Modelo de santidad: el “hermano universal”

Carlos de Foucauld, sacerdote, ermitaño y mártir que pasó muchos años en el norte de África, y que será canonizado el 15 de mayo de 2022, ofrece a la Iglesia un modelo para su relación con el islam y su ministerio en los países de mayoría musulmana. Y también proporciona algunas lecciones prácticas para la labor de evangelización. Si bien durante su adolescencia acogió la carrera militar, -distanciado de la fe- durante una peligrosa misión en el continente africano y tras un encuentro con musulmanes devotos, lo llevó a encender su religiosidad. Con una vida dedicada a los olvidados, destaca su deseo incesante de ser el “hermano universal” para cada persona, respetando y acogiendo la diversidad de creencias o procedencias.

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Nacido en el seno de una familia aristocrática francesa, el beato Carlos (1858-1916) se apartó de la fe católica de su infancia y emprendió una vida disoluta. Luego se formó como soldado y sirvió en Marruecos y Argelia. Aunque algunos han argumentado que estaba demasiado vinculado a las potencias coloniales, su encuentro con musulmanes devotos en el norte de África le ayudó a reavivar su fe. “El Islam me sacudió profundamente”, escribió, “la visión de su fe, de estas personas que viven en la presencia constante de Dios, me permitió vislumbrar algo más grande y verdadero que las preocupaciones terrenales”.

En la actualidad, cuando estrategas políticos, y algunos dentro de la Iglesia, quieren presentar un “choque de civilizaciones” entre el islam y el cristianismo y piden que se defienda el Occidente “judeocristiano”, Carlos de Foucauld ofrece otra vía. Su trayectoria vital demuestra que no hay que enfrentarse a “otras” religiones, sino a la indiferencia, o a la falta de fe. El soldado-monje francés pasó varios años como trapense antes de trasladarse a Beni Abbes, un oasis en la frontera con Marruecos, donde construyó un pequeño monasterio, la Fraternidad del Sagrado Corazón de Jesús. Allí quiso dar testimonio de la inclusividad radical del cristianismo.

“Quiero que todos los habitantes, sean cristianos, musulmanes o judíos, me vean como su hermano, el hermano universal”, dijo. “Por encima de todo, vean siempre a Jesús en cada persona y, en consecuencia, traten a cada uno no sólo como un igual y como un hermano, sino también con gran humildad, respeto y generosidad desinteresada”. Aunque recibía un gran número de huéspedes en el monasterio, no conseguía atraer a ningún seguidor para que se uniera a su fraternidad: era, según los criterios prácticos, un fracaso.

En los últimos 15 años de su vida, Carlos de Foucauld se adentró en las periferias trabajando entre la población musulmana tuareg de la región de Ahaggar y se convirtió en un experto en su lengua y cultura. Tradujo al idioma bereber más de 600 poemas y canciones, así como la Biblia. En el desierto fraguó una idea de fraternidad que practicó con el ejemplo como único modo de evangelización o creó el ‘rosario del amor’ para cristianos y musulmanes. Murió a la edad de 58 años la noche del 1 de diciembre de 1916, asesinado por una banda de merodeadores. Benedicto XVI lo beatificó en 2005.

De Foucauld demuestra que la Iglesia no debe medirse por el “negocio de los números” del éxito instantáneo, sino por la integridad del testimonio que da frutos a largo plazo. Algunos años después de su muerte se estableció una congregación religiosa, los Hermanitos de Jesús, que se inspiró en él. Ser fieles al testimonio en medio de las dificultades es un atributo de la iglesia norafricana, personificado por los monjes tibhirinos, la comunidad trapense de Argelia que sirvió a sus vecinos musulmanes, pero que luego vio cómo siete de ellos eran asesinados. Ellos, al igual que Carlos de Foucauld, son ahora reconocidos como mártires.

Durante un viaje a Marruecos el año pasado, el papa Francisco se reunió con el padre Jean-Pierre Schumacher, de 96 años, quien hasta hace unos días era el último monje superviviente de la comunidad tibhirina. “Creo que debemos preocuparnos cada vez que a los cristianos nos inquieta la idea de que solo somos significativos si somos ‘harina’ -lo más importante-, si ocupamos todos los espacios”, dijo Francisco a una reunión en la catedral de Saint-Pierre en Rabat, con el padre Jean-Pierre entre ellos. “Saben muy bien que nuestras vidas están destinadas a ser ‘levadura’, dondequiera y con quienquiera que nos encontremos, aunque esto no parezca aportar ningún beneficio tangible o inmediato”.

Por último, el beato Carlos mostró el “ministerio de la presencia”, buscando el encuentro con las personas y las culturas allí donde las encontró. Es un método de evangelización opuesto al proselitismo. Viviendo en un país musulmán, no buscó predicar, ni realizar grandes actos de valentía, sino vivir al pie de la cruz. “Su vocación era la de estar presente entre la gente con una presencia querida y pretendida por un testimonio del amor de Cristo”, escribió René Voillaume, en Semillas del desierto: el legado de Carlos de Foucauld.

Su enfoque en el ser, más que en el hacer, ofrece a la Iglesia una forma de evangelizar, especialmente a la luz de la pandemia de COVID-19, que ha visto cómo se reducen drásticamente las actividades cotidianas de la vida eclesial. Carlos de Foucauld ofrece una lección vital: Dios “es” antes que “actuar”.

Su deseo de estar presente estaba motivado por una humildad radical: se identificó con el Cristo oscuro y olvidado. “Jesús descendió hasta ellos y llegó a Nazaret”, escribió de Foucauld. “A lo largo de su vida, descendió: haciéndose carne, convirtiéndose en un pequeño niño obediente, haciéndose pobre, abandonado, exiliado, perseguido, torturado, poniéndose siempre en el último lugar”. El que pronto será San Carlos de Foucauld intercederá en el cielo por una Iglesia más humilde, menos centrada en las apariencias del éxito y más en convertirse en un modelo de diálogo y caridad.

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