El padre Huvelin, un director sagaz y buscadísimo

Hace unos días atrás en Argentina celebramos el día del padre, un día lleno de festejos, encuentros familiares y recuerdos, en un momento me imaginé a una persona que para nuestro hermanito Carlos tuvo una muy importante y referenciante figura hablando de sentimientos paternos y es nada más que el Abate Hubelín, a continuación conocemos algo más de este sacerdote que tuvo la intuición de conocer el corazón del Vizconde y llevarlo amorosamente hacia el Hermano Universal.

“… a los 48 años, Henri Hubelin era solamente Vicario Cooperador en la Iglesia de San Agustín, ¿porqué estaba tan rezagado si era un extraordinario sacerdote?  Posiblemente por estar impedido  desde su niñez por ciertas deformaciones reumáticas, era un sacerdote muy formado a quién más de una vez se le ofreció el profesorado en los institutos católicos de París; para ello disponía de los requisitos necesarios: sabiduría natural, formación esmerada, amigos influyentes incluso entre los teólogos más importantes de la Francia de entonces.

Pero él prefirió quedarse en la pastoral común, concreta en los puestos de retaguardia en contacto con el pueblo: largas horas en el confesionario, en iglesias que parecían heladeras en invierno y hornos en verano. Ciertamente también tenía a su cargo conferencias, unos “Cursos de Fe” para adultos y gente ya formada, pero su ocupación más directa y esencial fue la “cura de las almas” en la que no hacía distingos, pobres, ricos, anónimos, ocasionales y hasta difíciles penitentes intelectuales. Disponía de esa ciencia del alma que permite salir al encuentro de cada problema, de cada angustia.

Iglesia de San Agustín – París

A través de su amigo el teólogo A. Houssaye, el Abbe Hubelin se contacto con la “escuela francesa de piedad” de inmediato comprendió su importancia, el valor del teocentrismo en una época de desmedida deificación del hombre. Sus predicaciones y su modo de dirección espiritual contradecían las corrientes entonces en boga por una parte demasiadas cargadas de sensiblería y por otra apegadas excesivamente a la razón. Uno de sus lemas más escuchados era: “Jesucristo ocupó en la tierra el último sitio, que nadie pudo discutirle, seguir a Cristo pues implica, seguir al oculto al desconocido Señor que nada poseía como propio, porque en todo buscaba la gloria de Dios”

El Abbe era un testigo privilegiado de esa vida, cuando hablaba de anonadamiento o de destrucción quería referirse a la pobreza de espíritu, del sermón de la montaña aplicada a la vida concreta: renuncia o mejor distancia de los planes excesivamente personales, incluso de los mejores para permanecer siempre abierto a los de Dios. Alguna vez escribiría a Foucauld esta significativa frase: “No se trata de hacer triunfar una idea, sino de hacer la voluntad de Dios

Precisamente esa entera disponibilidad de corregir sobre la marcha su pensamiento, para volverse atrás y rastrear lo que Dios pretende de cada uno en un momento determinado, lo capacitaba de extraordinario modo para ser un director espiritual sagaz y buscadísimo.

Nunca fue un guía complaciente sino exigente, no caía en paternalismos para no atar a sus dirigidos a su persona, nada de recetarios como esos curas que de inmediato sirven la pócima curativa, tampoco un teólogo infalible insuflado de soberbia que todo lo sabe y se queda siempre con la última palabra.

Confesionario del Abbé Hubelin

Sabia reconocer cuando el caso lo desconcertaba, si no veía claramente podía callar por mucho tiempo, pero cuando veía con claridad, no se andaba con rodeos ponía al dirigido ante el nudo, ante el punto quemante, le gustara o no.

En el “caso Foucauld” vio claro. De allí sus frases lapidarias, instrumentos de la gracia para servir a alguien que a partir de entonces alteró por entero el curso de su existencia.

Foucauld conoció a Hubelin en el salón de la casa de su tía Inés de Moitessier, los primeros contactos no superaron el nivel de lo formal, Huvelin no exponía sobre temas religiosos allí estaba silencioso, afable, buen interlocutor, porque tenía el don de saber escuchar.

El Hermano Carlos que lo conoció por referencia de su prima, quedo fuertemente impresionado por su personalidad pero no deseaba dejarse prendar por él.

Una mañana el Vizconde recorría las calles de Paris, ingresó al portal de San Agustín entró y como siempre el confesionario de Huvelin estaba iluminado al acercarse para solamente dialogar sobre algunas cuestiones relacionadas con la fe, encontró la imperativa y dulce voz del Abbé que le decía;  “arrodíllese y confiésese y así encantarará la fe”, Foucauld se arrodillo y la historia que sigue aún la estamos escibiendo…..”

Hildegard Waach, El Sahara fue su destino, , Edit. Guadalupe, págs 35 – 37

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