La personalidad religiosa de María

María es la perfecta cristiana y anticipación perfecta de la Iglesia. Los evangelistas Lucas y Juan no se limitan a subrayar la participación de María en la obra redentora de Jesucristo, sino que trazan su personalidad religiosa. Todas las dimensiones espirituales características de los “pobres de Yahvéh” de la Biblia, canonizadas por las bienaventuranzas evangélicas, convergen en María y componen su retrato espiritual: Pobreza; servicio; temor de Dios; conciencia de su propia fragilidad; solidaridad con el pueblo de Dios; alegría; apertura y disponibilidad al plan divino; y confianza en la realización de las promesas de Dios fiel y misericordioso. Además Lucas y Juan nos invitan a compartir dos actitudes prácticas. En primer lugar, las que expresan aquellas palabras de María, que encontramos en el Evangelio de Lucas: “Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 48) Así, el pueblo de Dios, siguiendo el ejemplo de Isabel, inspirada por el Espíritu Santo, proclamará bienaventurada a María y la llamará bendita, reconociendo en ella a la persona donde Dios revela su poder y generosidad al escogerla entre todas las mujeres para una tarea salvadora.

            A la actitud de alabanza se añade la acogida de María como madre por parte del discípulo al que amaba Jesús, como se nos dice en el Evangelio de Juan: “Desde aquel momento el discípulo la recibió consigo” (Jn 19, 27) Juan nos transmite este mensaje: los que escuchan la voz de Jesús y se hacen una sola cosa con él en una fe madura y operante son invitados a dar cabida a María, aceptando su maternidad como don supremo de Jesucristo. Naturalmente que la fe de María tuvo que ir creciendo a lo largo de su vida, pues su fe, como la nuestra ignora el futuro y no acaba de comprender, pero fue una fe ejemplar por su confianza ciega impregnada de meditación, como podemos contrastar en el Evangelio de Lucas: “Conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2,  19)

            La prueba de fuego de la fe de María llegó en el Calvario, pues las palabras que le dijo el ángel Gabriel anunciándole que su hijo sería grande, que Dios le daría el trono de David y que reinaría sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendría fin, no cuadran cuando ve a su hijo clavado en la cruz. Es la noche oscura de la fe. Por todo ello, María es un modelo para nuestra vida creyente. El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Jesucristo, deriva directamente de ella. Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Jesucristo hasta su muerte. Se manifiesta particularmente en la hora de la pasión, tal y como se nos dice en el Concilio Vaticano II: “La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo(Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 58)

            Después de la Ascensión de su Hijo, María estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, junto a los apóstoles y algunas mujeres, pidiendo el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra. Finalmente, La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte.

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