajos liberales»: escribir, leer, dibujar, ejercer de abogado; lo que no podía hacerse era realizar «trabajos serviles»: limpiar los zapatos, barrer, trabajar de carpintero o de albañil. Ahora me avergüenzo de haber aceptado esta distinción: trabajos que pueden realizar los hombres libres y trabajos que tienen que realizar los esclavos. De acuerdo: todos hermanos en Cristo, pero la división se acepta tranquilamente. Entonces, cuando te hablo de «idealismo», lo hago en este sentido: aceptar la división del hombre y aceptar que la actividad de pensamiento es superior a la actividad «de las manos». Una frase de Marx te dice más que muchos otros discursos. La frase suena de este modo: los filósofos han pensado desde siempre en cómo debería ser el mundo, nosotros nos proponemos cambiarlo. Esta separación del alma y del cuerpo ha tenido muchas consecuencias negativas. Ese libro que ves encima de la mesa dice en un párrafo que te quiero leer: «La juventud se plantea hoy el problema religioso de una forma tanto más sincera y aguda en cuanto que acusa a la iglesia que, con pocas excepciones e intervalos, desde hace un milenio en occidente, no ha dejado nunca de provocar las grandes evasiones, proponiendo una larga serie de motivos «espirituales» a todos los dualismos, desde el del alma y el cuerpo, hasta el de las clases y el de los dominios políticos». Cuando Garaudy habla de dualismos, habla de muchas cosas que son como la consecuencia de esta separación alma-cuerpo.

Hablar de trabajo de siervos y de trabajo de libres es una blasfemia para uno que sigue el evangelio. Y hemos estado blasfemando durante siglos con la ayuda del catecismo. En el evangelio no existe esta división: el hombre es «tierra», «materia» que piensa, que ama, que reza. Acuérdate de cuando hablamos de la eucaristía; vimos entonces cómo en la iglesia se «hace fraternidad» en el plano afectivo, intencional, «espiritual», en una palabra, en un plano idealista. No en el del trabajo, de la distribución de los bienes, en ese terreno en el que entra la materia y todo lo que el hombre hace días tras día, en el plano de la historia. Esta separación alma-cuerpo y toda la herencia idealista les permite a los cristianos hablar de fraternidad, de paz, de justicia, con mucha claridad, pero sin hacer la paz, ni la fraternidad, ni la justicia. En mis tiempos «romanos» un comunista acusó al papa de haber colaborado más por la discordia que por la paz. Y lo dijo con palabras violentas. Quizás no tuviera razón; sobre todo no tenía derecho a designar con el dedo a una persona, porque ¿qué sabemos nosotros cuándo y cómo colaboramos por la paz o por la discordia? Pero lo que me pareció más tremendo fue la defensa que por aquellos días se hizo del papa. Un señor defendió al papa en una conferencia, poniendo sobre su mesa todos los discursos y documentos «diplomáticos» como prueba de lo que Pío XII había hecho por la paz. Este es el fruto del idealismo. La acusación no se dirigía contra los discursos, sino contra la postura existencial del Vaticano, contra sus decisiones, contra su dinero, contra sus inversiones. La defensa estaba totalmente fuera de tono.

La utopía es algo distinto: es creer en un hecho que no acontece ahora, pero que puede acontecer mañana. Que los hombres se traten como buenos vecinos, que el hombre actúe de acuerdo con la mujer, que la pareja humana forme una comunión, es algo que puede y tiene que suceder. Tenemos que comprometernos para que eso sea verdad. El idealismo te deja contento de vivir en un mundo imaginario, te bloquea en un presente que no existe; lo crees tú, porque está en tu cabeza. La utopía te atormenta y te invita a buscar lo que no está en el presente, pero que tú debes alcanzar. Los investigadores en el terreno de la medicina no se dan tregua hasta lograr que se eliminen todas las enfermedades del mundo; no lo lograrán jamás, pero luchan desesperadamente por conseguir esta meta. Es la fuerza de la esperanza, es eso que san Pablo define como esperar contra toda esperanza. El evangelio es una utopía y no un idealismo. El evangelio no progresa como una teoría científica; tenemos que ponerlo en práctica y, al comprobarlo, lo comprenderemos cada vez mejor. Cuando pensamos en el evangelio como en una teoría filosófica y queremos desarrollarlo, ampliarlo, enriquecerlo como a cualquier otra teoría, el evangelio muere; lo que creemos evangelio es ideología cristiana.

Ahora estamos en disposición de comprender mejor por qué Jesús no se preocupó tanto de ampliar los confines de su acción, sino que quiso permanecer en un grupo y «hacer fraternidad» con ese grupo, hablándole del Padre a esa fraternidad. Mira, Pedro, qué hermoso y qué claro es este texto del capítulo 23 de san Mateo: «Pero vosotros no queráis llamaros maestros, porque uno solo es vuestro maestro y vosotros sois todos hermanos. Y no llaméis a nadie en la tierra padre, porque uno sólo es vuestro Padre, el que está en los cielos. Ni os hagáis llamar doctores, porque uno solo es vuestro doctor, Cristo». El Padre es mirado y comprendido «desde dentro» por un grupo de hermanos. Y san Pablo, que parece estar permanentemente de viaje, se pasaba años enteros en una comunidad. Sus cartas van dirigidas a las fraternidades con las que ha vivido largo tiempo.

En el momento en que vivimos hay como dos maneras de ser cristiano: una popular y otra para la clase media. No me atrevería a decir de los intelectuales, porque conozco a muchísimos intelectuales que están más de acuerdo con el cristianismo popular que con el cristianismo de la clase media. La manera popular de ser cristiano consiste en leer el evangelio desde la propia vida y en comprenderlo en la vida. Se le comprende cada vez mejor cuanto más se eliminan de la vida los propios intereses y se apunta únicamente a «hacer fraternidad». La manera de la clase media es la especulativa, la que da importancia al razonamiento, a la evidencia de ciertas ideas, más que a la vida. En la edad media se luchaba hasta la muerte por la defensa de un dogma: si María era virgen después del parto o si perdió en el parto su virginidad; hoy luchamos de otra manera y por otros motivos, pero la lucha continúa. Quizás sea éste un signo de la vitalidad de nuestra fe. Hay dos frentes: el de los cristianos «especulativos» y el de los cristianos «prácticos», diría yo, si no se ofendiesen algunos «historiadores». Los especulativos acusan a los prácticos de no darle importancia a la verdad, siendo así que el evangelio es sobre todo verdad y que no se puede obrar si no tenemos clara la verdad. Muchas veces confunden la claridad con la verdad. Tú mismo lo has podido ver cuando has leído la carta del episcopado sobre la familia: ¡ésta no es la familia venezolana!, exclamaste. Y me pareció la tuya la reacción más verdadera del pueblo ante los documentos de la iglesia. Es verdad que Dios es Padre, que Jesús es hijo de Dios, que cuando en la misa se dice «esto es mi cuerpo», el pan es cuerpo de Cristo, pero párate ahí y no razones tanto sobre eso. El evangelio es «caminemos hacia el Padre, haciendo fraternidad entre nosotros». «Hacernos hermanos» es una tarea que dura toda la vida; nunca podremos decir «basta». Esta es una idea que puede comprender el campesino de Bojó lo mismo que el mayor científico de la tierra.

Aquí no entran los pobres, sino las ideas sobre los pobres

El conflicto comenzó ya en tiempos de Jesús. Jesús estaba de acuerdo con los fariseos en que su pueblo había sido escogido por Dios como interlocutor. Respetaba todo lo que Dios había confiado a aquel pueblo; no había que tocar ni un punto ni una coma. Pero, hombres de Dios, no confundáis las cosas. En lugar de estar repitiendo: «Señor, Señor», procurad convertiros en hijos del Padre. En lugar de hablar de libertad, procurad haceros libres. En lugar de decretar cómo se tienen que portar los hijos con los padres, empezad a amar con cariño a vuestro padre y a vuestra madre. Para no confesar delante de Jesús que no estaban de acuerdo con él, porque aquello les habría acarreado la antipatía de la gente, intentaban hacerle resbalar en algún punto doctrinal. Lo llevaban a su terreno, para poder decir: es un hereje, blasfema, no está de acuerdo con las tradiciones. Después de veinte siglos, amigo Pedro, no han cambiado las cosas. Quizás se trate de una ley histórica; las cosas tienen que ir así y tenemos que aceptarlas. Si por un milagro todos los sacerdotes, todos los doctores* los que han estudiado esos temas teológicos, pudieran tomar esta decisión: no tenemos ninguna ideología que defender, ningún cuerpo de verdades que salvar, vayamos todos tras Jesús para hacernos hermanos y reunimos en una familia para ser hijos del Padre, entonces el evangelio sería de veras, visiblemente, el gran fermento de la historia, la salvación de la humanidad. Pero esto es un sueño demasiado bonito. Me pregunto si sería conveniente que fuera así. Por eso Jesús tenía que buscar «gente de fuera» para que lo comprendiesen: la samaritana, Zaqueo, la cananea, el centurión, gente que no tenía nada que defender y que descubría dentro de sí una confianza absoluta en Jesús. Haremos todo lo que él nos diga.

Lo que cuenta es la confianza en Jesús. Puedo saber quién es Jesús, pero sin fiarme de él. Para acabar con este tema que quizás te aburra un poco te diré que en el nuevo testamento hay una idea que siempre me ha producido gran impresión: «hacer la verdad en el amor». La verdad se cree haciéndola y se hace creyéndola. La filosofía griega que se abrazó indisolublemente con el evangelio tiene un defecto de origen: es idealista, va del cerebro a la vida, proyecta la vida desde el cerebro. Piensas, elaboras un plan y luego ves si lo puedes realizar en la vida. Y si lo puedes realizar, te sientes satisfecho porque la claridad con que has visto ese plan tuyo te llena de satisfacción. El evangelio les dice a los hombres: buscad la verdad con la vida. Tú has oído hablar de religiosidad popular en la América latina, Pedro, y también éste es un tema de conflicto. Nunca se llega a lo concreto del problema: ¿hay que dejar las estatuas de los santos o tirarlas a la calle? Tú has asistido en nuestra casa a ciertas conversaciones que, como hijo del pueblo, te han irritado profundamente. Los sacerdotes —me has dicho más de una vez— injurian al pueblo. El pueblo es ignorante y no puede comprender ciertas cosas; la mujer del médico y la maestra acuden a las reuniones bíblicas del martes y la criada va al via-crucis de los viernes. ¿Quieres que transmita tu comentario? ¡Qué porquería!… Cuando se traía de la piedad del pueblo desde fuera, desde arriba, no se puede hacer otra cosa más que injuriar al pueblo. Se trata de la piedad popular en los institutos de pastoral; no tenemos derecho a ello. Sólo aquellos sacerdotes que viven comprometidos con el pueblo, compartiendo su vida, sus luchas, sus esperanzas, pueden descubrir con el pueblo lo esencial del mensaje evangélico.

La iglesia ha intuido esta verdad. La constitución Gaudium et spes de la que te he hablado algunas veces recoge la intuición de que la iglesia, esto es, los responsables de la iglesia, deben hacer suyas las esperanzas, los dolores, las verdaderas luchas del hombre. Pero el maldito idealismo nos traicionará siempre con un engaño feroz: creemos que estamos inmersos en el pueblo, que somos populares, por estudiar en una biblioteca estadísticas y ensayos sociológicos sobre el pueblo.

Es absolutamente falso decir que, cuando uno ve su manera de ser cristiano de una forma simple y vital, o sea, cuando uno es un «cristiano histórico», es indiferente ante la verdad. No aceptará una verdad abstracta, pero sí una verdad que ilumina la vida. Jesús ha dicho que Dios es Padre, y esto lo comprenden todos, como tú mismo estás demostrando. Pero ¿te interesa de verdad saber si Dios hizo bien o mal al crear el mundo, si podía crearlo o no crearlo, si Dios cambia por fuera o desde dentro? Lo que interesa es alegrarse de que Dios se revele en nuestra vida como Padre. Como ese amigo nuestro de Montevideo, ateo, que descubrió en la cárcel que Dios es Padre y que por consiguiente nadie, ni siquiera los crueles perseguidores de Uruguay, podrán hacerle realmente daño, que no estará nunca abandonado, que su prisión servirá para la libertad y que, cuando uno se descubre amado por el Padre, puede ser mucho más feliz que sus tristes verdugos. Esto es pensar en Dios y conocerlo a partir de la vida y no desde una mesa de estudio. Hablando una vez en la universidad iberoamericana de Méjico dije: aquí no entran los pobres, lo que entra son las ideas sobre los pobres. Y esto podríamos afirmarlo casi siempre de los ambientes cristianos. He comprendido tarde, pero finalmente lo he comprendido, por qué en el pasado se opuso la iglesia a la lectura de la Biblia. La Biblia era un libro casi prohibido. Mi abuelo, que era un supercatólico, no había leído nunca el evangelio. Porque el evangelio te lleva a la vida y puedes leerlo solamente a partir de la vida. La tremenda desnudez del evangelio juzga a todos los tratados cristianos, a toda la construcción cristiana: la concepción de la familia, la concepción política, todas esas conciliaciones imposibles que hemos sabido apañar. Este idealismo influye en un hecho sobre el que hemos tenido ocasión de reflexionar. Me acompañaste a visitar una comunidad religiosa y aquello te suscitó un problema. Tú, hijo del pueblo, te sentiste mal. Te acogieron estupendamente y, como tú mismo me dijiste, te agasajaron como a un rey. Pero creías que ibas a encontrarte en Nazaret y te viste en pleno ambiente burgués. Te mostraste triste, descontento, sin esa cordialidad habitual en ti. Yo me sentí preocupado por ti, pero luego pensé que el que estaba «fuera de lugar» era yo, que me había acostumbrado a tragar esas píldoras demasiado gordas. He visto en Méjico, en Argentina, y no te digo nada de los monasterios de Europa, ciertas «casas de oración» de un lujo y una comodidad que supera a la de las familias burguesas. En un monasterio benedictino que visité este mismo año tenían el proyecto de construir una piscina que costaba una suma fabulosa. Y llegué a esta conclusión: o los monjes se han vuelto locos o yo tengo una concepción equivocada de la vida religiosa y monástica. Me puse a pensar cómo habrían surgido .aquellos monasterios, porque no me entra en la cabeza que sea yo el listo y ellos los tontos. Como tú sabes, Pedro, aquí en Venezuela existe un instituto que se llama IVIC (Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas); en este instituto hay una biblioteca que resulta de veras una tentación para mí; se me ocurre pensar que debería haberme metido a investigador. Las personas dedicadas a la investigación tienen un apartamento que yo llamaría conveniente, no lujoso, pero sí funcional. Me parece que es perfectamente justo, ya que se necesitan ciertas comodidades para una actividad intelectual, para trabajar con la cabeza. He visitado varias veces el IVIC, soy amigo de algunos de sus miembros, su ambiente me resulta simpático y no me choca ni mucho menos. Los monasterios parece que obedezcan al mismo criterio. Crear ciertas comodidades para la gente estudiosa, para los investigadores, para que puedan rendir. No se ve la oración como experiencia de Dios bajo la guía de Jesús y la influencia de su Espíritu. Es una actividad intelectual, una investigación. Y para eso se necesita crear comodidad, belleza, armonía, música, todo lo que puede fomentar la actividad intelectual. Este es un ejemplo claro, irrefutable para mí, de la influencia de la cultura griega, La visión del hombre que proviene de esta cultura ha influido en la fe. Las personas que están allí dentro tienen que pensar que la experiencia de Dios es un descubrimiento semejante al de una ley química, o de una novedad astronómica, o de un virus oculto que hace estragos en la humanidad. Sólo así se explica este lujo y estas comodidades. El día en que esos monjes lean el evangelio y descubran que la experiencia de Dios no es el resultado de un perfeccionamiento de la inteligencia, que es algo muy distinto del descubrimiento de un virus, entonces se darán cuenta de que estaban equivocados. Buscaban una casa de oración y han caído en un IVIC estéril.

Cuando Dios se hace presente

¿Qué cosa es la experiencia de Dios? Volveremos luego sobre ello, Pedro, pues ahora me siento demasiado conmovido: el que hoy se sigan construyendo casas de este tipo es una prueba de que el Espíritu santo nos ha vuelto locos. Quizás en una época en que la iglesia tenía el monopolio de la enseñanza se pudieran comprender ciertas estructuras. Hoy están inexorablemente condenadas por la historia. Sirven provisionalmente para acoger a burgueses en crisis, y mañana como lugares de encuentro. Son ambientes que, suministrando «producciones cristianas», ayudan a olvidar la lectura del evangelio. Puesto que, como hemos dicho, el verdadero hombre, el que merece de veras este calificativo, es el intelectual, ese hombre merece estar rodeado de dignidad y de decoro; es un aristócrata y tiene que vivir como un aristócrata. Dentro de esos castillos levantados para los «especialistas» de la oración, esos que ejercen la actividad más noble del hombre y que buscan los valores más importantes de la vida, sigue vigente una concepción griega. Los monasterios son la reproducción de las academias, de las escuelas de filosofía, de los institutos científicos de alto nivel. No tienen nada que ver con el marco en que vivieron Jesús y los apóstoles y en que viven esos «pobres y pequeños» a los que se revela el Padre, cegando a los sabios y grandes de la tierra. No se trata de un problema de pobreza solamente; se trata de una concepción del hombre, de Dios, de la misión de Jesús en el mundo, del tipo de relación que Jesús propone entre el hombre y Dios. En una palabra, deberíamos decidir si las casas de contemplación son casas de estudio y de búsqueda del dios de Aristóteles. Si son un lugar en donde tiene que hacerse presente y visible la acción de Jesús en el mundo, prefiero a un grupo de conspiradores. Otro inconveniente que procede del idealismo es que mira a la tierra, al trabajo, a las cosas, al cuerpo, a todo lo que no es idea, como algo inferior. El mirar una flor, el olería, era considerado como una imperfección. Y este tiempo no ha pasado del todo. El espíritu, lo invisible, es lo que cuenta, mientras que lo que se ve y se toca carece de importancia. Pero Jesús nos invitó: ¡mirad la tierra! ¡mirad los lirios del campo! ¿No veis lo hermosos que son? La belleza eterna de Dios se hace presente sucesivamente en las cosas que pasan. En el momento en que la flor está en todo su esplendor, Dios se hace presente en ella. Mirar la naturaleza es un mirar a Dios. En el momento en que el pobre llama a la puerta, es ese pobre el que me acerca a lo absoluto de Dios. No son dos distintos el pobre de la puerta y el Absoluto que está en el cielo, la belleza de Dios y la belleza de la flor. El Absoluto se identifica con aquel que hoy, lunes, se llama Carlos y mañana, martes, se llama Francisca y el miércoles se llama Alejandro. Esto es muy difícil de comprender para vosotros. Una cosa es Dios y otra cosa es el hombre; una cosa es el servicio de Dios y otra cosa es el servicio del hombre. Jesús unificó las dos cosas, pero entre nosotros y el evangelio hay una educación filosófica que nos impedirá siempre captar esta vigorosa unidad. Dios es desde luego el que permanece, el que es eterno, mientras que el hombre pasa; pero en este hombre que pasa y se cambia está el Dios que permanece, lo mismo que detrás de la flor que se agosta está el Dios creador que es fuente eterna de vida. Afortunadamente, Pedro, tú no has vivido todos estos problemas ni la dificultad de vivir en una iglesia donde está Cristo y que se ha hecho extraña a él. Tú pasas mucho tiempo mirando estas colinas, el cielo rojizo del atardecer; tú me has enseñado a mirar los crepúsculos andinos y me has dicho que ésta es tu manera de mirar a Dios y de hablar con él. Tú sabes muy bien que eso no es Dios, sino la ventana por la que Dios se asoma. Tú no sabes nada de materia, de espíritu, de dualismo. ¡Qué hermoso! Ahora que estás aquí para saber lo que significa ser cristiano, tienes miedo de volver a tus amigos, a esa vida inútil. Esta es la «vida carnal»; es una palabra fea; la adoptamos porque se encuentra con frecuencia en el nuevo testamento. A esta vida de aquí, la que vivimos en estas tierras, que es búsqueda de Dios en el trabajo, en la amistad, en nuestras charlas, la llamamos «vida espiritual», vivir según el espíritu. El tiempo que dedicamos al estudio, a la «actividad espiritual», es escaso, mientras que el tiempo que dedicamos a las actividades «corporales» es muy amplio: trabajar, comer, dormir. Tu tiempo es más del cuerpo que del espíritu, pero tu vida no es carnal. Y conozco a personas que dedican la mayor parte del tiempo a actividades intelectuales, al espíritu, y que son carnales. Todo depende de saber qué es lo que buscamos, lo que queremos, para qué estamos aquí.

Descubrir hoy de nuevo a Jesús

Me has pedido varias veces que te hable de Jesús. Hay cuatro maneras de pensar en Jesús: el Jesús de los sacerdotes, el Jesús de los revolucionarios, el Jesús de los burgueses, el Jesús liberador que es de todos y de ninguno. El Jesús de los sacerdotes es el Jesús del ghetto. Para ser honrados hemos de reconocer que muchísimos sacerdotes han salido del ghetto. El ghetto es el barrio donde los cristianos perseguidores confinaban a los judíos. Ghetto significa lugar cerrado y amenazado, y por tanto en actitud defensiva y agresiva. Nos da la impresión de ser un campamento de guerra. Con lo que dice el evangelio se ha construido una teología de Jesús o una cristología, como algunos dicen: Jesús es Dios como el Padre. Y de aquí ha salido una palabra terrible: consustancial, de la misma sustancia. Jesús es Dios, pero es también hombre. Se han forjado teorías y contrateorías para resolver este problema de la unión de lo divino y de lo humano en Jesús. Si pensaba como nosotros, si sufría como nosotros, si amaba como nosotros, si también él tuvo que aprender o si sabía todas las cosas, etcétera. Te confieso que me hacen sufrir mucho esos directores de escena o escritores que satirizan sobre Jesús, como ese amigo mío mejicano que tú conoces y que está escribiendo una novela que será considerada como blasfema. La verdad es que tantas disertaciones sobre Jesús y tantos bizantinismos han crispado los nervios. Las disertaciones sobre Jesús te introducen en una especie de red tan espesa que te parece imposible no cometer errores, no dar un paso en falso. Si te equivocas, te dan un batacazo en la cabeza y te dicen: tú no eres cristiano. Esto sucede también en el marxismo, en los partidos políticos que tienen a su fundador «como a un dios». A veces este escribir sobre Jesús está inspirado por ese amor tan grande que suscita su persona, que ciertamente resulta muy simpática. A veces, demasiadas veces, todas las disertaciones no sirven más que como barricadas en el ghetto. Los que están dentro dicen: nosotros sabemos quién es Jesús; si queréis saberlo, venid aquí; pero para poder entrar tenéis que saber el santo y seña. Pues bien, Pedro, si me has seguido, hemos descubierto más de una vez en nuestras conversaciones que todos y cada uno de los hombres tienen que encontrar a Jesús; si no, están perdidos. Ninguno, absolutamente ninguno, puede decir en el fondo de su vida: yo nunca me he encontrado con Jesús. Todos, antes de morir, podrán decir: estabas escondido allí, nunca lo habría pensado… Yo me he encontrado contigo sin saberlo. Los sacerdotes llegan sólo a unos pocos, a muy pocos en todo el mundo, y esos pocos no representan a los que mejor han comprendido a Jesús. Porque mira, Pedro, una cosa es saber quién es Jesús, cómo funciona su inteligencia, cuál es su manera de hablar, cómo podía sufrir y morir, y otra cosa es comprenderlo. Muchos lo conocen sin comprenderlo, y muchos lo comprenden sin conocerlo. No te extrañes de ello, porque a nosotros nos ocurre lo mismo; es una ley humana. Tú has visto cartas de personas que no conozco y que nunca conoceré; han leído algunas cosas que yo he escrito y muchas de esas cartas demuestran que sus autores me han comprendido hasta el fondo. Y sucede que hay ciertas personas que lo saben todo de mí, dónde he nacido, cuándo, quiénes son mis parientes, si estoy sano o enfermo, pero no me comprenden lo más mínimo. Se puede saber quién es Jesús sin comprenderlo y comprenderlo sin saber quién es. Esto debería llevarnos a la siguiente conclusión: nadie puede gloriarse de tener la «exclusiva» de Jesús. Pero para llegar a esta conclusión seria necesario haber llegado a una etapa que está muy alta. Jesús no logró obtenerlo de los fariseos de su tiempo.

Está el Jesús de los burgueses. Es inútil, Pedro, que te diga que cuando hablo del Jesús de los burgueses me refiero a la manera con que los burgueses miran a Jesús. Es el Jesús privado, el que está a tu disposición. ¿Sabes quién es el burgués? Es aquel que nunca guarda cola: concierta con el dentista, con el abogado, con el psicólogo, una hora determinada. Puede pagar y consiguientemente puede disponer del profesional, del obrero, del servicio, cuando quiere y como quiere. Un certificado de la oficina de emigración puedes obtenerlo, si todo va bien, en una semana; pero si se lo pides a un personaje que goza del prestigio del poder y del dinero, te lo dan en media hora. La experiencia de estas personas lleva a dos o tres convicciones que se convierten en vida, en manera de ver la vida. Yo puedo obtener que todos estén a mi disposición. No hay obstáculos insuperables, ya que todo se puede en el mundo y yo tengo los medios para que todo se pueda. No veo por qué en mi vida tengan que surgir obstáculos, alguna cosa negativa, desde el momento en que tengo un poder casi infinito. La relación con Cristo no es una excepción. No es Cristo el que dispone del hombre, sino el hombre el que dispone de Cristo. Naturalmente, para disponer de él tengo que pagar con dinero, con adulación, con exaltación. Para que Cristo esté contento de mí, diré que para mí él es la paz del alma, la alegría, el gozo, la fraternidad, el milagro, todo. Todas esas palabras presentan aparentemente a Jesús, pero de hecho lo convierten en un personaje de leyenda, en una especie de figura simbólica, en una especie de fábula. Aparentemente en esta visión burguesa se respeta la divinidad de Cristo, pero yo diría que de hecho se le relega a una esfera muy lejos del hombre, ya que la mayor parte de los cristianos ignoran que Jesús tiene algo que ver con la liberación, con la igualdad entre los hombres, con la justicia, con todo aquello que es tan importante en nuestra vida cotidiana.

¿Quién es para mí Jesús? ¿Qué he encontrado yo en el encuentro con él y quién es él para mí? Un día vinieron a verme cuatro muchachos y me contaron las experiencias de su vida: yo era un drogadicto…, yo era un seductor de muchachas, uno acostumbrado a los burdeles…, finalmente encontré a Jesús. Todo esto lo he observado desde mi juventud…: he encontrado a Jesús, ahora tengo que comprenderlo. ¿Te acuerdas cuando leíamos a Paulo Freiré y nos pusimos a reflexionar en la educación «banquera»? Metes dentro del banco la física, la matemática, la química, te vas haciendo cada vez más rico, más poderoso, más capaz de dominar. Vas creciendo y esta educación centrada en tu «yo» te hace cada vez más fuerte, cada vez más seguro, con menos complejos de culpa por estar sobre los demás y dominarlos. Se han multiplicado los movimientos y las manifestaciones que tienen como centro a Jesús. Hay diferencias entre estos varios movimientos, pero su inspiración burguesa salta inmediatamente a la vista. Se trata del «Jesús banquero», del «Jesús para mí», aun cuando seamos muchos los que nos damos la mano. Del Jesús que te cambia por dentro, pero te deja indiferente frente a la historia. Quiero leerte un trozo de la primera carta a los corintios, en el capítulo cuarto. Los ciudadanos de Corinto son algo así como los burgueses de su época; les gusta divertirse y disfrutar de la vida. Se entusiasman fácilmente con todas las novedades, con todas las modas, con tal de que no les comprometan hasta el fondo. La nueva religión predicada por Pablo es uno de los nuevos estimulantes que da cierto sabor a su vida. Encuadran el mensaje de Pablo en un marco de modernidad, de belleza, de variaciones intelectuales, hasta el punto de hacerlo atrayente, «el último grito». Entre ellos hay también personas serias que buscan verdaderamente vivir una vida que valga la pena. Por eso las dos cartas de Pablo son una urdimbre de reproches, de sarcasmos, de consejos apasionados y llenos de esperanza. El famoso himno al amor que hemos leído juntos más de una vez está escrito a los corintios. Pero leamos ahora este párrafo: «Ya estáis saciados. Ya sois ricos…; sin nosotros os habéis convertido en reyes… ¡Quisiera Dios que reinaseis de verdad, para que también nosotros pudiéramos reinar con vosotros! Pero la verdad es que yo creo que Dios nos ha destinado a los apóstoles para que seamos como los últimos de los hombres, como condenados a muerte, ya que nos hemos convertido en el espectáculo del mundo, de los ángeles y de los hombres» (1 Cor 4, 8-9). El hombre, el joven, tiene derecho a cantar, a estar alegre; la vida de suyo es alegría. Yo creo en el canto del que ha encontrado a Cristo y en él un sentido para su vida, porque estoy convencido de que solamente Cristo nos da el sentido definitivo global de la vida, pero no creo en una alegría fabricada en las x asambleas cristianas; es «banquera», está cerrada dentro del círculo estrecho de la asamblea y nace de un olvido de los problemas del mundo. Recuerdo que, cuando me ocupaba exclusivamente de la juventud e intentaba can todas mis fuerzas dar a los jóvenes la conciencia y la responsabilidad del ser cristiano, un personaje muy importante en la iglesia me dijo: no hay que hablar a los jóvenes de ciertos problemas; los jóvenes tienen que cantar, estar alegres, vivir sin muchas cavilaciones, ignorar los problemas graves del mundo. Lo malo es que, incluso cuando han llegado a los treinta o cuarenta años, siguen organizando asambleas cristianas para cantar, para estar alegres, para vivir unos momentos «de cielo» y olvidar el drama del mundo. Prefiero el LSD a esas asambleas cristianas.

La grandeza ele Jesús está… en estar vacío

Está el Jesús revolucionario. Un grupo de cristianos comprometidos en la liberación ven en Jesús a su inspirador y sacan de ciertos gestos de Jesús, de ciertas palabras muy incisivas del evangelio, material de apoyo y de alimento para sus teorías revolucionarias. Este hecho ha dado origen a una polémica que todavía no ha encontrado solución. ¿Se debe, siguiendo al evangelio, ser revolucionarios y hacer una revolución concreta? Muchos de esos cristianos —tenemos que reconocerlo— no creen ya en Jesús como hijo de Dios igual al Padre. Lo ven como un hombre importante, animoso, que declaró la guerra al sistema de su tiempo. Ven en él a uno que tuvo el coraje de decir a los poderosos: no estoy de acuerdo con vosotros. Y murió por mantener esta postura. Lo peor para mí es que aquí, en América latina, se usa a Cristo como testigo y como garantía de las propias ideas. Sabiendo que el pueblo es cristiano, no hacen más que apoyar su propia razón y hacerla en cierto sentido dogmática, con la afirmación de que «esto es lo que quiso Cristo». Este manejo de Cristo, amigo Pedro, tengo que decirte que me repugna, aunque pienso, como sabes, que el mensaje de Cristo es hacer fraternidad y esto puede llevarnos muy lejos. No digo que todos sean así; entre los comprometidos —y tú sabes lo que quiero decir con esto— he conocido personas admirables, creyentes o no creyentes, y una enorme honradez. He de decirte, Pedro, que aquí en América latina las personas más abiertas al amor, las más generosas, las más puras, las he encontrado entre los miembros de las organizaciones de lucha. Esto no es teoría, es práctica.

A Jesús no se le ve ni se le encuentra por entre las calles del mundo, pero está tan presente en la historia, está tan en el centro de la acción liberadora del hombre, que todos tienen que hacer las cuentas con él y tienen que escoger: o con él o contra él. Cuando hablo de honradez y de falta de honradez me refiero a esto para ser claro.

Una persona comprometida en la liberación reconoce en el evangelio un mensaje de fraternidad y de justicia y en Cristo a uno que ha predicado este mensaje. Algunos me han dicho que no saben si Cristo es Dios o no lo es, pero saben que nadie ha tenido en la historia tanto influjo como 61. Esto me parece honrado. Pero si uno cree que el cristianismo es una completa falsedad, que Cristo es un embustero, y tiene que fingirse amigo para entrar en nuestra casa, ese me parece un tipo repugnante y no puedo estimar a una persona de ese género.

Podemos decidir ser amigos suyos, sabiendo que es una persona muy simpática y que corresponde a todo lo que andamos buscando, pero ¿acepta él mi amistad? En la amistad tenemos que estar de acuerdo los dos, ¿está él de acuerdo conmigo? Si me hubiera encontrado contigo hace unos treinta años, te habría dicho: confiésate, Pedrito. Luego te habría dicho: ahora que eres amigo de Jesús, sigue siéndolo siempre. Pues bien, esto no se excluye; de hecho se llega a la amistad haciendo una crítica de todo lo que va en contra de la amistad y pidiendo perdón por todo lo que hemos hecho contra esa amistad. Porque mira, cuando encontramos a Jesús, él era ya nuestro amigo, nos ofrecía ya su amistad; por tanto, esa propuesta de amistad tiene siempre un tinte de reconciliación. Pero quizás el sacerdote de hace treinta años tenía una idea un poco limitada y creía que seguir siendo amigo de Jesús quería decir «no volver a pecar». Hoy te diría que lo más importante es participar del ideal de Cristo que en el fondo es uno solo: hacer fraternidad tomando conciencia de la no-fraternidad. Esto es muy importante y te lo quiero subrayar bien: Hacer fraternidad lo que no es fraternidad. En todas las épocas, en oriente y occidente, ha habido predicadores de la fraternidad. No es ningún descubrimiento saber que se trata de la verdadera y suprema aspiración del hombre, saber que hemos nacido para esto. Si quieres libros sobre la amistad, sobre cómo hacerse amigos, sobre cómo ponerse de acuerdo con los demás, te puedo citar centenares. Jesús se sitúa en un mundo de pecado. No es un filósofo ni un teórico ni un psicólogo de la amistad; es un redentor, un liberador, un salvador. La suya no es una teoría sobre la amistad; es, para usai una palabra que ahora nos resulta familiar, una praxis. De lo contrario no se explicaría su polémica inexorable, su angustia, su muerte en la cruz. No vino a cantar a la amistad, sino que vino a transformar la enemistad y la división en amor. Por eso el evangelio no tiene nada que ver con ciertas formas, que humanamente pueden ser muy dignas de respeto, de buscar o de celebrar la amistad; pienso en estos momentos en el libro tan famoso de un americano, Dale Carnegie, Cómo lograr amigos. Sin esta conciencia de la división, del pecado de odio, de la desigualdad entre los hombres, sin partir de ahí todas las teorías de la amistad no entran en el evangelio. Buscar la fraternidad dentro de y a partir de la no-fraternidad. Los americanos son optimistas incurables; en muchos de sus libros y de sus movimientos la amistad es una táctica, es una manera de comportarse, una forma de educación. Cómo lograr amigos, cómo quererse bien. Están dispuestos a financiar espléndidamente una «escuela de Jesús» si da estos resultados.

El mensaje de Jesús es distinto: cómo hacer amigos y hermanos a los que de hecho se odian, cómo pasar del odio al amor, de la no-comunión a la comunión; éste es el sentido de la vida de Jesús. Por eso están ciertamente más cerca de Jesús los que «buscan hacer fraternidad» (aun cuando no estemos totalmente de acuerdo sobre sus métodos) que los que suponen ya la fraternidad y la exaltan con guitarras y arpas y danzas. La iglesia ha acogido, estimulado y alimentado un optimismo burgués que es enemigo de la cruz.

Todos los escritos «ortodoxos» sobre Jesús lo definen siempre como el hombre perfecto, el más completo. Y es verdad. Se le atribuyen todas aquellas que «para nosotros» son buenas cualidades: inteligencia, saber, dotes psicológicos, buena salud, etcétera. He leído recientemente una vida de Jesús de un teólogo brasileño, Leonardo Boff, que es un franciscano a quien estimo mucho. Nos dice una cosa nueva: la grandeza de Jesús consiste en… estar vacío. No según la forma vulgar de decir: éste es un hombre vacío, que quiere decir, un necio; sino vacío en el sentido de ser capaz de recibir como nadie. ¿Y recibir qué? El amor, la verdad. El hombre perfecto es aquel que tiene dentro una sola cosa: no es un museo, un almacén en donde hay de todo. Mira, Pedro; si nosotros pudiéramos ver el proyecto del mundo, la idea de donde ha partido toda esta variedad que nos rodea, veríamos que es muy sencilla, tremendamente sencilla. Nosotros rompemos a pedazos la verdad en muchas partes porque somos pobres. El saber muchas co-sas es en el fondo la señal de una gran pobreza espiritual. El que estudia mucho y estudia bien, cuanto más progresa tanto más sencillo se va haciendo. Es cada vez más sabio y cada vez sabe menos cosas. Avanza hacia una simplificaron interna. Pasa lo mismo que con el amor, que pasa de duchas palabras, de la necesidad de muchas explicaciones, a una simple mirada. Jesús es sencillo, muy sencillo: ve al mundo y a los hombres con una sola mirada que comprende todo lo que se puede saber sobre el mundo y sobre los hombres, lo que nosotros conocemos sólo en parte tomando diversos caminos, enfrentando el conocimiento desde diversos ángulos. Lo que buscan en el fondo los artistas, los filósofos, los científicos, es comprenderlo todo de una sola ojeada, llegar a una síntesis total. Una tarde, hablando de filosofía, te dije que la filosofía, la que nosotros conocemos, partiendo del primer elemento del mundo va en busca de una cosa sencilla que explique toda la complejidad del mundo. Esa ha sido la aspiración del hombre de todos los tiempos. Todos los filósofos sienten que lo que se presenta como diverso, como si fueran muchas cosas, tiene que haber partido de una única fuente, lo mismo que los grandes ríos tienen su origen en un manantial. Parece imposible que una sola fuente pueda haber dado origen al Paraná, al Orinoco, al Amazonas. Imagínate un hilillo de agua que da origen a todos los ríos de la tierra. Remontando la corriente de todos los ríos tropezaremos con ese manantial.

Las exigencias de un compromiso

Pues bien, sabemos que el principio de todo es el amor y Dios es amor.

Esta palabra amor, amigo Pedro, nos dice mucho y no nos dice nada; hemos de poner atención al usarla, pues la hemos deformado notablemente. La deforman los que la confunden con el erotismo y los que la confunden con la idea del amor. Me parece que es peor esta segunda deformación, ya que en el erotismo hay una gota de amor, pero en la idea del amor no hay más que palabras, palabras y palabras. Jesús no ha venido a decirnos muchas cosas, sino una sola: «Quereos, haceos hermanos, verdaderos hijos del Padre». Y cuanto más os comprometéis a hacer fraternidad, tanto más sentiréis y veréis al Padre. Cuanto más os alejéis de hacer fraternidad, tanto más desaparece del Padre, se disipa, se pierde allá arriba, entre las nubes. Por eso mismo los pensadores actuales, los artistas, los políticos, los directores de cine de hoy están de acuerdo en atacar a los cristianos en este punto: sois abstractos, vivís en las nubes, no servís a la historia. Nos defendemos a dentelladas diciendo que el reino de Dios no es de este mundo, que Jesús no era revolucionario, que la religión no es política, y machacamos y machacamos. Si uno no tuviera el evangelio, te aseguro, Pedro, que se volvería loco, que se pondría esquizofrénico, ya que el mundo católico está hecho de órdenes y contraórdenes. Parece un mundo racional y ordenadísimo, pero si vives dentro de él te das cuenta de la confusión que reina allí dentro. Hoy te dicen: tienes que entrar en la historia; Cristo está con el hombre; comparte con él las esperanzas, los dolores, las luchas, las alegrías de la gente. Y entonces te metes dentro hasta el cuello. Mañana te dicen: cuidado, no te mezcles en esa huelga, no te metas con esa gente que quiere cambiar el mundo. Hoy te dicen: naturalmente, si un comunista tiene un proyecto de justicia, ponte de acuerdo con él y luchad juntos; pero mañana te dirán: no vayas con él porque te devorará entre sus garras. Hoy te dicen: vayamos al encuentro del mundo que con sus ambigüedades busca realmente la verdad, aceptémosle, dejémosle la libertad de buscar; y mañana te dirán: mirad, la prensa ha arrastrado al mundo hacia la izquierda. Pero en fin, decidme de una vez qué es lo que tengo que hacer. Jesús nos dice: haced fraternidad, no digáis que sois hermanos porque eso es falso. La inmensa debilidad del mundo católico, la ineficacia de un grupo que es enorme en número y poderoso en medios, depende de estas órdenes y contraórdenes, de este querer y no querer, escoger y no escoger, llegar hasta cierto punto y dar luego marcha atrás. Y esto depende, no ya de la estructura mental o psicológica de los responsables, estoy convencido de ello; depende de una falta de verdadera encarnación. Haceos hermanos —nos dice el evangelio en todas sus páginas—; estad seguros de que tendréis que mancharos las manos, porque no sois puros y no podréis usar de unos medios que os den una seguridad absoluta. Solamente Jesús puede decir que ha hecho de su vida un don para la amistad y solamente para la amistad, y que no ha hecho nunca nada en contra de la amistad. Sólo él no ha contribuido a la discordia. Nosotros daremos siempre un paso hacia el amor, sembrando al mismo tiempo semillas de discordia. Vosotros trabajáis por la amistad y contra la amistad. Pero no os desesperéis; haced lo que podáis como podáis, pero comprometeos. Y una vez llegada la noche, cuando os retiréis bajo la tienda, decid sin rasgaros las vestiduras: mirad, tengo las manos sucias, pero no me las he ensuciado por hacer lo que me convenía a mí; no he buscado mi propio interés, no me he preocupado de mi perfección ni de que me estimen los demás. Me he arrojado a esta acción, he tomado esta iniciativa, porque sé que tú quieres de mí que contribuya a hacer fraternidad en el mundo. Y veo la señal de que hago algo útil en que tú te acercas a mí cada vez más, en que yo soy por esto más amigo tuyo, por lo que crece en mí el ansia de hacer fraternidad en el mundo.

Voy a ver, Pedro, si consigo poner en claro por escrito lo que discutíamos ayer por la noche, después de la visita de ciertas personas que dejaron en ti una impresión negativa. Hemos puesto ya en claro por qué no podemos juzgar a nadie; no se trata de obedecer a un decreto, sino de que nos faltan los elementos para formar un juicio; no sabemos hasta qué punto uno está enfermo o no, es o no es libre. Es cierto que con el correr de los años va creciendo la preocupación por uno mismo y la desconfianza ante los demás. Parece como si el tiempo y la experiencia trabajasen, no ya para unirnos y abrirnos a los otros, sino para aislarnos de ellos. Crece la necesidad de seguridad, el amor a las cosas. La señal de que uno se acerca cada vez más a Jesús es que se olvida y no se preocupa ya de sí, sino que se preocupa de los demás. Un libro muy famoso que leí en mis años de joven y que todavía considero que me hizo mucho bien es la Imitación de Cristo. En un párrafo habla de dos caminos inversos, el de la naturaleza y el de la gracia. Donde ahora no estoy ya de acuerdo con el autor de ese libro es en la conclusión, donde dice que es preciso hacer siempre lo que va en contra de la inclinación de la naturaleza. No estoy de acuerdo; así se llega a un voluntarismo tremendo. Pero es cierto que la acción de Jesús en nosotros se ve muchas veces a través de ciertos aspectos de nuestra vida que no serían así si se siguiera el orden de la naturaleza. Por ejemplo en este caso que te voy a señalar: cuanto más adulto se va haciendo uno y más viejo, normalmente, casi diría que naturalmente, se hace cauto, prudente, desconfiado, ansioso de seguridad. Y el signo de la amistad de Jesús es una liberación progresiva hacia la «imprudencia», la confianza en los demás, en una palabra, cierta juventud de espíritu que tiene todas las características de los años mozos. Este «perdernos» y preocuparnos de los demás arrastra consigo ciertas consecuencias. La primera es la de que se plantea continuamente la cuestión de si nuestra manera de vivir, de ganar, de usar el dinero, es «egoísta» o altruista. La segunda consecuencia es la de que se busca con lealtad aquel compromiso que, con todos sus límites y contradicciones, nos parece que contribuye más a superar los obstáculos de la fraternidad y a hacer fraternidad.

Para mí, la teología no debe preocuparse tanto de investigar quién es Dios como de iluminar la historia de hoy sin prejuicio alguno, para ayudar a los cristianos a hacer el reino de Dios. ¿Cuáles son actualmente los medios que tenemos para hacer fraternidad? Comprendemos que una persona es de Cristo y avanza en la amistad con él por la crítica permanente que hace de su propia vida y por la preocupación única y exclusiva que siente y que puede llegar a quitarle el sueño por hacer fraternidad. Si uno se enriquece, se hace cada vez más cómodo, más egoísta, más desconfiado, más cerrado; esto quiere decir que no crece en la amistad, aun cuando por sus lecturas y por su estudio teológico diga que conoce cada vez más a Cristo. Los grupos religiosos caminan en sentido contrario al evangelio; empiezan con un barracón y terminan con un palacio. Les pasa como a los emigrantes, que recuerdan la casita donde empezaron llena de moscas, privada de todas las comodidades, y se glorían de haber llegado en pocos años al aire acondicionado, al apartamento en la zona este, a los corredores luminosos, a los baños individuales y a todos los lujos burgueses. El evangelio va de la riqueza al «ve, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, ven y sígueme». La vida religiosa va del «ven y sígueme» al «lo tendrás todo, no te faltará nada; la única condición que te pongo es que se lo pidas todo a una madre superprotectora, que podrá ser dura en todo menos en prepararte una vida materialmente feliz». Puedes fiarte de ella a ojos cenados. El malestar que dejó en tu ánimo esa visita dependía de dos cosas, ya que en el grupo había dos situaciones: el seglar que era antes malo, un tizón del infierno, una piel del diablo y que ahora es un querubín en la tierra, pues ha comprendido, ha visto, se ha confesado y es un candidato para el cielo; está ya en el «frigorífico», dispuesto para ser servido. La otra era una religiosa que se gloriaba del espíritu de abnegación, de trabajo, de sacrificio, de las madres que habían venido sin un céntimo y que ahora tienen capitales que dan envidia a los magnates del petróleo. Pobre Pedro, ya no entiendes nada. La verdad es que debo decirte honradamente que los que se acercan a los católicos necesitan tener nervios de acero. Si resistes, eres fuerte. Yo siempre tengo la esperanza —déjame ser optimista— de que los religiosos descubrirán que «la pobreza de espíritu», la independencia espiritual, cuando somos cómplices —una complicidad del 80 por ciento— de la sociedad de consumo, es la traición más colosal que nos ha hecho nuestra filosofía idealista. Bastaría esto para liquidarla. Un monje pobre en un monasterio burgués es una comedia sarcástica. El seguimiento de Jesús y la búsqueda de su reino en un ambiente tan complicado que te absorbe la mayor parte de tu tiempo es un absurdo. Tenía un amigo veneciano que descendía de una familia aristocrática y había heredado un palacio que tuvo que abandonar por falta de dinero. Decía que cuando su camarera había abierto y cerrado las ventanas del palacio, ya había cumplido su jornada laboral. Lo mismo podría decirse de muchos monasterios y casas religiosas. ¿Sabes de dónde va a venir la reforma de la vida religiosa? De los grupos de jóvenes «políticos» que se entrenan escogiendo un estilo de vida pobre, de trabajo manual, de comida funcional, apenas lo necesario, eliminando todos los vicios con vistas a estar preparados para cualquier acontecimiento. Consideran necesario este entrenamiento no sólo para afrontar una situación bélica, sino para prepararse al «poder», considerando que todos los políticos, una vez que han llegado al poder, se han dejado corromper por el amor al dinero. Me ha fascinado la conversación con esos jóvenes y ha sido para mí una prueba más de que el Espíritu santo está actuando en el mundo. Nosotros nos hemos olvidado de la situación existencial que Jesús les pide a los que aspiran a trabajar por su reino; ellos buscan una situación existencial que es sustancialmente evangélica para prepararse a una misión política. Mira, Pedro, Jesús no se da a ver. A ti te gusta mucho ese «poster» que tenemos en casa; es de Giotto, un célebre pintor italiano. A mí me dice poco; me gusta como pintura, pero no me ayuda mucho a hablar con Jesús. Es preciso acostumbrarse a verlo sin verlo. La semana pasada me dijiste una mañana: siento que viene alguien a visitarnos. Y vino. ¿Por qué lo sentías? No tenemos solamente los ojos y las manos para sentir; hay también otras facultades, otros medios. Pero no debemos fiarnos demasiado del pensamiento que, como hemos visto, le gusta avasallar. Yo sólo conozco, yo sólo sé, yo sólo juzgo. Este señor ha autorizado todas las incoherencias que hemos visto y muchas más. Intentamos ver cómo conocer a Jesús, cómo vivir en amistad con él. Me agrada mucho hablar de esto y al mismo tiempo me resulta difícil, ya que es imposible no hablar de la propia experiencia. Solamente unas pocas personas, muy pocas, las que llamamos santos, tienen derecho a hablar de su experiencia; los demás me aburren. Y a mí no me gustaría cansar a los demás. Hoy Jesús está de moda; todos hablan de él y su nombre aparece escrito hasta en las camisetas. Por eso hemos de estar atentos y no hablar de él con superficialidad.

Jesús ama al hombre y al mundo

Me gusta mucho esa canción cubana que canturreas continuamente: «Una historia de un ser de otro mundo, de un animal de galaxia…, una historia que tiene que ver con el curso de la vía láctea…». Probablemente tú llegarás a representarte a Jesús con cabellos largos, con barba; yo nunca he conseguido representármelo. Pero se le va descubriendo poco a poco en la vida misma, a partir de la vida. ¿Qué es lo que está haciendo en ti? Te ha dicho: sal de tu casa, de tu ambiente, rompe con esa vida que llevas y que carece de sentido. Has experimentado una fuerza irresistible, como tú mismo me has confesado. Lo que antes te gustaba empezó a disgustarte. También tus amigos tienen momentos de crisis como tú, sienten la náusea de la vida, se aburren, pero se quedan allí. Buscan una solución en la política, en una moto que se compran con mucho esfuerzo, «pero yo me he dado cuenta de que no van al fondo del problema». «Yo ahora me siento libre del miedo, de la desconfianza en mí; siento una seguridad que antes no sentía. Todavía no veo con claridad qué es lo que he de hacer mañana, cuál ha de ser mi porvenir, pero no me preocupo por ello. Es como si supiera que otro se ocupa de mí y está haciendo el plan de mi vida. Aquí no tenemos radio, ni máquinas registradoras; me levanto muy temprano para ir al trabajo, vuelvo a las cinco con las espaldas rotas, hago una vida que les parecería insulsa a mis amigos; pero me siento feliz. Intento explicarme el porqué de esta felicidad y sólo encuentro una respuesta: siento que uno se interesa por mí y que yo soy interesante para alguien».

Hemos hablado mucho sobre el significado de la palabra «interesante», que no quiere decir ser importante, sentirse importante, un pez gordo. Tú, Pedro, has encontrado esta palabra porque sabes qué quiere decir «estar enamorado». No hay nadie que te interese tanto como esa persona. Si te preguntan con quién deseas estar, con quién te gusta hablar, sólo tienes una respuesta. No sé por qué; si mis amigos me lo preguntan, no sé qué contestarles, pero me he sentido interesante para alguien. Y poco a poco, leyendo el evangelio, conversando entre nosotros, he descubierto que este alguien es Jesús. Tengo dentro de mí una certeza de que Jesús no es como nosotros, que hoy apreciamos a una persona y mañana ya deja de interesarnos. Siento que seré siempre interesante para él y que, si yo llegara a olvidarlo, él me seguiría buscando de alguna manera. No sé si es justo pensar así, porque yo no he leído libros espirituales, pero estoy seguro de que seré siempre interesante para él.

Si me preguntas quién es para mí Jesús te responderé: es uno al que yo intereso mucho y para siempre, y que vendría a buscarme en cualquier situación y en cualquier lugar en que me encontrase.

No me gusta escribir esto, porque podría parecer una encuesta sobre Jesús, siendo así que lo que yo recojo aquí es el fruto de diversas y largas conversaciones. Son como pinceladas que van apareciendo mientras hablamos de otra cosa, en el trabajo duro de «curar» las plantas con el veneno, de escardar los campos que se llenan de broza, en las conversaciones tenidas durante la jornada, con Silvio y con Santiago. En esas conversaciones sale a flote todo lo que Pedro piensa de Jesús y, en el diálogo, mi experiencia de él. Hago todo lo posible por no transmitirle una teología de Jesús, una cristología. Quizás lo haga más tarde; ahora estamos los dos en un camino de liberación: yo intento liberarme del idealismo y Pedro, no de unos vicios que no tiene, sino de eso que paraliza su afectividad, la confianza en sí, lo que él designa con la palabra «miedo». He descubierto que la enfermedad de sus amigos es en el fondo el miedo a la vida. Todos los días Pedro me expresa su preocupación por sus amigos: ¿qué hacer por ellos? Tengo que transmitir lo que estoy viviendo, pero no sé por dónde empezar. Quizás se rían en mis narices. En un librito sobre san Francisco que me han regalado se cuenta que al principio sus amigos se burlaban de él; lo trataban de loco cuando hablaba de amor y de fraternidad. A mí me ocurriría lo mismo. Tengo miedo de volver, no me siento bastante fuerte, pero siento que tengo que transmitir lo que estoy viviendo. Podría prepararme en política, ser un sindicalista, pero mis amigos están un poco desilusionados con la política que ellos han conocido. Ninguno de mis amigos conoce el amor. Todos tienen la experiencia de haberse ido con una chica, de haber «gozado de la mujer», pero no conocen nada más. No han tenido el cariño de un padre, como tampoco yo. Antes de ahora no me he sentido nunca interesante para alguien. Muchos de nosotros han conocido el cariño de la madre, pero sabemos que éstas no son cosas de «macho» y nos hemos liberado de ellas con todas nuestras fuerzas. Tratamos a nuestra madre como la trata nuestro padre: tiene que estar siempre la mesa puesta cuando llegamos, tiene que lavar y planchar, nunca tiene bien planchados los pantalones, la comida está siempre o demasiado cruda o demasiado salada. Buscamos inconscientemente toda clase de pretextos para hacer crecer nuestra autoridad masculina, nuestro poder sobre la mujer. Nos hemos hecho a la idea de que a la mujer le gusta el macho fuerte, dominador, sin ternuras. Con mis amigos no he podido tener nunca una conversación a fondo. Ahora estoy haciendo un descubrimiento: que Jesús me pide que me ponga a su disposición para hacer fraternidad. Siento que, si quiero sentirme amado, tengo que amar. Esto a veces me llena de tristeza y me preocupa; siento una enorme necesidad de hacer algo y no sé qué hacer. Mira, Pedro, yo no puedo darte un librito con diez lecciones que dar a tus amigos. Creo que Jesús quiere esto de ti y que te hará descubrir el camino. Una cosa es segura: tú tendrás que volver a tu barrio, aunque no sea tu barrio; esto es de poca importancia. Y tienes que intentar hacer fraternidad con tus amigos. Es lo que hemos dicho tantas veces y que se ha convertido en una idea casi obsesiva. Estoy seguro de que tu preocupación proviene del hecho de que para ti cristianismo significa difundir unas ideas, tener una teología que enseñar. Y esto es en el fondo lo que te preocupa. Todo eso que representa para ti una complicación intelectual, un convertirte en maestro, te llena de preocupación. Pero en tu compromiso concreto sabrás transmitir lo que ahora vives. Yo no puedo darte consejos porque no puedes fiarte de mí. Yo no puedo liberarme por completo de la ideología cristiana y tú tienes que transmitir ese amor, esa liberación que estás viviendo. Por decirte alguna cosa te diré que veo dos maneras, dos estilos: o el de san Francisco que arrastrado por el amor de Dios va gritándoles a todos que cada uno de nosotros es amado hasta la locura, o el de quien comparte la vida con la gente ayudándola a no despersonalizarse y a luchar concretamente para que sean más hermanos, más iguales. No lo sé, tú verás, porque Jesús es ese fuego que sientes por dentro. Si no hicieras nada, si volvieras a tu vida, ese fuego se iría apagando poco a poco. Si tomas una decisión, ese fuego arderá cada vez más como bajo un viento arrollador, te invadirá por completo y verás cada vez más claro lo que tienes que hacer.

La pobreza, signo de comunicación con Jesús

Mira, hemos descubierto que Jesús es aquel a quien no se le puede resistir. El otro día exclamaste: ¡Hoy se necesitaría un san Francisco! ¿Y quien hizo a san Francisco no podría hacer hoy a otro? Es verdad que el san Francisco de hoy no sería igual, pero tendría tres aspectos necesarios, urgentemente necesarios, en el mundo actual: la pobreza, la identificación con el pueblo y la experiencia profunda de que Cristo Jesús ama al hombre y al mundo. Estas tres cosas, las únicas que necesita de verdad el mundo, no se pueden enseñar en los institutos de Bogotá, ni de Lovaina, ni de Roma, ni de Madrid. Mira cuánto tiempo y dinero pierden los religiosos y las monjas. Esto, amigo Pedro, sólo puede dártelo Jesús. Hoy me has dicho que has inventado una oración: «Oh fuego, quémame». Yo tengo fe, mucha fe, en que si se necesitan hombres como san Francisco, esos hombres nacerán. Yo no lo seré ni puedo serlo, pero me sentiré feliz de verlos y reconocerlos. Si tienes presente esas tres necesidades de que hemos hablado tantas veces, tendrás tres signos que te servirán de indicadores para ti y para reconocer «al nuevo» entre los cristianos, a aquel con quien se puede contar y esperar: la identificación con el pueblo, la pobreza, la experiencia de ese gran amor que rodea al mundo. Esta tarde me ha estado hablando Ramón del retiro de dos días que ha estado haciendo: el sacerdote comía aparte, en la mesa de los aristócratas. El se ha dado cuenta enseguida y es fácil comprender que esto no ayuda mucho a la renovación que se busca en el retiro. Nosotros no podemos liberarnos de ser clase dirigente; por eso el camino de la verdadera renovación no pasa por nosotros ni lo haremos nosotros, aun cuando lo proclamemos y lo deseemos. No lo harán aquellos que quieren renovar al mundo sin darle al mundo la certeza de ser amado, porque tienen la técnica de la renovación, pero se olvidan de la energía, del dinamismo de esta renovación.

Un don de Dios que aprecio mucho es el de no sentirme necesario y gozar de que sean otros los artífices más necesarios del reino.

La conversación sobre Jesús nació de una fotografía tuya con tacones altos y una camisa hippie. Se te escapó la exclamación: «¡el burguesito!». Te parece increíble que hayas cambiado tanto en tan poco tiempo. Yo que te veo desde fuera no podría decirte que hayas cambiado tan radicalmente; quizás no sea necesario; si de burgués sólo está la camisa, la cosa no es grave. Lo que es esencial es que no das importancia a cosas que antes te parecían tan importantes. Esto es la pobreza y me atrevería a decirte que es ésta la pobreza que nos propone el evangelio. Voy a hablarte de ella, a pesar de que sabes que en esta casa se ha hablado ya mucho y que a veces lo hemos hecho con bastante calor.

La pobreza para mí es uno de los signos más claros de que estás o no estás en comunicación con Jesús. Una persona que se ha hecho amigo de todos aquí en Bojó es Juan-cito, un hombre con una familia numerosa, pobre, realmente pobre; es el único que tiene que trabajar para los demás, porque no tiene ni un solo pedazo de tierra. ¿Crees tú, Pedro, que se ha planteado él el problema de la pobreza y que ha pensado en «cómo» ser pobre? En lo que piensa es en sacar la familia adelante de la mejor manera posible, sin que le falte lo necesario de cada día. Uno que ha encontrado a Jesús y que está en comunicación con él se ha librado de un montón de preocupaciones: cómo vestirse, cómo comprar la moto, cómo obtener un tocadiscos. Todo queda absorbido por una sola preocupación y un solo deseo: el famoso reino, eso de que hemos hablado tantas veces. Cuando uno tiene tiempo y posibilidad de reunirse con otros para preguntar qué es la pobreza y cómo vivirla, ése para mí no tiene a Jesús. Vista desde fuera como una de tantas modalidades externas, la pobreza es ridicula. Es humillante para los pobres hablar de ella. No sé, pero a mí me da la impresión extraña de que es como una epidemia que se ha propagado en una región. Yo que soy una persona de fuera vengo a curar a los contagiados y acepto el riesgo de recibir el contagio. Pero no hablo de esto como si fuese una cosa buena, como si me agradara tener yo también unos ojos hundidos y una cara pálida. En tiempos de la revolución francesa las mujeres inventaron la «moda de la guillotina»: se cortaban los cabellos por encima de la nuca como se los cortan a los condenados a muerte para que no estorben el golpe de la guillotina. Llevaban una cinta roja alrededor del cuello para señalar la cabeza separada del cuerpo. Me parece una cosa tremenda, de muy mal gusto. Quizás si lo hubiera visto en el contexto no me habría horrorizado tanto. No sé por qué me acuerdo ahora de esto, cuando estamos hablando de la pobreza como de algo en sí mismo, tratando de este tema con desenvoltura como si fuera una experiencia más o menos, algo así como una experiencia deportiva. Se ha discutido hasta el infinito si Jesús era pobre y cómo era pobre. Vivía con los pobres, pero acudía a cenar en Betania, un barrio de la zona este. Era pobre, pero permitía que se derramase sobre su cuerpo una botella de perfume francés… Nosotros, los religiosos, hemos llenado el tiempo con discursos sobre la pobreza, porque la preocupación por «hacer fraternidad» en un mundo fratricida no nos ha rozado ni siquiera la epidermis. Anunciar el reino de Dios es para nosotros exponer unas ideas de la forma más clara posible. Y entonces se comprende que pueda discutirse durante siglos sobre lo que es la pobreza.

El compromiso es con el pueblo

Los grupos de jóvenes comprometidos a luchar contra el imperialismo, contra la sociedad de consumo, contra la explotación del hombre por el hombre, cuando son sinceros como muchas veces lo son, cubrirían de ridículo a un grupo de religiosos discutiendo sobre la pobreza. Nosotros, los religiosos, estamos tan atenazados por la ideología que no nos hemos dado cuenta todavía del cambio que se está realizando ante nuestra vista. Los abuelos y los padres de las jóvenes generaciones luchan impulsados por una ideología. Para ellos el compromiso político era el compromiso con un programa político. Yo diría que la visión política del siglo pasado era iluminista. Los jóvenes de hoy se han dado cuenta de que sus padres han engañado al pueblo y se han quedado enjaulados en una ideología que ha envejecido y están por eso fuera de la historia. Hoy el compromiso no es ya con una ideología, sino con el pueblo, con la clase oprimida. Por eso el compromiso político comienza con la proletarización, entrando en comunión con el pueblo, y desde allí, desde esta comunión, se verifica la validez de una ideología y se modifica su eficacia sobre la base de la experiencia.

De esta comunión con el pueblo nace, no ya una doctrina sobre la pobreza, sino una vida pobre, una simplificación progresiva de la vida. La fidelidad no queda asegurada por la voluntad y por el propósito de ser coherentes con una doctrina; la fidelidad es fidelidad al pueblo, a los pobres. Si no se comprende esto y no se acepta como un cambio cultural que va mucho más allá de eso que llamamos moda, es imposible comprender a los jóvenes de hoy, es imposible comprender la renovación de la vida cristiana que no puede ser otra cosa más que una manifestación de juventud. Soy consciente de que esto me mete en un aparente callejón sin salida: la revelación viene ciertamente de lo alto, ¿cómo puede reducirse a una praxis? Lo veo perfectamente; pero si no tenemos en cuenta este cambio cultural evidentísimo en el terreno político, de la ideología al hombre, de la fidelidad a un programa a la fidelidad al pueblo, nos sentiremos siempre perdidos en este siglo que nos ha tocado vivir.

Si eres fiel a este compromiso de hacer fraternidad, puedes estar seguro, Pedro, de que no volverás a los deseos de tu pasado. Y los jóvenes que se dedican a cambiar las estructuras de esta sociedad en que vivimos, descubren que este cambio puede realizarse solamente por el pueblo, por los oprimidos. Y muchos religiosos siguen dedicándose todavía a la clase dirigente. Otro signo de amistad con Jesús, de estar en comunión con él, es la pasión por hacer fraternidad y por hacerla concretamente con el pueblo y con las víctimas visibles de la injusticia y de la violencia del hombre. Hay que comenzar haciendo fraternidad con ellos, y a partir de allí anunciarla con la vida; de allí parte y desde allí se difunde. Pedro, me gustaría que nunca perdieras de vista ese gusto que ha brotado ciertamente en ti de tu encuentro con Jesús, el gusto por la vida pobre. Hemos descubierto que son muy pocas las cosas que necesitamos, menos de lo que creíamos; y en ese poco no hay tristeza, porque está el gozo de ser acogidos, está la verdadera amistad. No tenemos nunca que olvidarlo en todos los cambios que hagamos en nuestra vida. La alegría de esta vida, a la que no hay nada que haga interesante, está motivada por el descubrimiento de que estamos aquí, no para explotar a los demás o para dominarlos, sino para amarlos. Pedro, cuando yo no esté ya a tu lado, tendrás que decirles a todos los religiosos con que te encuentres que la pobreza no existe, que existen los pobres, que Cristo no quiere la pobreza, que quiere que hagamos en el mundo la fraternidad, que la fraternidad la puede hacer solamente la clase oprimida y que para hacerla desde ella y con ella hay que amarlos, compartir su vida, vivir una comunión perfecta con ellos. Y entonces puedes vislumbrar que Cristo te llevará a tomar actitudes chocantes, a meterte en polémica con los demás.

Creo, intuyo, que tu misión no es tanto la de hablar como la de vivir. Solamente los jóvenes que descubran la verdad en esta vida con el pueblo podrán devolverle a la pobreza su verdadero sentido. Ahora comprendes muy bien por qué me repugnan y me hastían de veras muchos de los discursos que se han tenido, incluso aquí entre nosotros, sobre la pobreza; es que el acento del evangelio recae más bien en el amor y en el amor a los pobres. Había una única manera muy sencilla de tener una revisión sobre la vida y sobre el ambiente, para ver si son cristianos o no. Debería aplicarse la fórmula: «Donde no entra el pobre no entra Cristo». Si el ambiente en que vivimos, por su riqueza, por su misma situación en un barrio que no frecuentan los pobres —pienso en los negros de Sudáfrica o de los Estados Unidos—, es tal que de hecho, y a pesar de nuestras disposiciones interiores, no puede entrar en él un pobre, podemos estar seguros, infaliblemente seguros, de que allí no entra Cristo.

Además, Cristo te da otro signo de su presencia. Como un verdadero amigo, te invita a descansar un poco a su lado, para hacerte sentir su amistad y hacerte ver que eres su hermano e hijo de un Padre que te quiere bien y de verdad. Con un amigo no siempre se trata de problemas de ideales; nos sentamos juntos sencillamente para descansar y para hablar de cosas que aparentemente no tienen ninguna importancia. No sé cómo explicártelo, Pedro, pero tú mismo me has hablado de ello. Cuando has pasado mucho tiempo mirando el atardecer, contemplando ese escenario estupendo que nos rodea, me has dicho que no lo miras como antes. Te has dado cuenta de que lo miras con otros ojos, como si todas esas cosas hubieran sido creadas y puestas allí para ti, para darte gusto. Esto es sentir a Dios y sentir el amor. Tú has oído decir incluso a tus amigos y en presencia mía: Dios, Dios…; tiene que haber alguien, porque si no, ¿cómo se explica el mundo? ¿quién ha hecho existir tantas cosas?… Este argumento es cerebral, o sea, está en la cabeza y, aun cuando parezca tan fuerte, es discutible. Te confieso que a mí no me produce mucha impresión. Pero lo que tú experimentas es algo distinto, completamente distinto. Es como uno que vuelve a casa y ve las flores sobre la mesa, los platos preparados, y se da cuenta por muchos detalles delicados de que lo estaba esperando alguien con mucha ilusión, una persona que lo quiere de verdad, que lo ama y que se lo dice con el lenguaje de las cosas. Las palabras no dicen tanto como este lenguaje. Muchos no saben leer este lenguaje; cuando la fe se hace profunda se convierte en la capacidad de descifrar este idioma con que Dios te habla.

Si tú se lo cuentas al primero con quien tropiezas por el camino, probablemente no te entenderá; quizás tampoco puedan entenderte las personas que rezan. Si tú les dices: Dios está en la flor, en la nube, en las estrellas, casi todos te entienden o por lo menos se dan cuenta de que tu lenguaje es hermoso, lleno de poesía, algo así como una canción folklórica. Pero si tú les dices que te has dado cuenta de que Jesús te ama en serio porque te has sentido como acogido por las cosas, te comprenderán pocos, poquísimos. Te aconsejaría que lo guardaras como un secreto, porque podrías estropearlo todo. Además, aunque no cuentes esta experiencia, la trasmitirás con otras palabras. Generalmente el hombre es un extraño en su propia casa y no se siente acogido. Cuando descubre a uno que se siente acogido en el mundo, que ve toda la creación como un don y se siente a sí mismo en el centro de una gran aventura de amistad, créeme, Pedro, que ésta es la buena noticia, éste es el evangelio que tenemos que anunciar, éste fue sustancialmente el mensaje franciscano. Yo diría que no vale la pena hacer un mundo más justo si en este mundo se está mal. Imagínate que odias la casa en donde vives porque está en un lugar húmedo, feo, sin ninguna zona verde alrededor; si modificas la casa por dentro, si pones ciertas comodidades, estarás ciertamente mejor, pero no amarás a tu casa y en el fondo esas modificaciones no cambiarán sustancialmente tu tristeza de «vivir mal». Esto puede aclararte un poco una idea que has oído repetir mucho aquí dentro: que la fraternidad es esencialmente contemplativa, que a partir de la contemplación hemos de luchar por la justicia en el mundo. Creo que nuestra conversación te habrá aclarado un poco este concepto.

Restaurando una casa hermosa en decadencia

Hemos empezado a hablar de la iglesia y tú me has hecho una observación que me ha obligado a reflexionar mucho: ¿tú perteneces o no perteneces a la iglesia? Porque me has oído hablar de ella dolorosamente y en plan de crítica. El evangelio recoge una orden absoluta de Jesús: no juzguéis y no seréis juzgados; con la misma medida que midáis a los demás seréis medidos vosotros. No tenemos derecho a juzgar y nos faltan los elementos para hacer un juicio, como hemos dicho muchas veces. Imagínate a un hombre delante de un psiquiatra; empieza a hurgar en su vida, a rehacer su historia desde que nació, si le quisieron sus padres, qué encuentros tuvo en su infancia y en su adolescencia, qué tipo de superiores tuvo en el colegio, etcétera. El psiquiatra tiene la finalidad esencial de liberar a ese pobrecillo, que casi no puede vivir, de sus complejos de culpa, para que pueda vivir en paz. Vosotros, los venezolanos, tenéis una palabra espléndida para decir si uno está bien o mal; decís: «está alentado», que quiere decir, en el fondo, con ganas de vivir. Pues bien, para Jesús el pecado existe y no puede confundirse el bien con el mal. Pero si esta persona es libre, responsable, si podría obrar de otra manera, es algo que yo no puedo saber.

Y entonces, ¿por qué tengo que juzgarla?

Pero al mismo tiempo el evangelio me exige un espíritu de crítica, me dice que tenga siempre los ojos abiertos. La última página de san Mateo, que casi nos sabemos de memoria, dice que tanto los elegidos, los que han cumplido bien con su papel en la vida, como los perdidos y los fracasados preguntarán: ¿cuándo te hemos visto? Esto quiere decir que no todos lo ven, que la cosa no está clara. Se necesitan los ojos bien abiertos, unos ojos avispados como diríamos los italianos. El reino de Dios tenemos que hacerlo en un mundo lleno de confusión y de contradicciones. Y esto no puede hacerse sin un espíritu de crítica. Esto me ha hecho sufrir mucho en la iglesia: no se educa a los jóvenes en el espíritu de crítica cuando uno resbala fácilmente en la maledicencia. En nuestros ambientes hay un clima malsano, poco viril, de maledicencia; se habla mal del obispo, de las monjas, de fulano, de mengano…

Y es inevitable. Porque donde no se permite la crítica no cabe más remedio que dar pábulo a la maledicencia, que es como la crítica echada a perder. La maledicencia hace daño; es algo así como el smog de la vida. Mientras que la crítica es el oxígeno del cerebro. Nuestro pensamiento es movimiento, es vida; y la vida del pensamiento es la crítica. Esto te lo digo, no para justificarme, porque yo no soy un santo y por tanto seguramente habré caído muchas veces en la maledicencia. Ayúdame cuando te des cuenta de que estoy resbalando.

En la iglesia en que vivimos han sucedido dos hechos importantes que están en el origen del movimiento protestante. Puede decirse que la persona más importante entre ellos es Lutero. Lutero se enfrentó con el problema de la fe y con el problema de la iglesia. En cuanto a la fe, decía que lo importante es confiar en Jesús, en que Jesús te salvará aunque hayas caído en el pozo más profundo de la tierra. No importa obrar bien ni es tan grave hacer el mal; lo realmente importante es tener confianza en él. Y en cuanto a la iglesia, decía que no hay ninguna distinción entre sacerdotes, obispos y simples cristianos. Todos somos iguales y todos somos sacerdotes. La iglesia católica se sintió como atacada y se puso rígida, radicalizándose contra el movimiento protestante. Y así, en contra de esa «confianza» luterana, un poco idealista y romántica, la iglesia concedió mucha importancia a la doctrina, eso es, a todo ese conjunto de cosas que tenemos que creer. La persona de Jesús se quedó un poco a la sombra. Y se le dio mucha importancia al ser bueno. Esto explica por qué Ramón, que quiere que sus hijos hagan la primera comunión, nos preguntase el otro día: ¿qué es lo que tienen que saber para hacer la primera comunión? Tener fe equivale casi siempre a saber. Poco a poco la fe se ha convertido en el privilegio de los que pueden estudiar, mientras que los demás tienen que creer en la palabra de los «sabiondos». Desde los tiempos de san Francisco no ha habido nunca un movimiento popular en la iglesia. Todos los movimientos, en lugar de ser una manera de vivir el evangelio, son apologéticos, esto es, surgen en defensa de la iglesia, para un servicio. Uno que quiera hacer algo por la iglesia tiene que haber estudiado. Ha sucedido algo parecido a lo que le sucede a la sociedad capitalista: el 80 por ciento se gasta en la compra y en la fabricación de armas, en la defensa, mientras que sólo el 20 por ciento se emplea en construir, en crear. El sacerdote es una «persona instruida». El pueblo lo dice con respeto y lo mira a cierta distancia. En el evangelio la condición para trabajar en el reino es: ven y sígueme. Así es como ha nacido y se ha reforzado la ideología cristiana, la que aparta a la iglesia del pueblo, la que no la hace ser pueblo. Estoy convencido de que muchos de los que firman profesiones de fe, una, dos, tres profesiones, viven sin fe.

El movimiento franciscano es pueblo, porque no tiene nada que haya que comprender, sino sólo que vivir. Vivir el evangelio. Entonces, me preguntarás, ¿qué es ese espíritu de crítica? Parece ser que uno que siga el evangelio tiene que ser ignorante y sencillo; ¿cómo puede ser crítico? Viviendo en esta aldea, compartiendo la vida con la gente, han brotado un montón de problemas. ¿Qué hacer para que se conozcan más, se quieran más? ¿qué hacer para que no se aíslen, para que conozcan los problemas de los campesinos de Venezuela, para que asuman su lucha? Porque de hecho ser hermanos y hacer fraternidad significa salir de este agujero y asumir el problema de los hermanos, comenzando por los que tienen el mismo oficio que nosotros y tienen por eso problemas afines y objetivos comunes. Esto no es ideología; es la consecuencia de haber aceptado un programa de vida: hacer fraternidad.

Esto exige espíritu crítico, vigilante, activo. ¿Qué es lo que hoy haría san Francisco? No te lo sé decir y quizás sea ocioso ir detrás de la imaginación. Lo importante es acoger el espíritu, la inspiración profunda del franciscanismo. El haber insistido tanto en las «buenas obras», en «ser buenos», ha traído como consecuencia el que los cristianos se sientan buenos; no les interesa tanto su relación con los demás y con la historia. La bondad está como circunscrita a ellos. Se sienten la bondad ambulante. Yo puedo ser un buen pianista encerrándome en mi habitación y estudiando nueve o diez horas al día, pero no puedo ser evangélicamente bueno más que en una relación. En una conferencia que di en cierta ocasión afirmé que «la persona es relación»; ¡qué barbaridad! ¡por poco me queman vivo! Pero por aquella reacción comprendí que había atinado en el punto exacto. Lo mismo que cuando un médico, al tocar una parte del cuerpo, siente que el paciente grita, entonces dice: ya he visto de qué se trata. El amor de que se habla a troche y moche en los ambientes cristianos no se presenta nunca como una relación. Es una iniciativa del yo, que va del yo a los demás. ¿Quién librará al hombre y al cristiano del individualismo? Por eso tenemos que decir que el amor es relación, cambio fundamental de relación y que todo consiste en este cambio: lo económico, lo psicológico, lo espiritual. ¿Por qué escandalizó a muchos mi definición: la persona es relación? Porque la persona es un ser completo en sí mismo, es un ser racional, etcétera. Yo quería saltar todo esto y llegar al meollo; pero en nuestros ambientes esto resulta peligroso.

Para contestar a la segunda afirmación de que en la iglesia somos todos iguales y que sólo existe el sacerdocio de Cristo, se ha radicalizado el concepto de jerarquía. Yo no niego la distinción entre fieles, sacerdotes y obispos, pero me hace daño lo que sucede en la práctica. Los sacerdotes y los obispos se sienten los únicos maestros, mientras que el pueblo no puede juzgar. Yo creo que sólo el pueblo, la gente que no ha estudiado teología, puede liberarnos de la ideología y ayudarnos a releer el evangelio. En pocas palabras, siempre volvemos al mismo punto: ser cristiano quiere decir hacer fraternidad y este hacer fraternidad nos obliga a todos indistintamente. Algunos lo harán de una forma más técnica, otros de forma más intuitiva y más sencilla, pero en el fondo el evangelio se reduce a esto. Tenemos que liberarnos de una manera de pensar; no se va de la idea a la vida, sino de la vida a la idea. En el primer caso se corre el peligro de quedarse siempre en la idea, de creer que es vida.

¿Cómo querría que fuera esta iglesia?

Por consiguiente, para concluir este tema de la iglesia, te diré que yo me siento católico y que acepto a la iglesia tal como está estructurada y al mismo tiempo no la acepto. Esto te parecerá absurdo, pero si piensas en los muchachos venezolanos que conocemos, comprometidos en un cambio, puedes hacerte de esto una idea más o menos exacta. Yo te haría tres preguntas. ¿Te parece que esos muchachos aman a su patria o no? ¿Te parece que la aman más ellos o esos comerciantes que sacan la bandera el 24 de julio y que se sienten venezolanos con la condición de que nadie ponga obstáculos a su comercio? Me has respondido que esos muchachos son «más venezolanos» que los otros y que empiezan a ser venezolanos cuando se comprometen en la lucha de liberación. No quieren destruir ni aniquilar a Venezuela; quieren que crezca, que resplandezca, que sea verdaderamente importante. Y por eso quieren cambiarla. Quieren que cambie su estructura, el concepto de justicia, su relación de clase; en pocas palabras, que no haya más opresores ni oprimidos, personas que sufren mucho y personas que están demasiado bien, sino que sea un pueblo de hermanos. La crítica a esta Venezuela, a su actual estructura social, no te parece inspirada en el odio, sino en el amor, en un verdadero y auténtico interés. Por analogía podrás comprender si amo a la iglesia o no; la amo así, como iglesia pecadora, como prostituta; la amo como pecador que soy, porque yo también contribuyo a ensuciarla, aunque me gustaría cambiarla.

¿Cómo debería ser la iglesia? No lo sé. Te diré en pocas palabras que me gustaría una iglesia fraternal, del pueblo. Te diré, Pedro, que no he sentido nunca este problema con tanta agudeza como este año; quizás haya contribuido a ello tu presencia y la experiencia que tengo de toda la América latina. Y creo que nunca he sentido tan agudo el problema de comprobar que la iglesia no es del pueblo, no es de los pobres, aunque tiene que ser de los pobres. Me gustaría que la gente humilde se sintiera en ella como en su casa, que se hablase allí su mismo lenguaje, que pudieran descubrir en ella que Jesús se dirige particularmente y ante todo a ellos y que los que no pertenecen a la categoría de la gente sencilla tienen que ponerse a su lado a buscar allí la revelación del Padre.

Comprendo que no es posible destruir una iglesia para hacer de ella otra nueva, lo mismo que cuando se derriba una casa vieja. Hay que permanecer dentro de ella en actitud de lucha, tomando conciencia de las cosas que no van bien, de qué es lo que la aleja de los pobres. Y así contribuiremos a cambiarla.

Hemos ido demasiado lejos y no hemos definido todavía qué es la iglesia, por lo que no he respondido todavía a tu pregunta. La iglesia es un grupo de personas, una comunidad que cree en Jesús y camina de acuerdo con lo que propone que se crea el obispo de Roma, el obispo diocesano, y procura vivir según las normas del evangelio. Es un grupo de personas que no sólo creen en Jesús como hijo de Dios, como maestro, como guía, sino que se ponen a su disposición, para que él se sirva de ese grupo. Nosotros somos iglesia; en la iglesia están los jefes y responsables, pero no son más importantes ni más necesarios unos que otros. ¿Quieres que leamos lo que dice san Pablo a los corintios a este propósito? «Dios ha puesto a unos como apóstoles, a otros como profetas, a otros como maestros…; hay diferencias de operaciones, pero el Dios que hace todas las cosas en cada uno es el mismo». El pueblo, los obispos y los sacerdotes tienen cada uno su propia función; un muchacho puede tener más importancia y hacer más que un obispo. Desde el momento en que uno es iglesia, tiene una función creativa en la iglesia. Piensa en los tiempos de san Francisco; la iglesia no podía prescindir del papa, ni podía tampoco prescindir de san Francisco. ¿Quién es más importante? Creo que nos encontramos frente a una de esas preguntas ociosas que sólo nos harían perder el tiempo. Yo diría que importantes son los dos. Lo que quería decirte es que Dios puede servirse de ti, que puede darte una función muy importante, lo mismo que puede servirse de cualquier otro. Recuerdo a un obispo italiano que les decía a un grupo de jóvenes que, según él, se pasaban un poco de la raya: estad tranquilos, en la iglesia pensamos nosotros, es cuestión nuestra; vosotros obedeced y basta. No es justo. Lo dicen todos los «jefes», todos los gobernantes: no os mováis, que en la patria pensamos nosotros, nosotros somos los responsables. Pero es un hecho que si la «base», como se llama al pueblo, no se moviera, si no hubiera esos grupos que se dan cuenta de que las cosas no marchan, todavía estaríamos en el tiempo del sacro imperio romano o quizás más atrás todavía. Cuando esos grupos que son solamente minorías logran darle al pueblo conciencia de la necesidad de cambiar y de la posibilidad de cambiar, la sociedad se mueve y la historia es historia. Sin ese movimiento de base el mundo no sería más que un estanque en putrefacción.

No puede decirse que en la iglesia las cosas vayan de otro modo, que no pueden hacerse comparaciones con la sociedad política, porque la historia de la iglesia subraya la validez de esta afirmación. El Espíritu santo ha movido a ciertas personas y a ciertos grupos de base que de hecho han traído un viento renovador a la iglesia. Decir que la jerarquía no tiene esta función de renovar a la iglesia no quiere decir que haya que reducir su importancia. La iglesia es una estructura ya hecha y que tiene que seguir haciéndose y todos debemos hacerla y tenemos la responsabilidad de hacerla. Se trata siempre de esa fraternidad que hemos de hacer.

Mira, en el pasado era más frecuente ir de la iglesia a la comunidad; ahora lo común es que se vaya a la iglesia a partir de la comunidad. Y ésta para mí es la señal más clara de que la iglesia está en un proceso muy rápido y profundo de renovación. Me explico, Pedro. Cuando estaba en Roma, trabajaba en un movimiento que se llama Acción Católica. Esta organización tenía sus estatutos, su finalidad, sus tareas. Uno se inscribía en la organización después de haber conocido más o menos claramente en qué consistía. Mi trabajo consistía en guiar a los grupos y exhortarles a mantenerse fieles a los estatutos y a la jerarquía. Estos grupos todavía existen en la actualidad, aunque no demuestran mucha vitalidad. Si los comparo con otros grupos que por brevedad podríamos llamar revolucionarios, los primeros me parecen arcaicos. Pueden soportar las viejas estructuras los burgueses, porque están habituados a vivir sin esperanza, porque viven fuera de la historia. Mira, Pedro, nosotros vivimos aquí en medio de esta verde campiña, expuestos al viento y al sol, en plena naturaleza, sin defensas, gozando de ella y al mismo tiempo sufriéndola, porque no tenemos un buen cobijo. Los ricos pueden hacerse en la ciudad, en pleno centro urbanístico, una reproducción de estas casitas, de este verdor, que les daría la ilusión de estar en medio de la naturaleza; pero esa ilusión es falsa. El mundo burgués se ha acostumbrado a vivir en la reproducción y de la reproducción de la naturaleza. En la crisis de estas estructuras nacen grupos que no se preocupan de las ideologías, sino de vivir según el evangelio y de alcanzar el objetivo del evangelio. El fenómeno que hoy se da es el siguiente: antes se iba de la institución y de la ideología a la comunidad; hoy se va de la comunidad, no ya a la ideología, sino a la iglesia. Espero que la iglesia tendrá la capacidad de acoger y de comprender a estos núcleos de iglesia.

La iglesia está hecha y está por hacer

Se palpa la necesidad de una iglesia que nazca desde fuera, no en contra, sino desde fuera. La función de eso que llamamos jerarquía —perdóname, Pedro, por no habértelo aclarado antes; mira cómo me traiciona el lenguaje—, que en el fondo quiere decir los jefes, los responsables, los que mandan, consiste en ir al encuentro de esos grupos que se van formando, en acogerlos, ayudándoles a descubrir todas las deformaciones y las infidelidades que se dan en todas las iniciativas humanas, pero al mismo tiempo y por encima de todo, intentando ver lo que hay en ellos de positivo, lo que el Espíritu santo está haciendo en ellos y con ellos. Ya ves cómo no resulta fácil y cómo tiene su importancia la misión de los jefes. Y requiere docilidad, inteligencia, paciencia, una serie de dotes que no tengo por qué comentar, ya que tú eres pueblo.

La iglesia está hecha y está por hacer. Cuando gozamos de la comunidad, nos sentimos unidos en la amistad y sentimos que esa amistad la ha forjado el Señor Jesús que está en medio de nosotros; esto es la iglesia, Pedro. Pero si nos limitamos a gozar de ella, esta misma comunidad se irá entibiando y esterilizando como una planta que no da fruto. La razón de ser de esta comunidad es ciertamente gozar bajo el calor de Dios, lo mismo que una flor que muestra toda su hermosura, pero es también y sobre todo la de pensar en la lucha y emprenderla con decisión para que esta fraternidad se vaya extendiendo. Los cambios culturales han transformado esa especie de óptica de la conquista. Voy a intentar explicarte esto, ya que para mí se trata de algo sumamente importante; hay dentro de eso una gran parte de mi vida.

Cuando empecé a ser un cristiano consciente estaba en todo su vigor la idea del «católico militante». Si uno preguntaba qué es lo que quiere decir ser cristiano en serio, se le inculcaba la idea de que el cristiano es un «conquistador». Hacer a otro cristiano, y luego a otro, a diez, a cien, a mil, ser muy numerosos y estar en todas partes, en los bancos, en la política, en el deporte. ¿Para qué? Para que si la iglesia tenía necesidad de sostener los que creía que eran sus derechos en cualquier terreno en que se presentase la controversia, pudiera tener en todas partes defensores y sostenedores. Supongamos que se trataba de la enseñanza religiosa en las escuelas, de la exención de impuestos o de cualquier otro problema. Necesitaba gente que defendiera estos derechos. La idea fundamental, la inspiración de donde parte este concepto es buena: Cristo es el centro de la historia, el eje del mundo; por tanto no puede y no debe haber nada fuera de él y contra él. Pero el método no era bueno, porque contaba más con la influencia que con la fuerza real del pueblo. Te pondré un ejemplo: ¿realmente es necesario el divorcio? ¿lo quiere o no lo quiere el pueblo? ¿es conveniente o no?, y sobre todo ¿es justo o injusto? Se puede hacer fuerza sobre el presidente, sobre algunos diputados del parlamento, sobre grupos de presión, para que no se hable del tema. O bien se puede hablar de ello al pueblo, presentándole todos los aspectos del problema, haciéndole ver por qué y cómo va contra su fe, etcétera; en una palabra, teniendo confianza en él. El debate que ha tenido lugar en Italia a esle propósito ha contribuido ciertamente a dar conciencia al pueblo; el pueblo ha escuchado opiniones en favor, opiniones en contra, y ha podido valorar las cosas. Pero es negativo cuando en un país sólo puede escucharse una voz, cuando se habla en una sola dirección. Mas cuando se le pone al pueblo en condición de razonar y de sopesar los diversos aspectos, se hace una labor realmente positiva. La forma de proceder desde arriba por medio de influencias, dejando fuera al pueblo, convencidos de que el pueblo no nos comprende, no está en condición de pronunciar un juicio, no es ciertamente evangélica.

La visión cristiana que yo tenía a tus años era la siguiente: un cristiano tiene que estar presente en todos los ambientes y tener influencia en todas partes. El cristiano no se veía orientado a hacer comunidad ni a vivir comunitariamente, sino que se le orientaba a que fuera capaz de conquistar, de hacer un cristiano más. A los jóvenes se les daba una formación intelectual y una capacidad de ser militantes. En esta idea se basaba la Acción Católica, los institutos seculares y otras instituciones: preparar combatientes para Cristo en todos los frentes. En estos últimos tiempos se ha realizado un gran descubrimiento: que quizás son más cristianos ciertos grupos que no saben que lo son, que incluso no quieren serlo porque se niegan a pertenecer a la iglesia, que otros grupos que están guiados y orientados por la iglesia. A veces son más iglesia algunos grupos que no lo saben que otros grupos que se dicen iglesia.

¿Por qué? Volvemos al mismo punto. Porque ciertos grupos que no saben que son iglesia presentan los signos más importantes de la iglesia, están unidos por una verdadera fraternidad, se sienten iguales entre sí y procuran hacer fraternidad, poniendo muchas veces su vida en peligro por conseguirlo. Pueden faltarles dos elementos que son ciertamente muy importantes: la fe en Jesús salvador, la convicción de que la fraternidad no puede hacerse sin él, y la aceptación de la iglesia como institución. Pero tenemos que saber mirar con profundidad y muchas veces nos daremos cuenta de que no les faltan esos dos elementos. Creo que la misión del cristiano hoy, más que la de ser un propagandista, la de enseñar cosas, es la de explicitar en esos grupos a Jesús, ayudarles a descubrir que son iglesia. Pero esto no puede decirse desde fuera; uno no puede presentarse a la puerta y decir: mirad, vosotros sois iglesia, Cristo está presente en medio de vosotros porque vosotros queréis la verdadera fraternidad. Solamente una comunidad que sea consciente de ser iglesia puede ayudar a otra comunidad a explicitar los valores evangélicos y a descubrir la propia identidad como iglesia. Tienen que darse las dos condiciones: que la comunidad que sabe que es iglesia presente valores atrayentes, que puedan ser aceptados por la comunidad que lucha por hacer fraternidad fuera de la iglesia; y que la comunidad que sabe que es iglesia sepa descubrir y admirar en la otra comunidad esa manera implícita y oculta de vivir el evangelio. Semejante nueva visión ayuda a descubrir en su misma raíz la sustancia del evangelio y borra por completo ciertas convicciones que nosotros en nuestra juventud reconocimos como valores cristianos. Yo no estoy arrepentido de haber seguido ciertas ideas en mi pasado, porque si uno es leal a Cristo, él mismo le ayuda poco a poco a descubrir la verdad; el camino con Cristo es un camino hacia la luz; es sobre todo un camino; por eso no es extraño que, al mirar para atrás, tengamos que decir que hemos superado ciertas etapas. La conclusión es que hoy el cristiano no se siente un «propagandista», un difusor del cristianismo, sino que es consciente de ser un miembro verdadero de la iglesia, de saber integrar una comunidad que dinámicamente y de verdad busca la fraternidad en el mundo.

Una iglesia hecha por el pueblo

Me preguntas, amigo Pedro, qué comunión puede haber entre una comunidad que tú mismo has visto que vive pobremente y un obispo que vive en un ambiente totalmente distinto, con una gente que no tiene nada que ver con los miembros de esa comunidad en su estilo de vida. Es un problema difícil, Pedro, te lo confieso. Yo he descubierto claramente que en toda su mentalidad la iglesia no es del pueblo; es para el pueblo, pero no es del pueblo. Y hoy esto se siente más todavía, y duele todavía más, porque el pueblo quiere cada vez menos gente y menos instituciones que piensen en él y por él, sintiéndose responsable de su vida y de su destino. Esto exige una renuncia urgente a toda forma de paternalismo. Yo he resuelto este problema tan difícil, amigo Pedro, pensando que normalmente entre padres e hijos se da una separación esencial en la manera de vivir, en la forma de concebir la vida, sin que se rompa el amor. Si se sufre por no estar de acuerdo en todos los detalles, creo que ese mismo sufrimiento es un signo de comunión. Se trata de un problema que no puede resolverse en teoría; son las ocasiones concretas las que dirán si uno permanece dentro de la iglesia o está fuera de ella. Para mí es esencial vivir en la iglesia y ser iglesia, pero no tenemos que vivir con miedo, sin audacia. Podríamos buscar una seguridad, la tranquilidad de estar en la iglesia, pero ser infieles a ese compromiso concreto de hacer fraternidad. No te digo, Pedro, que escojas entre una de estas dos cosas, porque las dos están unidas, no existe incompatibilidad entre ellas, pero si tenemos el miedo en el cuerpo no haremos nada.

En una palabra, si me preguntas si quiero pertenecer a la iglesia católica, te diré sin vacilación alguna que sí. Si me preguntas si me gusta la iglesia tal como es hoy, te diré que no. ¿Y por qué? Porque la iglesia no es pueblo. ¿Y por qué no es pueblo? Porque la ideología está como separada, no se enfrenta nunca con la praxis. Todo está pensado para el pueblo, pero no por el pueblo ni con el pueblo; bastaría con pensar en la liturgia. ¿Qué es lo que pienso hacer? Contribuir todo lo que pueda a un cambio revolucionario en la iglesia. Creo con toda la sinceridad de que soy capaz que se puede contribuir al cambio de la sociedad cambiando la iglesia, y que se puede contribuir, al cambio de la iglesia cambiando la sociedad; se trata de dos aspectos de la misma realidad. Porque ser cristiano no consiste en practicar cierto rito privado, sino que significa esencialmente creer que está aconteciendo un cambio en el mundo hacia una fraternidad mayor, mediante la acción concreta de los hombres, y que Cristo entra como factor principal en este cambio, en esta acción. Si la iglesia fuera un club aparte, una escuela de iniciados en la oración, este discurso sería absurdo: ¿qué relación se da entre el cambio de la iglesia y el cambio del mundo? Si es verdad que la iglesia es el fermento de la historia, dedicándonos a la transformación de una, trabajaremos en la transformación de la otra. Por eso, mira, hay que politizar la evangelización y evangelizar la política. No te asustes de estas palabras; quieren decir en síntesis lo que ya hemos visto y comentado. Si trabajamos por hacer fraternidad en el mundo, éste es un trabajo político, pero este trabajo político no es total si Cristo no transforma el corazón del hombre. Por consiguiente, estos dos trabajos son simultáneos.

Voy a leerte las palabras de un comunista, Garaudy, que te dirán qué es lo que quiero expresar: «No basta con suprimir la propiedad privada de los medios de producción ni con poner en el poder al partido comunista para que surja una democracia socialista y surja el hombre nuevo, la nueva cultura y un nuevo proyecto de civilización… esta fe no es opio, sino que es fermento de la transformación del mundo. Todo golpe organizado contra semejante fe es un golpe contra la revolución». Por esto, como hemos dicho tantas veces, yo estoy en contra de esos cristianos que dicen: «hagamos ahora la revolución y luego nos ocuparemos de la religión». No estoy tampoco de acuerdo con los otros cristianos que creen que la fe es esencialmente relación con Dios. Me duele el corazón cuando pienso en la parcialidad de la iglesia que solamente ve el peligro en esos cristianos que parecen reducir el evangelio a la política y no ve ningún peligro en los que quieren reducir el evangelio a una teoría y ¡a una oración. No te olvides nunca, Pedro, de que las tres tentaciones de la iglesia son el idealismo, el individualismo y el dualismo. El daño que hacen lo vemos en la práctica. El idealismo en la práctica le impide a la iglesia ser pueblo. Todo el apoyo que presta la iglesia a los movimientos que favorecen el espiritualismo o la idea, fuera del compromiso concreto y real en la historia, es un apoyo a los opresores y a la opresión, es una ayuda que presta la iglesia para que continúe en el mundo la dramática división y el encuentro entre oprimidos y opresores. Es una iniciativa contra la paz y la fraternidad, a pesar de que se hable con palabras de paz y de fraternidad. Todas las ocasiones de encuentro, si son una toma de conciencia de que estamos divididos de hecho, de que hay hechos concretos y decisiones que nos dividen, son excelentes y bienvenidas, desde cualquier parte que vengan. Todas las reuniones que declaran que ya somos hermanos y que no importan las divisiones del mundo, que —como me escribieron unos jóvenes— no existe el tercer mundo, todo eso es opio.

Estas conversaciones contigo y con nuestros vecinos, amigo Pedro, que me hacen descubrir una manera nueva de leer el evangelio, me parece que son una manera, ciertamente muy modesta, de contribuir a esta nueva iglesia, realmente de los pobres. Lo que podemos hacer, yo contigo, con Juancito, con Ramón, con María Juana…, es desbrozar el camino, preparar esta iglesia. Tú puedes hacer mucho más; tendrás mucho camino por delante, cuando yo ya me haya parado. Ayer leímos el capítulo 11 de la carta a los hebreos, que me gusta tanto: «En la fe solamente murieron todos estos, sin haber obtenido las cosas prometidas, pero después de haberlas visto y saludado desde lejos». Me siento como uno de esos que ve y que saluda desde lejos a una iglesia más del pueblo, y por eso mismo más de la historia y en la historia. Cuando uno lee la teología de Comblin se ve obligado a exclamar una vez más: desde hace cuatro o cinco siglos la iglesia no ha dado ni una en el blanco al juzgar los grandes acontecimientos humanos, las guerras, las revoluciones, los movimientos políticos. Ha pagado muy caro la compañía con los grandes, con los poderosos, con los ricos. Yo diría: vamos a probar un poco a hacer causa común con los pobres, para ver si nos va mejor. Pero esto no puede decirse por decreto: ¡id a los pobres! Es preciso que los pobres, esto es, los que no entienden la ideología cristiana, se hagan iglesia. Siempre acabamos nuestra conversación sobre la iglesia de manera optimista. Si la iglesia fuera hecha por nosotros, si dependiese de la buena voluntad de los dirigentes o de la mayoría de los cristianos, yo te diría: pasemos a otra cosa. Pero yo tengo siempre presente dos cosas: la primera es que la iglesia la está haciendo Dios, el Espíritu santo. La grandeza de Dios —lo veremos algún día— se manifiesta más sirviéndose de elementos caducos e inútiles como nosotros que haciéndolo todo por sí mismo. Sería una iglesia muy bonita, pero sin hombres no sería iglesia. Por tanto, no sé cómo, pero lo sé con certeza, el Espíritu santo logrará en medio de este cúmulo de contradicciones hacer la iglesia de la unidad, de la fraternidad y del amor. La segunda cosa que no me haría nunca abandonar la empresa es que la iglesia es la hipótesis de la historia, la gran idea que está dentro del proyecto del mundo. Estoy diciendo con palabras difíciles algo que tú has comprendido ya perfectamente: la historia camina hacia la formación del hombre nuevo, esto es, del que es capaz de comunidad, de comunión, de fraternidad, de formar con los demás un solo cuerpo, eso que llamamos iglesia. Quizás, para ponernos de acuerdo entre tantos cerebros, encontremos un nombre nuevo que sea aceptable para todos. Por ahora, esta unificación de los hombres y de las cosas, que es el deseo único del Padre, es lo que llamamos iglesia.

No, no basta rezar

«No, no, no basta rezar. Hacen falta muchas cosas para conseguir la paz». Es curioso. He notado que cambias el repertorio de tus canciones en relación con los temas que tratamos. Esta canción del cantante venezolano Ali Primera es algo así como la música de fondo de un tema que hemos tocado en varias conversaciones. Escribir ahora sobre la oración significa correr el riesgo de hacer teorías y por tanto de caer en ideologías. ¿Y por qué hemos hablado de ella? Porque cuando tú me contaste tus experiencias de oración en un grupo religioso, te diste cuenta de que no decíais las mismas cosas. Si te dijera que eres tú el que tienes razón y no los otros, no te diría la verdad y podría hacerte caer en el fariseísmo. Tampoco es justa esa conclusión a la que has llegado: yo no sé rezar ni lo sabré nunca; quizás la oración no sea para mí. Quizás lo más justo sea seguir criticando, ya que al hacerte cristiano no puedes evitar los ambientes cristianos y sin espíritu de crítica podrías irte saliendo insensiblemente del pueblo, siendo así que para practicar la oración tienes que hacerte cada vez más del pueblo.

En la oración se ven con claridad los tres defectos a los que nos hemos referido tantas veces, quizás demasiadas veces. Hay una frase muy importante de Jesús que está en la base de todo razonamiento sobre la oración. Es un trozo muy corto y está en el capítulo 10 de san Lucas, del versículo 38 al 42. Se trata de un episodio muy conocido. Dos hermanas reciben en su casa a Jesús; Marta se afana en preparar la cena, mientras que María está atenta a lo que Jesús dice. Es una escena que he podido ver yo también en Bojó. Cuando se va a una casa, una persona va a preparar el café o unas pastas, mientras que las demás se quedan contigo. Cuando en la casa te encuentras con la señora sola y con los niños, la señora les dice a los niños: quedaos aquí, hacedle compañía, mientras que preparo el café. Pero Marta no se desenvuelve bien ella sola; quizás quería preparar una cena complicada, y llama a María para que la ayude. Jesús dice que no es necesario todo ese jaleo y que María ha escogido la mejor parte en aquellos momentos.

¿Sabes lo que sucedió, Pedro? Que esta frase de Jesús cayó en manos de personas de cultura griega que habían dicho desde siempre que la persona importante, la persona que es realmente persona, la que merece este nombre, es la que no trabaja con las manos, sino la que trabaja con la cabeza o con el espíritu. Y por este camino, como la oración es una actividad intelectual, es como estudiar o leer un libro, o disertar de filosofía, concluyeron que los hombres de primera calidad son los que se dedican a esta actividad sublime. Por eso hemos de procurar todos ser María más bien que Marta. De esta visión nacieron, como te he dicho, esos monasterios «intelectuales», casas de estudio donde se trabaja manualmente desde luego, pero que no tienen ningún parecido con las casas obreras y mucho menos con las de los campesinos. Son muy semejantes a las de los burgueses o a los institutos de alta cultura. Pero dejemos en paz este tema. El meollo del episodio evangélico es el siguiente: que la oración es un encuentro con Dios, es un diálogo con él, y que por tanto es preciso saber dónde está, dónde podemos encontrarlo, con qué medios, en qué lengua le podemos hablar.

Creo que con todo lo que llevamos dicho tú tienes los medios suficientes para poder hacer oración. Estás convencido de que Jesús está en este mundo, en el que te das cuenta de que hay más discordia que amor, y está en él con el fin de hacer fraternidad. Es un amigo tuyo, un amigo con el que te has encontrado, no para decir cuatro cosas y jugar un rato, sino para cambiar el mundo, un poco al estilo de aquel jovenzuelo que te propuso una acción política. Tú tienes confianza en que él cambiará al mundo y lo cambiará haciendo que sea un mundo habitable y agradable, porque estamos de acuerdo en que en el mundo se está bien cuando nos queremos. Sí, Pedro, a costa de parecerte monótono, habrá que seguir transmitiendo este mensaje nuestro, nuestro porque lo hemos descubierto en la realidad de nuestra convivencia: cualquier ambiente es agradable cuando dos o tres están reunidos y se quieren y comunican profundamente. Pero cualquier ambiente es desagradable, por muy cómodo que sea, cuando se vive allí con los otros sin amor. No me he olvidado todavía de una señora argentina que me contaba que había vivido veinticinco años con su marido en un «obraje», esto es, en un campamento para la tala de árboles en el nordeste argentino. Aquello me pareció heroico a mí, que conozco esos ambientes y que conocía a aquella señora en un ambiente confortable. Pero es que yo le amaba, fue la respuesta de aquella señora. El mundo es hermoso, pero resulta desagradable porque no hay amor. El trabajo de Jesús consiste en cambiarlo; es un trabajo que aparentemente no progresa mucho. Tú mismo, Pedro, has sufrido mucho porque has visto comunidades donde esperabas que hubiera amor, que se entendieran todos entre sí porque estaban reunidos por el reino, y te diste cuenta de que no era eso lo que pasaba. Has escuchado frases que te han impresionado: yo no puedo estar de acuerdo con ése; ése no piensa como yo y no podemos vivir juntos. Tú vienes de un mundo que te ha hecho sentir intensamente el deseo de amistad, de comprensión, y creías que esto ocurría de una forma única en los ambientes cristianos; por eso sentiste cierta desilusión. La amistad, el encuentro, es terriblemente difícil para todos. La excusa que podemos encontrar para ciertos ambientes cristianos es que han apuntado hacia otros objetivos, la eficiencia pastoral, la preparación intelectual, la unidad en la doctrina, la coordinación de la obediencia, y no se han fijado en la amistad. Y el trabajo de Jesús no encuentra más que trabas.

Hay muchos obstáculos en nosotros; son de tipo económico, de tipo psicológico, esto es, proceden de la estructura de nuestro yo y de la historia que hemos vivido desde nuestra infancia. Como eres muy joven, te parece imposible que no puedan superarse estos obstáculos. Todavía crees que con un poco de buena voluntad podríamos llegar a querernos como es debido. Te has desahogado conmigo: ¿por qué no pruebas a hablar de ello con Jesús? Razonando uno podría decirte: ¿Qué es lo que puede hacer él? Si el hombre no quiere… Mira, Pedro, si lees la Biblia, desde la primera página hasta la última descubrirás que los hombres que han sentido y sufrido este problema han hablado de él con Dios. Tenemos una sola cosa de que lamentarnos verdaderamente con Dios y por la que podemos no estar contentos con él: que no vamos de acuerdo entre nosotros. Tú me has dicho: aquí podría marchar todo sobre ruedas, no faltaría nada, podríamos ser felices, pero están esos problemillas de la comunidad que nos agitan y nos hacen sentirnos mal. Ponlo todo esto en la escena del mundo y podrías decir: aquí podría marchar todo bien, pero está la bomba atómica, la bomba meteorológica, que no sirven ciertamente para jugar y que nos quitan el sueño.

Tu hermano es un absoluto al que no puedes traicionar

Después de sumarlo todo le dirías a Dios: lo apruebo todo, lo has hecho todo bien; lo que no va es la relación humana; no estoy contento del amor. Pero ¿qué tiene que ver Dios en esto? La culpa es nuestra. Sé siempre sencillo con Dios, no razones demasiado. Si yo empleo mi razón y mi experiencia, llego a esta conclusión: ciertamente Carlos no va de acuerdo con Francisco porque Carlos tuvo un padre dominador y ahora proyecta sobre Francisco la imagen de su padre. Toño no ama a José porque José lo explota en el trabajo. Y todos estos episodios que se suceden ante tu vista forman un gran río o un gran lago que es este mundo, donde se está mal porque no nos queremos. No vamos de decir que la oración lo arregle todo. Rezo, cierro los ojos, los abro y el mundo es un paraíso donde todos se quieren. Pero es natural y espontáneo que te lamentes de ello con Jesús: ¿qué es lo que haces? ¿por qué no te mueves? ¿por qué no nos ayudas a cambiar nuestra relación entre nosotros? La Biblia está llena de estos lamentos y de estas quejas. Hoy somos ciertamente más expertos en psicología, en política, en sociología; no podemos descartar las ayudas que nos ofrecen los descubrimientos del hombre. Hoy no pedimos ya la lluvia al cielo. Pero esta búsqueda de relación, el hombre que se abre angustiosamente en busca del otro y a través del otro a todos los demás, es un aspecto permanente. No le pides a Dios que resuelva el problema de la no relación, de la discordia entre los hombres, pero con la oración rompes tu propio cerco, sales de ti mismo hacia los demás, te abres a él y por consiguiente a ellos.

Si lees atentamente la Biblia, te das cuenta de que todas las desgracias del hombre se han atribuido a un olvido de Dios. Os habéis apartado de él y por eso os encontráis en la miseria. Esto puede leerse así, superficialmente y a la ligera, como si Dios fuera un señor que exige que el hombre reconozca continuamente su dependencia. Y puede ser que en ciertas épocas y ciertos individuos lo hayan leído así. Pero puede leerse también como un reproche a la cerrazón del hombre sobre sí mismo. Vosotros no os habéis reconocido como miembros de una familia, como hermanos; os habéis cerrado en vuestro egoísmo, y ésta es la causa de todos vuestros males. Hemos dicho muchas veces que la curación del hombre y la salvación del mundo tienen lugar cuando el hombre rompe el cerco de su egoísmo y se abre a los demás. Ya hemos dicho que el otro, tu hermano, se convierte en un absoluto al que no puedes traicionar, al que no debes faltar, si comprendes prácticamente, no con teorías, sino en la práctica, que lo absoluto en estos momentos se encuentra en él. Por consiguiente, el encuentro con el absoluto, con el Padre, la apertura del hombre a los demás, no puede verse como una especie de recurso mágico para resolver los problemas del mundo que tenemos que resolver nosotros.

¿Para qué rezar? Lo oyes decir continuamente y no sólo en los ambientes ateos, sino entre cristianos. Tenemos que darle la vuelta al sistema, con la violencia o sin la violencia; lo que tenemos que hacer es cambiar nosotros las relaciones, y de injustas hacerlas justas. La fuerza con que se afirma esto se debe también al complejo de culpa que pesa sobre nosotros, los cristianos, que muchas veces —tenemos que reconocerlo— hemos creído que la oración, en cuanto oración, iba a cambiar al mundo. En nuestros días esta idea es tan insistente que muchos, muchísimos, han abandonado la oración diciendo que no sirve para nada. Y ante este abandono ha nacido una reacción contraria que, al ser polémica, ha caído en el extremo opuesto, que no es el de rezar demasiado sino más bien el de volver, de una forma más moderna, a la concepción de la oración «arreglalotodo». Yo te diría dos cosas. En primer lugar que no te rompas la cabeza y que sigas con tu sencillez. Tú no te has hartado de rezar en ningún seminario ni colegio religioso, no te has indigestado, y por tanto no tienes que ponerte en esa fila de gente que tiene que «vomitar» para solucionar los problemas de su estómago. Lo segundo que te diré es que puedes estar tranquilo de que vamos hacia un redescubrimiento de la oración y, como esperamos, de una oración evangélicamente verdadera. El camino por el que el hombre se abrirá de nuevo a la oración es el descubrimiento de que no es él el que lo hace todo. Es cierto que tiene que hacer mucho más de lo que creía hace cincuenta años, que puede hacer mucho más, que hay muchas más cosas de las que creía que dependen de él y no de Dios, pero descubre que hay una cosa muy pequeña que no depende de él. Te lo digo con la experiencia de dos personas de izquierdas que, en la praxis, han descubierto que a la hora de hacer justicia, de organizar una sociedad nueva, hay un imponderable, un imprevisible que se escapa de las manos del hombre. Te voy a leer un párrafo de Dubcek, que fue secretario del partido comunista checoslovaco; es un párrafo de la carta que envió al parlamento: «El hombre no vive sólo de pan. Un partido que quiera estar en vanguardia no se contenta con señalar los resultados del trabajo del pueblo. Tiene que aspirar a la expansión creadora de todas las fuerzas de la sociedad, para que el hombre en dicho régimen pueda proyectarse y desarrollarse plenamente, para que pueda alcanzar su autorrealización». Estas palabras no tienen nada que ver con Dios ni con la oración, pero son una de tantas críticas que se le hacen a la convicción de que, cambiando la relación económica, se formará automáticamente una relación de fraternidad, de respeto a la persona, reconociendo sus profundas aspiraciones.

La otra es una frase de Garaudy que suena más o menos lo mismo: «Una pura técnica revolucionaria sobre el cambio de las estructuras no nos podrá llevar a hacer de cada uno de los hombres el constructor de la propia historia». Estas observaciones y críticas que se irán haciendo cada vez más numerosas y articuladas no tienen que llevarnos a esta conclusión: «entonces es inútil empeñarnos en cambiar el mundo». Creo que después de todo lo que hemos hablado esta conclusión no puede asomar a nuestra mente y tenemos que combatirla con todas nuestras fuerzas. No tengo miedo de repetirlo aun a costa de escandalizar a algunos: es mejor trabajar por cambiar el mundo sin rezar que rezar sin el proyecto y el deseo profundo de cambiar el mundo, esperando con los brazos cruzados a que el mundo cambie por sí mismo, gracias a una especie de evolución mecánica.

Pero la crítica que hemos escuchado nos lleva a estas dos conclusiones: la primera es que en el hombre hay algo que no funciona y que, una vez quitado el obstáculo económico, el hombre inventaría alguna otra cosa para impedirle al otro ser, afirmarse, crecer. En una palabra, la fraternidad no cae por sí misma gracias a un cambio en la relación económica y política. El hombre sustancialmente egoísta o por lo menos históricamente egoísta, el hombre que nosotros conocemos y tal como lo conocemos, no reconoce el derecho del otro, niega al otro con sus palabras y sus hechos. Y este problema tiene que resolverse en cualquier tipo de sociedad, aun cuando tengamos que reconocer que existen sociedades que son de suyo menos egoístas y están más centradas en el altruismo.

La fraternidad se va haciendo poco a poco y es el fruto y la señal del hombre nuevo que, para nosotros los cristianos, equivale al hombre renacido. Nosotros creemos que el poder de dar esta vida lo tiene Jesús. Ahora, Pedro, puedes comprender ciertas expresiones del evangelio, por qué Jesús se define como vida —yo soy la vida— y por qué dice que sin él no podemos hacer nada. No quiere decirnos: sed buenos chicos y yo lo haré todo. Lo que quiere decir es: no me excluyáis, no os olvidéis de mí, porque sin mí podéis formar una estructura perfecta, pero sin vida. Falta lo mejor, aquello que no se ve desde fuera, que no puede definirse con la lógica: esa fuerza misteriosa que se llama vida. La Biblia te presenta hombres como los profetas, inmersos en la historia de su tiempo hasta la coronilla, personas que ponen continuamente en peligro su propia vida acusando a los poderosos de la tierra, que hablan largamente con Dios, le presentan los problemas de su pueblo y basan su fuerza en el hecho de haber sido enviados por él.

Aprovisionar al mundo de esperanza

La segunda conclusión es que nosotros los cristianos tenemos sobre todo el compromiso de aprovisionar al mundo de esperanza. El hombre, ante el esfuerzo tremendo que se le exige y ante el escaso resultado que aparentemente se alcanza, se siente inclinado a abandonarlo todo y a ocuparse solamente de sí. Con cuánta gente te has encontrado —y seguirás encontrándote cada vez más— que te dice: de joven estuve en las barricadas, pero luego comprendí que no valía la pena. La oración tiene que ser el redescubrimiento permanente de que Dios se ha comprometido con el hombre y no puede faltarle. Estamos llegando al meollo de la cuestión: ¿qué es la oración? Es, ante todo y sobre todo, «renovar el pacto». Hoy ha venido aquí, a Bojó, un señor que se dice inspector de trabajo y ha señalado un montón de irregularidades. Ha empezado por reprocharles a los obreros que no respetan ni conocen las leyes, que son un montón de gente perezosa y miedosa. Tenía el rostro congestionado y nos hemos reído de que en el calor del discurso haya tenido que quitarse la chaqueta a pesar del frío que hacía. ¿Les dirá eso mismo a los patronos, a los que dan trabajo? Lo dudo. Me imagino que irá a hablar con ellos a un salón, teniendo delante una botella de whisky, pacíficamente. Yo les he dicho a esta gente que los deberes y los derechos están repartidos por las dos partes; los patronos tienen que respetar las leyes y ciaros lo que os deben, mientras que vosotros tenéis que respetar el horario de trabajo, cuando lo habéis establecido entre vosotros. No se necesita mucha fantasía para imaginarse el discurso que este buen señor tendrá con los otros; los resultados lo dicen. Las leyes en América latina son estupendas, pero no se las respeta. Y no te hagas ilusiones, Pedro; algo parecido ocurre por todas partes.

Es un ejemplo poco feliz, casi indigno; también Jesús acudía a ejemplos indignos, pero que tenían la ventaja de ser visibles y de impresionar hondamente a sus discípulos.

Evidentemente, rezar no quiere decir ser un inspector. El ejemplo viene a propósito de que muchas veces las personas encargadas del reino de Dios reprenden a los «obreros». Sois pecadores, os habéis olvidado de Dios, os portáis mal unos con otros. Palizas a diestro y a siniestro. Los predicadores de mi infancia eran famosos por los rayos que lanzaban contra el pueblo; sus sucesores lanzan rayos contra los «dirigentes», pero se olvidan de hablar con el «principal», con Dios. No porque tengan miedo ni por interés, como el señor inspector de trabajo, sino porque ya no saben dónde vive, no lo conocen. Los profetas son aquellos que, inmersos en la realidad, partiendo de una praxis concreta, de un compromiso político, como dice siempre nuestro amigo Gerardo, renuevan la alianza, ese pacto entre el hombre y Dios. Dicen a sus compañeros: «¡Raza de víboras! ¿Por qué sois tan crueles con vuestros hermanos? ¿por qué sois tan injustos?». Y al mismo tiempo: «Levantad vuestra frente; no estéis tan apesadumbrados como la hierba en tiempos de sequía; la salvación está cerca». Y al Padre le recuerdan continuamente el compromiso que hizo: «¡Despierta! ¿Por qué duermes? ¿No ves que nuestros enemigos entran por todas las fronteras? ¿Quieres que muramos todos, tú que nos has prometido la vida? ¿Cómo quieres que creamos en ti, que confiemos en ti, si nos dejas morir como perros abandonados?». Encuentran todos los tonos, el reproche y el afecto, para convencer a sus hermanos y a Dios.

La fe, Pedro, no sirve para nada, es una ideología burguesa, si no entra en la vida; y entra en la vida cuando descubres, cuando descubres por tí mismo, que la fraternidad y la paz, que son la misma cosa, son la puesta en práctica y la realización histórica del pacto de Dios con los hombres. La persona que reza, para que su oración sea verdadera, no puede salir nunca de esta realidad. Es un equívoco gravísimo y con consecuencias muy serias para los hombres el que los cristianos comprometidos a fondo en la realidad histórica pierdan de vista esta misión esencial de ser los intermediarios entre los hombres y el Otro; es muy grave que abandonen la oración al monopolio de una gente que no tiene nada que hacer y que va a llenar sus vacíos de miedo, de aburrimiento, de soledad, con una relación inventada e imaginaria con Dios, como si éste tuviera que estar a su disposición. El profeta se levanta en medio de una situación tensa del mundo, en una necesidad acuciante de su pueblo, lo mismo que la que estamos viviendo ahora en América latina, con su fuerza tremenda de denuncia, con su carga de esperanza, con su terrible afectuosidad que traduce para las generaciones presentes el cariño permanente de Dios, su solicitud por el hombre. Aunque una madre pueda olvidarse de su criatura, yo no puedo olvidarme de ti.

Volviendo a nuestro inspector de trabajo, digamos que, si es honrado, no puede ir a los patronos para hablarles de otra cosa o, peor aún, para utilidad personal. La oración no puede ser verdadera si no parte de un compromiso de hacer fraternidad, esto es, si uno se sitúa fuera de este pacto, de la alianza entre Dios y los hombres. La oración no puede ser individualista —yo y Dios—, ya que el único diálogo posible con Dios es en torno a este famoso pacto. Tú has recibido implícitamente una invitación a la oración, porque me has hecho sentir que sufres por esta incomprensión, por la dificultad de diálogo entre nosotros. Y cuanto más hablas de ello con Dios, tanto más entras en este sufrimiento y tanto más penetras en el secreto de Dios y encuentras el lenguaje de la oración. No importa lo que digas; no importa que tu diálogo sea de «principiante». Lo mismo que hablas conmigo de la pena de no saber cómo hacer fraternidad, habla también con él. Yo podría darte algunos consejos prácticos, pero no puedo darte esa fuerza que hace salir al hombre de sí y lo hace capaz de comprender al otro y encontrar su lenguaje.

La oración te hará ver cada vez con mayor claridad cómo puedes comprometerte por la paz y te liberará de lo que te impide ser un instrumento de paz: tu impaciencia, tu carácter impetuoso, tu sensualidad, todo aquello que en una palabra se define como el propio interés, la búsqueda del propio yo. No creas que en el diálogo con Jesús tiene que hablarse siempre del problema de la paz, de la discordia en el mundo, de «problemas laborales». Como te he dicho en otras ocasiones, habrá momentos en que sentirás alegría, en que necesitarás descansar un rato junto a él; momentos en que sentirás la pena de no estar debidamente a la altura que requiere tu misión. En resumen, se trata de una verdadera amistad con todas las vicisitudes que entran en una amistad. Hay que estar atentos a no meter demasiada lógica en la oración, porque si se pasa del plano del afecto y de la espontaneidad al plano de la lógica se echa todo a perder. Más bien que de oración deberíamos hablar de una relación y ves perfectamente que poco a poco nos hemos acostumbrado a hablar de Jesús como de un tercero que está entre nosotros y que interviene como interlocutor en este diálogo nuestro, que en el fondo —cuando es serio— gira en torno a los problemas del mundo en que vivimos. Las canciones que ahora te gustan más —incluso con la crítica que hemos hecho—, los periódicos que leemos y comentamos juntos, los libros que yo leo y de los que procuro ofrecerte un poco de jugo, las observaciones que hacemos sobre lo que vivimos diariamente, todo eso son el contenido y algo así como la pulpa de la oración.

La oración cristiana

El único argumento lógico de la oración es que ha venido entre nosotros un enviado de Dios para llamarnos a colaborar con él, a fin de llevar a cabo la reconciliación entre los hombres incapaces de dialogar. Su presencia entre nosotros es el pacto, la garantía, de que acabaremos encontrando eso que buscamos tan dolorosamente. La muerte de Jesús por los amigos y por la amistad es una renovación del pacto antiguo.

Si se aleja a la oración de este contexto deja de ser oración cristiana. Jesús ha venido a decirnos quién es Dios, qué tipo de relación podemos tener con él, y no es posible emprender un camino distinto. A ti, Pedro, te gusta retirarte, pasar un día solo en la montaña, admirar la naturaleza; estoy de acuerdo contigo porque esto te ayuda a comprender mejor tu compromiso en el mundo y te hace entrar en el problema de la reconciliación entre los hombres, que es la razón de ser de Jesús. Si la oración te convirtiera en un «sabio», no sería ya oración cristiana. Te he hablado ya de aquel librito de «espiritualidad» que me hizo leer un amigo nuestro. Te dije que no lo aceptaba y te he explicado por qué. Enseña el dominio de sí mismo, cómo ser dueños de nuestras pasiones, cómo dominar todos los vicios, cómo ser una persona perfecta, equilibrada, al abrigo de todas las tempestades que estallan fuera. Este no es el ideal de Jesús. Es verdad que Jesús no te dice que te entregues a todos los vicios, que seas esclavo de tus pasiones. Pero lo característico de Jesús es la compasión por el mundo, es el sufrimiento de que los hombres no se amen, es el deseo de dar la vida para que los hombres se reconcilien entre sí. El ideal cristiano no es ciertamente la impasibilidad, sino el asumir este drama del mundo. Tampoco es la búsqueda del sufrimiento por el sufrimiento; no puede decirse que un hombre que sufre, por el hecho de sufrir, sea cristiano. Yo diría más bien que uno que ama es cristiano y, porque ama, sufre. Me han asaltado muchas veces —la palabra es ésta, asaltado— algunos amigos para que me acercase a ciertas técnicas orientales de oración, a ciertas teorías de espiritualidad del oriente. Yo siento una alergia particular por todo eso, porque te centran en tu yo, te enseñan a orar como si se tratara de una perfección en sí. Su ideal es hacer al hombre orante, pero yo insisto en que en el evangelio es evidente la orientación por hacer al hombre salvador, al hombre altruista, al hombre que asuma ese gran problema humano que es el de la acogida. Esto ciertamente le llevará a sufrir y a orar y también a gozar, ya que la amistad es gozo. El diario boliviano del Che Guevara es la descripción de una vida horrible, si lo leemos por fuera. En medio de una selva, rodeado de peligros de toda clase, con la amenaza de una muerte segura, sin la más pequeña comodidad; sin embargo apreciamos un optimismo allí dentro, un humorismo que yo diría que tiene una sustancia cristiana. Se palpan allí todas las vibraciones de la amistad, de la esperanza, de la alegría de que la vida sirva para algo. Todo esto te lleva muy lejos de esa sabia indiferencia de ciertas teorías orientales que te ponen al abrigo de la intemperie. No te dejes impresionar, Pedro, por aquellos que te dicen que la oración no sirve, que es urgente cambiar el mundo, que es preciso hacer la revolución. No te impresiones si dicen de ti que eres espiritualista. Alimenta la oración con el compromiso concreto y auténtico de hacer fraternidad; e ilumina, haz cada vez más puro y más profundo tu deseo de hacer fraternidad, con la oración. Has seguido con la curiosidad de saber lo que me dijo un día cierto ilustre teólogo, de esos que se van por las alturas. Me decía: la experiencia nos hace ver diferencias muy profundas entre los hombres, cuyo responsable es Dios: la diferencia entre una persona sana y otra enferma, entre una persona guapa y otra deforme. ¿Por qué afligirse tanto por la diferencia entre el pobre y el rico, entre el oprimido y el opresor? En el fondo ésta es una diferencia accidental, que carece de importancia. ¡Pobres de nosotros si pensaran así todos los teólogos!… Les enseñarán ciertamente a sus alumnos en sus lecciones que Cristo ha venido a quitar el pecado del mundo; pero ¿cómo quitar el pecado dell mundo sin enfrentarse con el problema de las diferencias sociales de las que somos nosotros responsables? ¿Qué co sa es para ellos el pecado si no es antifraternidad y antiamor? Y las divisiones entre los hombres ¿no son el efecto visible de este antiamor? Hemos de procurar no hacer de la oración un mero ejercicio intelectual, un poco de palabrería. La oración es vida; todo lo que está en la línea de hacer fraternidad es oración. Si reconozco que el único capaz de hacer fraternidad es Jesús, es lógico que me encuentre con él y que hable de ello con él. Si tenemos cierta desconfianza en nosotros mismos y admitimos que somos capaces de traicionarlo, tenemos suficientes argumentos para no abandonar la oración. No te encuentras con el Señor para descargar sobre él lo que tienes que hacer tú, sino porque estás convencido de que tú también, como millares y millones de hombres, puedes traicionar a tus amigos. La otra noche estabas conmigo en una plaza de Sanare, cuando un campesino señalaba con el dedo a un señor que se acercaba en un lujoso automóvil: «Si hubieras oído hablar a ese señor durante la campaña electoral… Parecía un amigo, uno de los nuestros… ¿Y habéis visto ahora? ¡Si te he visto, no me acuerdo!». Tú puedes traicionar con la convicción de que amas y esconder después mucho egoísmo, mucho deseo de dominar a los demás, mucho orgullo. Si cada uno de nosotros no descubrimos esta verdad fundamental, si no nos hacemos humildes, reconociendo que podemos traicionar a nuestro hermano, que todos los psiquiatras del mundo no nos salvarán de la posibilidad de traicionar, todo lo que hagamos, aunque sea bueno de suyo, no podrá dar resultados de liberación. Yo no sé decirte más de la oración. El pueblo latinoamericano está bajo la influencia de tres fuerzas que, en cierto sentido, paralizan su historia. Una religión alienante que los dirige hacia un dios que no tiene que ver nada con la vida; es como el Júpiter que amenaza con sus rayos, o como el Mercurio bienhechor que resuelve los problemas económicos, o el taumaturgo que reemplaza la negligencia desvergonzada de los médicos. Un espiritualismo individualista de los intelectuales, receta de paz para el alma de aquellos que no tienen paz. Detrás de este espiritualismo hay una maniobra astuta e inteligente para mantener y conservar la religión-opio y neutralizar la fuerza revolucionaria y liberadora del evangelio. No todos los que siguen la corriente espiritualista tienen esta intención diabólica; hemos de admitirlo; en su mayoría son personas buenas, confortadas y consoladas por este resurgir de la oración. La tercera fuerza paralizadora es un plano político abstracto que no tiene en cuenta la etapa actual de la América latina y que no puede comprometer al pueblo que no está en disposición de comprender. No se comprende el lenguaje de los estrategas.

Es menester descubrir cuál es la fuerza que mueve a la historia, descubrir el secreto que pone en movimiento a la liberación que América latina tiene que transmitir al mundo. Esta es su misión. Si ves esto y te sientes muy pequeño y no sabes hacia dónde dirigir tus pasos, ves la impotencia como una provocación para la oración. La fe se forja en estas ocasiones, en estas necesidades concretas. Vosotros, los jóvenes de este continente, estáis llamados a renovar el mundo viejo, la iglesia vieja y ahogada por la burguesía; tenéis que inventar vuestra nueva fe. Intentad gritar a Cristo Jesús, poneros de acuerdo con él. Sé que más que mis palabras es el Espíritu del Señor el que te ayuda, Pedro, a no ceder y a que vayas descubriendo el sentido de la oración, sin que yo te contamine con mi intelectualismo que quitaría autenticidad a tu relación con Cristo.

Ser cristiano es un problema de amor

«Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador, soy hermano de la espuma, de la garza, de la rosa y del sol…». Canta, Pedro, y no cese nunca tu garganta de cantar. Después de todo lo que llevamos dicho, ha llegado el momento de iluminar un poco esa palabra mágica que me has oído pronunciar algunas veces y que te suena como palabra extraña, como algo que pertenece a otra vida, una vida no humana: la palabra contemplación.

Cuando íbamos paseando y vi cómo mirabas largamente el paisaje, como si estuvieras encantado, te dije que eras un contemplativo. Me dijiste que esta palabra la habías oído decir en un sentido religioso, y tú mismo habías llegado a concluir que contemplativo quiere decir mirar a Dios como si fuera un paisaje. Sí y no. En nuestro contexto religioso la contemplación se señala como una superespecialización. Sería algo así como hablar una lengua distinta, una lengua dificilísima como el chino. Son muy pocos los que pueden aprender el chino; se necesitan muchos libros, una instalación audiovisual, muchas horas de estudio y por tanto mucha libertad para dedicarse al estudio. Poco a poco esa persona va adquiriendo tanta habilidad que coge al vuelo el sentido de la lengua china. Lo mismo que tú coges al vuelo el gesto característico que hace el venezolano alargando los labios y haciendo un movimiento en una dirección u otra. Según el movimiento que haga quiere decir: hoy va a llover, o vamos a trabajar allá arriba a la montaña, o yo nací por allí por donde están esos montes. Yo he tardado mucho en comprenderlos y tú te has divertido mucho con los equívocos que surgían. El contemplativo sería una persona que después de mucha aplicación y mucho estudio consigue descifrar esa lengua tan difícil que el hombre usa al hablar con Dios. Y la comprende por unos gestos muy sencillos. Basándose en esta concepción han nacido los institutos de oración de que te he hablado tantas veces. Y ahora hay también algunos modernos, como en Caracas. Son como las escuelas de judo o de kárate. Se enseña cómo hay que sentarse, cómo respirar, qué es lo que hay que comer, y toda la técnica de la oración.

Esto atrae a muchísimos católicos y también a sacerdotes, a religiosos, a monjas, que no quieren quedarse atrás. Si estas escuelas tienen tantos clientes, ¿por qué nosotros, que hace siglos somos los especialistas de la oración, no vamos a modernizarnos? Y entonces también nosotros nos afanamos por abrir escuelas de oración. Tienes que comprender, Pedro, que a un religioso le inculcan continuamente que tiene que ser un hombre de oración. Y de este modo se hace una idea bastante equivocada de la oración. Y puesto que raras veces consigue alcanzar el ideal tal como se lo han propuesto, lleva dentro de sí una insatisfacción permanente, algo así como un complejo de culpa, y coge al vuelo todas las ocasiones que se le presentan para poder progresar en la oración. Esto es lo que explica en gran parte el entusiasmo —especialmente de las monjas— por estos descubrimientos actuales sobre la oración, descubrimientos que muchos aceptan sin discusión alguna.

Si la formación se centrase en la responsabilidad de evangelizar al mundo, que quiere decir convertirlo de fratricida en fraterno, ya verías cómo cambiaban rápidamente las cosas y cómo el centro no estaría ya en «ser hombre de oración», sino en ser hombre que reza y que reza mucho para poder ser el hombre del amor, el reconciliador.

Este tipo de oración está hecho evidentemente para burgueses; en efecto, ¿quién tiene tiempo y dinero para ir a esas escuelas de oración- kárate? Pero aun admitiendo que un hombre del pueblo tuviera tiempo y dinero, te diría: «tengo otras cosas que hacer», y esta respuesta sería totalmente seria. Si tuviera tiempo y dinero, preferiría una escuela de judo, más útil para poder salvarse de las agresiones. Como siempre, la oración se presenta como una especialización de la persona, como una cualidad nueva y bastante refinada, más bien que como un encuentro con Dios.

En el evangelio aparece con claridad, con una claridad diáfana, que son precisamente los pobres los invitados de honor a esta contemplación. Sí, doña Juana, Santiago, el viejecito Eulogio. Estos son los primeros. ¿Te imaginas a Eulogio en una de esas escuelas? Este tipo de oración de las escuelas quieren algunos llevarlo al pueblo. Pero lo enseñan los sacerdotes; los sacerdotes han ido a esas escuelas y quieren trasmitírsela al pueblo de segunda mano. Es la experiencia burguesa popularizada, simplificada, más accesible, pero al fin y al cabo la experiencia burguesa. Puede ser que el Espíritu santo tome esta iniciativa en sus manos y se sirva de ella para lograr contemplativos entre el pueblo. ¿Qué sabemos nosotros de esas cosas? Por eso te he dicho que no tenemos que reírnos de esa señora bien rolliza que se esforzaba en mover rítmicamente las piernas y las manos acompañando los acentos de un canto. Todas las expresiones del hombre me parecen dignas de respeto y. si las miro con respeto, interesantes y bellísimas. El peligro está en eso que hemos remachado tantas veces, en buscar la fraternidad por el camino más fácil, en declarar que está ya hecha una fraternidad que todavía está por hacer.

De hecho, la observación que hacen las personas que frecuentan esta oración es que ciertamente está bien, que nos sentimos acogidos, que se hace fraternidad. Me parece que es un paso adelante de suma importancia el que se ponga el acento en ese «estar bien en fraternidad», en este encender el deseo de ser hermanos. Me parece sumamente positivo que los hombres descubran que están bien unos junto a otros, que es una verdadera felicidad el encuentro mutuo. Pero no tenemos que caer en el idealismo tan habitual entre los cristianos, en ese optimismo facilón, acrítico, infecundo y antievangélico. ¡Ya somos hermanos! La preocupación debería ser más bien ésta: ved qué hermoso es que los hermanos vivan juntos, qué estupendo; y todavía tiene que ser mucho más hermoso de lo que nosotros pensamos si muchos ponen en peligro su vida ante las torturas, las persecuciones y la muerte por hacer un mundo de hermanos. ¿Y no querremos llevar la alegría que hemos sentido esta tarde a todos los hombres, extendiéndola por toda la tierra? Pero pensad bien en ello, porque esto le costó a Cristo la cruz y le costará a todos los que quieran seguir a Jesús. Por tanto, cantad, cantad, hermanos, porque fuera nos está esperando una marcha larga y difícil.

Dios camina con nosotros

Pero, en resumen, ¿qué es la contemplación? Es tomar conciencia plenamente y a fondo de que Cristo vive en ti, Pedro, y que tú y él sois uno solo. No en el sentido un tanto poético con que se dice de dos amigos, como te dijeron el otro día: Pedro y Lázaro son como los dos dedos de la mano, porque se les ve siempre hablando y hablando… Nuestra amistad, la que existe entre los hombres, es una cosa hermosísima, pero limitada. Jesús recurrió a algunos ejemplos para ilustrar la unión que tenemos con él. Hemos leído juntos aquello del injerto, de la vid y los sarmientos. San Pablo no sabe cómo decirlo; habla de un solo cuerpo y de un solo espíritu: tú estás en Jesús y Jesús en ti, lo mismo que tu brazo derecho y tu brazo izquierdo pertenecen al mismo cuerpo y viven la misma vida, y puede decirse que es la vida de Pedro. Ahora viven de ti y contigo y, cuando mueras, también ellos morirán.

Se trata de un misterio, pero no de un misterio muy grande, ya que como te he dicho podemos llegar a tener una experiencia del mismo, podernos llegar a sentirlo. Cuando se olvida este aspecto del cristiano, nuestra fe empieza a secarse. No se ve ya a los cristianos, esto es, a unas personas que se mueven, que hablan, que aman, sino que se ve al cristianismo. Entre el cristianismo «aristotélico» y el cristianismo «marxista» no hay una diferencia sustancial. Jesús no nos dejó como herencia suya el cristianismo, sino a los cristianos, a los que viven su vida. Renovando el cristianismo, escribiendo un libro de «política cristiana», o renovando la oración, o escribiendo un libro sobre cómo tiene que ser la vida religiosa en la actualidad, no haremos más que echar vino nuevo en odres viejos o remendar un traje viejo con paño nuevo. No nos corresponde hacer teorías nuevas, sino cristianos nuevos. Esos cristianos nuevos encontrarán la manera práctica de hacer fraternidad. Pero si vamos a la raíz del ser cristiano y nos entretenemos en la teoría, caeremos en el inmovilismo. Hay que renunciar a definir en términos de doctrina qué es lo que significa ser cristiano; el cristiano es uno que ha sido injertado en Jesús y vive su misma vida. La desconfianza ante el misticismo nos ha alejado de la visión radical de ser cristianos y nos hemos replegado en el cuerpo doctrinal para demostrar que estamos al día y que somos capaces de enfrentarnos con el mundo. Creo que hoy tenemos que ser capaces de esta desnudez radical: el cristiano es uno que ha sido injertado en Cristo. Esto nos haría capaces de acoger los proyectos de renovación, de liberación y de «fraternización» del mundo con una apertura sin desconfianza y sin esas presunciones que son tan típicas de los cristianos. Sostengo que es mucho más fácil y más fecundo y más limpio el encuentro de un cristiano «místico» (esto es, verdadero y auténtico) con un marxista, que el encuentro de un cristiano «ideológico», por muy moderno y muy abierto que sea. El vivir en Cristo no te hace desaparecer; continúas siendo Pedro, con tu misma cara, con tu mismo temperamento. Tus amigos te seguirán reconociendo y te querrán cada vez más, porque te sentirán más cariñoso, más paciente, más capaz de comprenderlos, más interesado por sus problemas; te reconocerán siempre por lo que eres. Si yo te hubiera llenado la cabeza de doctrina, te habrías hecho pedante, aburrido; por eso he procurado resistir siempre que me pedías que te enseñara lo que tienes que decir a tus amigos. Nada, allá te las veas. Si vives auténticamente la vida en Cristo, no dirán: Pedro es un beato, huele a sacristía. Tú mismo me has comunicado la alegría que sentiste cuando volviste un fin de semana a tu barrio y viste que te acogían con afecto y con verdadero júbilo. Te interrogaron a fondo, te desnudaron, como tú me dijiste, pero te acogieron con alegría y festejaron tu presencia. ¿No es verdad?

Volviendo a nuestro tema, el contemplativo es uno que toma conciencia de estar injertado en Cristo. Tú sabes muy bien qué es esta toma de conciencia, ya que en tu país se habla mucho de «concientización». Uno es pobre, oprimido, y no lo sabe. Esto es, no sabe que su condición es injusta y que puede transformarse. Sufre, pero no tiene conciencia plena de su sufrimiento y no sabe cómo superarlo. A medida que va luchando y que sigue el camino para liberarse de la opresión, va viendo cada vez más claro que él es un oprimido y que puede liberarse. Su mente se hace cada vez más clara, no ya estudiando, sino en la misma acción. El contemplativo toma conciencia de su vida en Cristo: somos dos en uno. Y este conocimiento se hace claro, no estudiando, sino en la misma vida. Las consecuencias de esta conciencia son innumerables y te ayudan a ver quién es contemplativo y quién no lo es. Con esta guía he descubierto con frecuencia verdaderos contemplativos entre los pobres, en ciertas personas que no se lo imaginaban lo más mínimo. Si les digo: tú eres un verdadero contemplativo, me miran a la cara como si les dijese: tú eres un abogado o un paracaidista. No hay ninguna contradicción entre lo que antes te decía y lo que te digo ahora, porque esta toma de conciencia no es en torno al ser contemplativo, sino más bien al tener a Dios consigo. Un día le pregunté a una pobre mujer, aquí en un país de América latina, que te aseguro no tenía ni unos andrajos para envolver a su criatura y que había recorrido varios kilómetros para que la bautizara, le pregunté para qué quería el bautismo, qué es lo que significaba para ella el bautismo, y me respondió con una fórmula que me parece sagrada de verdad: Dios camina con nosotros. Esta es para mí la conciencia de que estamos injertados en Cristo, que es distinta de la conciencia refleja de ser un contemplativo.

Podrían resumirse estas consecuencias, que podríamos llamar también «signos», en una palabra: nuestra semejanza a Cristo. Lo mismo que tu madre se parece a tu abuelo, y tú a tu madre, de manera que cuando fuiste un día al pueblo de tu abuelo, muchos te reconocieron a primera vista. Esto se ve enseguida en dos rasgos característicos de la persona de Jesús, hijo del Padre y hermano de los hombres. La pasión del Padre es la pasión de los hombres. Esta pasión del Padre que se traduce en el contemplativo, como hemos dicho en otras ocasiones, en la conciencia clara de ser amado con un amor que nunca será capaz de profundizar del todo. Y el amor a los hermanos no es genérico, sino de un tipo determinado: el amor que le impulsa a «tomar forma de esclavo». Los no contemplativos, los que no están poseídos por el Espíritu, discuten «desde fuera» cómo vivía Jesús, si era de clase media o de clase alta, si vivía de raíces o si comía su buen plato de carne, si tendría hoy un Maserati o un utilitario, o si caminaría a pie. El que tiene el Espíritu del Señor no tiene necesidad de discutir, porque se siente arrastrado a tomar la forma de esclavo. La humanidad del tiempo de Jesús es como la de hoy, dividida en oprimidos y opresores, en esclavos y libres. Jesús se situó entre los oprimidos, entre los esclavos. Esta simplificación es ciertamente moderna, pero no cambia la realidad de las cosas. Si quieres, es una manera científica de ver la realidad. La tuberculosis existía ya en tiempos de los romanos, pero llamaban a esa enfermedad debilidad del pecho y no se sabía bien en qué consistía; hoy la conocemos y la podemos definir.

Las señales del contemplativo

La señal más clara del contemplativo, Pedro, será siempre la pobreza. No, perdóname, te he dicho muchas veces que no hay que hablar de la pobreza; la pobreza no existe. La señal inconfundible del contemplativo es la siguiente: lo encontrarás siempre metido entre los oprimidos, entre los esclavos, convertido en uno de ellos. Viviendo la condición de esclavo y de oprimido. Jesús ha intentado reconstruir los dos elementos de la dignidad que el hombre ha perdido por su culpa: la libertad y la fraternidad. El hombre se ha hecho esclavo y por eso ha dejado de ser hermano. En este tema te encontrarás de acuerdo con los mejores entre los hombres. Quizás te digan que no están de acuerdo en eso de «perdido por su culpa», pero te dirán: de acuerdo en que los dos elementos que hay que buscar son la libertad del hombre y la fraternidad. Los que tienen el Espíritu del Señor, amigo Pedro, se encontrarán siempre de parte de las víctimas. Y no te dejes impresionar por tantos discursos bonitos; sobre todo nosotros, los religiosos, estamos estupendamente preparados para lanzar hermosos discursos defensivos. Esquivamos ciertas simplificaciones poco cómodas y con la excusa de mayor claridad y precisión nos ponemos a pescar en aguas turbias. También los poderosos son servidores. Los grandes jefes de las sociedades políticas, los presidentes de la república, ¿no son acaso servidores del pueblo? ¿Y las mujeres de los grandes capitalistas obligadas a terribles compromisos sociales, no son acaso esclavas? Se ve con toda claridad que no han adoptado sin embargo la «esclavitud de Jesús», ya que todas sus decisiones están en favor de los opresores, de los poderosos, y no de los humildes. Para confundir tus ideas te dirán que no todos pueden vivir en casas de techo de cartón, porque si fuera así, estaríamos todavía en la edad de piedra. No pierdas nunca esa sensibilidad de muchacho del pueblo que te hace sentir inmediatamente a través de un discurso o de una manera de obrar: esta persona no es de los nuestros, no ha aceptado la causa de los oprimidos y de los pobres, trabaja y vive por mantener la opresión y no para derribarla y transformarla en fraternidad.

Cristo no ha venido para proclamarse hermano universal, como ciertos individuos que aparecen en un lugar o en otro e, impresionados por las discriminaciones, se proclaman hermanos universales, ciudadanos del mundo, y niegan que exista el negro y el blanco. Cristo ha venido a crear la fraternidad que no existe, no a declararla. Si la declaras, aunque te vistas de saco y te dejes invadir por las pulgas, no molestas a nadie; más aún, cuanto más pobre y más espectacular seas en tu pobreza, tanto más te admirarán, especialmente los burgueses. Si te propones hacer la fraternidad y, metiéndote entre los oprimidos, señalas con el dedo a los opresores, de una manera o de otra acabarás en la cruz.

El contemplativo es uno que toca hasta el fondo de la alegría y del dolor. Si se viera la realidad como nunca somos capaces de verla, sin el velo de la apariencia, nadie podría decirle al contemplativo: yo he gozado más que tú o yo he sufrido más que tú. Es que el contemplativo ha descubierto la ternura del Padre y la ve en todos los detalles, desde los que están dentro de él en su propia vida hasta los que están fuera de él, como las estrellas, las flores, el agua, el sol. Los artistas nos ofrecen una señal muy pálida e imperfecta de lo que puede descubrir y gozar el hombre contemplando la naturaleza. Pero entre san Francisco y Rembrandt o Picasso hay una distancia inmensa. Por otra parte acuérdate, Pedro, de que aumenta el dolor por la fraternidad no alcanzada, por la injusticia que pesa sobre los pobres y los oprimidos. Si te haces un contemplativo, Pedro, aumentará tu sufrimiento interno, junto con las incomprensiones, las persecuciones y las luchas. Me acuerdo ahora de la madre de los dos apóstoles, Santiago y Juan, que al verlos tan felices y tranquilos (uno de ellos tenía mal carácter y la madre ve cómo se ha apaciguado), le dice a Jesús que los tenga siempre a su lado, muy unidos a él, uno a la derecha y otro a la izquierda. Pero Jesús le responde que esto no va a serles muy cómodo, ya que «tendrán que beber el cáliz que él está a punto de beber».

El contemplativo es uno en el que Jesús revive todo su amor tierno y dramático, el amor que goza de la belleza de un campo lleno de flores y se deja apresar y maltratar por la policía de Pilatos y ser levantado en la cruz. Si los amigos de tu barrio, tu madre, tus hermanos, se ponen a decir: Pedro está loco, podría estar mejor y se le ocurre vivir como un pobretón, tenía un trabajo fácil y ligero y ahora trabaja sudando tinta, buscaba una buena vida y ahora…, esto es una buena señal. Pero si dicen: Pedro ha sido listo, se ha ido a vivir bien, tiene una casa bonita con muchas comodidades; hay quien piensa en él sin que él tenga que preocuparse de nada…, esto querría decir, amigo Pedro, que el Señor Jesús ha pasado a tu lado, te ha tocado y se ha ido lejos.

Me gustaría hablarte de otro aspecto de la contemplación. Se me ha ocurrido ahora, al compararme con tu juventud. Pronto, más pronto de lo que te imaginas, Pedro, serás un viejo inútil; el tiempo te irá arrinconando hasta que dejes de ser «contemporáneo». Hablarás del pasado como si fuera presente; tu reloj se parará lo mismo que el reloj de aquel médico viejo de Fresas salvajes de Berg-man y dirás: son las nueve; pero son las nueve del 13 de junio de 1940, no será el 16 de junio de 1975; y por tanto todo lo que digas estará fuera de tiempo y de lugar. Y he pensado en todos los enfermos, en las campesinas que viven en su casa durante toda la vida teniendo hijos y criándolos y viéndolos marchar, en todas esas personas que no pueden hacer fraternidad con medios políticos. He pensado en nuestro Juanito en el manicomio sin estar loco, con la conciencia trágica de no servir para nada en el mundo. ¿Habrá dejado Jesús fuera a toda esa humanidad, él que se inclina sobre cada uno y ama a cada uno personalmente? ¿El, que ha venido a descubrir la marginación, marginará acaso a grupos enteros de hombres? Dando vueltas a este asunto he descubierto una dimensión de mi fe que, te lo confieso, Pedro, estaba como cubierta de polvo. He visto con claridad que éstas no son fuerzas políticas, pero que son fuerzas históricas, en el sentido de que misteriosamente hacen avanzar la historia hacia la fraternidad. No es solamente la palabra o el compromiso político lo que ayuda a la fraternidad; es la cruz, el martirio de Cristo fecundando todos los sufrimientos del hombre. Es difícil, yo diría que imposible, para el hombre ver «cómo» y «por qué». Todos, incluso los ateos, reconocen que no es inútil pasar veinte años en la cárcel, inutilizado, apartado a la fuerza de una acción directa. No es inútil morir fusilado o bajo la tortura por la libertad y la fraternidad.

Para los ateos estos sufrimientos son fuerzas históricas en cuanto que sirven de reclamo y de incitación. Todos creen —sea cual fuere la ideología a la que pertenezcan— que estas personas inútiles políticamente influyen en la historia de manera muy importante. Y los eternizan en los monumentos, para que hablen y sacudan e inviten a los demás a comprometerse por el triunfo de la verdad. Los ateos no creen que puedan tener una eficacia que vaya más allá del ejemplo. Y cuando entra en su casa un «sufrimiento inútil», enmudecen o se desesperan. Nosotros los cristianos, sin tener muchas más luces que ellos, creemos en otra eficacia, en una eficacia directa. La fuerza terrible que impulsa hacia adelante a la historia sin cansancio, hacia la libertad y la fraternidad, esa fuerza misteriosa que a pesar de los fracasos y de la aparente inutilidad alimenta al hombre de esperanza, viene de la cruz de Cristo que revive de mil maneras en nosotros, en nuestros sufrimientos. Tú no puedes escoger tanto; tu opción de Cristo te impulsa a opciones concretas de vida. Si ves que tu manera de hacer fraternidad es la política, no puedes escoger el camino de tu madre que ha aceptado una vida que le ha salido al encuentro, de humilde y silencioso sacrificio. Quizás le debas a su silencio y a su aceptación paciente tu despertar, el sentir que tu vida tiene que servir para algo útil y que tiene que pesar positivamente en la historia. En la historia hay ciertamente un misterio, un imponderable, una fuerza oculta. El hombre no ha encontrado todavía todas las respuestas. Quizás, al descubrir el concurso de todas las fuerzas y de todas las leyes que hacen brotar la vida, será capaz algún día de reproducirla, como nos permiten pensar ciertas experiencias esporádicas de las que nos llegan noticias. No podemos fijar de antemano límites a la inventiva y a la creatividad del hombre. La experiencia ha desmentido muchos «imposibles». Y ahora resulta verdaderamente de ignorantes afirmar: esto es imposible para el hombre. Pero yo creo que nunca responderemos de manera exhaustiva a la pregunta: qué cosa es la vida. Porque todo lo que el hombre hace, todo lo que piensa, todo lo que crea, es el ejercicio de su existencia, es a partir de su existir. Puede volverse para atrás e imaginarse la «nada» que le precede, esa especie de espacio vacío que precede a su existencia, pero descubre que la «nada» es «nada» para una persona que puede pensar en la nada, y por tanto para una persona que existe, que tiene vida, que puede pensar a partir de la vida. Pero esto son filosofías, Pedro; he metido la pata. Tú no te compliques la vida. Solamente, como cristiano, piensa que no hay nadie inútil y que nadie puede decir con certeza si mueve más la historia y si es por tanto realmente más importante el secretario de la ONU o Agustín, que conoce únicamente el trabajo del campo, el «palito» (vaso de vino) dominical y esa alegría sencilla que nos comunica cuando viene a visitarnos. Si quisiéramos razonar un poco y adentrarnos en el misterio, llegaríamos a ver que estas personas son fuerzas históricas porque producen esa energía vital que se llama amor.

Evangelización del amor

Todas nuestras conversaciones que a nuestros lectores les parecerán un diálogo entre dos, mientras que son realmente comunitarias, nos han llevado a la conclusión de que ser cristiano no es un problema de voluntad ni de instrucción, sino que es un problema de amor. El cristiano es uno que se descubre amado y que encuentra que la mejor respuesta que puede dar, la única manera de dar gracias por el amor que recibe, es la de amar. La misma necesidad de amar lo lleva a no rechazar ninguna propuesta, ningún camino que parezca bueno, para hacer fraternidad. Al propio tiempo la misma exigencia de amor te impide encerrarte dentro de una ideología, tanto si es cristiana como si no. Si amas de verdad, si has sido arrebatado por el amor de Cristo, te meterás en la lucha por la fraternidad; pero ten cuidado, no vayas a perder lo esencial, que es el amor al hombre. El problema es difícil, pero no podemos soslayarlo.

Hoy, 14 de junio, el periódico que nos viene de Caracas, El Nacional, y que tenemos aquí sobre la mesa recoge las declaraciones de Breznev, el líder del Partido Comunista ruso. Este señor no es religioso, o por lo menos se profesa ateo, y propone a las potencias que firmen un acuerdo para prohibir «nuevos tipos de armas de destrucción de masas». Prescindiendo de que las armas en cuestión existen ya actualmente, Breznev afirma que la tecnología moderna se ha desarrollado lo bastante para que sea lícito pensar en que existe el peligro grave de construir armas más terribles todavía que las nucleares Concluye el periódico diciendo que los diplomáticos occidentales opinan que la observación va dirigida particularmente a los Estados Unidos, que siempre han tenido ventaja sobre la Unión Soviética en cuestión de armamentos. Esta invitación de Brez-nev, justa en sí misma, resulta muy ingenua. Es tan ingenua como todas las predicaciones sobre la paz. Admitiendo que sea sincero, si vamos al fondo del problema volveremos a otra pregunta ingenua: «Hombres, ¿por qué no os queréis? ¿Por qué, en lugar de destriparos, no intentáis ser amigos? En el mundo se estaría estupendamente si, en vez de armas nucleares, nos bombardeásemos con chocolatinas…».

Si el hombre quisiera, parece que todas las cosas podrían arreglarse. Se ven entonces las consecuencias monstruosas de un hombre que de hecho no es libre en el amar, mientras que se le hacen propuestas como si lo fuera. El hombre no puede amar. Y entonces, de la incapacidad de amar al vecino, a la esposa, al amigo, se llega a las armas nucleares y a las postnucleares. Y se llega a temer la destrucción de la humanidad.

Ponte en el puesto de Breznev; ¿qué más podría decir? ¡Renunciad a las armas!… Le responderían que sí, pero seguramente sería un no, porque seguirían impertérritos su carrera de armamentos. Y entonces, ¿qué remedio puede hacer? O vamos hacia la destrucción, cosa que no creo, o los hombres empiezan a abrir los ojos y se dan cuenta de que son amados. El movimiento franciscano fue posible porque Italia era pequeña, muy pequeña, y las guerras eran entre ciudad y ciudad y los poderosos eran poco poderosos. Creo que esta evangelización del amor conmovió al pequeño mundo europeo. ¿Se repetiría hoy ese milagro? No lo sé, Pedro, yo no soy profeta. Es verdad que los predicadores del evangelio hoy, para ser creídos, tienen que dar pruebas concretas de que su amor a los hombres no es abstracto, no está hecho de palabras al margen de la historia. La libertad para los hombres de la pasada generación era una especie de privilegio, la conquista de un derecho: el derecho a votar, el derecho a expresar la propia opinión, el derecho a profesar la propia religión, el derecho de propiedad y algunos otros. Para ellos la libertad era el reconocimiento de estos derechos. Y por ese reconocimiento el hombre lucha y muere. Hoy la libertad se nos presenta como una fuerza, como una cualidad que radica en el hombre: el hombre no libre es aquel que por diversos motivos no sabe amar, esto es, aquel que no sabe vivir en una relación pacífica con los demás y con las cosas, el tipo agresivo, violento, explotador, cínico, inhibido. Podrían hacerse diversos tipos de retrato de ese hombre sin libertad, pero todos se resumirían en éste: el hombre que no sabe amar no es libre y por eso mismo proyecta sobre todas sus decisiones el signo de la no-libertad. El discurso de Breznev tiene validez si se dirige a unos hombres libres, pero no vale si va dirigido a unos hombres no libres. Es como si les dijera a unos hombres sin piernas: caminad.

Se necesita una enorme energía de amor para liberar al hombre, para que no piense en armas capaces de destruir a sus hermanos, sino que piense en una convivencia pacífica como en un ideal. Nosotros creemos que solamente Cristo puede darle al hombre este tipo de libertad, esta libertad que llega hasta la raíz, que no se ve, pero que es el fundamento de todas las demás libertades y de todas las decisiones de convivencia. Por eso mismo Jesús habló de sal, de fermento, de luz. Es una libertad que está dentro y por encima de todas las demás libertades. El compromiso por la libertad económica y política es el ejercicio de esta libertad personal, de la capacidad de amar que sólo Jesús puede darle al hombre. Cuando uno tiene esta libertad, usa la ideología como instrumento, pero no se deja manipular, porque uno siente dentro de sí que lo único absoluto es el amor al hombre. Procuraré explicarme un poco mejor, amigo Pedro. Para realizar la fraternidad en Bojó sería necesario que desapareciesen los propietarios y los braceros, los patronos de las tierras y los que la trabajan; todos deberían estar en la misma condición. No todos tendrían el mismo dinero; no puede esperarse una igualdad total, pero tampoco deberían existir los que explotan el trabajo del pobre y los que doblan el espinazo. Para llegar a esto los hombres encuentran ciertas teorías que racionalizan y hacen lógico este derecho e intentan convertir estas teorías en práctica y realidad de vida. Estas teorías podríamos decir que son la ideología necesaria para realizar la fraternidad. No se lucha únicamente con los bastones y con las armas; se lucha principalmente con las ideas. E incluso las batallas de los bastones y de las armas están preparadas por las ideas. ¡Quiera Dios que no haya que hablar más de bastones y de armas y que sólo queden las luchas de las ideas! Pero en un momento determinado la ideología puede interesarme tanto y absorberme hasta tal punto que los hombres dejen de interesarme. Lo que me interesa es la ideología, lo mismo que si se tratase de un juego muy bonito, el ajedrez por ejemplo, que he aprendido estupendamente.

La diferencia entre los burgueses y los pobres es ésta sobre todo: el burgués es la persona capaz de apreciar únicamente la ideología; está tan lejos de las personas que para él lo importante es la ideología. El verdadero pueblo sufre su propio problema, confía necesariamente en los que tienen planes bien concebidos para alcanzar este objetivo. Y aquí es donde el pueblo tiene su lado débil y puede verse traicionado, como muchas veces se ha visto. ¿Qué otra cosa podría hacer? Y así de una opresión cae a veces bajo otra opresión. De todos modos vale la pena, porque se trata de una conquista, de un paso hacia adelante. Los que conciben planes generalmente no aman. Miran más a la comprobación de sus ideas, buscan el triunfo de estos planes y de su ideología más que la verdadera liberación. Desgraciadamente todas las liberaciones dejan un residuo del mal, de no-amor, de no-fraternidad y de desilusión, que parece como si hicieran cada vez más amenazadora la agresividad del hombre. Aparentemente no crece la fraternidad en el mundo.

Esto sucede en la política, en el arte, en la religión, en todas las ocasiones en que el hombre pierde de vista al otro, a su semejante, para enamorarse de la idea. El pueblo no cae en estas cosas; sólo es posible que caigan en ellas los burgueses. El pueblo puede caer víctima de la astucia de los ideólogos, puede ser la parte pasiva oprimida por los ideólogos. Si tú estás siempre de su parte y te dejas controlar por la comunidad, si el amor al hombre es auténtico, si te sientes liberado, puedes estar seguro de que no has caído en la ideología y de que no has traicionado a tus hermanos. Jesús denuncia continuamente a dos tipos de personas que parecen estar muy cercanas y que de hecho lo están: los ricos y los fariseos. Son precisamente los que no saben amar…

Los fariseos son los ideólogos, los que han hecho de la religión una cuestión de obediencia a las tradiciones culturales, cada vez más complejas, y no un encuentro con Dios. El rico es el ideólogo práctico, el que confía en el dinero, en el símbolo del comercio y del intercambio en lugar de la comunicación real. El fariseo es el ideólogo teórico que confía en las ideas, en los planes, en los proyectos, en vez de confiar en el hombre; el que piensa que la regla produce la vida, sin pensar en que la regla nace de la vida y amenaza con matarla. Se da un antagonismo perpetuo entre la regla, la ley y la vida. Al repasar los apuntes de mis diálogos contigo y con los demás, Pedro, me pregunto por qué publico este diálogo en vez de quemar este cuaderno, a pesar de que me resulta tan querido, precisamente por contener una convivencia; no ideas, sino una convivencia. Tú, Pedro, eres una realidad cercana y un símbolo, el símbolo de una categoría de jóvenes a los que me gustaría saber hablar y con los que querría ligar mi vida. Jóvenes como tú, del pueblo, del barrio, que no han recibido el daño de una formación ideológica, aunque tengan ciertamente otros daños que en parte hemos descubierto. No existe una persona indemne. Nos encontramos siempre con una persona dañada, con uno que tiene necesidad urgente y absoluta de libertad. A nosotros, los ideólogos, nos amenaza siempre la tentación de quitar a esa persona de la circulación y de conservarla en un museo, como se hace con los cuadros que han estado demasiado tiempo expuestos al polvo, a la humedad, a las variaciones climáticas. Sucede muchas veces que los restauradores, al ver cómo rejuvenece el cuadro, se dicen: ¿para qué devolverlo a que sufra todos los inconvenientes del pasado?; lo conservaremos aquí con cuidado y seguiremos manteniéndolo con vitaminas. Esto mismo ocurre —y la experiencia lo confirma— en el mundo cristiano. Cuando te das cuenta de que has recibido algún daño, demasiados daños, y te presentas al restaurador, te retiran y te convierten en una «pieza de museo».

He sentido miedo de esto por ti; por eso hoy estoy contento del dolor de verte marchar, separándonos después de una larga convivencia hecha de encuentros «sabrosos», como tú dices. Y has sido tú el que me has dicho a mí, tu maestro en la fe, que la separación no rompe ni la amistad ni la comunión. Al contrario, con la lejanía caen las escorias del paternalismo, de la agresividad, de la búsqueda inconsciente de una realización afectiva que podría no haber existido en mi vida. Resumo tu larga y patética conversación de ayer con palabras sintéticas y que no son ciertamente tuyas. Pero su sentido es tuyo y creo que lo he traducido con fidelidad.

La iglesia, ¿experta en hombres?

Ahora me encuentro solo frente a mis apuntes y frente al trabajo, difícil para mí, de pasarlos a máquina. No sé si debo hacerlo. San Francisco y los primeros franciscanos no salieron ciertamente de la lectura de un libro. Un libro puede inspirar decisiones, con la condición de que no presente un modelo o una receta; lo más que puede hacer es ayudar a una verificación, la de que lo que uno está pensando no es una mera locura. Me he encontrado con muchas personas que me han dicho: cuando he leído alguno de tus libros, he visto que no estaba tan loco, o por lo menos que no era yo el único loco. Esto no me preocupa tanto porque probablemente circulan estimulantes más fuertes y más actuales; pienso más bien en la responsabilidad que tiene uno que escribe con su docena de lectores, esto es, la de comunicarles los descubrimientos y las correcciones sucesivas. Estoy haciendo un descubrimiento, quizás un poco tarde; el de la importancia absoluta de la praxis y la urgencia absoluta de cambiar, casi diría de derrumbar, nuestros métodos. El evangelio tiene necesidad de una larga época de libertad para manifestarse y volver a ser una fuerza histórica. La iglesia se ha definido como «experta en hombres»; quizás sea ésta la frase más peligrosa salida del concilio. Si expresase humildemente el deseo de serlo, sería hermosísima; en el fondo expresa la verdadera nostalgia del cristianismo, el punto hacia el que se ha orientado desde siempre el compromiso cristiano, pero temo que pueda tratarse de una mera frase declamatoria, y entonces es peligrosa. De hecho la iglesia no es experta en hombres, sino más bien experta en cierta clase de antropología, la del hombre clavado con un alfiler, lo mismo que una mariposa. La experiencia del hombre hecha a través del análisis de la persona y de sus relaciones, de lo que debería ser, puesta sobre el cauce de la escolástica y trasladada a nosotros como traída por una corriente cada vez más escasa de agua, que es cada vez menos corriente. Esta experiencia del hombre no ha mejorado mucho con las aportaciones freudianas o marxistas, filtradas por nuestra formación «esencialista», que es por eso mismo incapaz de captar la creatividad de lo negativo, de lo contradictorio, de lo hipotético. A nosotros nos gustan las cosas claras, los pies en el suelo, las inversiones que no corren ningún riesgo. Nos gusta la vida en su epílogo, no la vida que nace. La iglesia ha tenido siempre tendencia a acoger y a emplear a los «convertidos» lo mismo que ha acogido —y éste es su lado mejor, que sirve de cubierta al otro— a los sordomudos, a los ciegos, a los mutilados, a los leprosos. Pero con frecuencia estas conversiones son un repudio de la historia. Son sinceras cuando este repudio es el repudio de un papel que parece nocivo, antifraternal. Más bien que repudio es una opción en favor de lo que se ve como más esencial. Aun cuando existe un vacío entre el vacío de la desilusión, entre el cese de la función, y el descubrimiento de lo que es más esencial, la conversión es entonces fecunda y por eso mismo fecundante. Volviendo a lo que le decía a Pedro, estas personas no tienen quizás un papel político, pero tienen un papel histórico. Pienso en el hermanito Charles de Foucauld que inspira ciertas opciones que quizás él no habría hecho, pero que están inspiradas ciertamente en su animoso retiro. No se puede afirmar que en este movimiento de fuga no haya jugado cierto miedo a no saber moverse en el mundo «nuevo» con aquella valentía de oficial; la vida en la tierra evangélica se presentaba más compleja y difícil que la que había seguido en su libertad sin ley. Tampoco puede decirse que su fuga no amparase cierto deseo inconsciente de «perfeccionismo», cierto deseo de seguir siendo el más «bravo». Pero el hecho importante es que descubrió la fraternidad y dejó abierto un espacio infinito por recorrer para el que quiera seguir sus huellas.

No son sinceros esos «convertidos» cuando le piden a la iglesia una función que sea aparentemente la misma y quizás más importante, una función bien protegida de los riesgos de las vicisitudes históricas. No quieren apearse del caballo, aun cuando el «nuevo caballo» sea de madera. Si la iglesia quiere ser experta en hombres, tiene que ser experta en la historia, porque el hombre es la historia y la historia está hecha por el hombre. El concilio ha abierto el cielo de la esperanza, ha dado indicaciones importantes, ha sacado a la superficie nostalgias y sufrimientos que hacía siglos preocupaban a la iglesia. La iglesia de los pobres, su ausencia en el mundo del trabajo, la exigencia de la libertad, la acogida de todo cuanto el hombre crea, busca o cree, aun cuando esté envuelto en ambigüedades. Aunque su caminar es más bien un avanzar incierto en medio de una noche sin luna que ese andar en la luz de que nos habla san Juan. El diálogo abierto con todos los hombres, sin discriminaciones de fe. La amistad como clima de las relaciones humanas. El pueblo de Dios ya sacralizado en cuanto pueblo y por consiguiente desacralizado. La vida religiosa como vida profética y por tanto capaz de interpelar todo lo que la institución ha cristalizado y elevado al rango de lo absoluto, y por eso mismo preparada para la persecución, para la incomprensión, para la lapidación que es el precio de todo profetismo. El concilio no transmite a la «vida religiosa» una invitación a construir piscinas que valgan millones, sino a que sea profética, que es algo muy distinto. Y todas las demás indicaciones que dirigen los sueños de nuestra juventud más allá. Después del concilio sólo era lícita una actitud —que sé muy bien que es utópica—: la de callar y esperar. El mejor servicio que podríamos hacer hoy los «clérigos» sería el de callar y esperar. Puesto que ahora no está Pedro conmigo y me encuentro solo delante de mis apuntes, me gustaría justificarme. Esta justificación intentaría explicar por qué publico estas notas. El propósito del concilio es el de permitir al mundo que mire a la iglesia y la juzgue. Es ésta la conclusión de una larga historia de dos grupos que viven separados: un grupo vivía en una torre hermosísima, pero arcaica y antieconómica, en donde sólo se podían vivir largas temporadas de ocio; el otro grupo vivía en un piso de ciudad menos poético, menos cargado de pasado, pero más funcional, más adaptado a los que tienen que trabajar y alcanzar rápidamente su puesto de trabajo. Los dos grupos han decidido vivir juntos y la que tiene que ser sacrificada es la torre solitaria. El grupo de la torre al principio parece consolarse de abandonar la casa de sus recuerdos con la perspectiva de estar junto a los demás, de poder ser finalmente personas útiles. Se deja la torre con cierta tristeza, pero con esperanza y optimismo. No se va hacia el retiro, hacia la inutilidad o el envejecimiento, sino que se va al encuentro con la vida, una vida dura e implacable, pero vida al fin y al cabo. La decisión de reunir los dos grupos fue aceptada unánimemente y expresada en una decisión muy clara. Terminaba así la larga historia de la separación. La iniciativa —no se trataba de una disposición del mando— tenía que estar en manos del grupo de «ciudad». Pero para llegar a esto la iglesia que acogía el mensaje del Espíritu santo tenía que ser una iglesia convertida. La jerarquía que acogió el mensaje tenía que ser capaz de conversión, una conversión que se revelaría hacia fuera como confianza, como esperanza, como paciencia.

Es fácil perdonar, es difícil comprender

Aquel padre que en la inolvidable descripción de san Lucas acoge a su hijo a la puerta de casa podría haberlo muy bien esperado sin un corazón convertido. Esperarlo porque necesitaba más brazos para trabajar o por el orgullo de demostrar a los vecinos que sus hijos tenían necesidad de él. O esperarlo para desahogarse y poder subrayar que, como siempre, él ya sabía lo que iba a pasar. Hemos pensado siempre en la conversión del hijo, porque hemos leído la parábola pensando en el dios aristotélico impasible, inmóvil, inconvertible. Todo el movimiento se da en el hijo. Si la hubiéramos pensado dentro de la perspectiva de la encarnación, de Dios que viene a asumir toda la riqueza afectiva, emotiva, todo lo humano que en el fondo es ya de Dios, es lo «verdaderamente suyo», entonces podríamos haber captado todo el sentido de la parábola. El padre da su perdón al hijo, pero el hijo le da al padre una relación nueva. La paternidad es una relación, y una relación no la decide nunca uno solo; me gustaría predicarles esto de rodillas a todos los jerarcas de la iglesia que con frecuencia tienen una capacidad increíble de largos monólogos delante del otro. Cuando veamos, quizás en la otra vida, que el hombre no es un apéndice secundario de la creación, nos daremos cuenta de todo el tiempo que hemos perdido discutiendo si el hombre podía ser o no ser, si la presencia del hombre cambiada la eterna y absoluta e inmutable felicidad de Dios, si Dios habría sido el mismo sin el hombre. Cuando veamos que el hombre no es una distracción de Dios, una pasión inútil en el fondo, como parece empeñada en demostrarnos cierta especulación cuya paternidad se le atribuye a Aristóteles, entonces finalmente tendrá razón el evangelio. Se verá que la paternidad más profunda, más tierna, más dolorosa-mente herida de la tierra no es más que un reflejo muy pálido de esa obstinada y tremenda paternidad de Dios. El padre del drama de san Lucas espera al hijo en la puerta con el corazón libre de todo deseo de venganza y de espíritu de propiedad. «Todo lo mío es tuyo», le dice al hijo mayor; con el hijo que ha vuelto, la relación es distinta. Ahora son ya dos amigos dispuestos a emprender el mismo camino y a compartir la misma pobreza.

Las orientaciones del concilio suponen una situación «existencial» diversa. El concilio no ha dado solamente unas cuantas ideas, sino que ha indicado ante todo y sobre todo un cambio en la relación iglesia-mundo, jerarquía-pueblo de Dios, salvación-historia. El centro de esta relación está en el corazón del hombre. Habría sido ingenuo pensar que por el hecho de haberse celebrado el concilio el corazón del hombre habría dejado de ser libre y de arrinconar como siempre el poder de Dios. El problema de nuestra libertad no podía ser borrado por el concilio. Por eso la iglesia ha seguido y seguirá siempre leyendo el mensaje del concilio con el corazón preconciliar, por lo menos en su generalidad. Y esto produce desfases profundos, crisis dramáticas, confusiones de lenguaje, que a veces toman un colorido cómico. Los cambios de relación se leen en clave ideológica, las decisiones prácticas se convierten en teorías, sumamente lúcidas, pero teorías al fin y al cabo. Yo diría sintéticamente que sucede lo contrario del propósito de Marx: los filósofos han dicho cómo había que cambiar al mundo; nosotros tenemos que cambiarlo. El Espíritu santo ha querido cambiar al mundo y la iglesia en una nueva relación iglesia-mundo; nosotros tenemos que descubrir la teoría de este cambio. El padre del hijo pródigo, en vez de recibirlo, convoca una reunión de padres de familia de la región para discutir cómo acoger a los hijos que se han marchado de casa. Y como las opiniones son diversas, deciden reunirse de nuevo y formar unas subcomisiones de estudio, encargando a un comité que convoque reuniones periódicas, que redacte las actas, las estudie y las vuelva a proponer. De todo ello nace un dossier cada vez más grueso y completo: cómo acoger a los hijos que se han marchado de casa. No hay nadie que piense que el problema tiene que resolverlo el hijo y que lo más sencillo habría sido ir a tomar del brazo al hijo y decirle: vamos, muchacho, no hagas sufrir más a tu padre; quizás él tiene más necesidad de ti que tú de él. Tú puedes cambiarlo, convertirle de su severidad, de su avaricia, de su suficiencia, de su seguridad. En el abrazo todo desaparece y resultará que sois amigos. Era una ilusión pensar que cuatrocientos años de división —por hablar solamente del último litigio y de la última escapada de casa— acabarían como una novela rosa, reanudando una relación que se rompió conscientemente con una declaración de no-amistad. No era posible, porque esos cuatro siglos no se han llenado de llanto y de deseos de abrazarse de nuevo, sino de ideología y de reforzamiento de los derechos del padre, de consultas jurídicas para alimentar está distancia, de argumentos de razón. El drama de la iglesia es su incapacidad radical para leer la historia a no ser en unas categorías eternas y absolutas, separadas por completo del tiempo y de la vida. Y esto se traduce prácticamente en una desconfianza radical frente al hombre, frente a sus iniciativas, sus descubrimientos, aunque con la boca se siga diciendo que se confía en el hombre. Resulta muy fácil perdonar, porque el perdón aumenta la densidad de la autoridad, hace visible, poderoso e importante el papel del padre. Pero es terriblemente difícil comprender, porque para comprender hay que compartir la responsabilidad. La relación padre-hijo la crea la naturaleza, la alimenta el orgullo, le da fundamento y raíz el instinto de propiedad. Se ve ayudada terriblemente por los instintos que nos mantienen en la esclavitud: el valer, el tener, el poder. La amistad es el signo de la libertad y es posible entre personas que se encuentran en camino hacia la liberación. Se pueden vivir las mismas relaciones padre-hijo, hombre-mujer, gobierno-gobernados, iglesia-mundo dentro del esquema fijo de la paternidad servil o de una paternidad hecha amistad. El mensaje de la Jerusalén celestial —como diría san Pablo—, que es el mensaje sustancial del concilio, ha llegado a una iglesia en esclavitud.

La iglesia se puso a escuchar, pero ahora traduce en términos ideológicos un mensaje que pedía sobre todo un camino de relación. Este es el meollo del problema. El choque de Jesús con el mundo farisaico se reduce a esto; ideológicamente están de acuerdo, Jesús no ha venido a cambiar ni una coma. Jesús es un ser libre que habla a un grupo de esclavos que han encontrado en la esclavitud su comodidad y su paz. Son dos frecuencias distintas: dicen las mismas cosas, pero nunca se entenderán. Las prostitutas y los publícanos pueden llegar a odiar la esclavitud, porque es sucia, incómoda, humillante. En esta repulsa de la esclavitud está ya esa chispa de libertad que pone en onda el mensaje de Cristo. El fariseo está psicológicamente incapacitado para ello; tiene que renunciar a ser fariseo, como le dijo Jesús a Nicodemo.

Las indicaciones del concilio

Uno se pregunta: si tuviera lugar esta conversión, este milagro, si llegara a morir el corazón fariseo, ¿qué quedaría de la iglesia? El grupo de los setenta y dos discípulos enviados como corderos en medio de lobos, sin bolsa ni calzado, sin diplomacia. Aquel «no saludéis a nadie por el camino» es realmente lo contrario del protocolo diplomático que impone saludar a todos y sonreír a los que bien merecerían una bofetada. Esto es imposible, porque hay una muchedumbre inmensa que vive agarrada a esta seguridad, a una construcción clara, por lo menos clara en las ideas. Y uno se pregunta si a esta muchedumbre no pertenecerán aquellos que Jesús ha dicho que no se les escandalice, bajo la figura de la caña hendida o del pábilo que todavía humea. No sabría contestar; se trata de preguntas que vienen de continuo a mi mente. No se puede vivir en la iglesia sin sentirse asaltado por preguntas de este estilo. Para mí hay una cosa cierta: lo que el Espíritu santo le ha pedido a la iglesia lo alcanzará de esos pequeños grupos que siempre serán suficientes para garantizar la vitalidad de la iglesia. Y siempre pasará lo mismo hasta el final del mundo. Yo creía que al ir acercándose el epílogo me iba a poner pesimista y amargo, pero me doy cuenta con agrado de que me estoy volviendo realista y sereno. No golpeo ya la cabeza contra una pared que nunca caerá; intento confiar en ese grupito recogido a orillas del Jordán. No contra el reino, sino dispuesto a recomenzar el reino. Juan bautista le enseña muchas cosas al cristiano de hoy; sobre todo, este anuncio de primavera, este recomenzar de nuevo un viejo camino.

Siento que se propone de nuevo la opción en términos polémicos y de exclusión: o ser hombres «normales» que aceptan la historia con sus ambigüedades, intentando impulsarla hacia adelante teniendo en cuenta la realidad y dando ya por descontado que no llegará a un punto omega de perfección, o retirarse entre los leones golpeándose el pecho con una piedra y alimentándose de agua y yerbas silvestres. Quizás hayamos esperado demasiado del concilio; el concilio no podía dar más que un proyecto de lo que tiene que ser la iglesia, decir cuáles son las líneas de construcción del reino. Algunos leerán estas indicaciones ideológicamente, otros las leerán como niños (el mundo católico está lleno de niños que en otros campos son superadultos) y otros las leerán como adultos. Estas definiciones se encuentran ya en san Pablo que habla de niños, de hombres carnales y de hombres espirituales. El equívoco está en que carnal para nosotros ha tomado el sentido de lujurioso o de glotón, de uno que se dedica a contentar su cuerpo, sin pensar más allá, mientras que para san Pablo también una ideología puede ser carnal. Me acuerdo ahora de las palabras lapidarias de Bossuet: te había hecho espiritual en la carne y te has hecho carnal en el espíritu. El retiro tan austero de Juan en el Jordán no es ni una fuga ni un refugio ideológico ni una forma de delirio místico. La actitud del Bautista es un apartamiento total, una repulsa radical e implacable, pero profundamente amorosa y arraigada en el interés por el reino. Toda nuestra preparación ideológica no es preparación para el apartamiento y la repulsa, sino preparación para una obediencia que puede desembocar por reacción solamente en una desobediencia. Una obediencia que es el disfraz de la pasividad y del desinterés. Los obispos reunidos en Medellín tuvieron un momento de coraje al reconocerlo así, pero no pudieron llevar el discurso hasta el fondo, porque si lo hubieran hecho habrían visto cómo abandonaban sus celdillas enjambres enteros de abejas para vengarse cruelmente de haberse visto perturbadas en su trabajo de hacer panales y producir la miel. La desobediencia tiene el esplendor y el fragor de un relámpago, pero acaba en la desesperada aceptación que parece historia, porque ocurre en el tiempo, pero que no es histórica porque permanece fuera del devenir y no lleva las señales de la presencia creadora del hombre. Ser como todos, rechazar una «excepción» para entrar dentro de la regla —la fórmula monótona de los sacerdotes y de las monjas que cambian de función—, puede ser una señal de modestia, de salud psíquica, la aceptación del puesto que la historia le asigna a cada uno. Y la verdad es que cuando uno se sale de su puesto resulta peligroso en cualquier tipo de sociedad. Nuestra formación ideológica no nos permite salir de este dilema: o la obediencia o la desobediencia. Pero entre las dos, no ya como postura intermedia y conciliatoria, sino como postura de otro tipo, está la profecía.

También esta intuición nos la ha transmitido el concilio, pero la profecía es una postura de riesgo, no se deja enredar por la ideología ni se deja mortificar por la obediencia. El concilio ha descubierto el pensamiento de muchos, sobre todo al decir que las escuelas de la iglesia no son escuelas de profetas, sino de derecho, de teología especulativa, que yo diría positivista. No son escuelas de coraje, sino escuelas de adiestramiento en la seguridad. La disensión amorosa es difícil, porque sólo es posible con dos condiciones: la pobreza y el interés profundo que merece el nombre de amor. Pues bien, los dos rasgos fisonómicos del Bautista son precisamente la pobreza y la ternura. Tiene estremecimientos de indignación y tiene todas las palpitaciones de la amistad. Tiene en la mano el hacha para cortar el árbol, porque está seguro de que su vitalidad lo hará brotar de nuevo. Le brillan los ojos con una amistad tierna y sonriente cuando aparece su amigo en la cola de penitentes. Esos mismos ojos miran con dureza los muros de Jerusalén que encierran una raza de víboras, hombres de corazón duro e insensible. La pobreza y la amistad son los dos términos dialécticos de que se compone la profecía. En un encuentro he intentado inútilmente hacer comprender a unos religiosos la relación que existe entre la pobreza y la amistad; no me comprendieron. Es como si les hubiera dicho que para hacer una buena digestión había que estar en un comedor pintado de verde. Pero ¿cómo tener la libertad de elegir fuera del propio interés sin la pobreza? La elección y la exclusión resultan injustas si no están guiadas por una afectividad profunda y por una capacidad de abrir hasta el fondo el registro del corazón de carne. No se puede servir a dos señores: las cosas y la persona. Y entre las cosas hay que poner las ideas, los esquemas, el espíritu cosificado, la amistad puesta en una caja como la música. La profecía tiene un espacio propio fuera de la ideología fría y discriminatoria que recupera su claridad cuando se separa de la historia, fuera de la «caridad» anónima y despersonalizada que ve a los hombres como si fueran garbanzos, todos iguales, sin llegar a verlos en el juego de los condicionamientos y que sirve en el fondo para mantener al propio yo dentro del aire acondicionado y fuera de los cambios de estación.

La profecía es un amor que separa y que pone a tres contra dos, al padre contra el hijo, y que enfrenta a los miembros de la misma familia. Pone fuego donde hay frío y corta como espada el clima gelatinoso que ha producido la falta de novedad. ¡Ay del que usa la profecía en clave ideológica!; se produce entonces un desastre. El concilio ha abierto un tiempo profético, pero no un ambiente profetice Cristo reconoce que la profecía nace en el huerto de los fariseos (cf. Jn 11, 51), pero es trasplantada inmediatamente a Getsemaní, al Jordán, al Calvario. Todos hemos caído en el equívoco de leer la profecía en clave ideológica. Y esto es lo que explica la crisis, los desánimos, muchas esperanzas infantiles, esto es, no articuladas en la esperanza teologal. Por eso hemos exclamado muchas veces: ¡Cristo ha venido!, en vez de exclamar: ¡Cristo viene! Tenía que suceder todo esto para que la profecía encontrase su verdadera sede, que no está en la casa de los «reyes», sino para que después de haber residido en el «Olimpo miguelangelesco» se revistiese de su túnica y se volviese a las orillas del Jordán. Su función es la de anunciar las cosas que van a venir, y no la de gozar de los triunfos adquiridos. El concilio aparentemente ha ido contra sí mismo, ya que era menester invertir el capital profético que el Espíritu santo acumulaba allí dentro, en vez de confiárselo a personas preocupadas más bien de buscar fórmulas defensivas. Era preciso invertir ese capital profético y la asamblea conciliar no podía comprender que lo que pasaba allí dentro, a. través de ellos, no les pertenecía a ellos, sino que era para los demás. No estaban preparados para ser una «voz en el desierto».

En el evangelio advierto una atención a los demás que es farisaica y por tanto homicida, y una atención a los otros que es liberadora. El fariseo se compara con el otro, con el publicano, del que conoce muy bien las costumbres y el estilo de vida fuera de los límites religiosos que él mismo ha trazado. No paga los diezmos, no ayuna, no es justo con el prójimo, no es como él… Y hay una atención de admiración por los demás. La atención de admiración de Jesús por la cananea, por los pobres y los humildes a los que el Padre revela los secretos del reino. Por la prostituta que lo acoge en casa de Simón el fariseo. Jesús nos ha enseñado un tipo de admiración por los otros, que es la señal de que estamos ya curados de la envidia, de la suficiencia, de todas las enfermedades del yo. Este nuestro pobre «yo» se alza, se humilla, se retuerce, se desespera, se deprime, se yergue, toma mil actitudes, pero sin llegar a liberarse en el descubrimiento y en la admiración del otro. Esta es la enfermedad fundamental que Jesús tiene ante la vista en las dos suficiencias patológicas: la del fariseo y la del rico. El fariseo no tiene necesidad del otro y por tanto no necesita su amistad; el rico no tiene necesidad del otro y por tanto no necesita su colaboración. En el fondo, las dos formas de suficiencia son dos negaciones de la amistad. ¿Cómo no ver en ellas dos aspectos de la misma enfermedad? El hombre cerrado dentro de sí y por consiguiente incapaz de acoger al otro en un movimiento, el movimiento de la admiración o el de colaboración o co-creación. El fariseo es incapaz de admiración de verdadera confianza en el otro; el rico es radicalmente incapaz de co-creación, de co-gestión, para usar una palabra densa en significado. Los dos son incapaces de amistad. Si liberamos el evangelio de superestructuras culturales, nos damos cuenta de que es una verdadera polémica muy áspera contra la suficiencia como anti-amistad. Desde cualquier parte que lo miremos, el evangelio es un mensaje de amistad. Esta es la verdadera causa de la crisis de las comunidades religiosas; no han sabido formar una verdadera amistad. ¿Por qué? Porque los religiosos en general adolecen de esa enfermedad de las dos suficiencias, son fariseos. La salvación puede venir por los dos caminos: el de la admiración y el de la co-creación.

Jesús abre los ojos al mundo de los pobres, de los marginados, a ese mundo donde se encuentran las personas de servicio, los limpiabotas, los maleteros, los encargados de la limpieza. Pero no va a buscar allí su «servicio». Ve allí el lugar de la revelación de los secretos del Padre y sus colaboradores. Son los que lo saben todo de él, incluidas sus debilidades, esas que escandalizan a los que tienen un concepto idealista e irreal del hombre. Si una parte cada vez mayor de la iglesia empezara a comprender esto, estaríamos salvados.

La admiración y la co-creación

Vista globalmente la humanidad, no será nunca ni salvada ni perdida. La sociedad estará siempre compuesta de fariseos y de profetas, de gente que muere y de gente que mata. He necesitado tener canas para descubrir esta filosofía en paz. A veces me viene la sospecha de que me estoy acercando al conformismo, que es la enfermedad de la vejez cuando llega al cerebro y al corazón. Pero pienso en que la iglesia no muere ni resucita. Dios ha aceptado a la iglesia y a la historia tal como son. San Agustín se lo explicaba de una manera infantil y un poco maniquea. Quizás, al luchar contra los maniqueos, se contagió un poco de su misma lepra. Existen los malos para la formación de los buenos. Si no existieran los malos, ¿cómo se conocería a los buenos? Pero si procuramos poner una mayor profundidad y coherencia científica al mirar a esa iglesia en la que los fariseos y los profetas se mueven permanentemente en la misma pista en un combate sin víctimas, si nos fijamos en este mundo que se agita en medio de un cambio acelerado y al mismo tiempo de una lentitud irritante, no sabremos encontrar otra explicación más convincente. Me río de la ocurrencia agustiniana como de una tontería muy simpática en las personas mayores, pero no sabría encontrar una respuesta certera. Acepto con fatalismo hegeliano esta dialéctica de la iglesia. Está claro que la intervención del Espíritu santo en el concilio tiene la finalidad de acelerar y de hacer evidente esta confrontación que estaba resultando aburrida y pobre de luchadores, con un saldo en ventaja de los fariseos. Quizás el Espíritu santo haya tenido presente con un poco de humorismo ese momento de las bodas de Cana en que todos cabeceaban y las luces iban agonizando en medio de un cansancio general. Y la fiesta empezó a comenzar con nueva energía.

El vino llegó a tiempo para reanimar aquella modorra universal. El concilio ha radicalizado al fariseísmo y al profetismo. El fariseísmo se siente amenazado y se aferra a su postura ideológica; se defiende multiplicando instrumentos y estructuras para aclarar, poner al día y fortificar la ideología. Todas las reformas religiosas son discutidas, examinadas y aclaradas por la experiencia religiosa transmitida de las generaciones anteriores, más que por el redescubrimiento del evangelio y la ruptura del andamiaje de la «cultura cristiana». De ahí brota un resultado de esperanzas y de desilusiones, unas andaderas permanentes que mantienen cierto infantilismo y que impiden la maduración de la conciencia en la crítica y la creatividad. Se organizan capítulos y encuentros a todos los niveles y sólo cambia y progresa la técnica de esos encuentros, que tiene que hacerse cada vez más fría a medida que el tiempo va acumulando

desconfianza y cansancio. La renovación puede nacer solamente de una confrontación dialéctica (insisto en la palabra dialéctica), esto es, basada en la hipótesis de que la cultura cristiana ha recubierto y traicionado al evangelio y que por añadidura esa cultura no es ya la cultura del

hombre actual. Habría que dar unos buenos golpes de pico, enérgicos y urgentes, para limpiar al evangelio de toda esa costra que lo recubre. Pero ante el primer golpe muchos tienen miedo de que todo se venga abajo y desisten. La falta de interés sería sin embargo el menor de los males; lo peor es que se siguen reforzando y recargando las viejas estructuras. Y a este celo por modificar las viejas estructuras lo llaman amor a la iglesia, a la congregación, al evangelio. Sería algo cómico si no estuviera por medio la salvación del hombre y si los signos macabros de la historia no hicieran más urgente esta salvación.

Todos queremos una renovación espiritual y desde todos los lugares se invoca un rejuvenecimiento del mundo, que anuncia como única novedad verdadera la sustitución de la bomba nuclear por la bomba metereológica y donde ciertos gobiernos se empeñan en una destrucción solamente parcial de la humanidad para que podamos dormir sueños felices: la única esperanza es la de que salgamos nosotros airosos, aunque sean destruidos los demás. Pero los cristianos educados en la ideología defienden una renovación espiritual como forma de evolución de tipo intelectual, que los aleja cada vez más del corazón del evangelio. Todas las reformas se hacen sobre lo que no se debería reformar, sino destruir. Realmente Jesús nos definió muy bien cuando dijo que para arreglar vestidos viejos usábamos tela nueva. Se movilizan fuerzas potencialmente importantes y potencialmente sanas en institutos en los que se les prepara en técnicas paralelas, como la pedagogía, la psicología, la estadística; todo ello para hacer aceptable la ideología. Las monjas en crisis, los sacerdotes cansados de usar una pastoral que no llega al pueblo, son mandados a estudiar; quizás se piense al estilo socrático en una equivalencia: virtud igual a instrucción. Con lo que se da un | nuevo vigor a lo que nos aleja del pueblo y de los pobres. Toda esta agitación, todo este fervor de iniciativas que ha puesto en juego la epifanía conciliar tiene el resultado inevitable de consolidar la inserción exclusiva de la iglesia en la clase burguesa, a la que se puede manejar con la ideología y que busca desesperadamente una sustitución de la historia, porque la historia le parece arriesgada, impura, sin piedad, sin defensa. Pueden hacerla los que no tienen casa, los aventureros, los que no tienen nada que perder. Pero no los que aman los espacios cerrados, los que no están dispuestos a arriesgar su seguridad. El mundo burgués ha modelado la pobreza religiosa, ha transformado la castidad en privilegio, en una especie de vago candor intocable, de superioridad ultraterrena, en un ideal en el que encuentran su compensación expiatoria todos los adulterios elegantes y toda la creatividad sexual de nuestra generación. Convierten a la obediencia en un baluarte del derecho de clase, amenazado por la anarquía creciente del mundo.

Un periódico latinoamericano respondía con evidente ironía al comentario de la prensa vaticana sobre las elecciones regionales italianas de 1975. La prensa vaticana atribuía el éxito de las elecciones a la influencia de la prensa, inclinada cada vez más a las izquierdas. Como si los clericales de derechas no tuvieran todo el espacio y toda la libertad de expresarse y de orientar a sus oyentes. Si escogéis la ideología, sed por lo menos un poco más modernos y profundos. Nuestras casas, nuestra forma de vivir, la medida con que juzgamos nuestra grandeza y nuestros «heroísmos», todo esto nos viene de la clase burguesa. Me di cuenta de ello en el nordeste argentino, cuando vi algunos ancianos que dormían en unas «camas», en comparación de las cuales todo eso que suele enseñarse como instrumentos de tortura de los «santos» son colchones de pluma. Vi a pobres que hacían penitencias en la comida, sin saberlo. Y lo hacen por necesidad y muchas veces por amor, porque el huésped inesperado les obliga a compartir la cena. Los pobres me han hecho descubrir que nuestra manera de vivir, de pensar, de predicar, de rezar, es burguesa. Y todo lo que hacemos por «renovarnos» no hace más que arraigarnos más en este mundo. Seguimos escogiendo este mundo y no escogemos a los pobres. Y para tener la libertad de elegir, sin resultar sospechosos, negamos en nombre del evangelio la división de clases y recurrimos al Adán mítico, salido de las manos de Dios sin especificaciones sociológicas. Todos los hombres son hermanos como los garbanzos y a esos garbanzos los llamamos hermanos. Pero la fraternidad es una relación que tenemos que crear, que es dramática, que está sujeta a un más o menos, a un nada, a una oposición. El concilio debería haber terminado con el propósito de desmantelar…, pero eso sería decir que los ojos de Jesús deberían haber obligado a los fariseos a avergonzarse de ser fariseos, deberían haberlos convencido de que había que dejar las tradiciones por la verdad y la justicia. ¿Podían ellos hacerlo? Es la pregunta que llevamos dentro y que nos atormenta.

La confianza en el hombre es el secreto del evangelio

Para llegar a ser capaces de admiración y de co-creación, que son los dos aspectos tan bien iluminados por el evangelio, sería preciso no tener nada que defender y nada que perder; sería preciso volver a encontrar la respuesta de Pedro y de los hermanos, la de dejar las redes y al padre; y para eso sería preciso haber visto al Otro, al Señor, a Jesús que pasa, sin empeñarse en defender eso que llamamos su doctrina.

La fórmula es aparentemente sencilla, si puede decirse que es una fórmula asumir a los pobres y a los oprimidos. ¿Y si no hay pobres? En una sociedad que ha eliminado todo tipo de opresión, ¿no puede vivirse el evangelio? ¿Por qué son los revolucionarios, los «asociales», los subversivos los que descubren en una sociedad, aparentemente «justa», una opresión y una muchedumbre de oprimidos? Calma, no me apedreéis; no quiero decir que cristiano equivalga a revolucionario y subversivo. No es mi intención concluir que hemos de decidir inmediatamente ponernos tras la bandera de la revuelta. Quiero decir sencillamente que, si algunos tienen cierta sensibilidad y cierta clave de interpretación de la historia, con la que llegan a descubrir que hay injusticia y que siguen existiendo las víctimas de la injusticia, esto significa que nuestra visión del mundo es superficial y, una vez más, burguesa. Y es superficial y burgués —y uno que sigue el evangelio debería rechazar esta conclusión— decir que estas agitaciones se deben a unos cuantos inadaptados sociales que no faltarán nunca en la sociedad; que hay personas que, para poder vivir, tendrán siempre necesidad de enfrentarse con el orden constituido. Este diagnóstico que parece válido en los límites de un salón o en una reunión de «gente bien», parece imperdonable frente a la experiencia. Recuerdo haber leído un antiguo libro francés en la biblioteca de mi casa, en mis años juveniles, del que sólo recuerdo el título y esta observación. El libro es Récit dune soeur; eran las memorias de una familia de diplomáticos. En Bruselas un grupo de diplomáticos europeos, en la primera mitad del siglo XIX, tomó la iniciativa de invitar a un grupo de desterrados italianos. Entre ellos estaban Confalonieri, Gioberti y otros. La superioridad espiritual que supieron difundir estos grandes hombres que Austria trataba como infames y delincuentes comunes resultó más convincente que cualquier iniciativa política. He pensado muchísimas veces en esta reflexión que leí en mi adolescencia, cuando me he encontrado con estos «revolucionarios». Vistos por nuestras asambleas, dentro de las categorías estancas de nuestra cultura, son los enemigos de la sociedad. Pero cuando se les conoce de cerca, vemos en ellos demasiadas señales del evangelio para rechazarlos. Rechazarlos sería hacernos sentir inmediatamente que estamos de parte de Anas y de Caifas. Si existen algunos que descubren la injusticia y las víctimas de la libertad en una sociedad opulenta como la norteamericana, y humillados y ofendidos en las democracias populares como la rusa, este problema es un problema de visión y de disponibilidad interior. También nosotros los religiosos descubrimos a los oprimidos, a los que sufren, a los marginados sociales. Sería una calumnia decir que nos pasamos el día bebiendo whisky y yendo de un cóctel a otro. Pero no hemos superado todavía la fórmula burguesa de la caridad-beneficencia individualista; beneficencia acrítica que socorre a la persona cerrando los ojos ante la complejidad histórica en la que vive esa persona y de la que es víctima. Somos como enfermeras en servicio permanente que curan los miembros sangrantes, sin saber qué lengua habla ese herido que le han traído en una camilla. Hace siglos que hemos calificado de universal a esta caridad. No queremos ensuciarnos con la política y contribuimos a mantener en el mundo esas miserias a las que dedicamos nuestras vidas. «Siempre tendréis pobres entre vosotros». La interpretación literal de esta frase de Jesús nos parece demasiado burda para insistir en ella y convertirla en un argumento apologético, pero de hecho nuestras opciones insisten en esta interpretación.

Todas las defensas ideológicas para continuar en el ejercicio de esta caridad abstracta caerían por tierra inmediatamente si tuviéramos el coraje de acoger a los oprimidos, aun sirviéndonos de una indicación provisional y llena de peligros, y si esta opción se abriese a la admiración y a la co-creación; pero esto no sucede mecánicamente por una explosión de las leyes históricas. Aquí es donde radica la limitación y la ingenuidad del marxismo y en esta ilusión pueden también caer algunos cristianos y religiosos prudentes. No es evangélica de suyo la opción pollos pobres. Es evangélico «el gozo de Cristo porque el Padre les ha revelado a los pequeños y humildes de la tierra lo que ha escondido a los grandes y a los sabios». Es evangélico hablar seriamente a los analfabetos y hacerlos responsables con plenos poderes del reino. En nuestra lectura cultural, el hecho de Pedro, Santiago y Juan responsables del reino se ha desplazado hacia la identidad y la autoridad, hacia «el que os escucha a vosotros, a mí me escucha», más que hacia la confianza. La confianza en la pobreza, en la humildad, en aquello que ha quedado de-valuado y descartado en las categorías humanas. Y esto es específicamente evangélico. La herejía del marxismo nace cuando unas personas honradas no aceptan la desconfianza en el hombre. Todos los «heterodoxos» del marxismo están unidos en la protesta contra la desconfianza en el hombre. La confianza en el hombre es el secreto del evangelio. No podemos decir hipócritamente que esta desconfianza pese solamente sobre los marxistas, porque también nosotros, los cristianos, la iglesia, caemos en el mismo pecado. En el marxismo se habla de cogestión o de autogestión, y en la iglesia se habla al mismo tiempo de colegialidad, con la intuición de que este concepto se irá abriendo a dimensiones tan amplias que logrará superar a un verticalismo autoritario. Pero esta «medida» no depende de un congreso, sino del cambio radical del corazón. Las estructuras políticas y eclesiales de la cogestión pueden verse traicionadas por un corazón incapaz de «admiración». El éxtasis de Cristo ante los pobres por ser depositarios de los secretos del Padre es la señal de un corazón pobre y por ello capaz de amar sin reservas.

¿Quién es el cristiano?

Nos hemos preguntado con frecuencia durante estos años cuál es la especialidad del cristiano. La pregunta tiene un buen origen porque nace en medio del espacio de las diferencias marcadas injustamente por una concepción separatista del cristiano. Desaparecida la cristiandad, desaparecida la división entre dos sociedades paralelas, viendo la historia del mundo como una sola historia de salvación, es normal que el cristiano que ha crecido en el sagrado recinto de la educación católica, metido en un mundo sin distinciones de ese tipo, se pregunte por qué tiene que arrastrarse detrás de las complicaciones del ser cristiano. Esta desorientación ha dado origen a una búsqueda angustiosa en la que con un poco de olfato psicológico se logran descubrir los elementos del miedo y del interés: ¿qué necesidad hay de ser cristianos? Nadie se pregunta sobre qué necesidad hay de respirar o de moverse, qué decisión es la que tiene que tomar o qué programas tiene que desarrollar actualmente, porque sabe que el respirar y el moverse y el vivir no son un juego. Educados en un cristianismo como «contenido», como programa de vida aparte, como ideología más que como vida, no podemos menos de preguntarnos con angustia si esta ideología tiene todavía algún crédito en el mundo, si en esta competencia permanente de proyectos a la que nos invita la historia, acogiendo unas cosas y eliminando otras sin apelación, sigue siendo válido todavía presentar nuestro proyecto.

¿De qué sirve ser cristiano? Jesús sacudiría la cabeza ante esta pregunta, lo mismo que hizo cuando le preguntó Nicodemo, el maestro de Israel. ¿Cómo no sabes tú estas cosas? El cristiano es uno que nace de arriba; por tanto, no tiene que hacer proyectos, tiene que renacer. El cristiano, amigo mío, es un hombre con dos piernas y dos brazos como cualquiera de esos bípedos que ves caminando por la calle. Cuanto menos lo distingas de los demás, será mejor: éste podría ser un buen test. Pero su nuevo nacimiento se manifiesta en la confianza en el hombre, captado en el nivel donde el hombre está desnudo, donde es pobre y sin protección, más acá de los valores económicos o intelectuales o estéticos, esos elementos que estimulan nuestro interés y nuestros diversos apetitos. Y esta confianza en el hombre no es fruto de un acto de voluntad ni una «táctica» o estrategia necesaria para poder manipular a nuestros semejantes, sino la consecuencia de una conversión. Es un descubrimiento global. Es como la refracción de la relación única con Dios que se llama fe. Es como un aspecto de esa nueva manera de mirar la vida como esencial, como importante y bella en sí misma, independientemente del papel que uno desempeña en ella y de la parte que tiene puesta en el juego. Es como un nuevo sentirse con vida, porque la vida está arraigada en un amor profundo del que no te puedes separar por mucho que te empeñes. La vida adquiere la dimensión de lo definitivo, de lo interesante, un peso específico desconocido.

Este descubrimiento tiene sus alternativas de angustia y de gozo profundo y por eso los contemplativos —lo repito una vez más—, los que tienen como pocos el privilegio de ver la vida al desnudo, yo diría que sin motivaciones a no ser la motivación del origen, llegan al punto máximo del dolor y del gozo. Jesús saltó de alegría al mirar las flores y la yerba de los campos una mañana de primavera y al contemplar la luz de la sabiduría verdadera y esencial en los ojos de los moradores de casas de barro. Y confió a esos amigos suyos su tristeza cuando la incapacidad para ver al hombre estaba a punto de clavarlo en la cruz. Esta confianza en el hombre, este gusto por la persona, no nace espontáneamente en la lucha política, aun cuando se esté de parte del pueblo y de los oprimidos. Y cuando se licencian las tropas de asalto que han servido para derribar al tirano, se descubre que la pasión de la justicia, el enfrentamiento heroico por transformar las relaciones injustas, no siempre estaban motivados por la confianza en el hombre, que es otra formulación de la amistad, de la relación liberada del egoísmo. Esta confianza no se puede vivir platónicamente en el plano de las intenciones. Se puede vivir solamente en el plano de la práctica o —si no nos da miedo esa palabra— de la praxis. La autogestión de que habla Garaudy en un tono que va más allá de las decisiones económicas es una explicitación económica y política de esta confianza en el hombre. Tenemos que habituarnos a vivir los «acontecimientos del espíritu» en las decisiones históricas y políticas, pero tropezamos aquí frecuentemente por falta de preparación. El ideólogo ha hecho de las virtudes cristianas y de los acontecimientos del espíritu unos ejercicios gimnásticos matutinos encerrado en una habitación. Mientras que para el burgués andar y correr significa dar cincuenta vueltas al perímetro de su jardín, ya que desde su último paso por este espacio no volverá a mover las piernas hasta el día siguiente, para el obrero de la periferia de Buenos Aires o de Méjico hacer gimnasia es caminar cinco o seis horas al día para llegar a su puesto de trabajo y volver luego a casa. También somos burgueses en la virtud, porque nos han enseñado a andar por patios cerrados y a desengrasar con una «cyclostatic», a levantar pesos inservibles, a vivir una continua vigilia de entrenamiento. Por eso somos capaces de hablar de pobreza sin los pobres. Hace algunos años levantó un escándalo cierto artículo que hoy no firmaría, porque ya no me siento tan cándido. El artículo llevaba el título de Prepararse para el amor, y les proponía a los adolescentes unas cuantas motivaciones para la continencia sexual como preparación para una relación nueva. Un educador me dijo que era escandaloso el mismo título del artículo. Ahora comprendo bien esta objeción, ya que a la castidad como a la pobreza se las ve de manera idealista. En los capítulos religiosos son realidades que tienen cuerpo y valor en sí mismas. No se trata en ellos de la relación cristiano-pobres, hombre-mujer. Se da una ojeada sobre la señora pobreza, sobre la señora castidad, y esta idealización ofrece la posibilidad de modelarlas al propio gusto. A muchos religiosos les resulta casi imposible reconocer las virtudes, las dotes sobrenaturales, en ciertas decisiones o actitudes o relaciones que tienen toda la humildad de esos actos ordinarios que cumplen continuamente los simples mortales. El footing en el patio de casa no ensucia los pies, mientras que el correr por el camino polvoriento hasta la carretera para tomar allí el autobús de las seis y correr desde la puerta de la fábrica para volver a casa para el tiempo del descanso y del amor, eso sí que mancha los pies; son sacrificios que se compaginan difícilmente con el buen carácter y con el comportamiento distinguido.

La confianza en el hombre no existe como virtud. No puede hacer cincuenta respiraciones por la mañana, diciendo «creo» en la inspiración, y «en el hombre» en la expiración. La confianza en el hombre es una relación renovada, es el signo del renacimiento interior que Jesús le propone a Nicodemo como la única alternativa. O israelita, o fariseo, u hombre nuevo. Sí, Nicodemo, es algo así como volver al vientre de la madre y comenzar de nuevo la vida con otros ojos, con otro corazón, con otros sentidos. Ser tú o no ser tú. Me dan una alegría inmensa ciertas indicaciones del evangelio: ¿acaso no es el hijo del carpintero? ¿no son acaso sus parientes vecinos nuestros? ¿Qué es esa cosa «insólita» que aparece en él? ¿Cómo se explica este su ser como los demás y no ser como los demás? Cristo inaugura el misterio cristiano que nosotros estamos procurando siempre no aceptar, viviendo en forma dualista por un lado nuestro ser cristiano y por otro lado nuestro ser en el mundo. No sé si se deberá esto a nuestra cultura occidental-cristiana, si tendremos que achacarlo todo al idealismo griego, o si no será más bien una astucia de nuestro yo que hurta al hombre ante un cansancio mayor y encuentra en este desdoblamiento materia y espacio para el super-yo. Es muy difícil aceptar que las virtudes sobrenaturales desaparecen en el agua gris de la realidad cotidiana. La salud psíquica en el ámbito cristiano se manifiesta como una repulsa del super-yo y en querer ser como todos, sin rechazar ninguna de las tareas propiamente humanas, sobre todo las más duras por ser las que menos se ven.

La conversión del corazón

Cuando el ser hombre se recupera del nivel del super-yo, de la vergüenza de haberse elevado a esta falsa sublimidad, resulta explicable que haya ciertas oscilaciones que confunden al super-yo con una presencia activa y dinámica del Espíritu, que cambia radicalmente la manera de ver a los otros, las cosas y el tiempo. Me duele el corazón al pensar que nuestra educación, burda por ser irrealmente sublime, nos hará poner mala cara ante esta reducción del ser cristiano, a la confianza en el hombre, que es sinónimo de amistad. Una amistad que se amplía hasta comprender a los hombres y las cosas (si nos acordamos de san Francisco nos ahorraremos largas explicaciones). Pero éste es precisamente el verdadero test de la operación-renacimiento. Para mí el cristiano es un hombre capaz de aquellas tres maravillas que se nos describen en el capítulo 6 de san Mateo y en el 10 de san Lucas: mirad los lirios del campo, fijaos bien en ellos…; mirad con vuestros ojos la belleza de Dios que resplandece en las flores en esos instantes en que no ha llegado aún el tiempo de agostarse…; aplicad el oído para descubrir el lenguaje de Dios, el verdadero sentido de las cosas, en la gente humilde. Sentirse amados por el Padre en la belleza que tenemos ante los ojos y en la acogida de la amistad. Para llegar a esto hay que partir de la renuncia al super-yo y a esa intocabilidad hierática que siempre ha buscado la educación cristiana. Pero sería falso sentirse auténticos cristianos por el mero hecho de deponer los hábitos marcianos del sacerdote para vestirse un traje burgués. El super-yo se adapta a todos los disfraces, incluso a los más abyectos. Lo importante es vivir en el nivel donde se da la vida. Y eso no se remedia vistiéndose sólo con el mono del obrero. La única condición es la conversión del corazón.

Es preciso estar alerta, porque las falsificaciones están en un proceso de creación continua. Cuando yo era adolescente, el cristiano era el hombre piadoso y contemplábamos galerías enteras de hombres y de mujeres en pose, con las manos juntas, los ojos vueltos al cielo y caras beatíficas. Ahora está de moda el hombre ordinario, el tipo de la calle, el tipo que dice palabrotas y lleva una colilla en los labios y viste de cualquier manera. La atracción por la vida rústica, las compañías sencillas, la nostalgia del sentido común después de todas las borracheras de la lógica, el esteticismo: todo eso son traducciones burguesas o populares del hombre que ha renacido en el espíritu. Jesús no se acercó a los pecadores por el cansancio de haber vivido entre teólogos y doctores, sino por simpatía (¡cómo me gustaría que se le devolviera a esta palabra su sentido exacto!) para con la gente sencilla. Jesús le confía por completo su proyecto a esta gente y acepta que las vacilaciones, las ambigüedades, las incoherencias del hombre hagan sumamente frágil el proyecto del reino. No se pone a admirar desde la otra orilla a los afortunados que poseen la ignorancia, a los felices que se han ahorrado el duro cansancio del pensamiento, a los puros al margen de la ambigüedad de la especulación. Jesús no dice: ¡dichosos vosotros, los puros, los genuinos, los auténticos! ¡Pobres de nosotros que tenemos que cargarnos encima con el esfuerzo de pensar también en vosotros! La suya no es una admiración idealista y por consiguiente burguesa; es una admiración que va de la proclamación de su programa a la cogestión y a la autogestión. Espero que los teólogos quisquillosos me permitan este humorismo. Las tres admiraciones en clave idealista son un apoyo al mundo burgués para que afirme sus distancias y retrase el advenimiento de la amistad.

La admiración de Jesús se traduce en una convivencia y en una convivencia atormentada por la incomprensión, las dudas, los celos, por todos esos altibajos que vivimos en nuestra propia existencia. Esta admiración parece estar en contradicción con ciertas expresiones amargas y con ciertos momentos que suenan a desilusión: «Hombres de poca fe, no sé de qué espíritu sois…; apártate de mí, Satanás…; ¿por qué habéis dudado?…». Pero intacta como un compromiso de Dios, como una alianza que los hombres pueden permitirse el lujo de traicionar, pero que para Dios es indestructible. Nosotros no podemos tener esta confianza porque pensamos en la inestabilidad del hombre, en sus terribles cambios de estado, en las incoherencias que conocemos por experiencia personal; pero el camino de la amistad es éste precisamente. Ahora el Espíritu santo le ha pedido a la iglesia, en una época de crisis de comunión, un servicio a los hombres: el de regalarle al mundo su amistad. Época de crisis de comunión, porque se ha agudizado el deseo de comunión y esto mismo hace vislumbrar más lejana su posibilidad. Quizás se trate de dos aspectos del mismo problema: al agudizarse la exigencia de comunión se miden más de cerca las dificultades para realizarla. Y estoy convencido de que es éste el camino, el único camino, por el que hoy pasa la fe en Cristo. El hombre omnipotente en la práctica se descubre realmente impotente en la única empresa que es esencial y que es la piedra de toque de una vida lograda: la relación, la comunicación. Yo no veo otra presentación de Cristo a las generaciones actuales en su crisis de cultura más que ésta: descubrirlo como el otro en los demás. Todos los temores de los responsables de la ortodoxia no pueden cambiar el estado cultural del mundo, su capacidad receptiva de la verdad, como tampoco pueden cambiar el tipo de cita, la cualidad de la alianza que Dios renueva con el hombre en todas las épocas. Esto exige una urgente y seria conversión de los cristianos íntimamente interesados por el reino y que se sienten responsables de la evangelización; una conversión desde el plano de una fe idealista al descubrimiento del otro absoluto que se hace visible y se nos acerca en la presencia del otro relativo, lo mismo que la belleza eterna del Padre entra por nuestros ojos en la belleza de la yerba que pronto se secará y será echada al fuego.

Esto me parece que es lo que el Espíritu santo le pedía a su iglesia: no ya que reforzase su poder ideológico con todo lo que el progreso ha ido descubriendo, a fin de hacer más aceptable y por tanto menos liberadora una ideología. El Espíritu santo pide mucho menos de nuestra agitación de abejas que se han puesto a moscardear incansablemente alrededor del panal vacío de miel. Pedía menos pérdida de dinero, menos movimiento, menos aviones cargados de monjas, de religiosos y de prelados que cruzan el océano continuamente trasladando a los especialistas de la crisis de España a Chile, de Francia a Méjico. Pedía mucho menos, pero algo mucho más difícil. Lo esencial y lo más simple ha sido siempre lo más difícil y lo último en comprenderse. Los caminos de los hombres no van de lo sencillo a lo complicado, sino de lo complicado a lo sencillo. La simplicidad requiere un coraje extraordinario, el coraje de aceptar la crítica. Esto era algo que no podía pedírsele a toda la iglesia, pero parece que es posible pedírselo, que hay que pedírselo al «estado de perfección», a todos los que se han comprometido en un servicio «a tiempo completo» al Espíritu santo. A todos esos que hasta ahora han estado buscando algo de específico, algo que los distinguiera de los simples cristianos. Pues bien, he aquí una señal. Una virgen dará a luz al Dios con nosotros, al Emmanuel, al amigo, al que se identifica por completo con los pobres, con la clase baja, en donde según la opinión más corriente no entra ni siquiera un rayo de sabiduría, en donde sólo se buscan brazos para trabajar y espaldas que se curven sobre la tierra, pero no proyectos para la salvación del mundo. Absolutamente no.

Yo no creo que la iglesia tenga que ser un grupo de analfabetos, que la evangelización exija a priori una repulsa de todo lo que la técnica ha puesto a disposición del hombre para hacer conocer ideas y difundirlas con eficacia. Yo no creo eso, porque para compartir lo que se tiene con los pobres, a fin de que defiendan su dignidad y su justicia que Jesús admira tanto, se necesitan medios. Lo ideal no es la marginación, la inferioridad, el ser continuamente víctimas de la violencia. La violencia es un mal, es un pecado, y no se puede querer el pecado para que resplandezca la sabiduría de Dios. Sería una contradicción antagónica, como dicen los jóvenes. Evangelizar significa anunciar y realizar la liberación del pecado, y por consiguiente de todas las formas de esclavitud. Esta liberación, o sea, el pasar de una relación de esclavitud a una relación de fraternidad, no puede llevarse a cabo sin pasar por una ideología, por ciertas técnicas, por formas de organización que no se pueden improvisar y que necesitan largas reflexiones y horas de paciente estudio. No niego el papel de la inteligencia, de la instrucción, de la técnica, que el cristiano tiene que asumir como cualquier otro individuo de la tierra sin timidez y aceptando todos los riesgos, sin descartar el riesgo moral, la duda. Todos los hombres tienen que aceptar la duda, si esta opción ha de ser totalmente positiva; si no, hará que se desmorone toda mi estructura moral.

Cuando me refiero a la admiración y a la concreación como valores evangélicos, hablo de una actitud de amor, de libertad, de respeto, que se refleja ciertamente en las opciones externas, en las valoraciones, en la manera de mirar la vida y por tanto de usar los medios para cambiar el mundo y las relaciones humanas. No distingo entre un hombre y un cristiano al pensar en su trabajo en el mundo.

Los pobres tienen que hacer su iglesia

Un grupo religioso me ha preguntado qué es lo que nos distingue, si tenemos algo de especial respecto a los demás. Yo creo que un grupo religioso tiene el compromiso particular de hacer visible a la iglesia; un grupo religioso tiene el compromiso específico de anticipar una imagen de la iglesia; por consiguiente, lo veo como una comunidad sellada por tres señales visibles: la libertad, el amor, la alegría. Me hace daño ocuparme de la distinción entre religiosos y cristianos. Yo creo que la vida y el tiempo irán borrando las distinciones y pondrán en evidencia lo que es sustancial en un grupo religioso. Y entonces, ¿quién será todavía un «grupo religioso»? Hoy tenemos solamente una opción que realizar: ser iglesia, desplazar el acento del hacer iglesia al ser iglesia. Lo veo urgentísimo en América latina. Para mí la libertad se compendia en esta capacidad de admirar y de colaborar, de concrear con las personas, que está fuera de las categorías de admiración y de colaboración que adoptan los políticos, los empresarios, la clase media. Por eso es indispensable compartir la vida de los pobres. Es absurdo pensar en categorías de igualdad y de comunión cuando nuestra forma de vivir, nuestro estilo de vida, es ya una relación de instructor, de gobernante, de jefe, de dirigente. La famosa «pobreza de espíritu», el espíritu que va por cuenta suya mientras que el cuerpo está en otra parte, todo esto se puede pensar en clave idealista. Yo les diría a mis colegas: ¿no os perece que esta comedia ha estado ya demasiado tiempo en la cartelera? La batalla que hemos de ganar, el paso que tenemos que dar, es hacer una iglesia pobre, proletaria, popular, y esto no se podrá realizar mientras sigamos razonando con la categoría dualista de alma-cuerpo, de espíritu pobre y existencia rica. Si uno no tiene ánimos para ello, que cambie de oficio; que le diga honradamente al Señor que prefiere cambiar de profesión. Creo que hoy hacen más daño a los intereses del reino los que miden todo por esa ideología cristiana en la que hemos sido educados que los opositores y los ateos. Por eso me parece que el tipo de respuesta que les damos generalmente a las instancias del concilio no hace más que alejarnos de ese tiempo que el concilio presagia; vamos caminando en sentido contrario a lo que nos indica el Espíritu santo. Puede ser que este caminar en una dirección equivocada, en la que no hace más que reforzarse la línea ideológica, haga tan dolorosa y urgente la necesidad de responder con la praxis de convivencia con los oprimidos, que de hecho ese movimiento hacia atrás resulte positivo para la renovación anunciada en el concilio.

Ya sé que reducir la conversión cristiana a esta capacidad de admiración y de co-creación hará a muchos sacudirse de hombros; los ideólogos lo encontrarán abstracto y poético, y por tanto inútil para un mundo que parece advertir cada día más la necesidad de una salvación enérgica sin concesiones a la poesía. Por el contrario, les parecerá espiritualista a los que conciben a la liberación encarnada sólo en términos políticos. No puedo evitar las críticas a estas interpretaciones a partir del momento en que me he decidido a hablar en clave ideológica. Precisamente hoy, mientras escribo estas líneas, me llega una carta de un grupo de técnicos latinoamericanos que han decidido, después de haber trabajado en el nivel en que se toman las decisiones, ir a trabajar en la base. He hablado tanto de esta base, que quiero evitar una repetición inútil. Se me perdonará que no identifique más a este grupo por varias razones, pero conservo la carta para que nadie crea que se trata de una parábola: «El contacto con el mundo campesino y sobre todo con la indigencia, el vivir sencillamente, ha sido para nosotros una bendición tan grande que si no fuese por los… (llenemos los puntos suspensivos con los hermanos de las cinco llagas), por su antitestimonio, y por nuestra falta de pastores nos encontraríamos llenos. En síntesis, seguimos caminado en nuestra opción, tenemos signos interesantes que parecerían ser de nuestro Amigo, pero la receta es que no tengamos mucha prisa en sacar consecuencias, sino que las saquemos de nuestro propio obrar mediante el análisis dialéctico de la praxis y el contacto constante de escuchar, escuchar y escuchar al pueblo, y luego escuchar y escuchar a los silenciosos, a los que con su palabra nos pueden llenar de vida, ya que allí está Dios y él es el que habla y grita para que comience real e históricamente el amor que él nos propone y que a nosotros nos cuesta dar, ya que se trata de amar a los otros como a nosotros mismos». Mi amigo se excusa en otra parte de la carta de ser sólo un técnico y de no saber escribir. Las palabras que antes cité no son ni enigmáticas ni poéticas, porque estos técnicos las han descubierto a partir de una experiencia concreta.

Si todos los religiosos estuvieran de acuerdo en que no se puede pensar como el pueblo ni por tanto admirarlo, viviendo una vida no «popular», en que es imposible pensar como pobres viviendo como ricos, lo comprenderían todo; comprenderían que «admiración» es una palabra tan dinámica y tan revolucionaria en el contexto evangélico que ningún Lenin de la tierra habría podido descubrirla. Pero ¿qué signo de libertad puede ofrecer una comunidad que vive totalmente fuera del contexto de liberación? En la experiencia de este grupo de técnicos caen prácticamente muchas de las defensas con que escondemos nuestra no-voluntad de opción: vosotros no seréis nunca totalmente como ellos; vosotros no podéis vivir a su mismo nivel; los cristianos tienen que ser ignorantes y la evangelización excluye todo tipo de preparación y sólo admite la desnudez franciscana. Todas estas dificultades que se suscitan en todas las reuniones y que denuncian inmediatamente a los que no tienen ánimos para bajar al terreno de la praxis desde el lugar tranquilo de la ideología desaparecen ante la opción de esta gente que tenía a pesar de todo una carrera segura y envidiable. Este «escuchar, escuchar y escuchar» no lo he añadido yo por pasión polémica; es auténtico y es ésta la admiración de que estoy hablando. Estos técnicos proceden de una estructura de planificación; se han dado cuenta de pronto que los hombres no eran más que cifras de sus cálculos y decidieron hacer de estas cifras amigos suyos. No renunciaron a su trabajo, a su preparación, pero derribaron el muro que los separaba de estos amigos. Como cristianos hicieron una opción que aparentemente no cambia en mucho su actividad profesional, pero se trata de un cambio esencial: han pasado de la dirección a la cogestión, del decidir por los demás a compartir con ellos; esto es, en vez de seguir un trabajo que reforzaba las fuerzas de la opresión, se han dedicado a un trabajo de liberación; de la desconfianza en el hombre —el campesino no piensa, tenemos que pensar nosotros por él— han pasado a la confianza —pensamos con él—; en esta colaboración, en esta co-creación, ellos pondrán la técnica y los campesinos pondrán su sabiduría.

Escuchar, escuchar y escuchar

El cambio de la iglesia sólo puede realizarse en este sentido: hacer la iglesia de los pobres. En esta renovación nosotros, los fariseos, los que no podemos pertenecer a esa gente sencilla a la que Dios revela «sus cosas», podemos entrar con la «admiración» y con la «co-creación». Lo mismo que no podemos ser lirios del campo ni pájaros del cielo, ni yerba, en donde se manifiesta la belleza de Dios y su solicitud por los detalles de la creación y todos los latidos de un corazón que se muestra tierno y delicado, tampoco podemos ser del grupo de la gente sencilla. Sabemos mucho de teología; la vida que llevamos ha sido antes programa, idea, esto es, hemos tenido tiempo y libertad para pensar. No somos pobres por haber nacido así, lo mismo que se nace para llegar a cierta estatura y a cierto peso, sino porque nos hemos reunido y hemos discutido qué cosa es la pobreza y la hemos ido achatando, modelando, adaptando, hasta admitirla finalmente en nuestra casa. Un hermano me decía con su pizca de humor: ¿tengo que ponerme los pantalones normales o los pantalones-testimonio? Esta ocurrencia es mucho más seria de lo que parece. Tenemos que partir admitiendo sin desesperación ni escándalos que somos fariseos, que seguimos cargando sobre nuestros hombros un pasado de leyes y de tradiciones.

San Pablo no se avergüenza de decir que era un ferviente fariseo, amante de la ley y observante como el que más. No es éste un detalle inútil, porque nuestra conversión tiene que estar marcada por este pasado. Todas las reuniones de religiosos se mueven en torno a la reforma del fariseísmo: aliviar el peso de la tradición farisaica. Y para ello dibujan la imagen del fariseo reformado, más ágil, más aceptable, más convencido de que es actual, y por tanto cada vez más convencido de que «no es como los demás». La misma frase que circula entre los religiosos para camuflar su origen farisaico: «vamos a los pobres no para enseñar, sino para aprender», es falsa y está fuera de lugar. Ya es de suyo sospechosa esta reducción de nuestra «bajada» a los pobres a los términos de «enseñar» y «aprender». No es verdad, porque si nos medimos por la instrucción, yo sé mucho más que los campesinos de Bojó y que Pedro, que ha estado viviendo conmigo. Tengo material para estar hablando con ellos hasta el infinito. Con frecuencia ellos se cortan en sus conversaciones. Después de haber hablado de la lluvia, del sol, del frío y del calor, ya no sabrían qué decir si no los estimulase mi verdadero interés, mi atención seria a su vida, que ellos intuyen con una intuición infalible. No, no he venido a aprender nada ni mucho menos a renunciar a una cultura que me han ido dando los años y que he procurado cuidar como un don de Dios. El técnico que me envió la carta de que hablaba hace poco ha vuelto a la ciudad para hacerse con nuevos libros de investigación, con nuevos instrumentos de trabajo, ya que su nueva vida lo ha colocado frente a dificultades prácticas que no se habían calculado con la calculadora. No se trata de trabajar en esta línea, sino de salir de esta línea. Cuando san Pablo habla de su fariseísmo fanático, no nos dice que lo haya reformado, sino que todas aquellas cosas «que eran para mí ganancia, las he tenido como pérdida por amor a Jesucristo…; lo he tenido todo como porquería a fin de ganar a Cristo y encontrarme con él no con mi justicia que deriva de la ley, sino con la que se obtiene por la fe en Cristo» (Flp 3, 7s). Todo cuanto pensamos, si está arraigado en la ley, sigue siendo esencialmente farisaico. San Pablo no es un ignorante; su evangelización no es ciertamente ese mensaje sencillo y directo que nos dan los evangelios. Se puede percibir en sus escritos a una persona que ha estudiado y que sabe. Se nota que su mensaje no ha calado en una tierra virgen, sino en una tierra rica en los valores culturales de su tiempo. Pero esto no le impide una vida de fe, una mirada sencilla de fe sobre la cual se basa su antropología y su cristología. Toda la disertación de la carta a los romanos demuestra que el Señor Jesús ha derribado la lógica que los griegos esperaban, para establecer la salvación únicamente en la fe.

Entre los pobres y con los pobres, con esa parte que Dios ha escogido como el lugar de su revelación, no podemos estar nosotros, los religiosos, ni como maestros ni como discípulos, ni como los que dirigen ni como los que sirven, sino sólo con la admiración. Escuchar, escuchar y escuchar. Esta es nuestra verdadera conversión. Pablo, después de la conversión, no es ni Pedro ni Andrés ni ninguno de los pescadores de Mileto que lo abrazan en la playa desconsolados por su marcha. Sabe que no son sus elucubraciones las que le salvarán a él y a los demás, sino Cristo Jesús; por consiguiente, lo va a buscar en el lugar donde se revela, en el lugar donde ha prometido manifestarse. Pero ¡pobres de nosotros, los religiosos!; estamos tan profundamente infectados de fariseísmo, tan deformados por nuestro oficio, que cuando manifiesto estas ideas en medio de ciertos grupos religiosos surge enseguida el ataque: ¿pero es que los pobres son entonces perfectos? ¿no tienen pecados como los ricos y los poderosos? O bien: ¿no son tan desgraciados los ricos como los pobres? Bastarían estas preguntas para un test. Esa persona no se ha convertido, razona dentro de una clave farisaica. Me entrarían ganas de sacudir el polvo de mis pies y seguir adelante. «Se os arrebatará el reino y se le dará a una nación que produzca frutos» (Mt 21, 43). Luego pienso en que los religiosos son mis hermanos, en que han recibido una deformación profesional. Si en la iglesia se pudiera hacer una división esquemática entre patronos y obreros, como en una fábrica, los religiosos deberían exigir una compensación muy elevada, ya que su deformación profesional es realmente muy profunda y no tiene remedio a primera vista. Deberían pensárselo seriamente ios superiores antes de tomar esas decisiones que no hacen más que remachar la deformación.

Creo además que los grupos religiosos están llenos de buena voluntad. Y creo —en último lugar, pero no el menos importante— que intentando su liberación estoy realizando la mía. ¿Son pecadores solamente los pobres? ¿Son más desgraciados los propietarios, los ricos o la gente sencilla? No voy a repetir las declamaciones inefables que he escuchado en los círculos religiosos sobre la vida sencilla, sobre la bondad de los pobres o, viceversa, sobre sus vicios… Tenemos una habilidad sorprendente para torear al toro, para evitar una respuesta que cada uno siente en su propio corazón como urgente e improrrogable; la educación filosófica nos presta armas verdaderamente peligrosas. Todos los clichés burgueses, la forma burguesa de mirar el mundo, de valorar a los pobres y las situaciones de pobreza, podemos encontrarlos exactamente reproducidos y servidos en un cóctel de caridad sin riesgos en nuestras asambleas religiosas. Bastaría recoger ciertas observaciones y ciertas preguntas para concluir con claridad meridiana en qué mundo y en qué nivel se ha quedado apresada la vida religiosa. Cuando afirmamos que la vida religiosa es del pueblo decimos una mentira y tenemos que empezar reconociéndolo honradamente. Porque esta honradez nos llevaría a la conclusión de que no se puede pensar con el pueblo y como el pueblo viviendo anclados en la clase burguesa. Si queréis saber lo que leen los burgueses, cuáles son en un país los periódicos y las revistas (excepto las pornográficas) del mundo burgués, deteneos unos momentos en la sala de espera de un convento y repasad lo que hay en la mesita o en el revistero.

La filosofía de la praxis que, a pesar de todos los errores que hemos de admitir, tiene el mérito de recomponer al hombre en su unidad, tal como lo ha hecho el Creador, ha hecho este importante descubrimiento: el hombre es, piensa y actúa con una unidad más profunda de lo que él mismo cree. Las incoherencias son posibles y reales, pero las incoherencias son desviaciones y no están nunca a favor de una síntesis positiva y creadora. Las incoherencias debilitan claramente nuestra capacidad de crear; no son fenómenos saludables, sino patológicos, indudablemente. El que uno pueda vivir como rico y actuar como pobre es algo que sólo puede darse en una persona esquizofrénica.

Haced vuestra esa iglesia que no es vuestra

Quiénes son los pobres y los oprimidos es una cuestión que hemos venido arrastrando capítulo tras capítulo, reunión tras reunión; mis amigos los técnicos los han encontrado sin tener que buscar tanto. No son una especie rara, como ciertos animales de nuestras montañas. No han celebrado congresos ni reuniones interminables para decidir cómo se insertaban entre ellos y con ellos. Lo que han tenido que hacer sin duda es una separación, un desgarrón hecho con violencia, con dolor y no sin vacilaciones, pareceres e intervenciones de suegros, de amigos y de consejeros espirituales: ¿qué es lo que vais a hacer? ¿una opción en el vacío?; dejáis lo seguro por lo incierto; sabéis lo que dejáis, pero no lo que vais a encontrar. ¿Y los hijos? ¡Los hijos!… La familia burguesa nos ha hecho creer siempre que se sacrificaba por los hijos, que aceptaba todas las situaciones pesadas e insoportables por los hijos… ¡Cuántas veces he escuchado este lenguaje de los «caballeros de la industria»! Yo estoy dispuesto a vivir con un bocadillo al día, a dormir en el suelo sobre una estera; la verdad es que he salido de la nada; pero los hijos son los que me obligan a esta vida de perro; lo hago por ellos. Pero de hecho luego los inmolan tranquilamente en las diversas guerras de oriente y de occidente o les obligan a drogarse con su obstinación en defender la situación.

Estos técnicos han vacilado mucho, como le ocurre a todo hombre normal frente a un riesgo o un salto en el vacío; se trataba de enfrentarse con la cobardía que anida en cada uno de nosotros y de hacer las cuentas con la propia debilidad. Nadie nace con un corazón de león, excepto aquel que se escapa en la hora del riesgo supremo. Pero en sus vacilaciones, en el tiempo de pensar si «lo hacemos o no lo hacemos» no entraron nunca en juego las disertaciones teóricas, nuestras disertaciones: cómo tendremos que insertarnos, cómo tenemos que imitarles, qué tipo de pantalones tenemos que llevar… He comprendido la diferencia: los religiosos no tienen la sensación de un corte, de una conversión, de un salto en el vacío. Nosotros ya estamos, ya somos, lo hemos hecho desde siempre. Esta es la última defensa fría de las asambleas religiosas (ahora estoy ya muy preparado para el orden impecablemente exacto de las preguntas y de las defensas): ¿no es lo que hemos estado haciendo desde siempre? ¿no es lo que hemos enseñado desde siempre? Por eso Jesús no le propone a Nicodemo unas cuantas cosas que hacer, porque le habría atrapado con aquella respuesta del rico: todo eso lo he hecho desde siempre. Le propone que renazca, que se haga nuevo. El proyecto de estos técnicos no era el de trabajar en favor de los pobres, porque eso ya lo hacían y con mucha eficacia, os lo puedo asegurar. Sin embargo, su forma de proceder acababa realmente en no estar en favor de los pobres, sino que servía para hacer más ricos a los ricos y más poderosos a los poderosos. Tenían que cambiar, no ya el trabajo, sino la relación con los que no tenían. Y esto exigía una conversión y una revolución en su manera de vivir.

Ese cambio en su manera de vivir no frenó la reflexión, sino todo lo contrario; lo que pasa es que la reflexión no recayó en el cómo y dónde «insertarnos»; partió de la inserción y de la admiración, del escuchar, escuchar y escuchar, ya que no fueron allá para elevar su situación de técnicos, sino para poner su actividad en una claridad que los salvase de las frustraciones y del obrar en contra de la liberación. La forma con que los religiosos descubren a los pobres, van a los pobres, está viciada muchas veces en el punto de partida si no brota de una conversión, de la convicción cierta de que la vida en ciertos ambientes es estéril, que así se está lejos del evangelio que es liberación y que es liberación solamente cuando desemboca en la fraternidad, y la fraternidad surge solamente de esa sinceridad de admiración: «Te alabo, Padre…».

Para que la iglesia toda se convirtiese de verdad, después de que se ha visto como en un relámpago durante el concilio la exigencia de una iglesia de los pobres, sería menester que se llegase a una decisión: los pobres son entonces los que tienen que hacer su iglesia. No somos nosotros, fariseos, los que tenemos que hacer la iglesia de los pobres, sino los pobres los que tienen que hacer su iglesia; ésta es la única y la verdadera revolución, la que esperan muchos de los que están dentro de la iglesia y, sin explicitarlo, muchos que se sienten fuera y en contra incluso de la iglesia. Una vez terminado el concilio debería haberse dicho: ahora nuestra función ha terminado, esperemos que en adelante sean los pobres los que representen su papel. Esta decisión habría sido más importante que la revolución copernicana. La voluntad del Espíritu Santo, la iglesia de los pobres, no me parece que es tanto una invitación a los jerarcas presentes para que se hagan pobres, invitación que por otra parte no es superflua, como sobre todo un aflorar de la conciencia de la iglesia de que no está al nivel de los pobres, de que está de parte de la injusticia a pesar de sus denuncias contra la injusticia y los injustos. Es más bien una invitación a los pobres: haced vuestra esta iglesia que no es vuestra. El eterno error de los fariseos, la irremediable parálisis del fariseísmo consiste en esto: creer que el único recinto en donde está Dios, la única asamblea a la que Dios habla, la asamblea consultiva, deliberativa y ejecutiva, es en la que están ellos sentados. Se habla de catolicidad, de ecumenismo, de universalidad, de Cristo que no es sólo de los cristianos, sino que trasciende todos los tiempos y todas las parroquias, y es liberador de los musulmanes, de los budistas, de los comunistas y de los anarquistas, lo mismo que de los católicos y de las viejecitas que van a misa todos los días; pero de hecho esta universalidad es concebida siempre al estilo de Roma, que extendía benignamente el derecho de ciudadanía a los pueblos sometidos que demostraban su celo romano, pagando sobre todo buenos impuestos.

Iglesia de los pobres quiere decir que los pobres tienen que hacer su iglesia; no tenemos que cansarnos de repetirlo. Lo más útil que nosotros, los fariseos, podemos hacer por la iglesia es escuchar, escuchar y escuchar. Esta es una traducción práctica, hecha por un técnico, de esa actitud contemplativa que hace saltar de gozo a Jesús ante la sabiduría del Padre. También nosotros, fariseos, podemos y tenemos que encontrar nuestro camino de pequeñez y de infancia, ya que es el único para entrar en el reino de los cielos. Tenemos que romper el cerco de nuestro aislamiento y entrar en la bienaventuranza de los pobres y de los pequeños, abandonando nuestra convicción de que lo somos «todo» y encontrando la confianza en la gente sencilla. La confianza es posible solamente en una praxis, en una búsqueda común de liberación. Si la fijamos en una sala conciliar, se transforma inmediatamente en una idea y resulta por tanto controvertible, atacable, criticable. Jugamos con las ideas lo mismo que un boxeador con su punching-ball, por entrenamiento. Y va siendo hora de que nos demos cuenta de que este juego es estéril. Deberían abrirnos los ojos todos los que nos dejan por haber tocado la esterilidad de nuestra situación existencial y los que, para encontrar fecundidad, tienen que abandonar la iglesia. Un amigo mejicano me decía: por fidelidad a Cristo me he hecho ateo; y no se refería ciertamente a los juegos teológicos para recuperar la fe que se juegan en la sociedad «de la muerte de Dios». Nuestra deformación idealista procura defenderse también de este mensaje que nos envía el Espíritu a través de las deserciones, de los cansancios, de esa anemia que amenaza a la vida religiosa Y la defensa está en que esos «desertores» tenían que encontrar algún pretexto para cubrir una falta de madurez afectiva o una debilidad psicológica o espiritual. Si nuestros ambientes, nuestras estructuras, están hechos para mantener durante años y años a un inmaduro o a una inmadura, esto quiere decir que nuestras estructuras son incubadoras, pero no núcleos que hacen historia. Muchas de esas «faltas de madurez afectiva» ¿no podrían haber madurado en un compromiso «histórico», en una lucha real por la liberación? El enfrentamiento con el mundo real, el interés de una vida gastada por algo que valga la pena y que nos una a las personas más altruistas y más seriamente activas en la gestación de la historia, ¿no podría haber tenido la función de madurarnos afectivamente? Ese diagnóstico con que se liquidan con pocas palabras todas las crisis y se intenta defender la honorabilidad y el porvenir del instituto y proteger del desánimo a los que quedan, me parecen ser un boomerang que se revuelve contra los que lo usan como arma de defensa. Sé que mis argumentos no abrirán brecha en la roca contra la que se estrelló la humanidad de Cristo. Pero la apelación a Cristo, a su muerte y a su resurrección, nos hace mirar esta roca, no ya como un epílogo de muerte, sino como una ocasión necesaria de resurrección. Y esto es lo que nos inspira una confianza sin límites.

Los resultados de una decisión que van del concilio hasta hoy nos dan motivos para pensar que la fórmula de ir a los pobres, de cambiar de residencia (de los colegios a los suburbios y barracas, de las casas con piscina y jardines regados por aspersión a un barrio donde escasea el agua) no es una fórmula mágica. Como siempre, pensada en clave idealista e ideológica, es peligrosa. La ideología de los pobres es la marxista. Esta ideología en su vértice se ha liberado y se está liberando de una implicación necesaria con el ateísmo. Garaudy dice que «el ateísmo no es el fundamento necesario de la acción revolucionaria», pero Garaudy es un «hereje» y, antes de que la herejía entre en la praxis, tendrán que pasar años. Estas intuiciones proféticas son seguras, pero son anticipaciones solitarias que la historia tiene que aceptar y asimilar poco a poco. En el vértice, los protestantes y los católicos ya no se tiran de los pelos, pero en la base esta luna de miel no es tan constante ni universal. Desde el campanario todavía se miran con recelo las reuniones protestantes, y en las asambleas protestantes todavía se lanzan invectivas contra la iglesia de Roma. La ideología de los pobres tiene que vérselas con una religiosidad que se ha vivido como un baluarte de la opresión, de la injusticia, de los silencios impuestos. Por ahora, el traslado de los religiosos al mundo de los pobres da como resultado una laicización que llega al ateísmo y, lo que es peor, una alienación tan profunda y radical que muchas veces se pierden todos los motivos de amar, de darse, y queda afectada la raíz misma de la razón de ser en el mundo. Es un momento en el que se requeriría un enorme coraje de parte de quienes son responsables de los grupos religiosos, el coraje de poner en riesgo incluso la fe. Creo que la serenidad, la paz, la paciencia como capacidad de sufrir y de esperar, salvarían muchas veces esas noches oscuras para el que viene de un mundo «ideológico» y burgués, acostumbrado a enfrentarse sólo con la ideología y poco preparado para una traducción práctica en la praxis de la amistad y de la colaboración.

¿Quién le dará un nuevo rostro a la iglesia?

Sería absurdo o milagrero pensar que los que hace muchos años, por no decir siglos, se han estado preparando para tocar la música en clave ideológica, para ver a los pobres detrás de la pobreza, puedan en poco tiempo empezar a tocar en clave profética. Los que durante largos años han estado detrás de los muros bien protegidos de toda inseguridad, no pueden marchar a las orillas del Jordán a reunirse en torno a un macilento Juan predicador en el vacío. No les asusta su desnudez física ni su comida cotidiana tan sobria, sino su desnudez ideológica. Predica el vaciamiento, que hay que allanar los caminos, esto es, que hay que abolir las relaciones de superioridad. Predica aparentemente un no-ser y hablando de sí mismo insinúa que su ideal es el de menguar, el de desaparecer; ser únicamente voz. No es un reformador de la doctrina farisaica, sino una corriente de aire fresco que renueva a un mundo viejo, decrépito. Es un comienzo «desde fuera», no extraño al reino, pero fuera del reino; la suya no es una reforma, sino una revolución. Y yo creo que el concilio ha abierto, no ya una exigencia de reforma, sino de revolución. Tenemos que estar convencidos de que no seremos nosotros quienes demos un nuevo rostro a la iglesia, quienes le demos la capacidad de incidir en la historia, de ser levadura, sal, luz, capacidad de fraternidad, de comunión y por tanto de libertad verdadera. Porque libertad es capacidad de convivir y de co-crear. No seremos nosotros; serán los sencillos, los que no están viciados por la costumbre de traducir inmediatamente en ideología lo que es esencialmente manera de vivir.

Es fácil de comprender la preocupación de los responsables frente a esas experiencias «populares» o de democratización, ya que en definitiva no van como «profetas» entre los pobres, sino como ideólogos. Y éstos o serán ferozmente antimarxistas y estarán en contra de todas las formas de «izquierdismo», o serán «izquierdistas» hasta el extremo, más papistas que el papa. El término medio sería para ellos la socialdemocracia, pero eso sería caer entre Escila y Caribdis. Si llegaran a comprender que Juan bautista se rebeló contra el reino porque era del reino, porque el reino era suyo, eso sería dar un paso adelante. La ideología del pueblo es una ideología «de izquierdas»; la verdad es que no serán los liberales capitalistas quienes subleven a los pobres. Y el que va con el pueblo no puede permanecer extraño a la liberación ni por consiguiente a una ideología de liberación; la inserción del cristiano tiene que ser profética y el mundo es eso precisamente lo que espera de los cristianos, especialmente de los religiosos. Espero que todo lo que llevo diciendo me libre de ulteriores explicaciones de un término que podría parecer abstracto. Perdidos allí, en medio de los que nunca han tenido voz en la iglesia, encontraríamos nuestra manera de ser cristianos y de ser «religiosos» en esta actitud de admiración que redime nuestra preparación y nuestras capacidades humanas. No se trata —lo repetiré para evitar equívocos— de un derribo mecánico de tipo económico. Ridiculizando la utopía revolucionaria, hemos dicho durante años enteros que el mundo no ganaría nada trastocando los papeles y poniendo a los pobres en lugar de los ricos. Y ahora decimos: ¿qué se ganaría si diéramos la dirección a los ignorantes y los proclamáramos sabios? Interpretar de esta manera mecánicamente el sentido de una revolución cristiana que está en obra y que es irreversible signi tica atribuirle a la sabiduría encarnada una necedad infantil. Jesús quería decir lo que repiten todos los conservadores más recalcitrantes con una intención desviada, o sea, que la revolución empieza por el cambio del corazón, por la conversión interior. Pero si esto se acepta por cálculo, para retrasar la revolución hasta el día en que todos los hombres se hayan «convertido de corazón», eso sería una burla. Esa confianza en el hombre, la que los pobres pueden encontrar espontáneamente porque para ellos es suficiente tocar la mano de su vecino y sentir todo su calor, dándole a su vez el suyo, es fruto de una conversión verdadera y señal de la contemplación. La contemplación pasa por la noche oscura, por la pérdida total de la confianza en sí mismo, en la propia capacidad, en el propio esfuerzo.

La noche oscura no es ese horror narcisista, ese moverse y agitarse en el pozo oscuro en donde ha caído nuestro yo sin posibilidad de salir a flote. La noche oscura de mis amigos técnicos llegó en el momento en que empezaron a dudar de si hacían algo eficaz; en otras palabras, ¿trabajamos por la opresión o por la liberación? ¿por un mundo más justo y más humano, o colaboramos en la división, en la guerra, en el odio, en todo eso que intencional y verbalmente combatimos con todas nuestras fuerzas? A esta pregunta que se plantea un laico sin tantos remilgos ni distinciones es a lo que se reduce en el fondo nuestra relación con Dios: si estoy cerca o lejos de él, si él está ausente o presente, si voy por el camino de la luz o marcho por el valle de la muerte. Todo depende de esta pregunta. Los laicos, y especialmente los técnicos, están en disposición de escoger ciertas relaciones que a nosotros se nos escapan o que por lo menos sabemos ignorar: la relación de un trabajo aparentemente «técnico» e inocuo respecto a la opresión, la conexión entre un ingreso económico aparentemente justo por ser la paga de una prestación y la intención de corromper por parte de aquellos que se sirven de la investigación y de la técnica para su propia ganancia. Delante de su análisis nosotros somos tan superficiales como aquel emperador romano que sostenía que había olido el tributo que recibía por las sentinas y que no había encontrado en ellos ningún mal olor.

Si tenemos el coraje de plantearnos la pregunta de si trabajamos por la paz o por la guerra, nos sentiremos precipitar en una angustia tan profunda y total que podríamos llegar al deseo de renunciar a ser hombres. Un diputado venezolano durante el debate para la nacionalización del petróleo, debate que está agitando al país en el momento en que escribo estas líneas, encontró una bomba tremenda que arrojar en medio de la asamblea. Haciendo no sé qué cálculos y creyendo que todos los discursos estaban retrasando el negocio del petróleo, afirmó que el discurso de cada diputado le costaba al país doscientos millones de bolívares. La noche oscura comienza cuando uno se da cuenta de que cada uno de sus pasos le cuesta al mundo más hambre, más prostitución, más opresión, más injusticia, menos fraternidad. Los técnicos no tienen como nosotros la ayuda de los silogismos; la filosofía no les ayuda con su mágica capacidad de dualismos: la intención y la ejecución, el alma y el cuerpo, la pobreza y los pobres, los pobres de Yahvé y los pobres del barrio Gordiani o Carapita, la palabra y la acción.

Conozco al dirigente de un movimiento cristiano que da conferencias sobre la Humanae vitae y es accionista de una industria química que fabrica anticonceptivos. El consejo viene ciertamente de una persona que sabe manejar los dualismos con habilidad. Mis amigos técnicos no tienen estos recursos y es evangélico dejarlos indefensos frente a su crisis de conciencia. Para salvarse han probado el cambio de juego, pasar a la otra parte. La noche oscura es ciertamente un problema del yo, en cuanto que es una pérdida de todas las relaciones posibles del hombre, es una pérdida de su identidad. El renacer, el encontrarse de nuevo, puede ser solamente un redescubrimiento de las relaciones que se han hecho nuevas. Por tanto, no puede venir de una clarificación de la idea, sino de un cambio esencial en las relaciones. Esta visión nueva que nos viene de nuestros hermanos repercute indirectamente en el concepto de vida contemplativa que hemos visto desde siempre como alejada de la realidad existencial. La hemos concebido desde siempre como una actividad intelectual, aunque lógicamente con ciertas consecuencias en la vida práctica, pero no como brotando de las situaciones corpóreas, materiales, históricas. Hemos visto al contemplativo como una persona liberada de todas las implicaciones históricas y políticas. La estructura económica en que vivimos y en la que viven también los contemplativos pesa sobre la esclavitud o sobre la liberación, sobre el odio o sobre el amor, sobre la paz o sobre la guerra. No existe otra alternativa.

El estilo del samaritano

No es mi intención sacar de todo lo dicho la conclusión de que todos los que han sido invitados por Jesús —«Ven y sígueme»— tengan el mismo papel, que haya acabado el tiempo de los contemplativos, que todos tengan que decidirse a hacer la revolución. Pero todos a los que Jesús llama están llamados a una sola cosa, a descubrir una relación con el Padre para hacer fraternidad, a querer y procurar de alguna manera que cambien las relaciones entre los hombres. El «tuve hambre y me disteis de comer» del que depende todo el sentido de nuestra vida se ha dicho para todos, los ermitaños y los misioneros, los que se casan y los que se quedan célibes, para todos. Este juicio sobre nuestra vida no es el artículo de un código escrito hace veinte siglos, sino que es inmanente a la historia del hombre. No es una ley, es una relación, y define nuestro encuentro con el hombre, con el hombre histórico, de una época y de un país. Nos impulsa no ya a la ejecución mecánica de una ley, sino a replantear y a recrear el encuentro con el hombre. Si mi «dar de comer» deja intacta la distancia vertical y agresiva entre nosotros, que comemos bien, y nuestro hermano que pasa hambre, nuestra «caridad» es una burla a Dios y a nuestro hermano.

La crítica social le reprocha esto a la «caridad» cristiana y tiene toda la razón para ello. Con una traición al evangelio no hemos reflexionado bastante en que el interés de Cristo no es que demos de comer al hambriento, sino más bien que hagamos de una relación diabólica una relación de amor; en este caso la relación diabólica se presenta, se historifica, en la diferencia entre nosotros con el estómago lleno y el hígado atracado y nuestro hermano macilento que llama a nuestra puerta. No se trata de hacer una osmosis entre los dos estómagos, para que lo que nosotros tenemos pase a la parte vacía; se trata de cambiar una relación. Resulta cómico pensar que nuestra caridad «sobrenatural» es tan material y tan mecánica que se reduce realmente a un problema de estómago, precisamente a eso que les hemos reprochado a los «materialistas». Si no vemos la relación, sino el pan, los vestidos, el azúcar, el café, toda nuestra chantas, aun cuando superlativamente humanizada por un gran calor humano y por la cordialidad de las damas de beneficencia, si no apunta en ella un cambio en las relaciones, sería más materialista que cualquier iniciativa política.

Con el evangelio en la mano no hay muchas opciones que hacer; la opción es una sola. Y es la opción por esa parte de la humanidad que ha convertido en víctimas nuestro no-amor. Puesto que nosotros nos hemos perdido en la abstracción del idealismo y no sabemos ya quiénes son estas víctimas, dejemos que el samaritano, el maldito, el excomulgado nos los enseñe, no teóricamente, sino en la práctica. Todos sabemos que tenemos que amar, que el amor cristiano no es ese humanitarismo consolador y sentimental que tranquiliza el corazón de los justos y de los injustos; pero cuando nos preguntamos «quién es mi prójimo», nuestra respuesta es «todos», cualquier hombre, lo que equivale a «ninguno». Jesús en su parábola clarísima, oscura solamente para el que no tiene oídos para oir, nos pone delante dos mundos: el mundo farisaico que sabe muy bien lo que tiene que hacer y se recrea en la verdad profundizando en ella, dándole vueltas por una y otra parte como si fuera una chuleta, diciendo que desea sacarle jugo pero de hecho acomodándola a su gusto, y el mundo de la praxis, el samaritano que no sabe nada, que no tiene nada que enseñar, que no sabe lo que es la caridad, pero la pone en práctica.

El descubre a «mi prójimo», lo identifica, se lo muestra al sacerdote y al levita, por si quieren verlo. Muchas veces buscamos el último reducto, diciendo: yo lo tengo todo en el evangelio, allí lo encuentro todo, me basta con el evangelio; los marxistas y los ateos no tienen nada que enseñarme. ¿Para qué esta moda de pedir limosna a los comunistas? Estamos conculcando la verdad cristiana y quemando incienso a los ídolos; tenemos que encerrarnos en nuestra casa y hacerlo todo mude en casa. Pero el propio evangelio derriba esta defensa nuestra con un golpe de pico infalible a todas nuestras barreras. Jesús habría podido decir: ¿Tu prójimo, amigo? ¿qué pregunta me haces?; tu prójimo es el primero con quien tropiezas por la calle, es el que verás hoy en el mercado; sal al otro lado de esta puerta y te darás de nariz con tu «prójimo». Si es un señor que baja de un cochazo made in USA o un hombre con los pantalones remendados, con la barba de un mes y maloliente, no importa; cualquier hombre es tu prójimo. Habría podido citar a los profetas que Jesús conoce muy bien —no creo que nadie lo dude—, en los que el prójimo es puesto en escena con acentos dramáticos. Pero no, amigo, el hereje, el excluido, el excomulgado, es el que te enseña quién es tu prójimo. Y no te lo enseña con una teoría; te lo enseña con una praxis en una decisión de ayuda y de liberación. Pero ésta no es caridad, esta iniciativa no está inspirada en el amor de Dios, sino en el odio. Tiene razón la señora del Parioli. ¿Y tú que sabes? ¿Estás realmente seguro? ¿Habría que abandonar con desdén las asambleas católicas, no permitir que sigan perdiendo el tiempo, cuando todavía en 1975 se nos plantea el problema de quiénes son los pobres? ¿Quiénes son los oprimidos? ¿Y qué haríamos mañana si no hubiera pobres? ¿Cerraríamos la tienda? No faltan los medios para saber quiénes son las víctimas del no-amor, si de veras quiero saberlo. Y en esta identificación me pueden ayudar los «samaritanos», esos que ya no quieren oír hablar de la palabra amor, pero que intentan realizarlo en el mundo apuntando a otros ideales y a otras metas.

Las deformaciones de los religiosos

En esta opción tengo que vivir mi relación con Dios, mi relación de hijo con el padre, descubrir esa paternidad que se inclina sobre el más humilde, sobre el más despreciado, sobre el que es «un cero a la izquierda», sobre el que no existe, como dice violentamente san Pablo. A un amigo mío, doctor en sagrada escritura, doctorado en Roma, especializado en Jerusalén, muy bien dotado intelectualmente, que habita en medio de unas barracas dando y recibiendo amistad, le preguntaba un prelado: ¿Y de qué hablas con la gente? ¿Cómo pueden interesarle sus conversaciones a un hombre como tú, tan culto y preparado? Esta sola pregunta pone al desnudo al hombre, da a conocer nuestras llagas: no sabemos juzgar ninguna posición más que desde una clave idealista. No puede justificarse esta pregunta con el pretexto de que es un deber de los jefes no desperdiciar sus fuerzas y servirse de ellas de la manera más útil, porque las periferias de las grandes metrópolis, las «ciudades miseria» constituyen cifras monstruosas de habitantes privados de asistencia espiritual. Mi amigo responde invariablemente: no sé, monseñor, de qué cosa hablamos; puedo decirle que me encuentro bien con ellos, que soy feliz. ¿Cómo podría traducirse en palabras el alborozo de Cristo, este saltar de alegría, al descubrir los secretos del Padre revelados a la gente sencilla?

Pensad un momento en la fragilidad del discurso de Cristo. El responsable diocesano de la catequesis lo hace trizas de un golpe: ¿conque sí, eh? ¿conque el Padre se ha revelado a esos ignorantes, les ha manifestado sus secretos, les ha hecho conocer su vida íntima? Te lo probaré en dos minutos; ven acá, Dolores; no bajes la cabeza, no te avergüences. Vamos a ver, ¿cuántos dioses hay?…, ¿en qué momento se hace Jesús presente en el pan y en el vino?… ¡Ved la sabiduría de la gente sencilla… No saben una palabra de catecismo…! El argumento de Jesús es terriblemente frágil, no se sostiene ante la crítica de los ideólogos. Si Jesús fuera testigo de este examen, se llenaría de confusión. ¿Qué podría contestar? Yo quería decir otra cosa, pero esa otra cosa no la puedes comprender tú, responsable de la catequesis, si no te haces con otros ojos, con otros oídos y con otro corazón. Si se hiciera una colección con las respuestas orales y escritas que los prelados por todo el mundo dan a los que les presentan sus proyectos de ir a vivir con los pobres, sería realmente una lástima. Hay también obispos —poquísimos, pero los hay— que no aceptan fundaciones más que en barrios pobres; pero generalmente los pobres tienen que ser visitados con amor, con frecuencia, con todas las atenciones posibles, como leprosos en un hospital aislado. Ir a ellos, pero sin convivir; ayudarles, pero sin compartir su vida. Lo que no comprende el prelado que interroga continuamente a mi amigo doctor en sagrada Escritura es lo que no comprendería tampoco el director de la catequesis, es una música en otra frecuencia que sólo los contemplativos, los verdaderos contemplativos, pueden escuchar.

Nuestras deformaciones profesionales —las nuestras, las de los religiosos— son estas tres: el abstractismo o idealismo, el individualismo y el dualismo. No son deformaciones exclusivas del cristiano y del «religioso», pero en nosotros están sostenidas por unas motivaciones espirituales y unas justificaciones «sobrenaturales» que agravan la enfermedad. Nuestra formación idealista nos ofrece las armas para destruir todo lo que la historia concreta nos presenta como ocasiones de amar, de hacer justicia, de buscar la fraternidad, ya que lo que ofrece la historia es ambiguo, impuro, bivalente. Preferimos lo químicamente puro, lo abstracto. ¡Cuánto daño ha hecho y sigue haciendo nuestro hábito mental de ver no al hombre sino a la humanidad, e incluso a la «humanitas», no a los pobres sino la pobreza, no una relación recreada y rehecha sino la castidad, no una relación liberadora sino la obediencia, no la liberación posible sino la libertad! El haber reducido todo lo contingente y lo visible a categorías universales y eternas pudo haber servido para catalogar y para comprender al mundo en otras épocas, para superar el deslumbramiento de lo aparente a fin de ver la realidad que está más allá, pero nos ha infectado de una costumbre que se ha transmitido a las personas más humildes, menos filosóficas, y que ha secado la vida religiosa.

Nos hemos hecho terriblemente concretos y cicateros en lo económico y en lo organizativo, en todo lo que se refiere a nuestro estar en el mundo, a la defensa de nuestro grupo y del espacio de nuestro grupo. Nuestra forma de proceder les hace decir muchas veces con admiración a los «ejecutivos» y a los hombres de negocios: esta monja o este padre tiene los pies en el suelo, sabe moverse en el mundo. Con frecuencia en la intimidad esta admiración se transforma en un verdadero escándalo. Si yo hiciera lo que hace esta monja en materia económica estaría en la cárcel a estas horas o por lo menos me habrían echado de mi trabajo. En el fondo, si lo pensamos bien, incluso lo que nos parece muy práctico y concreto es visto de una manera abstracta e ideológica. He intentado reflexionar despacio en este fenómeno, ya que es tan colosal el espíritu «negociativo» de ciertos religiosos que tendríamos que ponernos la máscara de oxígeno para seguir respirando. Cuando el derecho de propiedad ha quedado liberado de la abstracción y ha sido traducido en términos de relación humana y concreta, se han podido medir las consecuencias del mismo en una clase condenada a la desnutrición, al subdesarrollo, al analfabetismo, a la prostitución, al alcoholismo destructor. En abstracto yo tengo derecho a construir en esta colina una casa para retiros espirituales con aire acondicionado, con una instalación maravillosa de micrófonos y altavoces que hacen llegar la predicación del padre jesuita al ejercitante que se despierta con un dolor de hígado, y al mismo tiempo la predicación le llega con una voz suave que no moleste el silencio del retiro. Puedo hacer surgir en torno a la casa prados siempre verdes continuamente regados por aspersión; puedo ofrecer a los ejercitantes y al personal de la casa una piscina prohibida a los chicos roñosos del barrio. Tengo derecho a cercar la propiedad con una red metálica inaccesible y a cerrarla con un portón que permita controlar rígidamente a los que entran y a los que salen. Pero si bajo a lo concreto y me pregunto quién es mi prójimo y veo a los samaritanos agitarse por el barrio para organizar «una marcha de la sed» y oigo a las mujeres que me llaman «hermano» o «hermana» golpear las ollas vacías pidiendo agua, agua, agua, me parecerá diabólica la casa de retiro, a pesar de todas las bendiciones romanas y no romanas y del bien que se haga allí dentro. Diabólica en el sentido etimológico, esto es, argumento de división y no de unión, instrumento de discordia y no de paz.

¿Quién es mi prójimo?

La abstracción y la ideología puede hacerse astutamente práctica sin enfrentarse con la realidad. Por tanto, volviendo a las monjas y a los frailes «constructores» y banqueros, yo diría que son prácticos, pero que no tienen los pies en el suelo; tienen la práctica del leguleyo que sabe manejar perfectamente los artículos del código para salir del atasco y para vencer, pero no tienen ojos para saber quiénes son los vencidos y cuáles son para ellos las consecuencias de su astucia. A la pregunta ¿quién es mi prójimo? no tengo que responder yo ¡mismo, no puedo plantearme la pregunta y darme la respuesta, porque me engaño y engaño a los demás. Deja que te lo digan los otros.

Y te lo dirán sin formularlo y desde luego no con esos términos que te llegan tan claros en los documentos capitulares, que te dejan tan satisfecho y que te permiten dormir con la conciencia tranquila. Tu prójimo, hermana, son esos que redoblan las ollas vacías que perturban tus oídos de princesa que se mueve entre rosas, lirios y rododendros, en la paz sosegante de la música de Bach y mecida por los salmos. Este es tu prójimo, ese que está pidiendo agua a pocos metros del recinto donde tus flores, esas flores que pondrás ante el sagrario, son regadas continuamente por los tubos de aspersión. Este es tu prójimo. A no ser que tengas el coraje que he encontrado en ciertos habitantes de los barrios del este, que me decían: «Yo no tengo nada que hacer con esa gentuza». Quizás por esa blasfemia podría empezar tu redención. Al menos los gangsters que viven en barrios elegantes enseñan a sus hijos que los pobres son unos holgazanes, unos borrachos, unos malhechores de los que hay que guardarse, preparando así conscientemente a los gladiadores del mañana. Pero mientras tengas el estómago y la insensibilidad de decir que los redobles de ollas son de unos hermanos que están jugando a niños, o mientras no sientas la hipocresía de suspirar diciendo que esa gente tiene razón, porque el agua es muy necesaria, deja que te diga que estás muy lejos del reino de Dios. Tu puesto está entre los que hacen redoblar esas ollas. Evidentemente. Con el hábito religioso o con el traje de «paisano», como dicen los españoles. Esto es secundario.

Estamos enfermos de dualismo, porque esto nos da la posibilidad de movernos con desenvoltura por la esfera del idealismo o de la abstracción. Este dualismo nos hace llegar, por pasajes lógicos, a la línea de demarcación: por allí los seglares, por aquí los religiosos. La separación justifica la vida dentro de un muro al que están adosadas las barracas, en donde viven esos que llamamos hermanos; justifica los privilegios, define mis derechos, mantiene a cada uno en su puesto. Y sobre todo me ofrece la posibilidad de hacer el voto de pobreza en medio de la abundancia y de la seguridad.

No se piensa en que ni Jesús ni el público al que se dirigía tenían el apoyo cultural que tenemos nosotros, para dividir el alma del cuerpo, para poder permitirle al alma vivir la «virtud» de la pobreza y permitirle entretanto al cuerpo que evite los temores y las incertidumbres del mañana. Un israelita de los tiempos de Jesús no era un griego; después de haber escuchado todas nuestras disquisiciones sobre la pobreza nos habría dicho: no he entendido ni una palabra, hermano mío. Yo no llego a comprender por qué se ha discutido tanto sobre la pobreza de espíritu, qué es lo que quiere decir, qué sentido tiene; me parece que bastaría con pensar que en el contexto israelita no podían entender una pobreza del señor que se llama espíritu y la riqueza de un señor que se llama cuerpo, desde el momento en que estos dos personajes eran completamente desconocidos. Se encontraron en la república de Platón y allí empezaron a luchar por su identidad. ¿Cómo podemos llegar a la admiración que Jesús sentía por la gente sencilla si ponemos entre ellos y nosotros la «dignidad» religiosa copiada al pie de la letra del modelo burgués? Para no ser pesimistas tenemos que reconocer que cada vez se encuentran más religiosos y religiosas entre la gente que hace redoblar sus ollas por la calle. Y el escándalo tan terrible que suscita esta presencia en América latina es una doble señal: señal de que la religión no ha querido nunca tener que ver algo con la lucha por la justicia y señal de que resulta eficaz esta presencia.

La tercera llaga que llevamos en nuestro cuerpo es el individualismo: Dios y yo, yo y Dios. Es absolutamente cierto que empezamos a tener fe cuando recibimos un mensaje personalísimo de Dios. Cuando el Padre se manifiesta como «padre mío» en los detalles de mi vida. Nuestra relación con Dios es un irse adentrando poco a poco en este descubrimiento, pero el descubrimiento de que Dios es padre mío tiene lugar en la revelación progresiva de que toda la creación es un regalo del Padre y de que los demás .son familia mía. El progreso de mi relación con el Padre va de una extrañeza y hostilidad a una acogida, de un miedo a lo otro (a eso que Freud llama el «ello» indefinido) y a los otros a un abrazo, a verlo todo, el frió y el calor, el fuego y el agua, las estrellas y los hombres, como hermanos que te acogen y que son hermanos tuyos, porque el Padre ha preparado esta amistad y ha hecho cálido, humano, sensible, cercano, ese amor tan tenaz que siente por ti. San Juan de la Cruz ha descrito su terrible escalada por esa pared helada hasta alcanzar la cima, inaccesible al hombre, del acto puro, esa soledad ardiente donde el hombre tiene que descalzarse y adorar. Pero una vez llegado a la cumbre encuentra prados floridos y arroyuelos que hacen deliciosa la estancia en aquellos lugares. Descubre la cálida y dolorosa solidaridad con los hombres de su tiempo y de su historia. Vuelve a encontrar a los «hermanos» que le dejan languidecer en las cárceles de Toledo. Y allí dentro, en aquella celda, descubre qué aventura tan embriagadora y dolorosa, tan mezquina y tan sublime, es la de hacer fraternidad donde la fraternidad no existe. Y se trata sólo de un deseo y de una aspiración, o de una declamación. Cuando esa búsqueda de soledad acaba en la «soledad», esto es, en un hombre cada vez menos compadecido de los hombres, cada vez menos dentro de la aventura de la fraternidad, hay motivos para dudar de si el Dios que ha descubierto es realmente el Dios de Jesús, ese Dios que es glorificado únicamente por nuestra búsqueda de unidad. La contemplación no es la anestesia, la ataraxia, la liberación de todo lo que agita al hombre, el paseo por el mar de la tranquilidad. La contemplación de Jesús ha quedado definida por su exultación ante la belleza y la humildad y por sus gemidos en Getsemaní. El contemplativo cristiano es un hombre que gradualmente se va sumergiendo en el dolor del mundo y lo asume en su propia carne y en su vida. El hacer fraternidad es y será siempre la verdadera, la inmensa, la terrible cruz del hombre.

«¡Pobres de nosotros! ¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte?… Sean dadas gracias a Dios por Jesucristo Señor nuestro» (Rom 7, 24).

En el concilio se ha anunciado la iglesia de los pobres. Y esta iglesia llegará. Hemos comprendido mal y andamos cavilando en nuestros congresos y en nuestras reuniones sobre qué es lo que quiere decir «iglesia de los pobres». Hemos comprendido mal, y esto es muy grave. Francisco de Asís no comprendió el mensaje que había oído: «restaura mi iglesia». ¿Cómo podía pensar él, un laico, que el Señor le pedía algo más que un trabajo de albañil, que nunca había realizado, pero que al fin y al cabo estaba dentro de su alcance? Restaura mi iglesia. La iglesia de los pobres. ¿Y quiénes son los pobres? ¿Los pobres de fe, los pobres de motivaciones existenciales, los pobres de esperanza, los pobres de amor, los disminuidos físicos, los disminuidos psíquicos? Quizás no nos corresponda a nosotros, los cristianos, ponernos a señalarlos. En la casa del Padre hay muchas mansiones y no todas están llenas de personas bautizadas con agua e inscritas en los registros parroquiales. A nosotros nos corresponde hoy más que en otros tiempos mantenernos vigilantes y disponibles. En los tiempos y lugares en que aquellos que han sido identificados como pobres «hagan la iglesia y sean iglesia con todas las ambigüedades y oscuridades que acompañarán siempre a las diversas epifanías de la iglesia, sepamos reconocer y admirar ese amor que desde siempre escoge «a los ignorantes del mundo para confundir a los sabios…, a los que carecen de poder para hacer avergonzar a los fuertes…; entre las personas del mundo Dios ha querido escoger… a los despreciados, a los que parece como si no fuesen, para reducir a la nada a los que se creen algo…» (1 Cor 1, 27-28). El ojo cristiano es ciertamente más profundo que el ojo puramente político; la praxis política es para él insuficiente porque deja fuera a otros pobres. Pero la amplitud de esta mirada no debe excluir a los que la praxis política descubre como pobres, porque para evitar una exclusión caeríamos en una exclusión peor, que nos quitaría una riqueza de meditaciones, de aportaciones científicas y de experiencias que nos podrían prestar una ayuda insustituible para reconocer también a los demás, a los excluidos. En esa transformación evangélica por la humillación que tenemos que sufrir nosotros, fariseos, nos vemos regenerados y renacidos como hombres nuevos, liberándonos finalmente del fermento de los fariseos. El hombre nuevo se expresa en el canto de gozo y de esperanza: te canto. Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños y a los sencillos.

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