Al menos una vez en la vida hemos soñado con convertirnos en santos, con ser santos.
Fatigados por el peso de nuestras contradicciones, por un momento hemos vislumbrado la posibilidad de hacer la unidad y la luz en nosotros.
Horrorizados por nuestro propio egoísmo hemos, por lo menos en el deseo, roto las cadenas condicionantes de los sentidos y hemos vislumbrado la posibilidad de una libertad verdadera y un amor autentico.
Hastiados de una vida burguesa y perezosa, nos hemos visto por los caminos del mundo portadores de un mensaje de luz y de fraternidad, capaces de ofrecer en el altar del amor gratuito el testimonio de una vida en la cual el primado de la pobreza y el amor hubieran facilitado las comunicaciones y las relaciones con los hermanos.
Es entonces cuando Francisco, de alguna manera, ha entrado en nuestras vidas.
Es difícil que exista cristiano –ya sea católico, protestante, ortodoxo- que no haya identificado el concepto de santidad en el hombre con la figura de Francisco de Asís y no haya, de alguna manera, deseado imitarlo.
Así como Jesús es el fundamento, Maria, la madre y Pablo, el apóstol de la gente, Francisco es el tipo que encarna en toda la Iglesia la figura ideal del hombre que intenta la aventura de la santidad y la expresa en un modo verdaderamente universal.
Quien ha pensado que es posible la santidad en el hombre, la ha visto en la pobreza y en la dulzura de Francisco, se ha unido a su plegaria en el Cantico de las Criaturas, ha soñado la superación del límite causado por la incredulidad y el miedo, más allá del cual se puede amansar a los lobos y hablar a los peces y a las golondrinas.
Diré que Francisco de Asís está en el fondo de cada hombre, tocado por la gracia, como se encuentra en el fondo de cada hombre el llamado a la santidad.
Y a Francisco, en todos los tiempos, si bien esta encarnado en la historia, se lo puede poner fuera de la historia.
Se lo puede poner con los primeros cristianos itinerantes por los caminos del Imperio Romano llevando consigo la dicha de un mensaje verdaderamente nuevo, se lo puede poner en el medioevo como reformador y restaurador de una Iglesia debilitada por las luchas políticas y minada por los compromisos; se lo puede poner en la época del barroco a reclamar con su inusitada pobreza y humildad el orgullo de los clérigos por su sacerdocio más dominador que al servicio del pueblo. Se lo puede poner hoy como el tipo de hombre moderno que sale de su angustia y de su aislamiento para reanudar el discurso con la naturaleza, con el hombre y con Dios.
Sobre todo con Dios.
Y me explico.
Si es verdad, como lo es, que estamos atravesando la época más atea de todos los tiempos, es igualmente cierto que con muy poco se puede revertir la situación.
Un pequeñísimo catalizador puede provocar un desbarajuste en un mar saturado de elementos preparados y purificados del sufrimiento y la seriedad de la búsqueda. Ya estamos acostumbrados a ver más conversiones entre “los de lejos” que entre “los de cerca”, y cuando me toca hablar de Dios, los más interesados en oírme son aquellos que lo han negado siempre.
A menudo el “todo no”, que se condensa hasta lo inverosímil en el fondo de la búsqueda libre y autentica, explota en un “todo si” bajo el relámpago provocador del Absoluto.
La desazón que experimentamos es más grande de lo que parece por la primera impresión y hace mucho más daño de lo que pensamos.
A la larga destruye la dicha, quita la paz: nos vuelve nerviosos y malvados.
Terminamos odiando todo y a todos.
Para no pensar en ello tomamos un poco de alcohol o fumamos un cigarrillo.
Sin embargo, el daño sigue y opaca el horizonte de la vida.
Si se presenta ante nuestros ojos el edificio de nuestra escuela o el establecimiento donde trabajamos o si vislumbramos nuestra propia casa, que hemos construido con tanto esfuerzo, nos vienen ganas de no entrar y el mismo trabajo cotidiano nos parece inútil.
Hasta el campanario de nuestra iglesia ha perdido el poder de hablar y de entusiasmarnos. Solo nos parece interesante la huida o el deseo de probar algo nuevo, aunque sea peligroso, y nos disponemos de buen grado a cualquier tipo de aventura prohibida.
También hay menos buenos: las madres están ausentes para sus hijos y los padres siempre tienen algo que hacer lejos de la casa. Es el inicio de la pendiente y el resultado de que no podemos escapar de esto es el hastió, la desconfianza en la sociedad y en el trabajo, la aridez del corazón, el deseo de placer físico como subrogado de los valores ya destruidos o en peligro.
Basta hacer desfilar bajo la mirada el elenco de las películas que se producen en esta época, basta pasar una noche en una estación de tren convertida en dormitorio público de los sin techo, basta estar a cualquier hora en el servicio ambulatorio neuropsiquiatrico de cualquier hospital de la ciudad, donde confluyen los drogadictos en busca de metadona, para convencernos de que hemos llegado a un punto de ruptura de una gravedad excepcional y de una amplitud jamás experimentada.
Como una epidemia que se viene incubando desde hace tiempo, el mal ha invadido el cuerpo entero. Esta arriba, abajo, adentro, fuera; está en todas partes.
He vuelto a ver en estos días el muro de Berlín, este absurdo que se prolonga en el tiempo mientras alrededor todo sucede como si nada.
He advertido como este muro no era más que un signo externo de tantos otros muros que dividen a los hombres y las cosas. El muro está dentro de nosotros y divide a ricos y pobres, al pueblo de los pueblos, al hijo del padre, al hombre del hombre, al hombre de Dios.
Estamos divididos, partidos hasta en lo profundo de las vísceras como el muro de Berlín entre alemán y alemán, como Jerusalén entre hebreos y árabes, como el hombre solo en el cosmos que lo circunda.
Todavía todo esta inmóvil pero a punto de saltar por los aires.
Si, lo creo: podremos estar en la vigilia del Apocalipsis… a menos que…
He subido a lo alto del Speco di Narni a pasar unos meses de soledad. Una vez más me he dejado tentar por el desierto que fue siempre para mí la alcoba de mi amor por lo Absoluto de Dios y el lugar donde aflora la caridad. Esta soledad franciscana vale la soledad de las dunas de Beni Abbes o el áspero desierto de Asserkrem. En el fondo todo nace de la misma raíz porque cuando el P. De Foucauld buscaba el desierto africano hacia lo mismo que Francisco cuando buscaba el silencio de las Cárceles del Monte Subacio o la aspereza del Sasso Spicco en La Verna.
Lo que importa es Dios, y el silencio es el ambiente próximo a Él.
He buscado esta ermita porque es uno de los lugares privilegiados del mundo franciscano, donde el santo residió en varias ocasiones y donde todo está fusionado en una unidad perfecta. Bosque, piedra desnuda, arquitectura, pobreza, humildad, simpleza, belleza, forman una de las obras maestras con las que se expresa el franciscanismo dando a los siglos un ejemplo de paz, oración, silencio, respeto ecológico, belleza, victoria del hombre sobre las contradicciones del tiempo.
Al mirar estas ermitas, morada de los hombres pacificados por la oración y la dichosa aceptación de la pobreza, se tiene la respuesta a los angustiantes contrastes que atormentan a nuestra civilización.
Vean lo que dicen estas piedras, vean que la paz es posible. No busquen el lujo para hacer sus casas sino lo esencial. Entonces la pobreza se convertirá en belleza y armonía liberadora como pueden ver en esta ermita. No destruyan los bosques para hacer establecimientos que aumentaran la desocupación y la desesperación. En todo caso, ayuden a los hombres a reinsertarse en el campo, a gozar del trabajo artesanal y bien hecho, a experimentar la dicha del silencio y del contacto con la tierra y con el cielo. No acumulen dinero por el que la devaluación y la rapiña les tenderán una trampa; mantengan abierta, en cambio, la puerta del corazón, al dialogo con el hermano y al servicio del más pobre.
No prostituyan su trabajo construyendo objetos que duran media temporada, consumiendo la poca materia prima que aún tenemos; en lugar de eso, hagan baldes como el que ven aquí sobre este pozo, que saca agua desde hace siglos y todavía está en uso.
Hablan mal del consumismo para llenarse la boca de palabras y hacer callar su mala conciencia y, al mismo tiempo, son sus fieles siervos, incapaces de novedad y fantasía.
Y luego…
Sáquense de encima el miedo al hermano y vayan a su encuentro inofensivos y bondadosos. Es un hombre como ustedes, necesitado de amor y de confianza, al igual que ustedes.
No se preocupen por “la comida o el vestido” (Mt 6,25) , estén tranquilos que no les faltara nada. Busquen antes el Reino de Dios y su Justicia (Mt 6,33) y el resto les será dado por añadidura. “Bástele a cada día sus propios problemas” (Mt 6,34)
En resumen, esta ermita habla.
Habla y dice que la fraternidad es posible.
Habla y dice que Dios es padre, que las criaturas son hermanas, que la paz es alegría.
Es suficiente quererlo.
Prueben, hermanos, prueben y verán que es posible.
El Evangelio es verdadero.
Jesús es el Hijo de Dios y salva al hombre.
La no violencia es más constructiva que la violencia.
La castidad es más atractiva que la lujuria.
La pobreza es más interesante que la riqueza.
Porque no lo intentamos?
NOTA: Del libro Yo, Francisco de 1980. Aquellos que deseen leerlo completo pueden hacerlo, gracias a Google, en el siguiente enlace: