MIS ENCUENTROS CON SANTA TERESA DE JESÚS


Una verdadera amiga
Tengo ante mí el primer ejemplar de las obras de santa
Teresa de Jesús, que cayera en mis manos. Se trata de la séptima
edición de Apostolado de la Prensa, fechada en Madrid, 1951. Libro
de bolsillo, impreso en papel tipo biblia, de blancas páginas muy
llenas de texto, y con un tipo de letra menuda pero de fácil
deletración. Le tengo cariño a este libro. Es uno de los más antiguos
de mi biblioteca. Lo adquirí cuando contaba diecisiete años. Y desde
entonces me ha acompañado en multitud de momentos, sirviéndome
de consuelo y estímulo en esas situaciones críticas que la vida se
encarga de presentarnos.
Santa Teresa de Jesús ha venido a ser para mí una verdadera
maestra, o mejor, una verdadera amiga, puesto que uno solo es
nuestro maestro, y muy pocos los que alcanzan a amigos verdaderos.
Viene bien recordar aquí las palabras de la santa que nos advierte
que Dios no deja de enviarnos amigos que nos den la mano en el
momento oportuno: “Siempre en estos trabajos grandes me enviaba
el Señor, como me lo mostró, un persona de su parte que me diese la
mano…, sin ir asida a nada más que a contentar a Dios” (Vida,
39,19). Pues bien, santa Teresa ha sido para mí esa persona de parte
de Dios, que me ha enseñado a caminar aunque torpemente por mi
parte, por los caminos de la búsqueda de la voluntad de Dios.
¿Quién me habló por primera vez de santa Teresa de Ávila?
No lo puedo recordar. De recordarlo iría a darle las gracias en este
momento. Pero puedo asegurar que mi temprana afición a las letras
y a la militancia en la Acción Católica Juvenil de entonces, me
condujeron de conjunto, ya en mi primera juventud, a beber del agua
clara de la doctora del Carmelo.
Contentar solo a Dios
Al principio no me resultaba fácil su lectura, aunque sí
atrayente. Su misma dificultad, me expoliaba. Recuerdo muy
vivamente mis recuerdos con la santa, en la soledad del campo, sin
más ruido que el zumbido de los insectos y el susurro del viento
entre los árboles. Con ella alternando el Nuevo Testamento,
comencé a saborear el plato fuerte de la soledad y el silencio. En un
paisaje seco y quebrado, muy parecido al de la Castilla de la santa,
comenzó a destilarme su sabiduría, recia y profunda, el Libro de la
Vida o de las Misericordias de Dios, con que me inicié en tan
provechosa lectura.
Hoy, veintisiete años después, he sentido la curiosidad de
buscar la primera frase de la santa que subrayé en aquella mi
primera lectura. Desde siempre he subrayado los libros que leo. Es
como si hiciera más mío lo que allí se dice; como si lo considerara
escrito con algo de mi propia experiencia. Y en el capítulo segundo
de la Vida, leo mi primer subrayado:
“Tengo por cierto que se excusarían grandes males si entendiésemos que no
está el negocio en guardarnos de los hombres, sino en no nos guardan de
descontentaros a Vos” (Vida, 2,4).
Creo que esta lección nunca ha dejada de resonar dentro de
mí. Y cuando han llegado los momentos que ponían en crisis el valor
de nuestra vida cristiana y el valor de nuestros trabajos por el
Evangelio, buscar agradar a Dios y no a los hombres, buscar la
gloria de Dios y no el éxito de mis trabajos, me ha restituido la paz y
la confianza en mí mismo.
El don de la amistad con Jesús
En mi época de estudiante de filosofía –21 a 24 años– es
cuando llego a leer de un modo completo, de un tirón y
pausadamente, el Libro de la Vida. Es mi libro preferido para la
lectura espiritual que, en el Seminario, se nos impone como
disciplina de formación. Entonces deseaba llegase la hora de la
lectura espiritual, como quien espera una fiesta. Y muchos ratos
libres, de los pocos que quedaban en el apretado horario de un
seminario conciliar, también los dedicaba a su lectura, hurtándolos al
juego o a la charla entre los compañeros.
De aquella época recuerdo con especial insistencia la llamada
a la amistad con Jesús, con la humanidad de Jesús como gusta decir
la santa. Ser cura, para mí se iba perfilando como ser de los íntimos
de Jesús. Y sólo en dicha amistad se me aparecía como posible la
vida plena en la entrega por causa de Jesús y del Evangelio. La
misma afectividad, tan viva en mi modo de ser y en la edad que me
ocupa, podía encontrar, según me inspiraba la santa, su equilibrio,
satisfacción en esta amistad que nunca falla.
“Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán, que se puso en lo
primero en el padecer todo se puede sufrir. Es ayuda y da esfuerzo; nunca
falta; es un amigo verdadero. Y veo yo claro y he visto después, que para
contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de
esta Humildad sacratísima, en quien dijo su Majestad se deleita” (Mt.
3,17) (Ibíd. 22.6)
Sería fácil multiplicar aquí las citas que me impresionaron y
que fueron moldeándome en la amistad con Jesús, o al menos, en el
deseo de esta amistad. No me resisto a cerrar este apartado de mis
recuerdos, sin traer ahora esa síntesis gozosa de la experiencia
mística de la santa abulense: “Es gran cosa, mientras vivimos y somos
humanos, traerle humano” (Ibíd. 9)
“Traerlo humano”, es decir, tratar con El como con el mejor
amigo, acudir a Él como quien nos espera, sería desde entonces una
invitación perenne en el desarrollo de mi vida cristiana. Entonces, ya
se abrieron en mí las bases de un cristianismo vivencial, nada
ideológico.
Aprender a llamar a Dios, Padre
Creo que también fue Teresa de Ávila quien, de forma
primera y poderosa, me ayudó a saborear el don de la filiación
adoptiva. Ser hijo de Dios en el único Hijo, comenzó a ser para mí,
en aquellos años, el fundamento más firme y seguro de mi vida.
Recuerdo una fuerte crisis vocacional –estudiaba 3º de
filosofía– que parecía amenazar las raíces de mi entera existencia.
Por un lado veía con toda claridad que no debía ser cura, que debía
abandonar los estudios del seminario, por mi gran indignidad y falta
de cualidades. Por otro, una pena indescriptible me desgarraba
interiormente, sólo con pensar en tener que renunciar al camino del
ministerio. ¿Qué hacer? La inexperiencia hace más difíciles estos
conflictos internos. Una tarde de retiro espiritual leyendo a la santa,
me sentí llamado al abandono. No tenía que hacer nada. Sólo confiar.
Dios es Padre. Y el Padre sabe siempre lo es mejor para sus hijos.
Sólo esta certidumbre me encalmaba. Yo no decidiría nada. Decidiría
el director espiritual del Seminario. Y yo aceptaría la decisión, fuere
cual fuere, porque ya la había aceptado, sin reserva ninguna, en mi
corazón.
El nombre del Padre, dirigido a Dios, era suficiente para
devolverme la paz y la alegría más profundas. Y ya nada tenía
carácter de amenaza a mi vida.
La lectura al comentario del Paternoster, incluida en Camino
de Perfección, desde el capítulo veintisiete al final del libro, me
proporcionó no poco alimento de confianza y abandono, de regocijo
y paz, al saberme para siempre en los brazos del Padre, más fuertes
que todos los vendavales de la miseria humana.
“¡Son tan poquísimos a los que engaña el demonio de los que rezan
el Paternoster!” (Camino, 39,7), dice la santa. Y una dulzura sin
nombre que es fortaleza envuelve el corazón de quien ha captado
que, “siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas”
(Ibíd. 27,2).
La llamada de las profundidades
En mis años de estudiante de teología, abandono
temporalmente a Teresa de Jesús para introducirme en la lectura y
estudio de san Juan de la Cruz. Bajo la experta guía del director
espiritual del Seminario, dominador como pocos de la materia,
descubro y soy materialmente absorbido por la recia teología mística
del doctor de la Noche Oscura. Pero Juan de la Cruz que me seducía
ante todo como poeta lírico y sistematizador de un pensamiento,
jamás me llegó a conmover con su experiencia mística, como había
conmovido y me seguiría conmoviendo la doctora de las Moradas,
más vivencial y directa en la exposición escrita de sus caminos
interiores.
Después de leer los libros, Subida al Monte Carmelo, Noche
Oscura, Cántico Espiritual y Llama de Amor Viva –toda la obra
prácticamente del santo reformador –sentí la necesidad de volver a
santa Teresa. Y esta vez fue el Libro de las Moradas o Castillo
Interior, el que me hizo sentir la llamada de las profundidades de la
vida contemplativa, con renovada urgencia.
Tengo muy presentes muchos de los momentos de aquella
lectura. Sobre todo en las vacaciones de verano de tercero de
teología. Con santa Teresa debajo del brazo me perdía por
polvorientos caminos, buscando rincones apartados. La soledad se
inflama de necesidad de entrar por los caminos de un conocimiento
no racional de Dios.
“A mi parecer, me decía entonces la santa, jamás nos acabamos de conocer si
no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra
bajeza; y mirando su limpieza veremos nuestra suciedad… Terribles son
las ardides y mañas del demonio para que las almas no se conozcan ni
entiendan sus caminos” (Moradas I, 2, 9 y 11).
La gran intuición de estos años, brotada al calor de la
experiencia teresiana, es la perfección o realización de la persona, va
unida al conocimiento amoroso de Dios. Y sin este segundo es
siempre falsa la primera. Ser hombre equivale ante todo a vivir en el
amor de Dios.
“La perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y cuanto con más
perfección guardáremos estos dos mandamientos, seremos más perfectos”
(Ibíd. 2,17).
A la luz de las místicas orientales
Estaba participando en un campamento de los Amigos de El
Arca en Güejar-Sierra (Granada). Era el verano de 1972. La
experiencia comunitaria de los compañeros de El Arca, los nuevos
caminos de la contemplación en relación con las técnicas y místicas
orientales, y, la doctrina de la No-violencia, me habían llevado hasta
allí. Delicioso lugar cercano a un río entre gigantescos cerezos y con
balcones abiertos a cañadas y crestas de la Sierra Nevada. Allí
tendría lugar mi último –por ahora–encuentro con la santa descalza.
Un día, en la charla que nos dirigía Lanza del Vasto, vino a
decir algo semejante a esto: Los cristianos no tenemos que ir
buscando en otras religiones lo que ya tenemos en la nuestra. Este
es el caso de los grandes místicos del cristianismo, entre los que
sobresalen los españoles Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, cuyas
enseñanzas nos pueden dar, quizá, algo más de lo que podemos
encontrar en las místicas orientales hoy en moda.
Con estos razonamientos, Lanza del Vasto no pretendía
despreciar ni minusvalorar los contenidos de las religiones
orientales, que él precisamente mejor que muchos en Occidente
conocía y valoraba. Sólo pretendía ponernos en guardia contra el
snobismo de quienes siempre van a la caza de lo último que suena en
el mercado internacional, sin valorar suficientemente lo que ellos ya
tienen y pueden potenciar y ofrecer de sus propias tradiciones
religiosas y culturales.
Ante estas reflexiones del ya desaparecido maestro fundador
de El Arca, yo experimenté una fuerte sacudida interior. ¿Acaso no
había sido yo también un snobista de los que él denunciaba? En los
últimos años de mi vida se había reducido de forma considerable la
tensión orante. Estaba decididamente bajo los influjos de la crisis
secularizante. Pero la necesidad del encuentro con Dios jamás se
había borrado de mí. El nombre y estimación de la santa abulense en
la boca del yogui, discípulo de Gandhi, Lanza del Vasto, me hizo
volver mi mirada hacia atrás, hacia los buenos momentos y
excelentes que me había prestado la doctora mística. Al cabo de ocho
años, volvería a tomar las obras de la santa reformadora, releyendo
las Moradas, y empalmando así mis nuevos tanteos por el mundo
espiritual y cultural, con las mejores experiencias de mi vida pasada.
Fue entonces cuando la lectura de santa Teresa me ofreció
otra de estas síntesis tan admirables de que la carmelita eran tan
pródiga. Nadie vive más y mejor su compromiso con la vida, que
quien se ha dejado conducir a las simas de la contemplación infusa. O
dicho de otro modo más asequible a todos: Nadie es más útil a los
hombres que quien vive totalmente entregado a Dios.
Esto era lo que yo leía en cada una de las páginas del las tres
últimas Moradas Interiores. Hablando de Moisés, llegara a decirnos
la santa que, la fuerza liberadora del caudillo de Israel, la recibía de
los misterios profundos que Dios le comunicaba:
“Más si no mostrara Dios a su alma secretos con certidumbre para que
viese y creyese que era Dios, no se pusiera en tantos y tan graves trabajos;
más debía entender cosas dentro de los espinos de aquella zarza (Ex. 3, 3),
que le dieron ánimo para hacer lo que hizo por el Pueblo de Israel” (Ibíd.
VI 4, 7).
¿No sería esta también la misma e idéntica experiencia de la
santa en sus arduos trabajos de la reforma carmelitana? Ella supo, y
por eso pudo comprender el secreto de la valerosa y valiosa vida de
Moisés, que el hombre se hace liberador de sus hermanos, cuando él
mismo ha sido liberado de Dios. ¿No se encierra aquí la clave de toda
vida misionera? Y en el gozo de esta única liberación, el amigo de
Dios se convierte en el mejor amigo de los hombres.
Bien se ve, porqué puedo llamar a Teresa de Jesús verdadera
amiga y verdadera hermana. Mis encuentros con ella siempre me
han sido gratificantes, siempre me han resultado poderoso estímulo
en el avance de mi vida de fe. Justo era, pues, que al sonar la hora de
este centenario, uniera esta voz de mi debilidad a otras voces más
fuertes que vendrán a cantar las glorias de quien supo reconocer las
misericordias de Dios en su entera vida.
ANTONIO LÓPEZ BAEZA,
Mis encuentros con santa Teresa
de Jesús, Iesus Caritas.
Familias Carlos de Foucauld,
Época V, 27 (1981) 12-17.

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