SAN CARLOS DE FOUCAULD

Ha sido un acontecimiento muy sencillo: los pequeños y humildes han
compartido con el papa Francisco la celebración de la canonización del hermano
universal. El hermano Carlos murió por una “sobredosis de
humanidad”. Ésta, y no otra, ha sido la causa que ha
prevalecido para proclamar santo a un hombre santo, aunque
él nunca hubiera imaginado ver su imagen en esa “Gloria de
Bernini” hecha con todo amor por los tuaregs sobre la gran
haima que han montado cerca de Tamanrasset, y compuesta
por trozos de tela azul y pequeñas rocas del lugar: trozos de la
vida de los hombres y de las mujeres de esta tierra y trozos
del planeta, obra de Dios; piedras que no son armas arrojadizas, sino patrimonio de un mundo maravilloso que nos sustenta y rige, como decía Francisco de Asís en su cántico de las criaturas.
El papa Francisco ha disfrutado hablando el árabe con su acento argentino. El fuerte viento le ha arrebatado
los papeles, que han volado por las dunas, y él ha seguido hablando en español, y todos lo han entendido, todos los presentes, cada uno con su propia lengua y cultura, su color
distinto de piel y su corazón abierto a la fiesta y el compartir. El
maestro Jesús nos ha dado una lección de fraternidad universal, un maestro loco por sus discípulos y por todos los seres humanos; un soñador libre, que repite en cada gesto de amor su compromiso con
nosotros. El papa nos repartió el pan de los más pobres, el que partió
Jesús a sus amigos, -como lo hizo en la canonización de monseñor
Romero, que siempre fue San Romero de América-, el que sólo es
aceptado cuando se es pobre y se siente uno necesitado de la
misericordia de Dios y del prójimo. Es ese pan que el hermano Carlos
no pudo compartir en grandes ni pequeñas celebraciones cuando vivió
en su etapa africana, pero que supo hacerlo presente con su vida y su condición de
vecino y de hombre de Dios, en el Nazaret de participar con su gente tomando el té y los
dátiles, sintiéndose necesitado de los demás, frágil y humilde.
Fue un gran gozo estar con gente de todo el mundo, entre los últimos
venidos de todas partes. Gente creyente y no creyente, cristianos y no
cristianos que, por encima de las formas religiosas, buscan la paz, la
igualdad entre todos, el bien común. No había ornamentaciones
ostentosas, ni túnicas doradas, ni cardenales ni obispos ni curas con
vestidos llamativos: nada de uniformes ni armas, aunque éstas sean
sólo decorativas. Jesús hecho humano por nosotros y hecho amigo de
todos por la voluntad de un Padre misericordioso y con capacidad
suficiente para albergar en su corazón a todos los pobres del mundo,
a todos los que huyen de la guerra, a todos los maltratados por un
sistema donde el único dios es el beneficio económico, aún a costa de vidas humanas; el
Jesús permanentemente crucificado de los que no tienen nada, el resucitado en todo
hombre o mujer que comienza a nacer.

Y allí estaban ellos, comprendiendo perfectamente la ceremonia sin grandes ofrendas, sin la
hipocresía del protocolo diplomático o tantas veces camuflado en
religión. Ellos, sin derecho a la palabra, a unos medios de
bienestar, a la escuela o la universidad, a una salud y medicinas
gratuitas, a formas de vivir dignamente con un techo o una casa, a unos alimentos, a su propia tierra. Ellos han estado allí, miles, sin hacer ruido, ni grandes discursos. Ellos, que no habían oído hablar nunca del hermano Carlos ni de Jesús de Nazaret.
Allí estaba Shilma, refugiada de una etnia rechazada en un país
del Sudeste de Asia, Myanmar. Madre de seis hijos, sin pueblo, sin recursos. El rostro de
millones de personas atrapadas por las grandes diferencias
que el propio hombre ha establecido para distinguir a unos
seres de otros. Su marido, Modid, acude a diario para buscar
en el campamento el sustento de su familia; padece todos los
efectos de la malaria. Golu, diez años, recoge basura en un lugar de la India, y debe
mantener a su familia para comer una vez al día el arroz que le
quita el hambre, pero que no llega a nutrir como en los países occidentales o a los ricos de su propio país. Golu sueña con el día en que pueda estudiar, aprender a estar en el mundo con todos sus derechos.
Y Margarita, de México DF, que cuida de su nieto totalmente
discapacitado desde hace veinticinco años, luchando y trabajando por su
familia; mujer de fe y convencida de que la oración y la confianza en Jesús es
su verdadera fuerza. A la Virgen de Guadalupe le pide no solamente por su
nieto, o su familia, o sus vecinos; ruega por los pobres más pobres sean del
país que sean, y estén donde estén. Aboubakar, un adolescente de Burkina
Faso, pequeño, desnutrido, con el VIH como única herencia de
sus padres, sonriente, impresionado porque no es la única
persona del mundo que tiene problemas. Sus grandes ojos me
hacen pensar en los ojos del Creador.
Hadmed, setenta años, casi media vida en el campo
de refugiados de Yarmuk, en Siria. La guerra sigue estando de compañera diaria, como la permanente
música del mp3 en los oídos de cualquier joven europeo o
americano. Hadmed sigue pensando en la paz, la paz en las
cosas simples y entre las personas hijas de un mismo Dios, a
quien se reza en las mezquitas, las iglesias, las pagodas o las sinagogas.
Y Terry, que pasea cada día por la explanada junto al mar
en Cairns, en el norte de Australia, cada día, arrastrando su única pierna.
Perdió la otra por su mala circulación de la sangre. El alcohol corre por
sus venas junto a los malos recuerdos por haber perdido todo: familia,
trabajo, amigos… Se acoge cada noche a la bondad de los voluntarios
de un hogar para pobres de solemnidad. A pesar de todo, sigue riendo y
hablando con todo el mundo sobre sus sueños y realidades. Es un gran conversador. Yo
creo que el único que no le escucha es Warrior, su perro anciano y sordo. Dice que no
tiene religión, pero quién sabe…
Conocí a Raquel, española, asidua de las calles poco iluminadas en Cartagena, donde trabaja para seguir consumiendo heroína y cocaína. Raquel es transsexual y nunca encontró su lugar en
la familia, en la sociedad. Se prostituye como recurso para sobrevivir, pero lo que de verdad le da
vida es el abrazo de sus compañeras, su apoyo cuando está bien y cuando desea desaparecer de
este mundo. Lleva un rosario en su cuello, a modo de collar; dice que le da suerte y le protege. Le da vergüenza entrar en la iglesia, porque la miran mal y llama mucho la atención, pero le reza a Dios y a la Virgen cuando pasa por la puerta.
Y podría seguir relatando las vidas y los miles de rostros de Jesús en esta canonización del hermano Carlos, presidida por el Amor de Dios y las llamadas a considerar a cualquier ser humano como hermano, de igual a igual. Todos nos enseñamos unos a otros a ser dignos de un mismo Padre.
Unos rezaron la Oración de Abandono, otros cerraban los ojos y soñaban con un mundo mejor. Unos entendieron que la fraternidad es una forma de vivir y de crecer en la espiritualidad
y el compromiso por dar sin esperar recibir en las tareas de
cada día, otros sintieron que no estaban solos. Nos mirábamos
unos a otros, y no había nada extraño entre nosotros, y comprendimos que el mensaje de la vida de este hombre, un hombre de Dios, transciende las fronteras y las religiones, la
vida de fe y la de vivir sin Dios. Su mensaje de fraternidad universal, su muerte y
resurrección por “sobredosis de humanidad”.
San Carlos de Foucauld, ruega por nosotros.

Mariano PUGA CONCHA

Santiago de Chile

2 comentarios en “SAN CARLOS DE FOUCAULD

  1. Gracias por El mensaje…muy apropiado y real lo que ha vividi nuestro Santo Carlos de Foucauld….

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